Oscar Wilde
I
Cuando el señor Hiram B. Otis, el ministro
de Estados Unidos, compró Canterville-Chase, todo el mundo le dijo que cometía una
gran necedad, porque la finca estaba embrujada.
Hasta el mismo lord
Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber de
participárselo al señor Otis cuando llegaron a discutir las condiciones.
–Nosotros mismos –dijo
lord Canterville– nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio desde la
época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo, del que nunca
se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al sentir que dos
manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, mientras se vestía para cenar.
Me creo en el deber de decirle, señor Otis, que el fantasma ha sido visto por varios
miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de la parroquia,
el reverendo Augusto Dampier, agregado de la Universidad de Oxford. Después del
trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse
en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los ruidos
misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.
–Señor –respondió el
ministro–, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario. Llego de un país
moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar,
y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a parte el viejo
continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores prima
donnas, estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa
vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos públicos o
para pasearlo por los caminos como un fenómeno.
–El fantasma existe,
me lo temo –dijo lord Canterville, sonriendo–, aunque quizá se resiste a las ofertas
de los intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos que se le conoce.
Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de mostrarse
nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.
–¡Bah! Los médicos de
cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fantasma no puede existir,
y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia
inglesa.
–Realmente son ustedes
muy naturales en Estados Unidos –dijo lord Canterville, que no acababa de comprender
la última observación del señor Otis–. Ahora bien: si le gusta a usted tener un
fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo lo previne.
Algunas semanas después
se cerró el trato, y a fines de estación el ministro y su familia emprendieron el
viaje a Canterville.
La señora Otis, que
con el nombre de señorita Lucrecia R. Tappan, de la calle Oeste, 52, había sido
una ilustre “beldad” de Nueva York, era todavía una mujer guapísima, de edad regular,
con unos ojos hermosos y un perfil soberbio.
Muchas damas estadunidenses,
cuando abandonan su país natal, adoptan aires de persona atacada de una enfermedad
crónica, y se figuran que eso es uno de los sellos de distinción de Europa; pero
la señora Otis no cayó nunca en ese error.
Tenía una naturaleza
magnífica y una abundancia extraordinaria de vitalidad.
A decir verdad, era
completamente inglesa en muchos aspectos, y hubiese podido citársele en buena lid
para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con Estados Unidos hoy en
día, excepto la lengua, como es de suponer.
Su hijo mayor, bautizado
con el nombre de Washington por sus padres, en un momento de patriotismo que él
no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que se había
erigido en candidato a la diplomacia, dirigiendo un cotillón en el casino de Newport
durante tres temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser bailarín excepcional.
Sus únicas debilidades
eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era perfectamente sensato.
La señorita Virginia
E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo,
con un bonito aire de despreocupación en sus grandes ojos azules.
Era una amazona maravillosa,
y sobre su caballito derrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos
veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio, precisamente frente a
la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan delirante en el joven duque
de Cheshire, que le propuso acto continuo el matrimonio, y sus tutores tuvieron
que expedirlo aquella misma noche a Elton, bañado en lágrimas.
Después de Virginia
venían dos gemelos, conocidos de ordinario con el nombre de Estrellas y Barras,
porque se les encontraba siempre ostentándolas.
Eran unos niños encantadores,
y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos de la familia.
Como Canterville-Chase
está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, el señor Otis telegrafió
que fueran a buscarlo en coche descubierto, y emprendieron la marcha en medio de
la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, en que el aire estaba aromado
de olor a pinos.
De cuando en cuando
se oía una paloma arrullándose con su voz más dulce, o se entreveía, entre la maraña
y el frufrú de los helechos, la pechuga de oro bruñido de algún faisán.
Ligeras ardillas los
espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones
a través de los matorrales o sobre los collados herbosos, levantando su rabo blanco.
Sin embargo, no bien
entraron en la avenida de Canterville-Chase, el cielo se cubrió repentinamente de
nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de
cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a
la casa ya habían caído algunas gotas.
En los escalones se
hallaba para recibirlos una vieja, pulcramente vestida de seda negra, con cofia
y delantal blancos.
Era la señora Umney,
el ama de llaves que la señora Otis, a vivos requerimientos de lady Canterville,
accedió a conservar en su puesto.
Hizo una profunda reverencia
a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con un singular acento de los
buenos tiempos antiguos:
–Les doy la bienvenida
a Canterville-Chase.
La siguieron, atravesando
un hermoso vestíbulo de estilo Tudor, hasta la biblioteca, largo salón espacioso
que terminaba en un ancho ventanal acristalado.
Estaba preparado el
té.
Luego, una vez que se
quitaron los trajes de viaje, se sentaron todos y se pusieron a curiosear en torno
suyo, mientras la señora Umney iba de un lado para el otro.
De pronto, la mirada
de la señora Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que había sobre el pavimento,
precisamente al lado de la chimenea y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a
la señora Umney:
–Veo que han vertido
algo en ese sitio.
–Sí, señora –contestó
la señora Umney en voz baja–. Ahí se ha vertido sangre.
–¡Es espantoso! –exclamó
la señora Otis–. No quiero manchas de sangre en un salón. Es preciso quitar eso
inmediatamente.
La vieja sonrió, y con
la misma voz baja y misteriosa respondió:
–Es sangre de lady Leonor
de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su propio marido, Simon de
Canterville, en mil quinientos sesenta y cinco. Simon la sobrevivió nueve años,
desapareciendo de repente en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró
nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido
muy admirada por los turistas y por otras personas, pero quitarla, imposible.
–Todo eso son tonterías
–exclamó Washington Otis–. El detergente y quitamanchas marca “Campeón Pinkerton”
hará desaparecer eso en un abrir y cerrar de ojos.
Y antes de que el ama
de llaves, aterrada, pudiera intervenir, ya se había arrodillado y frotaba vivamente
el entarimado con una barrita de una sustancia parecida a un cosmético negro. A
los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.
–Ya sabía yo que el
“Campeón Pinkerton” la borraría –exclamó en tono triunfal, paseando una mirada circular
sobre su familia, llena de admiración.
Pero apenas había pronunciado
esas palabras, cuando un relámpago formidable iluminó la estancia sombría, y el
retumbar del trueno levantó a todos, menos a la señora Umney, que se desmayó.
–¡Qué clima más atroz!
–dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo cigarro–. Creo que el país
de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todo
el mundo. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar.
–Querido Hiram –replicó
la señora Otis–, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?
–Descontaremos eso de
su salario en caja. Así no se volverá a desmayar.
En efecto, la señora
Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, se veía que estaba conmovida hondamente,
y con voz solemne advirtió a la señora Otis que debía esperarse algún disgusto en
la casa.
–Señores, he visto con
mis propios ojos algunas cosas… que pondrían los pelos de punta a cualquier cristiano.
Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a causa de los hechos terribles
que pasaban.
A pesar de lo cual,
el señor Otis y su esposa aseguraron vivamente a la buena mujer que no tenían miedo
ninguno de los fantasmas.
La vieja ama de llaves,
después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos
y de arreglárselas para que le aumentasen el salario, se retiró a su habitación
renqueando.
II
La tempestad se desencadenó durante toda
la noche, pero no produjo nada extraordinario. Al día siguiente, por la mañana,
cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.
–No creo que tenga la
culpa el “limpiador sin rival” –dijo Washington–, pues lo he ensayado sobre toda
clase de manchas. Debe ser el fantasma.
En consecuencia, borró
la mancha, después de frotar un poco. Al otro día, por la mañana, había reaparecido.
Y, sin embargo, la biblioteca había permanecido cerrada la noche anterior, porque
el señor Otis se había llevado la llave para arriba. Desde entonces, la familia
empezó a interesarse por aquello. El señor Otis se hallaba a punto de creer que
había estado demasiado dogmático negando la existencia de los fantasmas. La señora
Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington preparó
una larga carta a los señores Myers y Podmone, basada en la persistencia de las
manchas de sangre cuando provienen de un crimen. Aquella noche disipó todas las
dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.
La familia había aprovechado
la frescura de la tarde para dar un paseo en coche. Regresaron a las nueve, tomando
una ligera cena. La conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de
manera que faltaban hasta las condiciones más elementales de “espera” y de “receptibilidad”
que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos. Los asuntos que discutieron,
por lo que luego he sabido por la señora Otis, fueron simplemente los habituales
en la conversación de los estadunidenses cultos que pertenecen a las clases elevadas,
como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss Janny Davenport sobre Sarah Bernhardt,
como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno,
aun en las mejores casas inglesas; la importancia de Boston en el desenvolvimiento
del alma universal; las ventajas del sistema que consiste en anotar los equipajes
de los viajeros, y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres.
No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta
a Simon de Canterville. A las once, la familia se retiró. A las doce y media estaban
apagadas todas las luces. Poco después, el señor Otis se despertó con un ruido singular
en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se
acercaba cada vez más. Se levantó en el acto, encendió la luz y miró la hora. Era
la una en punto. El señor Otis estaba perfectamente tranquilo. Se tomó el pulso
y no lo encontró nada alterado. El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que
se oía claramente el sonar de unos pasos. El señor Otis se puso las zapatillas,
tomó un frasquito alargado de su tocador y abrió la puerta. Y vio frente a él, en
el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible. Sus ojos parecían carbones
encendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros.
Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y
de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos grilletes herrumbrosos.
–Mi distinguido señor
–dijo el señor Otis–, permítame que le ruegue vivamente que engrase esas cadenas.
Le he traído para ello una botella de “Engrasador Tammany-Sol-Levante”. Dicen que
una sola untura es eficacísima, y en la etiqueta hay varios certificados de nuestros
agoreros nativos más ilustres, que dan fe de ello. Voy a dejársela aquí, al lado
de las mecedoras, y tendré un verdadero placer en proporcionarle más, si así lo
desea.
Dicho lo cual, el ministro
de Estados Unidos dejó el frasquito sobre una mesa de mármol, cerró la puerta y
se volvió a meter en la cama.
El fantasma de Canterville
permaneció algunos minutos inmóvil de indignación. Después tiró, lleno de rabia,
el frasquito contra el suelo encerado y huyó por el corredor, lanzando gruñidos
cavernosos y despidiendo una extraña luz verde. Sin embargo, cuando llegaba a la
gran escalera de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos siluetas
infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza. Evidentemente,
no había tiempo que perder; así es que, utilizando como medio de fuga la cuarta
dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa recobró su tranquilidad.
Llegado a un cuartito
secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar aliento, y se puso
a reflexionar para darse cuenta de su situación. Jamás en toda su brillante carrera,
que duraba ya trescientos años seguidos, fue injuriado tan groseramente. Se acordó
de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de terror, estando mirándose al
espejo, cubierta de brillantes y de encajes; de las cuatro doncellas a quienes había
enloquecido, produciéndoles convulsiones histéricas, sólo con hacerles visajes entre
las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rector de la
parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuando volvía el buen señor de la biblioteca
a una hora avanzada, y que desde entonces se convirtió en mártir de toda clase de
alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse a
medianoche, lo vio sentado en un sillón, al lado de la lumbre, en forma de esqueleto,
entretenido en leer el diario que redactaba ella de su vida, y que de resultas de
la impresión tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque cerebral.
Una vez curada se reconcilió con la iglesia y rompió toda clase de relaciones con
el señalado escéptico monsieur de Voltaire. Recordó igualmente la noche terrible
en que el bribón de lord Canterville fue hallado agonizante en su tocador, con una
sota de espadas hundida en la garganta, viéndose obligado a confesar que por medio
de aquella carta había timado la suma de diez mil libras a Carlos Fos, en casa de
Grookford. Y juraba que aquella carta se la hizo tragar el fantasma. Todas sus grandes
hazañas le volvían a la mente. Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa
de los sesos por haber visto una mano verde tamborilear sobre los cristales, y la
bella lady Steefield, condenada a llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo
negro para tapar la señal de cinco dedos, impresos como un hierro candente sobre
su blanca piel, y que terminó por ahogarse en el vivero que había al extremo de
la Avenida Real. Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó revista
a sus creaciones más célebres. Se dedicó una amarga sonrisa al evocar su última
aparición en el papel de “Rubén el Rojo”, o “el rorro estrangulado”, su “debut”
en el “Gibeén, el Vampiro flaco del páramo de Bevley”, y el furor que causó una
tarde encantadora de junio sólo con jugar a los bolos con sus propios huesos sobre
el campo de hierba de “lawn-tennis”. ¿Y todo para qué? ¡Para que unos miserables
estadunidenses le ofreciesen el engrasador marca “Sol-Levante” y le tirasen almohadas
a la cabeza! Era realmente intolerable. Además, la historia nos enseña que jamás
fue tratado ningún fantasma de aquella manera. Llegó a la conclusión de que era
preciso tomarse la revancha, y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda
meditación.
III
Cuando a la mañana siguiente el almuerzo
reunió a la familia Otis, se discutió extensamente acerca del fantasma. El ministro
de Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido viendo que su ofrecimiento
no había sido aceptado.
–No quisiera en modo
alguno injuriar personalmente al fantasma –dijo–, y reconozco que, dada la larga
duración de su estancia en la casa, no era nada cortés tirarle una almohada a la
cabeza…
Siento tener que decir
que esta observación tan justa provocó una explosión de risa en los gemelos.
–Pero, por otro lado
–prosiguió el señor Otis–, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engrasador
marca “Sol-Levante”, nos veremos precisados a quitarle las cadenas. No habría manera
de dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.
Pero, sin embargo, en
el resto de la semana no fueron molestados. Lo único que les llamó la atención fue
la reaparición continua de la mancha de sangre sobre el parqué de la biblioteca.
Era realmente muy extraño, tanto más cuanto que el señor Otis cerraba la puerta
con llave por la noche, igual que las ventanas. Los cambios de color que sufría
la mancha, comparables a los de un camaleón, produjeron asimismo frecuentes comentarios
en la familia. Una mañana era de un rojo oscuro, casi violáceo; otras veces era
bermellón; luego, de un púrpura espléndido, y un día, cuando bajaron a rezar, según
los ritos sencillos de la libre iglesia episcopal reformada de Norteamérica, la
encontraron de un hermoso verde esmeralda. Como era natural, estos cambios caleidoscópicos
divirtieron grandemente a la reunión y se hacían apuestas todas las noches con entera
tranquilidad. La única persona que no tomó parte en la broma fue la joven Virginia.
Por razones ignoradas, sentíase siempre impresionada ante la mancha de sangre, y
estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esmeralda.
El fantasma hizo su
segunda aparición el domingo por la noche. Al poco tiempo de estar todos ellos acostados,
les alarmó un enorme estrépito que se oyó en el salón. Bajaron apresuradamente,
y se encontraron con que una armadura completa se había desprendido de su soporte
y caído sobre las losas. Cerca de allí, sentado en un sillón de alto respaldo, el
fantasma de Canterville se restregaba las rodillas, con una expresión de agudo dolor
sobre su rostro. Los gemelos, que se habían provisto de sus hondas, le lanzaron
inmediatamente dos balines, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a
fuerza de largos y pacientes ejercicios sobre el profesor de caligrafía. Mientras
tanto, el ministro de Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la amenaza de su
revólver, y, conforme a la etiqueta californiana, lo instaba a levantar los brazos.
El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y se disipó
en medio de ellos, como una niebla, apagando de paso la vela de Washington Otis
y dejándolos a todos en la mayor oscuridad. Cuando llegó a lo alto de la escalera,
una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su célebre repique de carcajadas satánicas,
que en más de una ocasión le habían sido muy útiles. Contaba la gente que aquello
hizo encanecer en una sola noche el peluquín de lord Raker. Y que tres sucesivas
amas de llaves renunciaron antes de terminar el primer mes en su cargo. Por consiguiente,
lanzó su carcajada más horrible, despertando paulatinamente los ecos en las antiguas
bóvedas; pero, apagados éstos, se abrió una puerta y apareció, vestida de azul claro,
la señora Otis.
–Me temo –dijo la dama–
que esté usted indispuesto, y aquí le traigo un frasco de la tintura del doctor
Dobell. Si se trata de una indigestión, esto le sentará bien.
El fantasma la miró
con ojos llameantes de furor y se creyó en el deber de metamorfosearse en un gran
perro negro. Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual
atribuía la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable Tomás Horton.
Pero un ruido de pasos que se acercaban le hizo vacilar en su cruel determinación,
y se contentó con volverse un poco fosforescente. En seguida se desvaneció, después
de lanzar un gemido sepulcral, porque los gemelos iban a darle alcance.
Una vez en su habitación
se sintió destrozado, presa de la agitación más violenta. La ordinariez de los gemelos,
el grosero materialismo de la señora Otis, todo aquello resultaba realmente vejatorio;
pero lo que más lo humillaba era no tener ya fuerzas para llevar una armadura. Contaba
con hacer impresión aun en esos estadunidenses modernos, con hacerles estremecer
a la vista de un espectro acorazado, ya que no por motivos razonables, al menos
por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow, cuyas poesías, delicadas y atrayentes,
le habían ayudado con frecuencia a matar el tiempo, mientras los Canterville estaban
en Londres. Además, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth,
siendo felicitado calurosamente por la Reina-Virgen en persona. Pero cuando quiso
ponérsela quedó aplastado por completo por el peso de la enorme coraza y del yelmo
de acero. Y se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra, despellejándose las
rodillas y contusionándose la muñeca derecha.
Durante varios días
estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo necesario para mantener
en buen estado la mancha de sangre. No obstante lo cual, a fuerza de cuidados acabó
por restablecerse y decidió hacer una tercera tentativa para aterrorizar al ministro
de Estados Unidos y a su familia. Eligió para su reaparición en escena el viernes
17 de agosto, consagrando gran parte del día a pasar revista a sus trajes. Su elección
recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del otro, con
una pluma roja; en un sudario deshilachado por las mangas y el cuello y, por último,
en un puñal mohoso. Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte
que sacudía y cerraba violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente
aquél era el tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer: Iría sigilosamente
a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases ininteligibles, quedándose
al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal en la garganta, a
los sones de una música apagada. Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente
que era él quien acostumbraba quitar la famosa mancha de sangre de Canterville,
empleando el “limpiador incomparable de Pinkerton”. Después de reducir al temerario,
al despreocupado joven, entraría en la habitación que ocupaban el ministro de Estados
Unidos y su mujer. Una vez allí, colocaría una mano viscosa sobre la frente de la
señora Otis, y al mismo tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro tembloroso,
los secretos terribles del osario. En cuanto a la pequeña Virginia, aún no tenía
decidido nada. No lo había insultado nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos
gruñidos sordos, que saliesen del armario, le parecían más que suficientes, y si
no bastaban para despertarla, llegaría hasta tirarle de la puntita de la nariz con
sus dedos rígidos por la parálisis. A los gemelos estaba resuelto a darles una lección:
lo primero que haría sería sentarse sobre sus pechos, con el objeto de producirles
la sensación de pesadilla. Luego, aprovechando que sus camas estaban muy juntas,
se alzaría en el espacio libre entre ellas, con el aspecto de un cadáver verde y
frío como el hielo, hasta que se quedaran paralizados de terror. En seguida, tirando
bruscamente su sudario, daría la vuelta al dormitorio en cuatro patas, como un esqueleto
blanqueado por el tiempo, moviendo los ojos de sus órbitas, en su creación de “Daniel
el Mudo, o el esqueleto del suicida”, papel en el cual hizo un gran efecto en varias
ocasiones. Creía estar tan bien en éste como en su otro papel de “Martín el Demente
o el misterio enmascarado”.
A las diez y media oyó
subir a la familia a acostarse. Durante algunos instantes lo inquietaron las tumultuosas
carcajadas de los gemelos, que se divertían evidentemente, con su loca alegría de
colegiales, antes de meterse en la cama. Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente
en silencio, y cuando sonaron las doce se puso en camino. La lechuza chocaba contra
los cristales de la ventana. El cuervo crascitaba en el hueco de un tejo centenario
y el viento gemía vagando alrededor de la casa, como un alma en pena; pero la familia
Otis dormía, sin sospechar la suerte que le esperaba. Oía con toda claridad los
ronquidos regulares del ministro de Estados Unidos, que dominaban el ruido de la
lluvia y de la tormenta. Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa
perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arrugada, y la luna escondió su rostro
tras una nube cuando pasó delante de la gran ventana ojival, sobre la que estaban
representadas, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada. Seguía
andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que parecía hacer retroceder
de espanto a las mismas tinieblas en su camino. En un momento dado le pareció oír
que alguien lo llamaba: se detuvo, pero era tan sólo un perro, que ladraba en la
Granja Roja. Prosiguió su marcha, refunfuñando extraños juramentos del siglo XVI,
y blandiendo de cuando en cuando el puñal enmohecido en el aire de medianoche. Por
fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación de Washington. Allí
hizo una breve parada. El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones
grises y ceñía en pliegues grotescos y fantásticos el horror indecible del fúnebre
sudario. Sonó entonces el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momento.
Se dedicó una risotada y dio la vuelta a la esquina. Pero apenas lo hizo retrocedió,
lanzando un gemido lastimero de terror y escondiendo su cara lívida entre sus largas
manos huesosas. Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una estatua,
monstruoso como la pesadilla de un loco. La cabeza del espectro era pelada y reluciente;
su faz, redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos
en una mueca eterna; por los ojos brotaba a oleadas una luz escarlata, la boca tenía
el aspecto de un ancho pozo de fuego, y una vestidura horrible, como la de él, como
la del mismo Simon, envolvía con su nieve silenciosa aquella forma gigantesca. Sobre
el pecho tenía colgado un cartel con una inscripción en caracteres extraños y antiguos.
Quizá era un rótulo infamante, donde estaban escritos delitos espantosos, una terrible
lista de crímenes. Tenía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero
resplandeciente.
Como nunca antes había
visto fantasmas, naturalmente sintió un pánico terrible, y, después de lanzar a
toda prisa una segunda mirada sobre el monstruo atroz, regresó a su habitación,
trompicando en el sudario que le envolvía. Cruzó la galería corriendo, y acabó por
dejar caer el puñal enmohecido en las botas de montar del ministro, donde lo encontró
el mayordomo al día siguiente. Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre
un reducido catre de tijera, tapándose la cabeza con las sábanas. Pero, al cabo
de un momento, el valor indomable de los antiguos Canterville se despertó en él
y tomó la resolución de hablar al otro fantasma en cuanto amaneciese. Por consiguiente,
no bien el alba plateó las colinas, volvió al sitio en que había visto por primera
vez al horroroso fantasma. Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más
que uno solo, y que con ayuda de su nuevo amigo podría contender victoriosamente
con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio se halló en presencia de un espectáculo
terrible. Le sucedía algo indudablemente al espectro, porque la luz había desaparecido
por completo de sus órbitas. La cimitarra centelleante se había caído de su mano
y estaba recostado sobre la pared en una actitud forzada e incómoda. Simon se precipitó
hacia delante y lo cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror viendo despegarse
la cabeza y rodar por el suelo, mientras el cuerpo tomaba la posición supina, y
notó que abrazaba una cortina blanca de lienzo grueso y que yacían a sus pies una
escoba, un machete de cocina y una calabaza vacía. Sin poder comprender aquella
curiosa transformación, cogió con mano febril el cartel, leyendo a la claridad grisácea
de la mañana estas palabras terribles:
He aquí al fantasma Otis
El único espíritu auténtico y verdadero
Desconfíen de las imitaciones
Todos los demás son falsificaciones
Y la entera verdad se
le apareció como un relámpago. ¡Había sido burlado, chasqueado, engañado! La expresión
característica de los Canterville reapareció en sus ojos, apretó las mandíbulas
desdentadas y, levantando por encima de su cabeza sus manos amarillas, juró, según
el ritual pintoresco de la antigua escuela, “que cuando el gallo tocara por dos
veces el cuerno de su alegre llamada se consumarían sangrientas hazañas, y el crimen,
de callado paso, saldría de su retiro”.
No había terminado de
formular este juramento terrible, cuando de una alquería lejana, de tejado de ladrillo
rojo, salió el canto de un gallo. Lanzó una larga risotada, lenta y amarga, y esperó.
Esperó una hora, y después otra; pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar
el gallo. Por fin, a eso de las siete y media, la llegada de las criadas lo obligó
a abandonar su terrible guardia y regresó a su morada, con altivo paso, pensando
en su juramento vano y en su vano proyecto fracasado. Una vez allí consultó varios
libros de caballería, cuya lectura le interesaba extraordinariamente, y pudo comprobar
que el gallo cantó siempre dos veces en cuantas ocasiones se recurrió a aquel juramento.
–¡Que el diablo se lleve
a ese animal volátil! –murmuró–. ¡En otro tiempo hubiese caído sobre él con mi buena
lanza, atravesándole el cuello y obligándolo a cantar otra vez para mí, aunque reventara!
Y dicho esto se retiró
a su confortable caja de plomo, y allí permaneció hasta la noche.
IV
Al día siguiente el fantasma se sintió
muy débil y cansado. Las terribles emociones de las cuatro últimas semanas empezaban
a producir su efecto. Tenía el sistema nervioso completamente alterado, y temblaba
al más ligero ruido. No salió de su habitación en cinco días, y concluyó por hacer
una concesión en lo relativo a la mancha de sangre del parqué de la biblioteca.
Puesto que la familia Otis no quería verla, era indudable que no la merecía. Aquella
gente estaba colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era
incapaz de apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensibles. La cuestión de
las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales era realmente
para ellos cosa desconocida e indiscutiblemente fuera de su alcance. Pero, por lo
menos, constituía para él un deber ineludible mostrarse en el corredor una vez a
la semana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miércoles
de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella obligación. Verdad
es que su vida fue muy criminal; pero, quitado eso, era hombre muy concienzudo en
todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural. Así, pues, los tres sábados siguientes
atravesó, como de costumbre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada,
tomando todas las precauciones posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las
botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas carcomidas,
se envolvía en una gran capa de terciopelo negro, y no dejaba de usar el engrasador
“Sol-Levante” para sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de
muchas vacilaciones se decidió a adoptar este último medio de protección. Pero,
al fin, una noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en el dormitorio de la
señora Otis y se llevó el frasquito. Al principio se sintió un poco humillado, pero
después fue suficientemente razonable para comprender que aquel invento merecía
grandes elogios y cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus proyectos.
A pesar de todo, no se vio libre de problemas. No dejaban nunca de tenderle cuerdas
de lado a lado del corredor para hacerlo tropezar en la oscuridad, y una vez que
se había disfrazado para el papel de “Isaac el Negro o el cazador del bosque de
Hogsley”, cayó cuan largo era al poner el pie sobre una pista de maderas enjabonadas
que habían colocado los gemelos desde el umbral del salón de tapices hasta la parte
alta de la escalera de roble. Esta última afrenta le dio tal rabia, que decidió
hacer un esfuerzo para imponer su dignidad y consolidar su posición social, y formó
el proyecto de visitar a la noche siguiente a los insolentes chicos de Eton, en
su célebre papel de “Ruperto el Temerario o el conde sin cabeza”.
No se había mostrado
con aquel disfraz desde hacía sesenta años, es decir, desde que causó con él tal
pavor a la bella lady Bárbara Modish, que ésta retiró su consentimiento al abuelo
de actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jack Castletown,
jurando que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba
los paseos de un fantasma tan horrible por la terraza, al atardecer. El pobre Jack
fue al poco tiempo muerto en duelo por lord Canterville en la pradera de Wandsworth,
y lady Bárbara murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar el año; así es
que fue un gran éxito en todos los sentidos. Sin embargo, era, permitiéndome emplear
un término de argot teatral para aplicarlo a uno de los mayores misterios del mundo
sobrenatural (o en lenguaje más científico), “del mundo superior a la Naturaleza”,
era, repito, una creación de las más difíciles, y necesitó sus tres buenas horas
para terminar los preparativos. Por fin, todo estuvo listo, y él contentísimo de
su disfraz. Las grandes botas de montar, que hacían juego con el traje, eran, eso
sí, un poco holgadas para él, y no pudo encontrar más que una de las dos pistolas
del arzón; pero, en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través
del estuco y bajó al corredor. Cuando estuvo cerca de la habitación ocupada por
los gemelos, a la que llamaré el dormitorio azul, por el color de sus cortinajes,
se encontró con la puerta entreabierta. A fin de hacer una entrada sensacional,
la empujó con violencia, pero se le vino encima una jarra de agua que le empapó
hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos milímetros. Al mismo tiempo oyó
unas risas sofocadas que partían de la doble cama con dosel. Su sistema nervioso
sufrió tal conmoción, que regresó a sus habitaciones a todo escape, y al día siguiente
tuvo que permanecer en cama con un fuerte reuma. El único consuelo que tuvo fue
el de no haber llevado su cabeza sobre los hombros, pues sin esto las consecuencias
hubieran podido ser más graves.
Desde entonces renunció
para siempre a espantar a aquella recia familia de estadunidenses, y se limitó a
vagar por el corredor, con zapatillas de orillo, envuelto el cuello en una gruesa
bufanda, por temor a las corrientes de aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para
el caso en que fuese atacado por los gemelos. Hacia el 19 de septiembre fue cuando
recibió el golpe de gracia. Había bajado por la escalera hasta el espacioso salón,
seguro de que en aquel sitio por lo menos estaba a cubierto de jugarretas, y se
entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del ministro
de Estados Unidos y de su mujer, hechas en casa de Sarow. Iba vestido sencilla pero
decentemente, con un largo sudario salpicado de moho de cementerio. Se había atado
la quijada con una tira de tela y llevaba una linternita y un azadón de sepulturero.
En una palabra, iba disfrazado de “Jonás el Desenterrador, o el ladrón de cadáveres
de Cherstey Barn”. Era una de sus creaciones más notables y de las que guardaban
recuerdo, con más motivo, los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña
con lord Rufford, vecino suyo. Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada,
y, a su juicio, no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente
en dirección a la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se
abalanzaron hacia él, desde un rincón sombrío, dos siluetas, agitando locamente
sus brazos sobre sus cabezas, mientras gritaban a su oído:
–¡Bu!
Lleno de pánico, cosa
muy natural en aquellas circunstancias, se precipitó hacia la escalera, pero entonces
se encontró frente a Washington Otis, que lo esperaba armado con la regadera del
jardín; de tal modo que, cercado por sus enemigos, casi acorralado, tuvo que evaporarse
en la gran estufa de hierro colado, que, afortunadamente para él, no estaba encendida,
y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre tubos y chimeneas, llegando a su
refugio en el tremendo estado en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.
Desde aquella noche
no volvió a vérsele nunca de expedición nocturna. Los gemelos se quedaron muchas
veces en acecho para sorprenderlo, sembrando de cáscara de nuez los corredores todas
las noches, con gran molestia de sus padres y criados. Pero fue inútil. Su amor
propio estaba profundamente herido, sin duda, y no quería mostrarse. En vista de
ello, el señor Otis se puso a trabajar en su gran obra sobre la historia del Partido
Demócrata, obra que había empezado tres años antes. La señora Otis organizó una
extraordinaria horneada de almejas, de la que se habló en toda la comarca. Los niños
se dedicaron a jugar a la barra, al ecarté, al póquer y a otras diversiones nacionales
de Estados Unidos. Virginia dio paseos a caballo por las carreteras, en compañía
del duquesito de Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última semana
de vacaciones. Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, hasta
el punto de que el señor Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo,
y recibió en contestación otra carta en la que éste le testimoniaba el placer que
le producía la noticia y enviaba sus más sinceras felicitaciones a la digna esposa
del ministro.
Pero los Otis se equivocaban.
El fantasma seguía en la casa, y, aunque se hallaba muy delicado, no estaba dispuesto
a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el duquesito
de Cheshire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez con el coronel Carbury
a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville. A la mañana siguiente
encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego en un estado
de parálisis tal que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca
pronunciar más palabras que éstas:
–¡Doble seis!
Esta historia era muy
conocida en un tiempo, aunque, en atención a los sentimientos de dos familias nobles,
se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato detallado de todo lo
referente a ella en el tomo tercero de las Memorias de lord Tattle sobre el príncipe
Regente y sus amigos. Desde entonces, el fantasma deseaba vivamente probar que
no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado
por matrimonio, pues una prima suya se casó en segundas nupcias con el señor Bulkeley,
del que descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire.
Por consiguiente, hizo sus preparativos para mostrarse al pequeño enamorado de Virginia
en su famoso papel de “Fraile vampiro, o el benedictino desangrado”. Era un espectáculo
espantoso, que cuando la vieja lady Starbury se lo vio representar, es decir en
víspera del Año Nuevo de 1764, empezó a lanzar chillidos agudos, que tuvieron por
resultado un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días,
no sin que desheredara antes a los Canterville y legase todo su dinero a su farmacéutico
en Londres. Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos lo retuvo
en su habitación, y el duquesito durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado
de plumas del dormitorio real, soñando con Virginia.
V
Virginia y su adorador de cabello rizado
dieron, unos días después, un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo
en el que ella desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, de tal manera que,
de vuelta a su casa, entró por la escalera de atrás para que no la viesen. Al pasar
corriendo por delante de la puerta del salón de tapices, que estaba abierta de par
en par, le pareció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre,
que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación. Asomó la cabeza para encargarle
que le cosiese el vestido. ¡Pero, con gran sorpresa suya, quien allí estaba era
el fantasma de Canterville en persona! Se había acomodado ante la ventana, contemplando
el oro llameante de los árboles amarillentos que revoloteaban por el aire, las hojas
enrojecidas que bailaban locamente a lo largo de la gran avenida. Tenía la cabeza
apoyada en una mano, y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo. Realmente
presentaba un aspecto tan abrumado, tan abatido, que la pequeña Virginia, en vez
de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse en su cuarto,
se sintió llena de compasión y tomó el partido de ir a consolarlo. Tenía la muchacha
un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio cuenta de su presencia
hasta que le habló.
–Lo he sentido mucho
por usted –dijo–, pero mis hermanos regresan mañana a Eton, y entonces, si se porta
usted bien, nadie lo atormentará.
–Es inconcebible pedirme
que me porte bien –le respondió, contemplando estupefacto a la jovencita que tenía
la audacia de dirigirle la palabra–. Perfectamente inconcebible. Es necesario que
yo sacuda mis cadenas, que gruña por los agujeros de las cerraduras y que corretee
de noche. ¿Eso es lo que usted llama portarse mal? No tengo otra razón de ser.
–Esa no es una razón
de ser. En sus tiempos fue usted muy malo ¿sabe? La señora Umney nos dijo el día
que llegamos que usted mató a su esposa.
–Sí, lo reconozco –respondió
incautamente el fantasma–. Pero era un asunto de familia y nadie tenía que meterse.
–Está muy mal matar
a nadie –dijo Virginia, que a veces adoptaba un bonito gesto de gravedad puritana,
heredado quizás de algún antepasado venido de Nueva Inglaterra.
–¡Oh, no puedo sufrir
la severidad barata de la moral abstracta! Mi mujer era feísima. No almidonaba nunca
lo bastante mis puños y no sabía nada de cocina. Mire usted: un día había yo cazado
un soberbio ciervo en los bosques de Hogsley, un hermoso macho de dos años. ¡Pues
no puede usted figurarse cómo me lo sirvió! Pero, en fin, dejemos eso. Es asunto
liquidado, y no encuentro nada bien que sus hermanos me dejasen morir de hambre,
aunque yo la matase.
–¡Que lo dejaran morir
de hambre! ¡Oh señor fantasma…! Don Simon, quiero decir, ¿es que tiene usted hambre?
Hay un sándwich en mi costurero. ¿Le gustaría?
–No, gracias, ahora
ya no como; pero, de todos modos, lo encuentro amabilísimo por su parte. ¡Es usted
bastante más atenta que el resto de su horrible, arisca, ordinaria y ladrona familia!
–¡Basta! –exclamó Virginia,
dando con el pie en el suelo–. El arisco, el horrible y el ordinario es usted. En
cuanto a lo de ladrón, bien sabe usted que me ha robado mis colores de la caja de
pinturas para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Empezó usted
por coger todos mis rojos, incluso el bermellón, imposibilitándome para pintar puestas
de sol. Después agarró usted el verde esmeralda y el amarillo cromo. Y, finalmente,
sólo me queda el añil y el blanco. Así es que ahora no puedo hacer más que claros
de luna, que da grima ver, e incomodísimos, además, de colorear. Y no le he acusado,
aún estando fastidiada y a pesar de que todas esa cosas son completamente ridículas.
¿Se ha visto alguna vez sangre color verde esmeralda…?
–Vamos a ver –dijo el
fantasma, con cierta dulzura–: ¿y qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos
actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su hermano empezó con su quitamanchas
incomparable, no veo por qué no iba yo a emplear los colores de usted para resistir.
En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canterville tienen
sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra… Aunque ya sé que ustedes
los estadunidenses no hacen el menor caso de esas cosas.
–No sabe usted nada,
y lo mejor que puede hacer es emigrar, y así se formará idea de algo. Mi padre tendrá
un verdadero gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y aunque haya fuertes impuestos
sobre los espíritus, no le pondrán dificultades en la aduana. Y una vez en Nueva
York, puede usted contar con un gran éxito. Conozco infinidad de personas que darían
cien mil dólares por tener antepasados y que sacrificarían mayor cantidad aún por
tener un fantasma para la familia.
–Creo que no me divertiría
mucho en Estados Unidos.
–Quizás se deba a que
allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades –dijo burlonamente Virginia.
–¡Qué curiosidades ni
qué ruinas! –contestó el fantasma–. Tienen ustedes su Marina y sus modales.
–Buenas noches; voy
a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de vacaciones.
–¡No se vaya, señorita
Virginia, se lo suplico! –exclamó el fantasma–. Estoy tan solo y soy tan desgraciado,
que no sé qué hacer. Quisiera ir a acostarme y no puedo.
–Pues es inconcebible:
no tiene usted más que meterse en la cama y apagar la luz. Algunas veces es dificilísimo
permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero, en cambio, dormir es muy
sencillo. Ya ve usted: los gemelos saben dormir admirablemente, y no son de los
más listos.
–Hace trescientos años
que no duermo –dijo el anciano tristemente, haciendo que Virginia abriese mucho
sus hermosos ojos azules, llenos de asombro–. Hace ya trescientos años que no duermo,
así es que me siento cansadísimo.
Virginia adoptó un grave
continente, y sus finos labios se movieron como pétalos de rosa. Se acercó y arrodilló
al lado del fantasma, contempló su rostro envejecido y arrugado.
–Pobrecito fantasma
–profirió a media voz–, ¿y no hay ningún sitio donde pueda usted dormir?
–Allá lejos, pasando
el pinar –respondió él en voz baja y soñadora–, hay un jardincito. La hierba crece
en él alta y espesa; allí pueden verse las grandes estrellas blancas de la cicuta,
allí el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal
helado deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos de gigante sobre los durmientes.
Los ojos de Virginia
se empañaron de lágrimas y sepultó la cara entre sus manos.
–Se refiere usted al
jardín de la Muerte –murmuró.
–Sí, de la Muerte. Debe
ser hermoso. Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean
encima de nuestra cabeza, y escuchar el silencio. No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse
del tiempo y de la vida; morar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme
de par en par las puertas de la muerte, porque el amor la acompaña a usted siempre,
y el amor es más fuerte que la muerte.
Virginia tembló. Un
estremecimiento helado recorrió todo su ser, y durante unos instantes hubo un gran
silencio. Le parecía vivir un sueño terrible. Entonces el fantasma habló de nuevo
con una voz que resonaba como los suspiros del viento:
–¿Ha leído usted alguna
vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?
–¡Oh, muchas veces!
–exclamó la muchacha levantando los ojos–. La conozco muy bien. Está pintada con
unas curiosas letras doradas y se lee con dificultad. No tiene más que estos seis
versos:
“Cuando una joven rubia logre hacer brotar
“una oración de los labios del pecador,
“cuando el almendro estéril dé fruto
“y una niña deje correr su llanto,
“entonces, toda la casa recobrará la tranquilidad
“y volverá la paz a Canterville.
“Pero no sé lo que significan”.
–Significan que tiene
usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo lágrimas, y que tiene usted
que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted
siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se apoderará de mí. Verá
usted seres terribles en las tinieblas y voces funestas murmurarán en sus oídos,
pero no podrán hacerle ningún daño, porque contra la pureza de una niña no pueden
nada las potencias infernales.
Virginia no contestó,
y el fantasma se retorcía las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar
de mirar la rubia cabeza inclinada. De pronto se irguió la joven, muy pálida, con
un fulgor en los ojos.
–No tengo miedo –dijo
con voz firme – y rogaré al ángel que se apiade de usted.
Se levantó el fantasma
de su asiento lanzando un débil grito de alegría, cogió la blonda cabeza entre sus
manos, con una gentileza que recordaba los tiempos pasados, y la besó. Sus dedos
estaban fríos como hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no
flaqueó; el fantasma la guio a través de la estancia sombría. Sobre un tapiz, de
un verde apagado, estaban bordados unos pequeños cazadores. Soplaban en sus cuernos
adornados de flecos y con sus lindas manos le hacían gestos de que retrocediese.
–Vuelve sobre tus pasos,
Virginia. ¡Vete, vete! –gritaban.
Pero el fantasma le
apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no
verlos. Horribles animales de colas de lagarto y de ojazos saltones parpadearon
maliciosamente en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:
–Ten cuidado, Virginia,
ten cuidado. Podríamos no volver a verte.
Pero el fantasma apresuró
el paso y Virginia no oyó nada. Cuando llegaron al extremo de la estancia el viejo
se detuvo, murmurando unas palabras que ella no comprendió. Volvió Virginia a abrir
los ojos y vio disiparse el muro lentamente, como una neblina, y abrirse ante ella
una negra caverna. Un áspero y helado viento los azotó, sintiendo la muchacha que
le tiraban del vestido.
–De prisa, de prisa
–gritó el fantasma–, o será demasiado tarde.
Y en el mismo momento
el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de tapices quedó desierto.
VI
Unos diez minutos después sonó la campana
para el té y Virginia no bajó. La señora Otis envió a uno de los criados a buscarla.
No tardó en volver, diciendo que no había podido descubrir a la señorita Virginia
por ninguna parte. Como la muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al
jardín a recoger flores para la cena, la señora Otis no se inquietó en lo más mínimo.
Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente
intranquila y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían
todas las habitaciones de la casa. A las seis y media volvieron los gemelos, diciendo
que no habían encontrado huellas de su hermana por ninguna parte. Entonces se conmovieron
todos extraordinariamente, y nadie sabía qué hacer, cuando el señor Otis recordó
de repente que pocos días antes habían permitido acampar en el parque a una tribu
de gitanos. Así es que salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de
su hijo mayor y de dos de sus criados de la granja. El duquesito de Cheshire, completamente
loco de inquietud, rogó con insistencia al señor Otis que lo dejase acompañarlo,
mas éste se negó temiendo algún jaleo. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio
que los gitanos se habían marchado. Se dieron prisa a huir, sin duda alguna, pues
el fuego ardía todavía y quedaban platos sobre la hierba. Después de mandar a Washington
y a los dos hombres que registrasen los alrededores, se apresuró a regresar y envió
telegramas a todos los inspectores de policía del condado, rogándoles que buscasen
a una joven raptada por unos vagabundos o gitanos. Luego hizo que le trajeran su
caballo, y después de insistir para que su mujer y sus tres hijos se sentaran a
la mesa, partió con un criado por el camino de Ascot. Había recorrido apenas dos
millas, cuando oyó un galope a su espalda. Se volvió, viendo al duquesito que llegaba
en su caballito, con la cara sofocada y la cabeza descubierta.
–Lo siento muchísimo,
señor Otis –le dijo el joven con voz entrecortada–, pero me es imposible comer mientras
Virginia no aparezca. Se lo ruego: no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido
casarnos el año último, no habría pasado esto nunca. No me rechaza usted, ¿verdad?
¡No puedo ni quiero irme!
El ministro no pudo
menos que dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y atolondrado, conmovidísimo ante
la abnegación que mostraba por Virginia. Inclinándose sobre su caballo, le acarició
los hombros bondadosamente, y le dijo:
–Pues bien, Cecil: ya
que insiste usted en venir, no me queda más remedio que admitirle en mi compañía;
pero, eso sí, tengo que comprarle un sombrero en Ascot.
–¡Al diablo sombreros!
¡Lo que quiero es Virginia! –exclamó el duquesito, riendo.
Y acto seguido galoparon
hasta la estación. Una vez allí, el señor Otis preguntó al jefe si no habían visto
en el andén de salida a una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia,
pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual, el jefe de la estación expidió
telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió
ejercer una vigilancia minuciosa. En seguida, después de comprar un sombrero para
el duquesito en una tienda de novedades que se disponía a cerrar, el señor Otis
cabalgó hasta Bexley, pueblo situado cuatro millas más allá, y que, según le dijeron,
era muy frecuentado por los gitanos. Hicieron levantarse al guardia rural, pero
no pudieron conseguir ningún dato de él. Así es que, después de atravesar la plaza,
los dos jinetes tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso
de las once, rendidos de cansancio y con el corazón desgarrado por la inquietud.
Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperándolos a la puerta con linternas,
porque la avenida estaba muy oscura. No se había descubierto la menor señal de Virginia.
Los gitanos fueron alcanzados en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre
ellos. Explicaron la prisa de su marcha diciendo que habían equivocado el día en
que debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde
los obligó a darse prisa. Además, parecieron desconsolados por la desaparición de
Virginia, pues estaban agradecidísimos al señor Otis por haberles permitido acampar
en su parque. Cuatro de ellos se quedaron atrás para tomar parte en las pesquisas.
Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en todos los sentidos,
pero no consiguieron nada. Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por
aquella noche, y fue con un aire de profundo abatimiento como entraron en casa el
señor Otis y los jóvenes, seguidos del criado, que llevaba de las bridas al caballo
y al caballito. En el salón se encontraron con el grupo de criados, llenos de terror.
La pobre señora Otis estaba tumbada sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de
espanto y de ansiedad, y la vieja ama de llaves le humedecía la frente con agua
de colonia. Fue una comida tristísima. No se hablaba apenas, y hasta los mismos
gemelos parecían despavoridos y consternados, pues querían mucho a su hermana. Cuando
terminaron, el señor Otis, a pesar de los ruegos del duquesito, mandó que todo el
mundo se acostase, ya que no podía hacer cosa alguna aquella noche; al día siguiente
telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios detectives
a su disposición. Pero he aquí que en el preciso momento en que salían del comedor
sonaron las doce en el reloj de la torre. Apenas acababan de extinguirse las vibraciones
de la última campanada, cuando se oyó un crujido acompañado de un grito penetrante.
Un trueno formidable bamboleó la casa, una melodía, que no tenía nada de terrenal,
flotó en el aire. Un lienzo de la pared se despegó bruscamente en lo alto de la
escalera, y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia, llevando
en la mano un cofrecito. Inmediatamente se precipitaron todos hacia ella. La señora
Otis la estrechó apasionadamente contra su corazón. El duquesito casi la ahogó con
la violencia de sus besos, y los gemelos ejecutaron una danza de guerra salvaje
alrededor del grupo.
–¡Ah…! ¡Hija mía! ¿Dónde
te habías metido? –dijo el señor Otis, bastante enfadado, creyendo que les había
querido dar una broma a todos ellos–. Cecil y yo hemos registrado toda la comarca
en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a
dar bromitas de ese género a nadie.
–¡Menos al fantasma,
menos al fantasma! –gritaron los gemelos, continuando sus cabriolas.
–Hija mía querida, gracias
a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar –murmuraba la señora
Otis, besando a la muchacha, toda trémula, y acariciando sus cabellos de oro, que
se desparramaban sobre sus hombros.
–Papá –dijo dulcemente
Virginia–, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayan a verlo. Fue
muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho, y antes
de morir me ha dado este cofrecito de hermosas joyas.
Toda la familia la contempló
muda y aterrada, pero ella tenía un aire muy solemne y muy serio. En seguida, dando
media vuelta, los precedió a través del hueco de la pared y bajaron a un corredor
secreto. Washington los seguía llevando una vela encendida, que cogió de la mesa.
Por fin llegaron a una gran puerta de roble erizada de recios clavos. Virginia la
tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enormes y se hallaron en una habitación
estrecha y baja, con el techo abovedado, y que tenía una ventanita. Junto a una
gran argolla de hierro empotrada en el muro, con la cual estaba encadenado, se veía
un largo esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas. Parecía estirar sus
dedos descarnados, como intentando llegar a un plato y a un cántaro, de forma antigua,
colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos. El cántaro había estado lleno
de agua, indudablemente, pues tenía su interior tapizado de moho verde. Sobre el
plato no quedaba más que un montón de polvo. Virginia se arrodilló junto al esqueleto,
y, uniendo sus manitas, se puso a rezar en silencio, mientras la familia contemplaba
con asombro la horrible tragedia cuyo secreto acababa de ser revelado.
–¡Miren! –exclamó de
pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar
de qué lado del edificio caía aquella habitación–. ¡Miren! El antiguo almendro,
que estaba seco, ha florecido. Se ven admirablemente las hojas a la luz de la luna.
–¡Dios lo ha perdonado!
–dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía iluminar
su rostro.
–¡Eres un ángel! –exclamó
el duquesito, ciñéndole el cuello con los brazos y besándola.
VII
Cuatro días después de estos curiosos
sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville-House.
El carro iba arrastrado por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba
adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se balanceaban.
La caja de plomo iba cubierta con un rico paño de púrpura, sobre el cual estaban
bordadas en oro las armas de los Canterville. A cada lado del carro y de los coches
marchaban los criados llevando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía
un aspecto grandioso e impresionante. Lord Canterville presidía el duelo; había
venido del país de Gales expresamente para asistir al entierro, y ocupaba el primer
coche con la pequeña Virginia. Después iban el ministro de Estados Unidos y su esposa,
y detrás, Washington y los dos muchachos. En el último coche iba la señora Umney.
Todo el mundo convino en que, después de haber sido atemorizada por el fantasma
por espacio de más de cincuenta años, tenía realmente derecho de verlo desaparecer
para siempre. Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente
bajo el tejo centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más patético, el
reverendo Augusto Dampier. Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó,
colocando encima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rojas.
En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con
sus silenciosas oleadas de plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto
de un ruiseñor. Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín
de la muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante
el regreso.
A la mañana siguiente,
antes de que lord Canterville partiese para la ciudad, la señora Otis conferenció
con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia. Eran soberbias,
magníficas. Había, sobre todo, un collar de rubíes, en una antigua montura veneciana,
que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal cantidad
que el señor Otis sentía vivos escrúpulos en permitir a su hija que se quedase con
ellas.
–Señor –dijo el ministro–,
sé que en este país se aplica la mano muerta lo mismo a los objetos menudos que
a las tierras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar
en poder de usted como legado de familia. Le ruego, por tanto, que consienta en
llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia
que le fuera restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a mi hija,
no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés
por estas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por la señora Otis,
cuya autoridad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso (pues ha tenido
la suerte de pasar varios inviernos en Boston, siendo muchacha), que esas piedras
preciosas tienen un gran valor monetario, y que si se pusieran en venta producirían
una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá usted, indudablemente,
que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de la familia. Además
de que todas estas tonterías y juguetes, por muy apreciados y necesitados que sean
a la dignidad de la aristocracia británica, estarían fuera de lugar entre personas
educadas según los severos principios, pudiera decirse, de la sencillez republicana.
Quizá me atrevería a asegurar que Virginia tiene gran interés en que le deje usted
el cofrecito que encierra esas joyas, en recuerdo de las locuras y el infortunio
del antepasado. Y como ese cofrecito es muy viejo y, por consiguiente, deterioradísimo,
quizá encuentre usted razonable acoger favorablemente su petición. En cuanto a mí,
confieso que me sorprende grandemente ver a uno de mis hijos demostrar interés por
una cosa de la Edad Media, y la única explicación que le encuentro es que Virginia
nació en un barrio de Londres, al poco tiempo de regresar la señora Otis de una
excursión a Atenas.
Lord Canterville escuchó
imperturbable el discurso del digno ministro, atusándose de cuando en cuando el
bigote gris para ocultar una sonrisa involuntaria. Una vez que hubo terminado el
señor Otis, le estrechó cordialmente la mano y contestó:
–Mi querido amigo, su
encantadora hijita ha prestado un servicio importantísimo a mi desgraciado antecesor.
Mi familia y yo le estamos reconocidísimos por su maravilloso valor y por la sangre
fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda alguna, y creo, a fe mía,
que si tuviese yo la suficiente insensibilidad para quitárselas, el viejo tunante
saldría de su tumba al cabo de quince días para infernarme la vida. En cuanto a
que sean joyas de familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas
como tales en un testamento, en forma legal, y la existencia de estas joyas permaneció
siempre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando la señorita
Virginia sea mayor, sospecho que le encantará tener cosas tan lindas que llevar.
Además, señor Otis, olvida usted que adquirió usted el inmueble y el fantasma bajo
inventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted.
A pesar de las pruebas de actividad que ha dado Simon por el corredor, no por eso
deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra lo hace a
usted dueño de lo que le pertenecía a él.
El señor Otis se quedó
muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y le rogó que reflexionara
nuevamente su decisión; pero el excelente par se mantuvo firme y terminó por convencer
al ministro de que aceptase el regalo del fantasma. Cuando, en la primavera de 1890,
la duquesita de Cheshire fue presentada por primera vez en la recepción de la reina,
con motivo de su casamiento, sus joyas fueron motivo de general admiración. Y Virginia
fue agraciada con la diadema, que se otorga como recompensa a todas las estadunidenses
juiciosas, y se casó con su novio en cuanto éste tuvo edad para ello. Eran ambos
tan agradables y se amaban de tal modo, que a todo el mundo le encantó ese matrimonio,
menos a la vieja marquesa de Dumbleton, que venía haciendo todo lo posible por atrapar
al duquesito y casarlo con una de sus siete hijas. Para conseguirlo dio al menos
tres grandes comidas costosísimas. Cosa rara: el señor Otis sentía una gran simpatía
personal por el duquesito, pero teóricamente era enemigo de los títulos y, según
sus propias palabras, “era de temer que, entre las influencias debilitantes de una
aristocracia ávida de placer, fueran olvidados por Virginia los verdaderos principios
de la sencillez republicana”. Pero nadie hizo caso de sus observaciones, y cuando
avanzó por la nave lateral de la iglesia de San Jorge, en Hannover Square, llevando
a su hija del brazo, no había hombre más orgulloso en toda Inglaterra.
Después de la luna de
miel, el duque y la duquesa regresaron a Canterville-Chase, y al día siguiente de
su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solitario próximo
al pinar. Al principio le preocupó mucho lo relativo a la inscripción que debía
grabarse sobre la losa fúnebre de Simon, pero concluyeron por decidir que se pondrían
simplemente las iniciales del viejo gentilhombre y los versos escritos en la ventana
de la biblioteca. La duquesa llevaba unas rosas magníficas, que desparramó sobre
la tumba; después de permanecer allí un rato, pasaron por las ruinas del claustro
de la antigua abadía. La duquesa se sentó sobre una columna caída, mientras su marido,
recostado a sus pies y fumando un cigarrillo, contemplaba sus lindos ojos. De pronto
tiró el cigarrillo y, tomándole una mano, le dijo:
–Virginia, una mujer
no debe tener secretos con su marido.
–Y no los tengo, querido
Cecil.
–Sí los tienes –respondió
sonriendo–. No me has dicho nunca lo que sucedió mientras estuviste encerrada con
el fantasma.
–Ni se lo he dicho a
nadie –replicó gravemente Virginia.
–Ya lo sé; pero bien
me lo podrías decir a mí.
–Cecil, te ruego que
no me lo preguntes. No puedo realmente decírtelo. ¡Pobre Simon! Le debo mucho. Sí;
no te rías, Cecil; le debo mucho realmente. Me hizo ver lo que es la vida, lo que
significa la muerte y por qué el amor es más fuerte que la muerte.
El duque se levantó
para besar amorosamente a su mujer.
–Puedes guardar tu secreto
mientras yo posea tu corazón –dijo a media voz.
–Siempre fue tuyo.
–Y se lo dirás algún
día a nuestros hijos, ¿verdad?
Virginia se ruborizó.
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