Richard Matheson
–¿De dónde vienen? –preguntó
Reordon.
–De
todas partes –replicó Carmack.
Ambos
hombres permanecían junto a la carretera de la costa y, hasta donde alcanzaban
sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de automóviles se encontraban
embotellados, costado contra costado y defensa contra defensa. La carretera
formaba una sólida masa con ellos.
–Ahí
vienen unos cuantos más –señaló Carmack.
Los
dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa. Muchos
charlaban y reían. Algunos permanecían silenciosos y serios. Pero todos iban
hacia la playa.
–No
lo comprendo –dijo Reordon, meneando la cabeza. En aquella semana debía de ser
la centésima vez que hacía el mismo comentario–. No puedo comprenderlo.
Carmack
se encogió de hombros.
–No
pienses en ello. Ocurre. Eso es todo.
–¡Pero
es una locura!
–Sí,
pero ahí van –replicó Carmack.
Mientras
los dos policías observaban, el gentío atravesó las grises arenas de la playa y
comenzó a adentrarse en las aguas del mar. Algunos empezaron a nadar. La mayor
parte no pudo, ya que sus ropas se lo impidieron. Carmack observó a una joven
que luchaba con las olas y que se hundió al fin a causa de su abrigo de pieles.
Pocos
minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías observaron el
punto en que la gente se había metido en el agua.
–¿Durante
cuánto tiempo seguirá esto? –preguntó Reordon.
–Hasta
que todos se hayan ido, supongo –replicó Carmack.
–Pero…
¿por qué?
–¿Nunca
has leído nada acerca de los lemmings?
–No.
–Son
unos roedores que viven en los países escandinavos. Se multiplican
incesantemente hasta que acaban con toda su reserva de comida. Entonces
comienzan una migración a lo largo del territorio, arrasando cuanto encuentran
a su paso. Al llegar al océano, siguen su marcha. Nadan hasta agotar sus
energías. Y son millones y millones.
–¿Y
crees que eso es lo que ocurre ahora?
–Es
posible –replicó Carmack.
–¡Las
personas no son roedores! –gritó Reordon, airado.
Carmack
no respondió. Permanecieron esperando al borde de la carretera, pero no llegó
nadie más.
–¿Dónde
están? –preguntó Reordon.
–Tal
vez se hayan ido.
–¿Todos?
–Esto
viene ocurriendo desde hace más de una semana. Es posible que la gente se haya
dirigido al mar desde todas partes. Y también están los lagos –Reordon se
estremeció. Volvió a repetir–: Todos…
–No
lo sé; pero hasta ahora no habían cesado de venir.
–¡Dios
mío…! –murmuró Reordon.
Carmack
sacó un cigarrillo y lo encendió.
–Bueno
–dijo–. Y ahora, ¿qué?
Reordon
suspiró:
–¿Nosotros?
–Ve
tú primero –replicó Carmack–. Yo esperaré un poco, por si aparece alguien más.
–De
acuerdo –Reordon extendió su mano–. Adiós, Carmack –dijo.
Los
dos hombres cambiaron un apretón de manos.
–Adiós,
Reordon –se despidió Carmack.
Y
permaneció fumando su cigarrillo mientras observaba cómo su amigo cruzaba la
gris arena de la playa y se metía en el agua hasta que esta le cubrió la
cabeza. Antes de desaparecer, Reordon nadó unas docenas de metros.
Tras
unos momentos, Carmack apagó su cigarrillo y echó un vistazo a su alrededor.
Luego él también se metió en el agua.
A
lo largo de la costa se alineaban un millón de coches vacíos.
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