Manuel Mejía Vallejo
–¿Qué
vas a hacer? –preguntaron a Roberto en la plaza de Balandú, frío y sol en su
sueño.
–Voy a pescar –respondió ajustando sus
aparejos.
–¿Dónde?
–En la fuente.
De bronce la fuente caedora sobre el
pequeño charco limpio, diez centímetros de profundidad en piedra labrada, con
lama de años retenidos.
–¿Pescar, allí?
Lo querían, se burlaron, pero lo
respetaban: Roberto inventaba la vida, le sobaba sus mejores flancos.
–Aquí –dijo, y tiró el anzuelo.
Se reunieron muchos para seguirle la
corriente, echando risas y bromas al aire quieto. Pero Roberto no miró la
extrañeza ni la burla del pueblo, y arrojó el anzuelo en sereno desparpajo.
Sonreían. Él miraba el agua pequeña de la fuente.
–¡Una trucha! –exclamaron muchas voces al
tiempo, cuando vieron brincar la trucha al extremo de la caña encordada.
Roberto recuperó la cuerda, despegó el pez cuidadosamente.
–Dos libras y media, si acaso –dijo y lo
devolvió con suavidad al agua.
El pez y él desaparecieron: uno por el
agua sin profundidad, el otro calle arriba, silencioso y lento.
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