Betsy Vereckey
Las dos hogazas de pan captaron mi atención.
Después vi al hombre que las sostenía, con un sombrero ridículo. En su foto de perfil
se veía como un carpintero o un constructor naval, alguien que siempre usa camisas
de franela, un hombre de hombros amplios y una barba casi hecha para atrapar migajas.
Arrastré su foto a la
derecha. La aplicación anunció que había un match: él había hecho lo mismo.
Revisando su Instagram,
me di cuenta de que su trabajo era hacer comida. Sus publicaciones tenían croissants
del tamaño de una cabeza humana, lasaña de calabacín, rosquillas de coco, pizza
de coliflor y pasta de tocino con huevo.
Resultó que podía llegar
caminando a su panadería desde mi apartamento, así que decidí ir a verla (y a él
también). Conocer al panadero en persona en mis propios términos secretos parecía
más seguro que presentarme a una cita a ciegas potencialmente horrible. Además,
si no había química entre nosotros, por lo menos regresaría a casa con algo delicioso
que almorzar.
Así que una mañana calurosa
de domingo me adentré en Brooklyn, pasé por fábricas y edificios desvencijados con
cocheras tan grandes que podían contener excavadoras. Veía a cada rato el mapa y
me preguntaba si estaba del lado correcto de la calle. Después vi el letrero.
Esperaba encontrarme
con la típica panadería hípster, con focos de cables expuestos y cerveza fría que
costaba 5 dólares, pero su panadería parecía más un laboratorio científico. El espacio
era enorme, con techos altos, y el aire era blanquecino por la harina esparcida.
El panadero estaba en
la parte de atrás y llevaba un delantal cubierto de harina. Nuestras miradas se
cruzaron de inmediato. Soltó el pan que sostenía y me preguntó si podía ayudarme
en algo. Estaba bastante segura de que no me reconoció a partir de las fotos que
tenía en línea.
He descubierto que cuanto
más sales con personas, más te recuerdan a la gente con la que ya has salido. Sin
embargo, este panadero era distinto a cualquier hombre que haya conocido. Los músculos
de sus antebrazos estaban entrelazados como el pan trenzado que estaba en sus fotos.
Después de preguntarle
qué tenían, comenzó a hablar del pan. Yo crecí en un pueblo obrero de Ohio donde
hay dos variedades: blanco e integral. No podía seguirle el paso con todos los detalles
que mencionó acerca de los granos.
No soy tímida, pero
estar cerca de él me hacía sentir como si estuviera bajo el agua. Mantuve los ojos
enfocados en las hogazas frente a mí y por fin le pregunté qué pan prefería él.
“Ah”, dijo, vacilando.
“Eso es como elegir a tu hijo favorito”.
Tomó un cuchillo afilado
y, como el Zorro, rebanó un pedazo generoso y me lo dio. Mi enamoramiento había
nacido.
Comencé a seguir la
panadería en Instagram para ver qué ofrecía cada día. La experiencia imitaba todo
lo que me encantaba de vivir en Europa… ir a la panadería por pan y pastelillos
que habían sido horneados horas o minutos antes y hablar con las personas que los
hicieron. Una vez, decidí comer una de las baguettes del panadero directo de la
bolsa, como todos lo hacen en Francia. El primer bocado fue tan delicioso que hasta
murmuré una grosería.
Mis amigos no tardaron
en saberlo todo acerca de lo enamorada que estaba del panadero y su pan.
“¿Cómo te va con el
panadero?”, me preguntaban. “¡Me encanta este hombre para ti!”
Seguí esperando que
el panadero me invitara a salir, pero no sucedía. Finalmente, se me ocurrió que,
si de verdad quería salir con él, tan solo debía decírselo. Pero ¿cómo? Había vivido
gran parte de mi vida esperando que los hombres dieran el primer paso. Ahora, en
la mitad de mis treinta, aún no le había pedido a un hombre que saliera conmigo
(en persona y sobria, por lo menos).
Al parecer, todos tenían
una opinión distinta acerca de si las mujeres deben invitar a salir a los hombres.
Los hombres con los que hablé creían que era una excelente idea y me alentaron,
garantizando que el panadero diría que sí. Incluso repasaron estrategias conmigo
y fingieron ser él para practicar. Algunas mujeres pensaban lo mismo, pero otras
intentaron disuadirme con consejos como: “Yo no lo haría… probablemente no le cuesta
trabajo tener citas”.
Hasta entonces, jamás
había pensado en el valor que deben reunir los hombres para pedirle a una mujer
que salga con ellos. La tecnología y las aplicaciones han hecho que el rechazo sea
menos personal pero, a veces, también más cruel, pues la gente se desvanece en el
aire sin explicaciones ni disculpas.
Sin embargo, mi fabuloso
panadero ya no era una imagen nada más. Era un chico lindo con apariencia de leñador
que hacía unas chapatas buenísimas. Si le pedía que saliera conmigo y me rechazaba,
estaría demasiado avergonzada para verlo de nuevo. Eso significaba un problema más
grande: ¿dónde compraría mi pan?
Tuve muchas oportunidades
para decírselo ese verano, pero siempre sucumbí ante mi inseguridad. Un día, un
amigo me obligó a regresar a la panadería minutos después de que me había ido para
comprarle una hogaza de pan y charlar con él.
“¿Sabes lo loca que
voy a parecer?”, le pregunté. “Acabo de ir”.
“No me importa”, dijo.
“Ve”.
Para cuando regresé,
el panadero y su equipo estaban almorzando.
“Regresé”, les dije.
Todos me miraron como
si estuviera loca, pero el panadero se levantó de su asiento y dijo: “Eso es bueno”.
Salí con dos hogazas
de pan, un bagel y una galleta, pero sin una cita.
Cuanto más pensaba en
cómo podría reaccionar, más nerviosa me ponía. Era como amasar pan: si lo haces
demasiado, lo arruinas. El truco está en saber cuándo detenerte.
Ese momento llegó cuando
terminó el verano y decidí mudarme a un vecindario distinto. Sabiendo que no haría
el trayecto a la panadería cada fin de semana, decidí intentarlo.
Entré a la panadería
en una mañana lluviosa de domingo, mala para el negocio pero perfecta para pedirle
a un hombre –que no lo sospecha– que salga contigo cuando no quieres una audiencia.
El panadero llevaba
calcetines con rayas rojas y blancas; me saludó con una sonrisa y dijo que había
un par de especiales: un estofado de col guisada y rosquillas de calabaza moscada.
“Prueba ambos”, dijo. “Te los traeremos como primer y segundo tiempo”.
Unos segundos después,
el panadero salió con una generosa porción de sopa caliente servida en un plato
elegante con una rebanada de su pan distintivo. Mi corazón se detuvo un poco cuando
vi que había rallado queso encima.
Cuando me había terminado
la mitad fue a preguntarme si todo estaba bien. Me estaba sintiendo un poco mal
esa mañana por haber bebido demasiado la noche anterior, y mencioné que su sopa
me había ayudado con el dolor de cabeza.
“¿Tienes resaca?”, preguntó.
Se fue y regresó con
una cerveza burbujeante con sabor a uva, y me dijo que me haría sentir mejor (y
tenía razón).
Media hora más tarde
no quedaba una migaja o gota en mi tazón. Estaba satisfecha, pero apareció la dona,
así que le dije a mi estómago que hiciera espacio. La dona era tan grande que necesité
un cuchillo y un tenedor para comerla.
Pude haber dudado de
mí misma todo el día, pero terminé por levantarme y acercarme al panadero, quien
estaba solo en el mostrador. Sabía que si no lo invitaba a salir conmigo, la respuesta
siempre sería no.
Justo cuando estaba
a punto de hablar, encendió la licuadora. El ruido me calló y solo pude reír. Cuando
tomó mi plato, le agradecí por una comida grandiosa. Después respiré hondo y le
dije: “¿Quieres salir algún día?”
Sentí alivio al escuchar
el sonido de mis propias palabras, tanto así que deseé haberlo hecho antes.
Él me observó, se puso
nervioso y confundido.
“Podríamos hablar de
pan o algo así”, dije.
Con eso, su rostro se
relajó. “Eso me gustaría”, dijo. “¿Tienes una tarjeta?”
Saqué una de mi cartera
y la deslicé por el mostrador.
“Te mandaré un mensaje”,
me dijo.
Mientras me iba, la
descarga de adrenalina no era como nada que hubiera sentido antes, no sólo porque
había dicho que sí, sino porque yo también había pedido algo que de verdad quería.
Sin embargo, ese mismo día, más tarde, me encontré en territorio conocido: viendo
mi celular, esperando un mensaje. Mis amigos dijeron que tenía permitido tardarse
varios días.
Jamás se me ocurrió
que podría no escribirme. Tenía una idea romántica de que si era capaz de reunir
el valor para pedirle que saliera conmigo, me escribiría y saldríamos. Porque así
es como funcionan los grandes gestos, ¿no? Te atreves y recibes una recompensa,
¿cierto?
Lo que no vi a causa
de mi nerviosismo infantil fue que sólo yo veía lo grandioso de mi gesto. Él no
tenía idea. Todo lo que él sabía es que una chica le había preguntado si quería
salir a hablar de pan.
Pasó un día y después
dos. Una semana más tarde, revisé la cuenta de Instagram de la panadería para ver
si seguía vivo. Lo estaba. Todo lo que me había estado dando era un excelente servicio
al cliente. Eso… y una lección de amor.
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