Oscar Wilde
Cuando murió Narciso, el remanso de su
placer se trocó de una copa de aguas dulces en una copa de lágrimas saladas, y llegaron
llorando a través de los bosques las ninfas de las montañas, las oréades, para consolar
al remanso con su canto.
Y cuando vieron que
el remanso se había trocado de una copa de aguas dulces en una copa de lágrimas
saladas, soltaron las verdes trenzas de sus cabellos y gritando al remanso le dijeron:
–No nos sorprende que
hagas un duelo tal por Narciso, tan hermoso como era.
–¿Era hermoso Narciso?
–dijo el remanso.
–¿Quién había de saberlo
mejor que tú? –respondieron las ninfas–. A nosotras siempre nos desdeñaba, pero
a ti te cortejaba, y solía recostarse en tus orillas e inclinarse a mirarte, y en
el espejo de tus aguas reflejaba gustoso su belleza.
Y el remanso respondió:
–Pero yo amaba a Narciso
porque, cuando recostado en mis orillas se inclinaba a mirarme, en el espejo de
sus ojos veía mi propia belleza reflejada.
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