Roger Zelazny
Rodando a través del sueño de tiempo y
polvo llegaron ellos, bajo un cielo frío, azul, profundo como un lago sin fondo,
el sol una quebrada y ardiente destrucción sobre las montañas occidentales; el viento
un azote de danzantes diablos de arena, el frío viento turquesa del lejano oeste,
viento hechicero. Corrían sobre neumáticos pelados, escorados sobre sus resortes
quebrados, sus cuerpos magullados, colores desvaídos, ventanas agrietadas, sombras
en negro y gris y blanco, fluyendo tras ellos hacia el interior de la región norteña
por donde habían conducido ese día. Y después la línea perseguidora de vehículos,
dedos de fuego encorvándose, interconectando por arriba, por delante de ellos. Y
llegaron, rezagados y averiados, maldecidos desde la flor de la edad a la vejez,
de relámpagos quemados, ignorados por sus compañeros fugitivos…
Murdock apoyaba su estómago
sobre la loma y miraba avanzar a la jauría con los poderosos prismáticos. En el
arroyo tras él, el Ángel de la Muerte; todo crema y cromo y vidrio a prueba de balas,
luciendo un cañón láser y dos bandas de armadura resistente a los cohetes penetrantes;
parecía un espejismo ajeno a la tierra brillando al sol, vibrante, arrastrando contra
la realidad.
Era una región de colinas,
crestas extensas, cañones profundos hacia los que ellos se dirigían. Pronto se enfrentarían
con una alternativa. Podrían pasar por el cañón bajo él, o podrían entrar en otro
más lejano, al este. También podrían dividirse y tomar ambos pasos. El resultado
sería el mismo. Otros observadores armados estaban situados sobre otros cerros,
esperando.
Mientras miraba para
observar cuál sería la opción, la mente de Murdock vagó sobre los quince años anteriores,
desde la destrucción del Coche del Diablo en el cementerio de automóviles. Él había
consagrado su vida, durante veinticinco años, a la persecución de los salvajes.
Durante aquel tiempo se había convertido en la principal autoridad mundial en manadas
de coches: sus hábitats, su psicología, sus métodos de mantenimiento y repostaje…
aprendiendo virtualmente todo lo concerniente a sus caminos, salvo lo referente
a la naturaleza precisa del defecto inicial que un año fatal había llevado al programa
aberrante de comunicación por radio, que se extendió como un virus entre los vehículos
informatizados. Algunos, aunque no todos, eran susceptibles a él, estirando la analogía
de la enfermedad con una vuelta de tuerca de más. Y algunos se recuperaron, fueron
encontrados de vuelta en el garaje o estacionados una mañana frente a las casas,
abollados pero aún útiles, renuentes a narrar los sucesos de días anteriores. Para
los salvajes, muerte e incursiones, estaciones de servicio convertidas en fortalezas,
distribuidores en campamentos armados. El Caddy negro incluso había llevado dentro
de él los restos del chofer que había monoxado tiempo atrás.
Murdock podía sentir
las vibraciones bajo él. Bajó los prismáticos –ya no los necesitaba– y miró fijamente
a través del viento azulado. Después de unos instantes más podría oír el sonido,
así como sentir –a través de mil motores rugiendo, engranajes girando, sonidos de
raspones y choques– cómo la última manada salvaje se apresuraba hacia su condena.
Durante un cuarto de siglo él había perseguido este día, desde que la muerte de
su hermano lo había puesto en el camino. ¿Cuántos automóviles había usado? Ya no
podía recordarlo. Y ahora…
Recordó sus días de
rastrear, acechar, observar y anotar. La paciencia, el autodominio requerido, la
exigencia de retenerse cuando lo que más deseaba era la destrucción inmediata de
su caza. Pero había obtenido un beneficio del aplazamiento; este día era el premio,
el día en que vería el paso del último de ellos. Aunque las cosas que recordaba
habían dejado huellas extrañas en la senda por la que había viajado.
Al mirar su avance,
recordó las luchas por la supremacía que él había presenciado dentro de las manadas
que había seguido. A menudo el automóvil derrotado se retiraba sólo después de que
estaba claro que estaba vencido; el radiador destrozado, el portaequipajes descolgado,
los faros quebrados, el cuerpo arrugado y goteando. El nuevo líder correría entonces
en amplios círculos, sonando el claxon, el signo de su victoria, de su dominio.
El derrotado, negada la reparación por el abastecimiento de la manada, algunas veces
se arrastraría detrás de la jauría, un desterrado. De vez en cuando podría ser aceptado
de nuevo si localizaba algo de valor haciendo una incursión. Más a menudo, sin embargo,
vagaba por las Llanuras, no volviendo a ser visto móvil de nuevo. Él había rastreado
uno una vez, preguntándose si habrían hecho a su manera algún nuevo cementerio de
automóviles. Le sorprendió verlo aparecer de repente sobre una colina, enfrentado
hacia la cara que se alzaba sobre una garganta profunda, girando sus engranajes,
revolucionado su motor, y acelerando, lanzándose por encima del borde, estrellándose,
rodando, y ardiendo abajo.
Pero recordó otra ocasión
en que el ganador no se estableció sino tras una victoria absoluta. El sedán azul
se había acercado hasta donde estaba situado el crema, en un montículo bajo junto
a cuatro o cinco automóviles deportivos estacionados. Girando sus ruedas, sonó su
desafío desde una distancia de varios cientos de metros, luego giró y cortó a través
de un semicírculo, y empezó su aproximación. El crema empezó una serie de maniobras
similares, rodando y tocando la bocina, haciendo giros como respuesta al desafío.
Los coches deportivos se retiraron apresuradamente a los lados.
Ambos trazaron curvas
casi como si dibujaran, en un círculo rápidamente decreciente. Finalmente el crema
golpeó, aplastando el guardabarros delantero izquierdo del vehículo azul, ambos
girando y deslizándose, revolucionando sus motores. Luego se separaron de nuevo,
amagando y avanzando a corta distancia, frenando, revolviéndose, retrocediendo,
avanzando.
El segundo encuentro
dejó fuera el piloto trasero izquierdo del vehículo azul y su parachoques trasero
suelto. Aunque se recuperó rápidamente, se volvió, y golpeó el costado del crema,
horadándolo parcialmente. Inmediatamente se retiró y golpeó de nuevo antes de que
el otro se hubiera recuperado completamente. El crema se soltó violentamente, y
rodó alejándose marcha atrás. Conocía todos los trucos, pero el otro siguió apresurándose,
llegando más rápido ahora, golpeando y retirándose. Violentas sacudidas sonoras
llegaban desde el crema, pero continuó su circulación, sus fintas; la luz del sol
a través del polvo levantado le daba un aspecto bruñido, como de oro muy viejo.
Su siguiente embestida arrugó el lado derecho del vehículo azul. Sonó su claxon
mientras lo perseguía y comenzaba un giro exterior.
El coche azul ya se
estaba moviendo en esa dirección, sin embargo, vomitando grava por debajo de sus
ruedas traseras, bramando firmemente su cuerno de destrucción. Brincó adelante golpeando
por segunda vez al crema en el mismo lado. Cuando se retiró, el crema se revolvió
para huir, su claxon repentinamente silencioso.
El coche azul dudó sólo
un momento, luego aceleró tras él, chocando contra su parte posterior. El crema
se apartó goteando aceite, batiendo las puertas descuadradas. Pero el azul lo siguió
y golpeó de nuevo. Se desvió, pero el azul torció, describió un pequeño arco, y
aún le pegó de nuevo en el mismo lado que la vez anterior. Esta vez el crema se
detuvo a causa del golpe, el vapor asomando desde el interior de su capota; esta
vez, cuando el azul reculó, ya no era capaz de huir. Acelerando bruscamente, el
azul machacó una vez más su maltratado costado izquierdo. El impacto lo levantó
del suelo y lo volteó sobre el declive que descendía abruptamente a su derecha.
Rodó de lado, volteando y rebotando, hasta que se detuvo con un fuerte golpe contra
su lateral. Momentos después su tanque de combustible explotaba.
El automóvil azul se
había detenido y había enfrentado el declive. Levantó una antena desde cuya mitad
se desplegaban una docena de sensores, tótem mágico brillando débilmente en el aire
saturado de humo. Después de un tiempo replegó los sensores y bajó la antena. Luego
produjo un clamoroso estruendo de claxon y se marchó para acorralar a los coches
deportivos.
Murdock recordaba. Puso
los prismáticos en su funda mientras la manada se acercaba al punto crítico. Ahora
podía ya distinguir a los miembros individuales, a cada uno. Formaban un grupo de
pobre aspecto. Mirándolos, recordó los puntos de mejora que había llegado a ver
a través de los años. Cuando sus provisiones de piezas habían sido más grandes,
habían empleado sus manipuladores externos para modificarse en algunas formas espléndidas
y letales. Kilómetro a kilómetro, los salvajes se habían ido haciendo superiores
a cualquier posible resultado del transcurso normal de producción.
Todos los coche-exploradores,
por supuesto, iban armados, y en los primeros días habían experimentado con algunos
de ellos. Habiendo descubierto una jauría pequeña, aislaron a varios de los mejores
y destruyeron al resto. Desconectando los compartimentos pensantes, pudieron tener
compañeros, conduciéndolos al estado anterior. Pero los intentos de rehabilitación
habían sido algo menos afortunados. Incluso una completa limpieza, seguida de reprogramación,
no pudo hacer a los individuos susceptibles inmunes a la recaída. Murdock recordó
incluso a uno que se había comportado normalmente durante casi un año, hasta que
un día en medio de un atasco monoxó a su chófer y volvió a las colinas. La única
alternativa era eliminar la unidad computacional entera y reemplazarla con una nueva;
lo que apenas merecía la pena, ya que su valor era con mucho mayor que el del resto
del vehículo.
No, no había habido
ninguna respuesta en esa dirección. O en cualquier otra, excepto el camino que él
había seguido: rastrear y atacar; la destrucción sistemática de las manadas. A lo
largo de esos años, su respeto por la destreza y osadía de los líderes de las manadas
había crecido. Cuando los salvajes disminuyeron en número, su ferocidad y astucia
habían alcanzado niveles de leyenda. Hubo noches, mientras dormía, que soñó con
él mismo como un coche salvaje, armado, corriendo por las Llanuras, líder de una
manada. Había sólo otro coche, uno rojo, en aquellos momentos.
La manada inició su
giro. Murdock vio, con una súbita punzada de pesar, que se estaba dirigiendo hacia
el lejano cañón oriental. Tironeó de su barba entrecana y maldijo mientras alcanzaba
su bastón y empezaba a levantarse. Bueno, todavía habría tiempo suficiente para
llegar a lo alto del próximo cañón para eliminarlos, pero… ¡No! ¡Algunos de ellos
estaban separándose, tomando esta dirección!
Sonriendo, se irguió
y cojeó rápidamente hacia el pie de la colina, donde le esperaba el Ángel de la
Muerte. Oyó estallar las minas mientras subía en el vehículo. El motor empezó a
ronronear.
–Hay unos pocos en el
siguiente cañón –le llegó la suave, bien modulada voz masculina de su máquina–.
He estado monitorizando a todas las bandas.
–Lo sé –contestó, guardando
su bastón–. Dejemos que vayan en esa dirección. Algunos lo atravesarán.
Las trabas de seguridad
se cerraron de golpe en su sitio alrededor de él cuando empezaron a moverse.
–¡Espera!
El vehículo blanco se
detuvo.
–¿Qué quiere?
–Te estás dirigiendo
al norte.
–Debemos hacerlo, salir
de aquí y entrar en el próximo cañón con los otros.
–Hay algunos cañones
laterales conectados hacia el sur. Ve en esa dirección. Quiero golpearlos allí.
–Eso implica algún riesgo.
Murdock rio.
–He vivido con el riesgo
un cuarto de un siglo, esperando este día. Quiero estar allí el primero para el
fin. ¡Ve al sur!
El automóvil giró a
través de una desviación y se dirigió hacia el sur.
Cuando cruzaron a lo
largo del fondo de arena del arroyo, Murdock preguntó:
–¿Oyes algo?
–Sí –llegó la contestación–.
Los sonidos de aquéllos que fueron destruidos por las minas, los lamentos de los
que pasaron a través de ellas.
–¡Sabía que algunos
lo harían! ¿Cuántos? ¿Qué están haciendo ahora?
–Continúan su camino
hacia el sur. Tal vez varias docenas. Quizás muchos más. Es difícil estimarlo por
las transmisiones.
Murdock se rio entre
dientes.
–No tienen ninguna vía
de escape. Tendrán que volverse antes o después, y nosotros estaremos esperando.
–Yo no estoy seguro
de que pudiera vérmelas con un ataque en masa de tantos; incluso aunque a la mayoría
le falten los armamentos especiales.
–Sé lo que estoy haciendo
–dijo Murdock–. Yo escogí el campo de batalla.
Escuchó los amortiguados
sonidos de explosiones distantes.
–Prepara los sistemas
de armas –anunció–. Algunos de ellos podrían localizar la dirección que estamos
tomando.
Una banda doble de luces
amarillas parpadeó apagándose en el cuadro de mandos y fue reemplazada por una fila
doble de verdes. Casi inmediatamente éstas se debilitaron y fueron seguidas por
dos líneas de puntos estables, rojos.
–Listo encendido cohetes
–llegó la voz del Ángel.
Murdock extendió la
mano y tiró de un interruptor.
Se encendió también
una luz más grande; anaranjada y pulsando débilmente.
–Listo cañón.
Murdock tiró de un interruptor
grande al lado de una empuñadura de pistola colocada debajo de él en el cuadro.
–Mantendré esto en manual
por ahora.
–¿Es eso prudente?”
Murdock no contestó.
Durante un momento miró las bandas de estratos rojos y amarillos a su izquierda;
un velo de sombra se arrastraba lentamente, elevándose sobre ellos.
–Despacio ahora. Los
caminos laterales están a punto de llegar. Deben estar allí a la izquierda.
Su automóvil empezó
a reducir la velocidad.
–Creo que he detectado
uno delante.
–El siguiente no. Está
ciego. Hay otro justo después de ése. Ve por él.
Continuaron aminorando
mientras pasaban la boca de la primera abertura a la izquierda. Estaba oscuro y
se cerraba en un ángulo abrupto.
–He detectado el siguiente.
–Muy lentamente ahora.
Destruye cualquier cosa que se mueva.
Murdock se inclinó hacia
adelante y agarró el puño de la pistola.
El Ángel frenó y giró,
avanzando hacia el interior de un paso estrecho.
–Oscuro con las luces
listas. Ninguna transmisión de ninguna clase. Mantente oscuro y callado.
Se movieron a través
de un callejón de sombras; las explosiones distantes se habían convertido en un
latido, más sentido que oído ahora. Los muros pétreos se elevaban a ambos lados.
Su curso se desvió a la derecha y después a la izquierda.
Otra vuelta a la derecha,
y allí había una zona de claridad y una larga línea de visión.
–Para aproximadamente
tres metros antes de que se abra –dijo Murdock, y no se dio cuenta hasta unos momentos
después de que apenas había susurrado.
Se deslizaron adelante
y se pararon.
–Mantén el motor en
marcha.
–Sí.
Murdock se apoyó hacia
adelante, asomándose hacia el cañón más grande que corría en ángulo recto respecto
al suyo. El polvo colgaba en el aire oscuro, lóbrego abajo, brillante el más alto,
donde los rayos del sol todavía podían alcanzarlo.
“Ya pasaron” reflexionó,
“y pronto deben comprender que están en una caja; una grande, pero una caja. Entonces
se volverán y regresarán y nosotros abriremos fuego contra ellos.” Murdock miró
a la izquierda.
–Hay un sitio bueno
justo allí para que se coloque alguno de los nuestros y los espere. Será mejor que
entre en contacto y se lo haga saber. Usa un desmodulador nuevo esta vez.
–¿Cómo sabes que regresarán?
Quizás se queden allí y te hagan ir por ellos.
–No –dijo Murdock–.
Los conozco demasiado bien. Correrán así.
–¿Estás seguro de que
no hay algún otro desvío?
–Ninguno que vaya al
oeste. Puede haber alguno que se dirija al este, pero si lo toman, se verán envueltos
en la otra trampa. De cualquier modo, ellos pierden.
–¿Qué pasa si algunos
de esos otros cortan por este camino?
–El mejor, el más divertido.
Consígueme esa línea. Y mira lo que puedes captar de la manada mientras estoy hablando.
Poco después estaba
en contacto con el comandante del ala sur de los perseguidores, pidiendo una escuadra
armada y vehículos blindados para ser colocados en el punto designado por él. Fue
informado de que ya estaban camino al cañón occidental en busca de los vehículos
observados entrando allí. El comandante les transmitió el mensaje de Murdock y le
dijo que estarían dentro en cuestión de minutos. Murdock todavía podía sentir las
ondas de choque procedentes de las muchas explosiones en el cañón oriental.
–Bien –dijo y cortó
la transmisión.
–Llegaron al final –anunció
el Ángel poco después–, y están dando vueltas. Oigo sus transmisiones. Están empezando
a sospechar que no hay ninguna vía.
Murdock sonrió. Estaba
mirando a su izquierda, por donde el primero de los vehículos perseguidores acababa
de hacerse visible. Alzó el micrófono y empezó a dar instrucciones.
Mientras aguardaba,
se dio cuenta de que en ningún momento de su espera había relajado la presión sobre
el mango de la pistola. Retiró la mano, limpió su palma en los pantalones, y la
devolvió al arma.
–Están volviendo, ahora
– dijo el Ángel–. Giraron y regresan en esta dirección.
Murdock volvió la cabeza
a la derecha y esperó. La destrucción se había prolongado casi un mes, y hoy debía
ser el último día. Fue repentinamente consciente de cuán cansado estaba. Un sentimiento
de depresión empezó a apoderarse de él. Miró fijamente las pequeñas luces rojas
y la más grande, pulsante, anaranjada.
–Podrás verlos en un
momento.
–¿Puedes decir cuántos
hay?
–Treinta y dos. No,
corrección… treinta y uno. Están acelerando. Sus conversaciones indican que anticipan
una intercepción.
–¿Ha pasado alguno por
el cañón oriental?
–Sí. Había varios.
El sonido de sus motores
llegó a él. Escondido allí en el cuello del barranco, vio al primero de ellos –un
sedán oscuro, abollado y tambaleante, la mitad de su techo y la salpicadera más
cercana colgando fuera de sitio–; llegaba por la curva del cañón. Retuvo su fuego
mientras se acercaba, y pronto le siguieron los otros; avanzando rápidamente, emitiendo
vapor, goteantes y cubiertos de abolladuras y manchas de óxido, ventanas rotas,
capotas perdidas, puertas sueltas. Un sentimiento extraño inundó su pecho al recordar
los ejemplares más espléndidos de las grandes jaurías que él había perseguido infatigablemente
a lo largo de los años.
Aún contuvo su fuego,
incluso cuando el primero de la línea se perfiló frente a él, y sus pensamientos
se remontaron al negro y brillante Coche del Diablo y a Jenny, la Dama Escarlata,
con la que él lo había cazado.
El primero de la manada
alcanzó el lugar donde esperaban los emboscados.
–¿Ahora?
Preguntó el Ángel, justo
mientras el primer escape apagaba su sonido hacia la izquierda.
–Sí.
Abrieron fuego y comenzó
la destrucción, automóviles frenando y desviándose entre sí, el cañón repentinamente
iluminado por media docena de llameantes ruinas; una docena; dos.
Uno tras otro fueron
detenidos, quemados. Tres de los emboscados fueron destruidos por choques directos.
Murdock usó sus cohetes y empleó el láser sobre los restos amontonados. Cuando la
última ruina estalló en llamas él supo que, aunque no eran demasiado comparados
con los grandes que él había conocido, nunca olvidaría cómo habían preparado su
final, corriendo sobre neumáticos pobres, suspensiones rotas, transmisiones goteantes,
y odio.
De repente giró el láser
y lo disparó atrás, a lo largo del cañón.
–¿Qué sucede? –preguntó
el Ángel.
–Hay otro allí. ¿No
lo ves?
–Estoy verificando ahora,
pero no descubro nada.
–Se iba por esa dirección.
Avanzaron y doblaron
a la derecha. La radio crujió en ese momento.
–Murdock, ¿dónde vas?
Le llegó desde uno de
los emboscados de atrás.
–Pensé que había visto
algo. Voy a seguir para comprobarlo.
–No puedo darte escolta
hasta que limpiemos un poco estos destrozos.
–Está bien.
–¿Cuántos cohetes tienes?
Echó una nueva ojeada
al tablero, donde la única luz que lucía era anaranjada y pulsando firmemente.
–Suficientes.
–¿Por qué no esperas?
Murdock se rio entre
dientes.
–¿Piensas realmente
que alguno de esos cacharros podría tocar siquiera algo como el Ángel? No estaré
mucho tiempo.
Se acercaron a la curva
y doblaron. La última luz del sol hería los puntos más altos del borde oriental
sobre su cabeza.
Nada.
–¿Ves algo? –preguntó.
–No. ¿Quieres una luz?
–No…
Más lejos al este los
sonidos de disparos estaban disminuyendo. El Ángel aminoró cuando se acercaron a
una ancha franja de oscuridad a la izquierda.
–Este barranco puede
atravesarse. ¿Nos volvemos aquí o continuamos adelante?
–¿Puedes descubrir algo
dentro de él?
–No.
–Entonces sigue adelante.
Su mano todavía en la
empuñadura, Murdock movía la gran arma ligeramente con cada giro que realizaban,
cubriendo las áreas más probables de oposición en lugar del punto directamente delante.
–Esto no me gusta –anunció
finalmente–. Necesito una luz. Dame el punto superior.
Al instante la vista
ante él estuvo brillantemente iluminada: piedras oscuras, estrados anaranjados de
piedra, los muros rayados casi un paisaje de coral marino a través de las olas de
polvo en suspensión.
–Creo que alguien ha
estado por aquí más recientemente que ésos que hemos quemado.
–¿No ven a veces las
personas cansadas cosas que realmente no están allí?
Murdock suspiró.
–Sí, y yo estoy cansado.
Eso puede ser. De todas formas toma la próxima curva.
Continuaron adelante,
torciendo.
Murdock hizo girar el
arma y disparó, destruyendo piedra y arcilla de la esquina de la siguiente revuelta.
–¡Allí! –gritó–. ¡Tienes
que haber recogido eso!
–No. Yo no detecté nada.
–¡No puedo estar rajándome
a estas alturas! ¡Yo lo vi! Verifica tus sensores. Algo debe estar apagado.
–Negativo. Todos los
sistemas de detección informan de buen estado.
Murdock descargó su
puño contra la salpicadera.
–Sigue adelante. Hay
algo allí.
El terreno estaba revuelto
ante ellos. Había demasiadas huellas para narrar una sola historia.
–Lentamente ahora –dijo
él cuando se acercaron la siguiente curva–. Puede que uno de ellos tenga algún tipo
de equipo o alguna cosa para bloquearte. Deseo saberlo. ¿O estoy viendo realmente
fantasmas? Yo no veo qué…
–Hondonada a la izquierda.
Otra a la derecha.
–¡Más lento! Activa
el reflector cuando pasemos por ellas.
Se movieron por la primera,
y Murdock giró el arma para seguir la luz. Había dos entradas laterales que se alejaban
del barranco antes de la revuelta.
–Podría haber algo allí
–meditó en voz alta–. No hay manera de determinarlo sin entrar. Echemos una mirada
al siguiente.
Rodaron adelante. La
luz se movió de nuevo, y lo mismo hizo el arma. La segunda abertura parecía ser
demasiado estrecha para alojar un coche. Corría recta sin bifurcarse, y no había
nada raro en cualquier parte que se mirara de su interior.
Murdock suspiró de nuevo.
–No sé –dijo–, pero
el final está justo sobre la próxima curva; una gran caja de cañón. Entra directamente.
Y estate listo para acción evasiva.
La radio crujió.
–¿Todo bien? –llegó
una voz desde la escuadra de emboscada.
–Todavía comprobando
–dijo–. Nada hasta ahora. Sólo un poco más para mirar.
Interrumpió la conexión
–No mencionaste…
–Lo sé. Estate listo
para moverte muy rápido.
Entraron en el cañón,
barriéndolo con la luz. Era un lugar ovalado, su eje mayor quizás de cien metros.
Varias piedras grandes situadas casi en su centro. Había varios boquetes oscuros
en su perímetro. Los taludes se apoyaban firmemente al pie de las paredes.
–Ve directo. Lo rodearemos.
Esas rocas y las aberturas son los lugares donde mirar.
Habían recorrido alrededor
de un cuarto del camino cuando oyó el alto, cantarín sonido de otro motor funcionando.
Murdock volvió la cabeza y miró quince años en el pasado.
Un bajo y rojo sedán
Swinger había entrado en el cañón y había estado maniobrando en su dirección.
–¡Corre! –dijo–. ¡Está
armada! ¡Deja las piedras entre nosotros!
–¿Quién? ¿Dónde?
Murdock pasó de golpe
el interruptor de mando a manual, asió el volante, y pisó el acelerador. El Ángel
brincó adelante, revolviéndose, justo cuando las ametralladoras de calibre cincuenta
brillaron bajo los oscurecidos faros del otro vehículo.
–¿Ahora la ves? –preguntó
mientras la ventana trasera se adornaba de estrellas y él sentía el sordo impacto
de los golpes en alguna parte trasera del vehículo.
–No completamente. Hay
alguna clase de pantalla, pero puedo evaluar basado en eso. Devuélveme los mandos.
–No. Las estimaciones
no son suficiente con ella –contestó Murdock, torciendo abruptamente para poner
las piedras entre él y el otro.
El coche rojo llegó
rápidamente, sin embargo, aunque había dejado de disparar cuando inició el giro.
La radio crepitó. Entonces
una voz que había pensado que nunca oiría de nuevo se apoderó de él: “Eres tú, ¿no,
Sam? Te oí allí atrás. Y ésa es la clase de coche que el Malicioso ingeniero de
Geeyem te habría construido para algo como esto; pendenciero, inteligente y rápido.”
La voz era baja, femenina, mortífera. “Sin embargo, él no se habría anticipado a
este encuentro. Puedo bloquear casi todos los sensores sin su conocimiento.”
–Jenny… –dijo él mientras
retenía el pedal contra el piso y continuaba el giro.
–Nunca pensaste que
me verías de nuevo, ¿verdad?
–Siempre me lo he preguntado.
Desde el mismo día que desapareciste. Pero ha pasado mucho tiempo.
–Y te has pasado todo
ese tiempo cazándonos. Tuviste tu venganza aquel día, pero seguiste adelante; destruyendo.
–Considerando la alternativa,
no tenía ninguna elección.
Él sobrepasó su punto
de comienzo e inició una segunda vuelta; observando, mientras empezaba a adquirir
cierta distancia, que ella ya no debía estar tan finamente puesta a punto como cuando
él la conoció en el pasado. A menos que…
Hubo una explosión a
muy poca distancia delante de él. La grava los golpeó, y tuvo que desviarse para
evitar el nuevo cráter justo delante.
–Todavía tienes algunas
de esas granadas abandonadas –dijo–. Sin embargo, es difícil calcular cuándo dejarlas
caer, ¿no es así?
Ahora estaban en los
lados opuestos de las rocas. No había manera de que ella pudiera hacer un tiro claro
con sus armas. Ni él a ella, con el cañón.
–No tengo prisa, Sam.
–¿Cuál es? –oyó preguntar
al Ángel.
–¡Habla! –gritó ella–.
¡Por fin! ¿Quieres decírselo, Sam? ¿O debo hacerlo yo?
–Presentí que era ella,
allí atrás –empezó Murdock–. Yo siempre estuve seguro de que nos encontraríamos
de nuevo. Jenny fue el primer coche asesino que construí para cazar salvajes.
–Y el mejor –añadió
ella.
–Pero ella misma se
convirtió en salvaje –terminó él.
–¿Tal vez te resulta
molesto llevarlo, Whitey? –dijo ella–. Filtra monóxido de carbono por los orificios
de ventilación. Parecerá vivo el tiempo suficiente para sacarte de aquí. Contesta
a cualquier llamada que llegue. Diles que está descansando. Diles que no encontraste
nada. Márchate lejos y después regresa aquí. Yo te esperaré, yo te enseñaré el oficio.
–Corta ya, Jenny –dijo
Murdock rodeando de nuevo, empezando a avanzar hacia ella–. Te tendré en mi mira
en un minuto. No tenemos mucho tiempo para hablar.
–Y nada, realmente,
sobre qué hablar –respondió ella.
–¿Como sobre esto? Eras
el coche mejor que he tenido en la vida. Entrégate. Expulsa tus municiones. Deja
caer las granadas. Regresa conmigo. No quiero destruirte.
–Sólo una rápida lobotomía,
¿eh?
Se produjo una nueva
explosión, esta vez a sus espaldas. Él continuó progresando sobre ella.
–Es ese virus –dijo
él–. Jenny, eres el último; el último salvaje. No tienes nada que ganar.
–O que perder –respondió
ella suavemente.
La siguiente explosión
fue casi junto a él. El Ángel se balanceó pero no aminoró. Agarrando el volante
con una mano, Murdock extendió la otra y apresó la empuñadura de la pistola.
–Ella dejó de bloquear
mis sensores –anunció el Ángel.
–Quizá haya quemado
ese sistema –dijo Murdock, girando el arma.
Aceleró alrededor de
las rocas evitando los nuevos cráteres, haciendo botar el haz de luz, barriendo,
lanzándolo contra las altas, escarpadas paredes en una rápida sucesión de imágenes
fantasmales, reduciendo lentamente la distancia entre él y Jenny. Otra granada fue
a caer tras él. Finalmente surgió el momento de un disparo claro al elevarse el
polvo. Apretó el gatillo.
Lanzó una amplia ráfaga
que rasgó la ladera del cañón, produciendo un pequeño deslizamiento de rocas.
–Eso era una advertencia
–dijo–. Suelta las granadas. Descarga las armas. Regresa conmigo. Es tu última oportunidad.
–Sólo uno de nosotros
saldrá de aquí, Sam –contestó ella.
Él giró el arma y disparó
de nuevo mientras barría a lo largo del giro del soporte, pero un bache provocó
que el tiro fuese alto y fundiera una sección de ladera arenosa.
–Has arrancado un buen
trozo –comentó ella–. Demasiado malo para darme.
–Todo llegará.
–Es una desgracia que
no puedas confiar en tu vehículo y debas contar con tus propias habilidades conduciendo.
Tu coche no habría errado ese último tiro.
–Quizá –dijo Murdock,
patinando a lo largo de otro giro.
De repente dos granadas
más explotaron entre ellos, y las piedras saltaron contra el Ángel. Saltaron los
cristales de ambas ventanas en el lado derecho. Se deslizó oblicuamente, su visión
oscurecida por la llamarada y la materia despedida.
Con ambas manos ahora
en el volante, luchó por recuperar el control frenando bruscamente. Atravesando
la pantalla de restos, reduciendo y girando, alcanzó a ver a Jenny lanzada a toda
velocidad hacia el paso que llevaba fuera del cañón.
Pisó a fondo el acelerador
en su persecución. Ella lo atravesó y se fue antes de que él pudiera alcanzar el
arma.
–Vuelve a automático,
y estarás libre para luchar –dijo el Ángel.
–No puedo hacer eso
–contestó Murdock corriendo hacia el paso–. Ella podría bloquearte de nuevo en cualquier
momento; y nos tendría a ambos.
–¿Ésa es la única razón?
–Si. El riesgo.
El coche rojo no estaba
a la vista cuando salió del paso.
–¿Bien? –dijo–. ¿Qué
leen tus sensores?
–Entró en la hondonada
a la derecha. Hay un rastro de calor.
Murdock continuó lentamente
mientras se movía en esa dirección.
–Ahí debe ser donde
se estaba escondiendo cuando llegamos –dijo Murdock–. Podría ser algún tipo de trampa.
–Quizás sería mejor
llamar a los otros, cubres la entrada, y esperas.
–¡No!
Murdock giró el volante
y envió la luz a lo largo del pasadizo. Ella no estaba en ninguna parte a la vista,
pero había pasos laterales. Continuó deslizándose hacia adelante, penetrando. Su
mano derecha empuñaba de nuevo el arma.
Pasaron ante la boca
de las aberturas, cada una de ellas lo bastante amplia para ocultar un coche, pero
todas vacías.
Siguió una curva, doblando
a la derecha. Antes de haber recorrido la longitud completa de un automóvil a lo
largo de ella, un estallido de fuego desde la izquierda, al frente, le obligó a
pisar de golpe los frenos y girar el cañón. Pero un motor rugió de repente antes
de que él pudiera hacer puntería, y una línea roja cruzó su camino para desaparecer
por otro boquete lateral. Aceleró de nuevo y la siguió.
Jenny no estaba a la
vista, pero él podía oírla en alguna parte delante. La vía se ensanchó cuando avanzó.
Finalmente se bifurcó ante un gran estrado de piedra: un brazo continuaba más allá
de él, el otro conducía abruptamente a la izquierda. Frenó ligeramente, tomándose
un tiempo para considerar las alternativas.
–¿Dónde lleva el rastro
de calor? –preguntó.
–En ambas direcciones.
No lo entiendo.
En ese momento apareció
el automóvil rojo, irrumpiendo desde la izquierda, sus armas disparando. El Ángel
se sacudió cuando fueron golpeados. Murdock activó el láser, pero ella lo sobrepasó,
girando y acelerando fuera de alcance a la derecha.
–Rodó por ambos antes
de que nosotros llegáramos, para confundir tus sensores, retardándonos. Y funcionó
–agregó, avanzando de nuevo–. Es condenadamente astuta.
–Todavía podemos regresar.
Murdock no contestó.
Jenny apareció en escena
dos veces más, lanzando golpes repentinos, eludiendo las ráfagas abrasadoras y desapareciendo.
Un sonido de golpeteo intermitente empezó bajo la capota cuando se movieron, y un
foco encendido en el cuadro indicó señales de calentamiento.
–No es serio –declaró
el Ángel–. Puedo controlarlo.
–Hazme saber si hay
cualquier cambio.
–Sí.
Siguiendo el rastro
de calor, se lanzaron firmemente a la izquierda, precipitándose por un declive de
arena que más allá se ensanchaba en torres, alminares y catedrales de piedra, oscura
o pálida, rayada y moteada con mica que semejaba las primeras gotas de lluvia en
una tormenta de verano. Golpearon el fondo, se deslizaron de lado, y acabaron parándose,
patinando las ruedas.
Lanzó la luz alrededor
rápidamente, produciendo sombras grotescas que se sacudían como marionetas en una
pista de baile alrededor de ellos.
–Está limpio. Toneladas
de arena suelta. Pero no veo a Jenny.
Murdock pisó a fondo,
estremeciendo el vehículo, pero no quedaron libres.
–Dame el control –dijo
el Ángel–. Tengo un programa para esto.
Murdock pulsó el interruptor.
En seguida comenzó una nueva serie de movimientos oscilantes. Esto continuó durante
todo un minuto. Entonces el foco de calor empezó a fluctuar de nuevo.
–Demasiado para el programa.
Mira mientras, porque voy a tener que salir y empujar –dijo Murdock.
–No. Pide ayuda. Quédate
en posición. Podemos rechazarla con el cañón si vuelve.
–Puedo volver dentro
en un momento. Tenemos que conseguir movernos de nuevo.
Cuando se estiró hacia
la puerta, oyó que la cerradura se bloqueaba.
–Libérala –dijo–. Te
apagaré un momento, saldré, y te encenderé de nuevo desde allí. Estás perdiendo
tiempo.
–Creo que estás cometiendo
un error.
–Entonces démonos prisa
y hazlo corto.
–Bien. Dejaré la puerta
abierta –se oyó otro clic–. Notaré la presión cuando empieces a empujar. Probablemente
te echaré mucha tierra encima.
–Tengo una bufanda.
Murdock salió y cojeó
hacia la parte trasera del vehículo. Enrolló la bufanda alrededor de su boca y nariz.
Inclinado adelante, puso sus manos en el automóvil y empezó a empujar. El motor
rugió y las ruedas giraron cuando lanzó su peso contra él.
Entonces, por el rabillo
del ojo, a la derecha, detectó un movimiento. Sólo volvió ligeramente la cabeza
y continuó empujando al Ángel de la Muerte.
Jenny estaba allí. Se
había deslizado lentamente a un lugar oscuro bajo una repisa, girándose, enfrentándolo,
sus armas directamente hacia él. Debía de haberlos rodeado. Ahora estaba parada.
Parecía inútil intentar
correr. Ella podría abrir fuego en el momento que quisiera.
Murdock se reclinó y
descansó durante un momento, recuperándose. Después se movió a la izquierda, se
apoyó, empezando a empujar de nuevo. Por alguna razón ella se mantenía a la espera.
No podía determinar por qué; se deslizó furtivamente a la izquierda. Movió su mano
izquierda, después la derecha. Cambió su peso, movió los pies de nuevo y luchó contra
el poderoso impulso de mirar una vez más en su dirección. Estaba junto al piloto
izquierdo. Podría haber una oportunidad ahora. Dos pasos rápidos pondrían el cuerpo
del Ángel entre ellos. Entonces él podría lanzarse hacia delante y zambullirse dentro.
Pero ¿por qué no estaba disparando ella?
No importaba. Tenía
que intentarlo. Se desplazó cuidadosamente de nuevo. El reposo fingido que siguió
era el momento más complicado de la maniobra.
Se inclinó hacia adelante
una vez más, estirándose como si fuera a depositar sus manos de nuevo en el vehículo,
pero se deslizó sobre él, moviéndose tan rápidamente como pudo hacia la puerta abierta,
y a través de ella, al interior. Nada pasó durante todo ese lapso, pero en el momento
que la puerta del coche se cerró de golpe, hubo un estallido de fuego bajo la repisa,
y el Ángel empezó a estremecerse y después a balancearse.
–¡Allí! –llegó la voz
del Ángel mientras el arma giraba a la derecha y lanzaba una ráfaga hacia fuera
y arriba.
El haz se dibujó, sacudiéndose.
Se elevó en el aire. Golpeó sobre la cara del risco, removiéndolo.
Murdock se volvió a
tiempo para ver una porción de esa superficie deslizarse hacia abajo, primero con
un murmullo, después con un rugido. El tiroteo cesó antes de que el muro cayera
sobre el vehículo rojo.
Por encima del sonido
del desprendimiento, una voz familiar llegó por la radio:
–¡Maldito seas, Sam!
¡Tenías que haberte quedado en el coche! –dijo ella.
Después la radio quedó
silenciosa. Su forma estaba completamente cubierta por la roca caída.
–Debió bloquear mis
sensores de nuevo y esconderse –estaba diciendo el Ángel–. Tuviste suerte de verla
justo cuando lo hiciste.
–Sí –contestó Murdock.
–Déjame probar a moverme
para soltarnos ahora –dijo el Ángel poco después–. Hicimos algún progreso mientras
estabas empujando.
La secuencia para liberarse
empezó de nuevo. Murdock miraba a las estrellas por primera vez esa tarde; frías
y brillantes y tan distantes. Siguió mirándolas fijamente mientras el Ángel tiraba
para liberarlos. Apenas echó un vistazo a la tumba pedregosa cuando finalmente rodaron
y se alejaron de ella.
Cuando al fin encontraron
el difícil camino de regreso a través de la hondonada, la radio volvió a la vida:
–¡Murdock! ¡Murdock!
¿Estás bien? Hemos estado intentando localizarte y…
–Sí –dijo él suavemente.
–Oímos más explosiones.
¿Eras tú?
–Sí. Sólo disparaba
a un fantasma. Estoy regresando ahora.
–Se acabó –dijo el otro–.
Nos cargamos a todos.
–Bien –respondió, y
cortó la conexión.
–¿Por qué no le hablaste
sobre el rojo? –preguntó el Ángel.
–Cállate y sigue conduciendo.
Miraba deslizarse los
muros del cañón, en estratos brillantes y mates. Era de noche, frío cielo, cielo
ancho, cielo profundo, y el viento negro llegaba del norte, viento envolvente. Se
dirigieron hacia él. Rodando a través del sueño de tiempo y polvo, más allá de los
restos, fueron hacia el lugar donde los otros esperaban. Era de noche, y un viento
negro llegaba del norte.
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