Ciro Alegría
Yo me dejaba ir a la deriva.
(Paréntesis para los sabios: que haya luz artificial o natural no hace al caso.
¿Os habéis sobresaltado como cuando, mientras dormís plácidamente, el vecino del
piso de arriba deja caer violentamente los zapatos? En realidad, no se trata sino
de eso: de un molesto ruido de zapatos). Entonces quedamos en que me dejaba ir…
Mis pensamientos habían soltado las amarras. Estaba en uno de esos momentos en que
es inútil tomar rumbo porque perderlo a los pocos minutos es cosa cierta. No he
de explicarles por qué llegué a tal situación. Una situación así suele presentarse
a raíz de grandes catástrofes o solamente porque olvidamos la tarea de oficiar de
punteros de reloj en la hora justa –¡hay tantas horas!– o cosas así…
Bueno;
si se inquietan ustedes por mi falta de precisión, les diré: Yo estaba tratando
de matar el tiempo –de esta paradoja dicharachera se venga el muy taimado ya sabemos
cómo– en un acuario de peces de colores. Habíamos planeado con Lucy ir a un dancing,
pero ella no acudió a la esquina de la cita. ¡Esa Lucy! Siempre con sus senos parleros
contando las “mil y una noches”. Y en la espera fui como una barcaza que roe sus
amarras y al fin se deja ir.
La
ciudad me hacía el efecto de haberse despoblado. Los transeúntes con quienes tropezaba
me parecían seres caídos de otro planeta. Bien. Ir por una ciudad sin rumbo cierto
y llegar a sitios propicios, al cariz novelesco, es cosa que sucede, si no en la
vida, por lo menos en las historias a las que se juzga dignas de contar. Me duelen
los oídos de tener que incidir en un lugar común, pero he de hacerlo. Ya se verá.
Llegué
precisamente a un suburbio destartalado en el cual el ritmo de avance parecía haberse
detenido hacía muchos años. Todo estaba a medio hacer o semi destruido. No sé qué
es peor. Las casas se caían a pedazos o eran solamente meras intenciones de tales,
en forma de paredes inconclusas. Largas distancias de paredones agrietados las separaban
y las callejas oscilaban entre la recta y la curva con una vacilación ebria. Otra
cosa que merece apuntarse es que las paredes no tenían una neta voluntad vertical
y es de imaginarse el disgusto del sol al fallarle su plomada de las doce del día.
¿Decía?
Sí: entré a un pequeño bar y tomé asiento ante una mesa que estaba, como todas,
lustrosa de mugre y tenía una apariencia neurótica. Frente a mí, un hombre bebía
cerveza. El bar estaba atendido por una mujer semi destruida, lo que no me llamó
la atención, pues tendría más de cincuenta años. No había más gente allí hasta que
entró un niño. Estaba a medio hacer pero, como es natural, el hecho se explica.
Salió advirtiéndomelo con sus ojos juguetones. Cuando he aquí que, al voltear, me
encuentro con que el hombre aquel sí se encontraba raramente a medio hacer. Tendría
unos sesenta años. Es casi inimaginable que un hombre a tal edad se encuentre a
medio hacer, pero era evidentemente así. Por la indumentaria no podía colegirse
nada, puesto que no vestía en forma especial. Acaso por un pasador, formado de un
cordel pequeño rematado en botones que le ajustaba, pasando bajo la corbata, las
puntas del cuello, podía deducirse que se había estacionado en alguna esquina vital.
Pero
sucede que el hombre me pregunta mi nombre y mi profesión y mi salud y, como yo
le contesto, se decide a entablar charla. Se echa a hablar seguidamente sobre el
estado del tiempo. Hasta aquí no hay nada extraño, pues toda la gente, en situaciones
símiles, hace exactamente lo mismo. No son las palabras.
Sus
manos semejan garfios que buscan en el aire algo de qué apropiarse. Quizá está tratando,
subconscientemente, de completarse y la intención se le resuelve en un gesto baldío
de mano. El hombre coge su vaso, con la mano en prestancia de zarpa, y bebe como
si el líquido tuviera suma importancia para su factura personal y atravesara, al
mismo tiempo, inminente riesgo de perderse. Le invito un sándwich y tengo la impresión
de que no piensa estar ingiriendo carne y pan. No sé cómo palpar sus aristas romas
e inacabadas y llegar a su íntima palpitación inquieta.
–¿Tiene
usted hambre? –le pregunto al fin.
–No,
en lo absoluto, he estado un poco resfriado.
–¿Pero
así es usted siempre?
–¿Así
qué?
–Nada,
una manera de ver.
–¡Ah!
Y
el hombre se mueve, azorado en su silla. Busca en mí algo. Quiere penetrarme por
los ojos y llevarse de mí lo que le falta para ser sin angustia. Evidentemente no
encuentra qué llevarse y se pone a escudriñar la pared en el lugar en que hay un
anuncio de football. Luego se vuelve a mí y me dice, al mismo tiempo que pide más
cerveza:
–Es
usted un hombre completo.
Pienso
que tiene razón y siento, cada vez más, su angustia de incompleto. Ahora pasan los
minutos en silencio. Bebemos más cerveza, pero de ninguna manera estamos ebrios.
–¿Usted
es de aquí? –me pregunta.
–No.
Ya le dije que soy de otra parte.
–¡Ah,
yo también quisiera ser de otra parte!
Y
luego mueve los pies, taconea, se agita todo él sobre un camino que no existe. Yo
estoy queriendo marcharme, pero el hombre me detiene con una imploración de oídos
atentos. Posiblemente está queriendo oír mis voces silenciosas. Lo que le digo a
mi corazón, que se ha empeñado en afirmar tonterías sobre ese hombre y hasta se
encuentra en trance de llorar.
–Charlemos
de algo…
¡Ah,
ahora quiere francamente que yo le diga algo redondo y concluido y yo no encuentro
cómo hacerlo! ¿Qué le faltará a este hombre torturado? Termino:
–No
sé conversar y creo que ya hemos dicho mucho.
–Es
evidente: ya hemos dicho mucho.
Y
vuelve a poner frente a mí –lo hizo ya antes– su lívida oreja izquierda surcada
de venillas rojas en tanto que con su zarpa se oprime el cuello, allí donde la nuez
se revuelve como una rana presa. Pero al fin termina por levantarse y marcharse
en busca de no sabría decir qué. No ha de encontrarlo jamás. Ese hombre se quedará
a medio hacer y cuando lo entierren, enterrarán a medio hombre.
Yo
también me marcho. Y llego al azar a un dancing y encuentro que le falta una puerta
más amplia. No me sorprende que Lucy está allí. Viene a hablarme, pero ya no me
interesa. Mis pupilas se han aguzado. Me doy cuenta de que le faltan senos y de
que, en cambio, le sobra la nariz.
Tal
mi aventura. ¿Estuve loco? Yo siempre he sido un hombre cuerdo. Además, mi última
percepción me califica como hombre que estaba en sus cabales. Y lo sigo estando
porque a Lucy siempre la veo así. Solo que desde ese día me he aplicado más ahincadamente
a esta malhadada ocupación de escribir. Ahora pienso que el mundo está al revés.
Si hay Dios, él sabrá.
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