Víctor Roura
El
jueves pasado fui a la Plaza de Santo Domingo para conversar sobre el teatro de
alternativa, invitado por el grupo La Rendija. La cita era a las siete de la
noche. Llegué una hora antes. Preferí, entonces, merodear por el sitio. Caminé
por Brasil hasta Cuba y de ahí a Lázaro Cárdenas. Vi el Mar de Plata. Entré.
Fui hacia la barra. Pedí un ron. Parecía celebrarse algo. En un rincón estaban
varios hombres acompañados de otras tantas damas. “Las clásicas secretarias
reunidas con sus superiores”, pensé. De la carpeta, extraje el texto que leería
más tarde en la conferencia. Pedí otro ron. Empecé a corregir. El júbilo del
rincón iba creciendo cada vez más. El jefe, o al que creí el jefe, iba ya
tomando confianza con la más guapa. Su mano acariciaba la pierna derecha. Desde
donde estaba, el ángulo era perfecto. Sólo el cantinero y yo podíamos apreciar
las maniobras. El cantinero movió las cejas, señalándome la escena. Faltaban
treinta minutos para las siete. Pedí otro ron. El texto ya era pasable. Lo
guardé. Me dediqué a oír el ruidaraje. A reposar la tarde. De vez en cuando,
volteaba para apreciar los progresos del jefe. Que, a decir verdad, eran
bastantes. Empecé a dialogar con el cantinero.
–Suerte la de ese tipo –dije.
–Siempre vienen –dijo, mientras lavaba
algunos vasos.
Volteé a verlos. La muchacha le daba un
beso apasionado. El hombre ya no tenía sus manos visibles. Los otros reían. No
hacían caso de la pareja. Era, pienso, cosa común. La muchacha dejó de besarlo,
tomó su vaso y se bebió gran parte del líquido. De pronto nos miramos. Sonreí.
Bajó la cabeza. Le quitó las manos al hombre de sus muslos. Discutió algo con
su amante. Se levantó.
Al pasar junto a mí, aprecié aún más su
belleza. Llevaba corrido el rímel. Se acercó a la barra. Le dijo al cantinero
que le sirviera un güisqui. Me vio.
–Capullito –le dije, en voz baja.
Abrió los ojos y se dio la vuelta, rumbo a
los sanitarios. Me sentí ridículo, posmodernista, cursi. Los del rincón
celebraban en serio su fiesta. El jefe se quedó dormido.
–Siempre es lo mismo –informó el
cantinero.
Vi la hora. Las siete y cinco. Pedí otro
ron. “Mientras se reúne la gente”, pensé. El minutero corría, ahora,
velozmente. Pasaron diez, quince, veinte, treinta minutos. La muchacha no
salía.
–Ya demoró –dije.
El cantinero movió las cejas.
–¿Le habrá pasado algo? –pregunté.
El cantinero servía un bloody mary.
–No te preocupes. Así son. El baño es su
confesionario. Además, ella siempre demora. Sale irreconocible, sale otra… –dijo.
No entendí. Pedí otro ron. Cinco para las
ocho. Fui al baño. Como estaba contiguo al de las damas, quizás pudiera oír
algo que la delatara. Tal vez un quejido lastimoso. Toqué en la pared. Fuertes
toquidos. Nadie contestó del otro lado. Estaba dando más toquidos, cuando entró
un parroquiano. Rio al verme. Me acompañó en los toquidos.
–¿A quién llama, joven? –preguntó.
–A mi alma, que se me fue hacia otra parte
–dije.
Salió riendo del baño. Yo también. Eran
las ocho y cuarto. Pedí otro ron.
–Es demasiado –dije.
En eso se abrió la puerta del baño de
mujeres. Salió una bella mujer azteca. Con prendas minúsculas y penacho
meticulosamente labrado, cuyas plumas parecían de pavo real. Se veía realmente
hermosa.
–¡Malinche! –grité entusiasmado.
El cantinero me apaciguó. Los parroquianos
la admiraron. Hubo un momento de silencio. Los del rincón celebraron con
gritos. El jefe seguía dormido. Ella fue hacia nosotros. Apoyó sus manos en la
barra, situación que aproveché para tomarle los dedos.
–Soy tu Motecuzoma –dije, en voz baja.
Rio quedito, pidió su güisqui.
–Tu Cortés está dormido –le dije,
apretando su mano.
–Es año conejo y la luna está amarilla –dijo.
–No marches –le dije, en voz baja.
Miré al cantinero, quien movió las cejas.
–Quiero conquistadores, no vencidos –dijo
con la voz más dulce que haya oído jamás–. Dame tu espada y combatamos por la
faz lunar –agregó, soltándose de mí.
–Mejor te espero en la esquina –dije, en
tono pacífico, sin saber a cuál espada se refería. Pedí otro ron. Vi la hora. Las
ocho y media.
En eso, vi que el jefe se desperezó y nos
miró con ferocidad.
–¡Déjate ya de payasadas, Magda! –gritó.
La belleza antigua se conmovió.
–La luna amarilla no está de nuestro lado,
primor –le dije a la Malinche–. Pero, si osas rebelarte, te espero afuera –le
dije en voz baja.
–¿Nos esperan los caballos? –preguntó,
ansiosa.
–No, el taxi –respondí lacónicamente.
La vi alejarse, rumbo a su destino. Rumbo
al jefe.
Eran las ocho y cuarenta y cinco. Pedí
otro ron. Le dije al cantinero que si estaba dispuesto a escuchar mi ponencia.
Me dijo que cómo no, que nomás lo esperara tantito.
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