miércoles, 30 de marzo de 2022

Te asienta lo fresa, dijo

Víctor Roura

 

Cuando pedí un helado de chocolate, en vez de un añejo, ella se retractó y ordenó un té helado, en lugar de la piña colada.

–No me digas que ya estás entrando en juicio –dijo, desconcertada.

Por la radio del restaurantebar se oía a Timbiriche.

–Verte me nostalgia –dije.

Tenía ganas de hablar. Saqué de la bolsa del saco un libro. Era uno de Og Mandino. Lo puse encima de la mesa.

–Me voy a adentrar a mi tiempo –dije con una sonrisa de fraile cruzando apresuradamente Avenida Patriotismo.

Ella tomó el libro. Me miró con ternura.

–Te lo podría leer por las noches –dijo.

Negué con la cabeza.

–Desde hace tres meses me acuesto a las nueve: la noche se hizo para dormir –acoté.

Llegaron el helado y el té. La mesera hizo un coqueto gesto. Su escote era prominente.

–Se le va a salir el corazón, señorita, le presto mi saco –dije, atento.

No entendió mi cortesía… la mesera. Ella, en cambio, se ruborizó.

–Pareces incluso caballeroso –dijo.

El chocolate no estaba rico. No tenía azúcar.

–Va en serio lo del cambio de personalidad –acoté.

Ahora cantaba Thalía.

–Te invito a un concierto de Mijares –dije.

Ella se removió gustosa en la silla.

–El rock no me va a convertir en satánico –expliqué, mirándola como un monje mira a la madre superiora a la hora de la cena.

La tarde caía con lentitud.

–Y yo que ya no quería saber nada de ti –dijo.

–Por eso preferí callar…

–Pero, si me lo dices, tal vez hubiera adelantado nuestra cita.

–No me corre prisa.

–Eres adorable…

Mis manos empezaron a sudar. Tenía un año de no verla.

–Ya me inscribí en un taller de aerobics literarios –dije.

–No me digas. No sé qué sea eso. Yo voy a uno normal.

–Mientras el maestro pasa lectura, por ejemplo, de un poema de Octavio Paz, nosotros tratamos de hacer la coreografía respectiva. Son movimientos en ascenso y descenso, precedidos de silencios breves. Aerobics sin música.

–Llévame a una sesión…

–Se lo plantearé al profesor.

El helado comenzaba a derretirse. Por la radio se escuchaba a María Sorté. Puse mi mano en su rodilla. Ella sonrió.

–Te asienta lo fresa –dijo.

–Ya me había dado cuenta.

–Vamos a caminar…

Llamé a la mesera. Pagué la exigua suma. Salimos a la calle. No hacía ni frío ni calor. La noche iniciaba. Ella me tomó del brazo. Caminamos un rato sin hablar. Vio su reloj.

–Ya casi es la hora –dijo.

Asentí.

–Yo también tengo que retirarme a mis aposentos.

Fuimos a su carro.

–¿Nos vemos mañana? –preguntó.

Abrí la puerta. La dejé pasar. Cerré.

–Mañana, después de trabajar, voy a ir a la Universidad para ver si puedo continuar mis estudios suspendidos hace casi dos décadas…

Me miró, sorprendida.

–¿Hasta piensas retornar a la Universidad?

–Mi código así me lo dicta –dije.

Sonrió. Hizo que me inclinara hacia ella. Me dio un largo beso.

–Les voy a decir a mis papás que un día vas a ir a comer a la casa –dijo, entusiasmada.

Le contesté que no se preocupara.

–El amor camina solo –indiqué.

Ella encendió el motor.

–En este caso, tú lo estás provocando. Antes nunca un beso te di. Tú lo sabes.

Se fue.

Di media vuelta. Caminé ciento veintitrés pasos y penetré al mismo restaurantebar. Tiré el libro de Mandino en el primer bote de basura que hallé. Se escuchaba por las bocinas a Guadalupe Pineda. Me senté en el mismo lugar. Llamé a la mesera. Le pedí un ron y le pregunté a qué hora salía. A la octava cuba me respondió que ya, en un momento más, abandonaba el sitio.

–Espérame en la esquina, para que no nos vea el administrador –dijo, ronca la voz.

Le pregunté si traía suéter o abrigo o algo que se le pareciera.

–Para cuidar, digo, su corazón –dije, mirándole el profundo escote.

Estaban a punto de dar las diez de la noche.

Ella, tal vez, iría ya en su quinto sueño.

 

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