Jaime Sabines
Te
quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero
con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a
las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú
piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no
tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para
mí.
Luego vuelvo a quererte, cuando nos
acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu
rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro
lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes
toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en
la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.
Todos los días te quiero y te odio
irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que
me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo,
me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya
ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?
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