lunes, 14 de marzo de 2022

El mono y el loro

Guillaume Apollinaire

 

I

El Alkmaar era un bergantín holandés que regresaba de Java cargado hasta el tope de especias y ricas mercaderías. Hizo escala en Southampton y se les dio autorización a los tripulantes para que descendieran a tierra.

Hendrijk Versteeg, uno de los marineros, llevaba en el hombro derecho un mono y en el izquierdo un loro. Cargaba sobre la espalda un atado de telas indias. Pensaba vender en la ciudad tanto las telas como los animales.

Era el comienzo de la primavera y anochecía temprano.

Hendrijk Versteeg caminaba, casi corría, por las calles. Sólo el resplandor de los mecheros de luz de gas alumbraba en la neblina. El marinero deseaba regresar a Ámsterdam; pensaba en su madre, de quien no sabía nada desde hacía tres años; en su novia, que lo esperaba en Monikendarn. Calculaba cuánto dinero obtendría por los dos animales y las telas, mientras buscaba un comercio donde vender sus exóticos artículos.

En Above Bar Street, un señor muy correcto lo interceptó y le preguntó si quería vender el loro.

–Me gustaría mucho tener ese pájaro –dijo–. Como vivo solo, me resultaría entretenido estar con él.

Hendrijk Versteeg, como todos los marineros holandeses, hablaba inglés. Le dijo al desconocido cuánto le cobraría por el loro y el hombre aceptó.

–Sígame –le dijo–. Vivo un poco lejos. Cuando lleguemos, usted colocará el loro en una jaula que tengo. También me mostrará sus telas y tal vez yo encuentre alguna que me agrade.

Muy satisfecho, Hendrijk Versteeg siguió al caballero y, mientras caminaban, empezó a ponderar a su mono, que pertenecía, le dijo, a una raza muy rara, cuyos individuos se encariñaban con los amos y eran capaces de resistir bien el clima de Inglaterra.

Muy pronto Hendrijk Versteeg dejó de hablar. El desconocido no le contestaba y ni siquiera parecía escucharlo.

Caminaron en silencio, uno al lado del otro. El mono, que extrañaba la selva de donde venía, y asustado por la neblina, gemía como un niño recién nacido. El loro agitaba las alas.

Después de una hora de andar y andar, el desconocido dijo, de pronto:

–Estamos cerca de casa.

Habían llegado a las afueras de la ciudad. A los costados del camino se extendían grandes parques rodeados de verjas; de vez en cuando brillaban entre los árboles las ventanas de alguna casa y también se oía, a veces y a la distancia, el siniestro ulular de una sirena que venía del mar.

El desconocido se detuvo ante la verja, sacó unas llaves y abrió la puerta; entraron y la cerró detrás de Hendrijk.

El marinero se sintió inseguro. En el fondo del jardín vio una casita de apariencia bastante buena, pero con las persianas cerradas que no dejaban ver ninguna luz.

El caballero silencioso, la casa sin vida, todo eso se le representaba bastante lúgubre. Pero Hendrijk recordó que el desconocido vivía solo. “Es un hombre original”, pensó; y como un marinero holandés no es lo bastante rico como para que alguien piense en desvalijarlo, se avergonzó de ese súbito ataque de miedo.

 

II

–Si tiene fósforos, alumbre –dijo el desconocido, mientras introducía una llave en la cerradura de la puerta de la casa.

El marinero así lo hizo y, cuando entraron, el desconocido encendió una lámpara, que de inmediato iluminó una sala cuyos muebles mostraban que su dueño tenía buen gusto.

Hendrijk Versteeg había recobrado su tranquilidad. Tenía la esperanza de que su extraño compañero le comprara algunas de sus buenas telas.

El desconocido, que había salido de la sala, regresó con la jaula.

–Ponga aquí el loro –dijo–. Le colocaré un aro y una cadena cuando se haya amansado y aprenda a decir lo que yo quiero que diga.

Luego cerró la jaula e invitó al marinero a tomar la lámpara e ir al cuarto contiguo en el que había una mesa cómoda para extender las telas.

Hendrijk Versteeg obedeció, tomó la lámpara y entró en el cuarto indicado. La puerta se cerró detrás de él; la llave giró; estaba secuestrado.

Sin saber qué hacer, dejó la lámpara sobre la mesa y quiso golpear la puerta, para forzarla. Pero una voz lo detuvo:

–Un paso y lo mato.

Al alzar la cabeza, Hendrijk Versteeg vio, por una claraboya que no había notado hasta entonces, el cañón de un revólver que le apuntaba. Quedó inmóvil y aterrado.

Imposible luchar. De nada le serviría su cuchillo; ni siquiera le hubiera servido un revólver. El desconocido dijo:

–Escuche y haga lo que le digo. El servicio forzado que usted me prestará, tendrá su recompensa. Pero la decisión es mía. Usted me obedecerá ciegamente; si no, lo mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa… Encontrará un revólver de seis tiros, con cinco balas. Tómelo.

El marinero holandés obedeció instintivamente. En su hombro, el mono gritaba y temblaba. El desconocido continuó:

–En el fondo del cuarto hay una cortina. Vaya y descórrala.

Al descorrer la cortina, Hendrijk vio una alcoba; allí, atada de pies y manos sobre una cama, una mujer lo miraba con desesperación.

–Ahora, desate a esa mujer –dijo el desconocido– y quítele la mordaza.

Cuando el marinero la desató, la mujer, joven y muy bella, se arrodilló ante el tragaluz y gritó:

–Harry, es una venganza infame. Me has traído aquí para asesinarme. Me dijiste que habías alquilado esta casa para festejar nuestra reconciliación. Creí haberte convencido. Creí que al fin estabas seguro de que nunca he sido culpable. ¡Nunca! ¡Harry, Harry, soy inocente! ¡Soy inocente!

–No te creo –dijo el desconocido.

–¡Harry, soy inocente! –repitió la mujer con la voz desgarrada.

–Son tus últimas palabras y las voy grabar cuidadosamente. Me las repetiré toda la vida –la voz del desconocido tembló un poco, pero se afirmó de inmediato–. Porque sigo queriéndote; si te quisiera menos, te mataría yo mismo y con mis propias manos. Pero eso me es imposible, porque te quiero… Ahora, marinero, si usted no mata a esa mujer antes de que yo cuente hasta diez, usted caerá muerto junto a ella. Uno, dos, tres, cuatro…

Antes de que el desconocido pudiera contar hasta cinco, Hendrijk le disparó a la mujer que, siempre arrodillada, lo miraba fijamente. La mujer cayó de cara al suelo. Había recibido el tiro en la frente. En seguida, un segundo disparo dio al marinero en la sien derecha. Hendrijk se derrumbó sobre la mesa, mientras el mono, con agudos gritos de espanto, se escondía en su camisa.

 

III

Al día siguiente unas personas oyeron gritos extraños que salían de una casa en las afueras de Southampton y avisaron a la policía. Cuando los agentes ingresaron, encontraron los cuerpos inertes de la muchacha y el marinero. El mono salió bruscamente de entre las ropas de su amo y trepó sobre los hombros de uno de los policías. Esto les causó tanta impresión, que retrocedieron y lo mataron de un tiro.

La justicia dio su dictamen. Todo mostraba que el marinero había matado a la mujer y que luego se había suicidado. Sin embargo, el drama tenía cosas misteriosas. Los muertos fueron identificados. Todo el mundo se preguntó cómo era que Lady Finngal, la esposa de un par del Reino, estaba sola en una casa de campo con un marinero que el día anterior había desembarcado en Southampton.

El dueño de la casa no pudo declarar nada a la policía. La había alquilado, ocho días antes de la tragedia, a un tal Collins, de Manchester. Al tal Collins no lo pudieron encontrar. Tenía anteojos y una larga barba roja, que podía ser postiza.

Lord Finngal llegó de Londres, apresuradamente. Quería mucho a su mujer y se le veía deshecho. Tanto a él como a la policía, y a todos en general, el caso les parecía inexplicable.

A partir de ese momento, se retiró del mundo y se alejó de sus conocidos. Vive en su casa de Kensington, sin otra compañía que la de un sirviente mudo y un loro que repite sin cesar:

–¡Harry, soy inocente!

 

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