Miguel Torga
El Ronda era el hombre
más pobre de Vilele. Pero le dio tal alegría saber que a Julio, su hijo, le
habían dado sobresaliente en su primer examen escolar que le juró por su alma
que le regalaría algo por Navidad. El muchacho oyó la promesa con desconfianza.
A pesar de sus diez años, ya conocía la vida. ¡Un regalo, cuando ni siquiera
tenían dinero para borona! De todos modos, y por si acaso, no dejó enfriar el
asunto, y ya en diciembre, la víspera de la feria mensual del día veintitrés,
se decidió a preguntarle a su padre:
–¿Sigue
pensando en ir a la Vila?
–Sí.
–¿Y
va a traerme el regalo?
–¡Claro!
Se
hizo un silencio. Habían cenado sopa de coles y castañas cocidas. Nada más.
Hacía una noche de perros. Sobre el tejado caían cortinas de agua. Y como la
casa era de piedra suelta y teja hueca y estaba llena de rendijas, el viento,
que parecía el diablo, soplaba húmedo sobre la llama del candil, que se
retorcía toda, y desaparecía por debajo de la puerta como un fantasma. Pero
como en la lumbre estaba ardiendo corteza de castaño y su padre le había
asegurado tan firmemente que cumpliría su promesa, todo parecía tener un color
dorado de abundancia y bienestar.
–¿Qué
va a ser el regalo?
–No
te lo voy a decir…
–¡Dígamelo!
Tuvo
que intervenir la madre y dar la conversación por terminada con las oraciones y
la cama.
–Infinitas
gracias te sean dadas, Señor y Dios mío…
Las
palabras salían de su boca, límpidas, cálidas, solemnes. Y el chiquillo, que ya
había oído esa cantinela miles de veces, y cayéndose siempre de sueño, se
despabiló para intentar comprender el sentido íntimo de cada invocación.
–A
san Andrés Avelino, para que nos libre de una mala muerte…
Padre
e hijo respondían a una:
–Padrenuestro
que estás en los cielos…
–A
san Bartolomé, para que nos libre de las tentaciones del demonio, de los malos
vecinos, de los momentos difíciles…
–Padrenuestro…
A
pesar de todo, la atención del pequeño no tardó en cansarse. Al tercer misterio
su voz vacilaba, y en la Salve, bóveda del solemne rito, dormía como un tronco.
Ya
iba a desplomarse sobre el banco de la cocina, cuando el amén definitivo le
hizo volver a la vida. Abrió los párpados con todas sus fuerzas y consiguió
dirigir la mirada hacia su padre, para hacerle una última pregunta.
–¿De
verdad que me lo va a traer? ¿De verdad?
Pero
su madre no dejó que le arrancase la confirmación deseada. Lo cogió por el
brazo y, adormilado, lo levantó, lo llevó casi a rastras hasta la habitación, y
poco después Julio caía en un sueño profundo, entoldado únicamente por la
incertidumbre con que se había quedado dormido.
Por
la mañana, cuando se despertó, el padre ya había salido. La Vila estaba a tres
leguas y la feria comenzaba temprano. Entonces se fue a atar la cabra, con una
preocupación sabrosa, tibia, que le hacía detenerse morosamente en todas las
encrucijadas, extasiado ante las zarzas y las piedras.
–Muchacho,
andas como atontado…
Su
madre no podía comprender lo que para él significaba recibir un regalo:
extender la mano y ver en ella, en lugar del plato de sopa habitual, algo
inesperado y gratuito, que representaba la irrealidad de la riqueza en la
realidad de una pobreza tangible. Por eso se enfadó cuando vio que hacía ascos
a la sota de maíz del desayuno y que al mediodía no comía más que una sardina.
¡Vaya
por Dios! ¡Solo le faltaba que el crío se le pusiese enfermo!, ¡tener en casa
una boquita escogida que desdeñase lo que había para comer!
¡Pobrecilla!
Lo quería mucho… Solo que… ¡Era tan fácil de entender!
Cuando
la noche empezó a caer del lado de san Cibrão, cansado ya de vigilar el camino
viejo por el que, desde que el mundo es mundo, se regresaba de la Vila, le
pidió a su madre que le dejase ir a esperar a su padre. Solo hasta la
Castanheira. ¡Que si no se daba cuenta de la niebla que había! ¡Que si no había
oído el toque de ánimas! ¡Que fuese bueno!
Se
quedó mirando a su madre. ¡Tanto como lo quería y ahora no era capaz de
entenderlo!
Se
resignó. Se quedaría allí hasta que su padre asomase por la Silveirinha. Y en
cuanto lo viera, ¡pies para qué os quiero! Pero, ¿qué sería el regalo? ¿Qué
sería?
La
niebla, que no cubría más que el monte de san Romao cuando su madre le había
hecho la advertencia, se posaba ahora espesa y húmeda sobre el pueblo. Y con
ella también había llegado la noche.
Desde
la puerta sólo se veía la oscuridad. Además, a la lluvia se había unido el
viento y el frío para helarlo todo. Estaba tiritando y se acercó a la lumbre.
–Padre
se está atrasando…
–En
ir a la Vila y volver todavía se tarda…
Se
notaba que ella también estaba inquieta. ¿No sería que, al igual que él, estaba
esperando un regalo?
Ya
era noche cerrada. Ahora estaba lloviendo a cántaros. Por las grietas de la
casa el viento iba dando puñaladas traicioneras.
–¡Ay
Dios mío!
El
lamento de la madre terminó de llenar la cocina, ya inundada de humo.
–¡Qué
noche! ¡Y ese hombre por ahí!
Se
quedó mirándola con los ojos enrojecidos por la hoguera de leña verde.
De
repente, a la idea del regalo que le había acompañado alegremente durante todo
el día, se unió otra, triste, imprecisa, que le daba miedo.
–También
ha ido el tío Adriano, ¿no?
–Sí.
Se
hizo de nuevo el silencio entre ellos. Pero duró poco.
–Cena
y vete a dormir, que ya es hora…
–¡Yo
quería esperar a padre!
–Cena
y vete a dormir…
A
pesar de que su madre le obligaba no pudo tragarse la sopa ni, ya en la cama,
podía quedarse dormido. La oía llorar en la oscuridad y oía cómo martilleaban
en el tejado las gotas de lluvia gruesas y pesadas.
Súbitamente
oyó pasos en el huerto. ¡Por fin! ¡Era su padre! ¿Qué sería el regalo?
El
que llegaba golpeó la puerta suavemente y llamó a la madre en voz baja:
–María…
–¿Quién
es? –preguntó la madre.
–Soy
yo, Adriano…
Le
dio un vuelco el corazón. ¿Así que el tío Adriano había regresado solo? Aguzó el
oído, como un animalito asustado.
Y
así se enteró de que, en una reyerta, habían matado a su padre de una puñalada
y que allí se había quedado, tirado en el suelo, junto a un cavaco que traía
para él.
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