Vladimir Nabokov
Uno de mis agentes comerciales
–un tipo soltero, modesto suave y muy eficaz– tuvo la fortuna de que le tocara en
suerte un viaje de placer en un baile benéfico organizado por unos refugiados rusos.
Fue en 1936 o 1937. Era pleno verano y no paraba de llover en Berlín (ya iban por
la segunda semana de humedad y de frío, y era una pena ver que todo estaba verde
en vano, y que solo los gorriones seguían cantando alegres); no le apetecía ir a
ningún sitio, pero cuando trató de vender su billete en la oficina de la agencia
de viajes de placer le dijeron que para hacerlo necesitaba pedir un permiso especial
en el Ministerio de Transportes; cuando fue a tramitar la autorización requerida
a la oficina correspondiente, le comunicaron que primero debía rellenar ante notario
una complicada instancia con su correspondiente papel timbrado y además, debía obtener
de la policía un sedicente “certificado de no-ausencia de la ciudad durante el verano”.
Así
que, no sin antes suspirar contrariado, decidió emprender aquel viaje. Pidió prestada
una cantimplora a unos amigos, echó suelas a sus zapatos, se compró un cinturón
y una camisa de lana a la moda –uno de esos objetos cobardes que se arrugan al primer
lavado. Por cierto, era demasiado grande para aquel hombre menudo, con el pelo siempre
bien cortado y arreglado, de ojos tan inteligentes y llenos de bondad. No recuerdo
ahora su nombre. Creo que se llamaba Vasiliy Ivanovich.
La
víspera de su marcha durmió mal. ¿Y por qué? Porque tenía que levantarse temprano,
a una hora a la que no estaba acostumbrado y por lo tanto soñó durante toda la noche
con el rostro delicado del reloj y su incesante tictac que velaba su sueño en la
mesilla de noche; pero, sobre todo, porque aquella misma noche, sin razón alguna,
empezó a imaginarse que aquel viaje que le había regalado el destino personificado
en una mujer elegante vestida con un escotado traje de noche, este viaje que había
aceptado tan renuentemente, le iba a traer una felicidad inmensa, maravillosa, trémula.
Una felicidad que, de alguna forma, estaría relacionada con su infancia, y con la
excitación que le provocaba la poesía rusa, y con algún horizonte crepuscular entrevisto
una vez en sueños, y con aquella señora, la esposa de otro hombre, a la que había
amado desesperadamente durante siete años –pero sería más llena y más significativa
todavía que todo aquello. Y además, en su fuero interno, sabía que una vida realmente
buena debería estar orientada hacia alguien o hacia algo.
Era
una mañana sombría, y sin embargo vaporosa y cálida en su humedad, con un sol velado
e íntimo, y resultaba agradable el traqueteo del tranvía que le conducía hasta la
lejana estación de ferrocarril donde iba a reunirse el grupo: una serie de gente
variada, me temo, iban a formar parte de la excursión. ¿Quiénes serían aquellos
seres apáticos, sin vida todavía, como todas las criaturas que no conocemos aún?
Los vio junto a la ventanilla número seis, a las siete en punto, como indicaban
las instrucciones que venían con el billete (ya le estaban esperando; había conseguido
llegar unos tres minutos tarde).
Un
joven rubio, larguirucho, vestido de tirolés destacaba inmediatamente entre los
demás. Estaba quemado como la cresta de un gallo y tenía unas enormes rodillas,
rojas como un ladrillo y con pelos dorados, y parecía que llevaba la nariz lacada.
Era el jefe de la expedición, contratado por la agencia de viajes, y en cuanto el
recién llegado se hubo unido al grupo (que consistía en cuatro mujeres y otros tantos
hombres), los condujo hasta un tren que esperaba escondido, agazapado detrás de
otros trenes, acarreando una monstruosa mochila con una facilidad pasmosa, y chacoloteando
en el asfalto con sus botas de clavos.
Encontraron
sitio para todos en un vagón vacío, indudablemente de tercera, y Vasiliy Ivanovich,
tras sentarse y comerse una menta, abrió un pequeño volumen de Tyutchev, que llevaba
tiempo queriendo releer; pero le pidieron que dejara el libro y se uniera al grupo.
Un empleado de correos, ya mayor, que llevaba gafas y tenía la cabeza, los pómulos
y el labio superior de un azul ceroso como si acabara de afeitarse la barba, que
era especialmente dura y abundante, para el viaje, anunció al momento que había
estado en Rusia y que sabía algo de ruso –por ejemplo, patzlui– y, al recordar sus
escarceos amorosos en Tsaritsyn, empezó a parpadear de tal manera y a hacer tales
muecas que su gorda esposa dibujó en el aire la silueta de un revés que fuera a
darle en el oído. El grupo se volvía cada vez más ruidoso. Cuatro empleados de la
misma constructora se contaban chistes pesados: uno de ellos era un hombre de mediana
edad, Schultz; el otro, un hombre más joven, también se llamaba Schultz, y dos mujeres
jóvenes y nerviosas con grandes bocas y grandes traseros. La viuda pelirroja y más
bien burlesca que llevaba una falda deportiva conocía también algo de Rusia (las
playas de Riga). El grupo se cerraba con un joven moreno llamado Schramm, con ojos
sin brillo y una vaga maldad aterciopelada en su personalidad y en sus modales,
que constantemente cambiaba el tema de conversación para hablar de tal o cual aspecto
atractivo de la excursión y que fue quien primero mostró signos de apreciación entusiasta;
resultó ser, como más tarde se vio, un empleado especial de la agencia de viajes
de placer.
La
locomotora, trabajando a tope, atravesó un bosque de pinos, luego, ya sin tanto
esfuerzo, unos campos. Aunque todavía no era totalmente consciente del absurdo y
del horror de la situación en la que se encontraba y quizá porque todavía intentaba
convencerse de que todo era muy agradable, Vasiliy Ivanovich consiguió gozar de
las fugaces maravillas del camino. Y realmente, ¡qué atractivo es el viaje, qué
encanto adquiere el mundo cuando da vueltas y se mueve como un tiovivo! El sol se
arrastró hasta una esquina de la ventana para luego derramarse de repente por todo
el banco amarillo. La sombra del vagón, comprimida en sus formas, corría como loca
por el césped del borde del ferrocarril, donde las flores se fundían en rayas de
colores. Un cruce: un ciclista esperaba, con un pie en el suelo. Los árboles aparecían
tanto en grupos como aislados, girando fríos y afables, como un desfile de modelos
donde se mostraran las últimas modas. La humedad azul de un barranco. Un recuerdo
de amor, disfrazado de césped. Finas nubes –lebreles del cielo.
A
nosotros, a Vasiliy Ivanovich y a mí, siempre nos ha impresionado el anonimato de
las distintas partes de un paisaje, tan peligroso para el alma, la imposibilidad
de saber nunca adonde lleva aquel camino que ves –y mira ¡qué bosquecillo tan tentador!
A veces, en una colina lejana o en un claro entre los árboles aparecía y, por así
decir, se detenía un instante, como aire retenido en los pulgones, un lugar tan
encantador –un césped, un arriate–, una expresión tan perfecta de tierna y bondadosa
belleza, que creíamos que si lográbamos detener el tren para ir hasta aquel lugar,
y deteneros allí para siempre, hasta ti, mi amor… Pero los miles de troncos de abedules
saltaban ya como locos tras la ventanilla, arremolinándose en un charco que chisporroteaba
al sol, y una vez más, desaparecía ante nuestros ojos la oportunidad de la felicidad.
En
las estaciones, Vasiliy Ivanovich observaba la configuración de algunos objetos
completamente insignificantes –una mancha en el andén, el hueso de una cereza, la
colilla de un cigarrillo–, y se decía a sí mismo que nunca, nunca recordaría aquellas
tres pequeñas cosas relacionadas allí y entonces de esa manera particular, que nunca
recordaría aquella forma que ahora contemplaba con aquella precisión mortal; o también
al mirar a un grupo de chiquillos que esperaba el tren, trataba con todas sus fuerzas
de atisbar al menos en uno de ellos un destino excepcional –en forma de violín o
de corona, de lira o de hélice– y se quedaba contemplándolos hasta que el grupo
entero de chicos de pueblo adquiría el tono sepia de una vieja fotografía, reproducida
ahora con una pequeña cruz blanca sobre el rostro del último chico a la derecha
de la fila: la infancia del héroe.
Pero
sólo se podía mirar por la ventana a retazos. A todos les habían dado unas partituras
de música con sus correspondientes versos, cortesía de la agencia de viajes:
¡Deja atrás tus cuitas y tu melancolía,
Toma tu bastón y levántate,
Ven y marcha por los bosques
Con nosotros, jóvenes valientes!
¡Ven y marcha por los prados
de tu tierra,
Con nosotros, jóvenes valientes,
Mata al solitario y a sus
penas
Destruye las dudas y pesares!
¡En el paraíso del páramo
Donde el animal grita y
muere,
Marchemos y sudemos juntos
Con los jóvenes de piedra
y acero!
Comenzaron a
cantar a coro: Vasiliy Ivanovich, que no solo era incapaz de cantar sino que ni
siquiera podía pronunciar con claridad las palabras alemanas, se aprovechó del rugido
anegador de la confusión de voces y se limitó a abrir la boca moviéndose ligeramente
como si llevara el compás con el cuerpo, como si de verdad estuviera cantando, pero
el jefe de grupo, a una seña del sutil Schramm, detuvo de pronto el canto general
y mirando de reojo a Vasiliy Ivanovich, le pidió que cantara un solo. Vasiliy Ivanovich
se aclaró la garganta y empezó tímidamente, y tras un minuto de tormento solitario
se le unieron todos los demás; pero en adelante no se atrevió a dejar de cantar.
Había
comprado en la tienda rusa su variedad favorita de pepino, una hogaza de pan y tres
huevos. Cuando se hizo de noche, y el sol carmesí, ya bajo, invadió el vagón mugriento
y mareado, aturdido incluso con el estrépito de su marcha, todos fueron invitados
a compartir sus provisiones y a dividirlas de manera ecuánime –lo cual no dejaba
de ser extremadamente fácil, porque todos, excepto Vasiliy Ivanovich, llevaban las
mismas cosas. A todos les divirtió mucho el pepino, lo consideraron incomible y
lo arrojaron por la ventana. En vista de lo insuficiente de su contribución a Vasiliy
Ivanovich le dieron una porción de salchicha más pequeña que a los demás.
Le
obligaron a jugar a las cartas. Le manosearon, le interrogaron, comprobaron que
era capaz de mostrar la ruta del viaje en un mapa, en una palabra, todos se ocuparon
de él, al principio con buena intención, luego con malevolencia, que se iba haciendo
más intensa a medida que avanzaba la noche. Las dos chicas se llamaban Greta; la
viuda pelirroja de alguna forma se parecía al gallito del jefe; Schramm, Schultz
y el otro Schultz, junto con el empleado de correos y su mujer, fueron mezclándose
gradualmente unos con otros, confundiéndose, hasta formar un ser colectivo, tambaleante,
de infinitos tentáculos cuyo abrazo era imposible resistir. Le presionaban por todas
partes. Pero de repente al llegar a una estación, se bajaron todos, ya era de noche,
aunque en el oeste todavía se veía una nube muy rosa, muy larga, y en la distancia
de los raíles, con una luz que atravesaba el alma, la estrella de una farola temblaba
a través del humo lento de la máquina y los grillos chirriaban en la oscuridad y
desde algún lugar llegaba el olor del jazmín y del heno, mi amor.
Pasaron
la noche en una posada desvencijada. Una chinche madura es horrible, pero hay una
cierta gracia en los movimientos de un lepisma sedoso. El empleado de correos se
vio separado de su mujer, que tuvo que dormir con la viuda; y pasó la noche con
Vasily Ivanovich. Las dos camas ocupaban toda la habitación. El edredón arriba,
el orinal abajo. El empleado dijo que por alguna razón no tenía sueño, y empezó
a hablar de sus aventuras rusas, con bastante más detalle que en el tren. Era un
hombre bastante chulo, terco y obstinado, con garras de madreperla en sus dedos
sucios, y piel de oso en sus gruesos pechos, que se había puesto unos largos calzoncillos
de algodón para dormir. Una polilla pasó rauda por el techo, codeándose con su sombra.
“En Tsaritsyn”, decía el empleado, “hay ahora tres escuelas, una alemana, una checa,
y una china. Bueno, al menos eso es lo que dice mi cuñado; fue allí a construir
tractores”.
Al
día siguiente, desde primera hora de la mañana hasta las cinco de la tarde, levantaron
polvo por una carretera que serpenteaba de colina en colina; luego tomaron una carreterita
verde a través de un denso bosque de abetos. Vasiliy Ivanovich, que era el que llevaba
menos peso, tuvo que acarrear bajo el brazo una enorme hogaza de pan. ¡Cómo te odio,
nuestro pan cotidiano! Pero con todo, sus ojos, preciosos, experimentados, observaban
todo cuanto era necesario. Contra el fondo de la oscuridad de abetos, colgaba verticalmente
una aguja seca sobre un hilo invisible.
Y
de nuevo se apiñaron en un tren, y de nuevo el pequeño vagón sin compartimentos
procedió a vaciarse. El otro Schultz empezó a enseñarle a Vasiliy Ivanovich a tocar
la mandolina. Hubo muchas risas. Cuando se cansaron de aquello, se inventaron un
juego que fue supervisado por Schramm. Consistía en lo siguiente: las mujeres elegían
un banco donde tumbarse, bajo el cual ya se había escondido uno de los hombres,
y cuando de debajo del banco, salía un rostro rubicundo con grandes orejas, o una
gran mano extendida, cuyos dedos curvados se disponían a meterse bajo las curvas
de una mano femenina (lo cual provocaba muchas risas y gritos), entonces se revelaba
quién se acoplaba con quién. Por tres veces Vasiliy Ivanovich estuvo tumbado en
la sucia oscuridad y por tres veces resultó que no había nadie sobre el banco bajo
el cual había reptado. Le fue concedido el status de perdedor y se vio obligado
a comerse la colilla de un cigarrillo.
Pasaron
la noche en colchones de paja en un granero, y a primera hora de la mañana emprendieron
de nuevo la marcha a pie. Abetos, barrancos, arroyos llenos de espuma. Vasiliy Ivanovich
se quedó tan exhausto con el calor, con las canciones que había que berrear constantemente,
que cuando a mediodía pararon a descansar, se quedó inmediatamente dormido, y solo
se despertó cuando los otros empezaron a espantar a bofetadas a unas moscas imaginarias
que se hubieran posado sobre su cuerpo. Pero después de otra hora de marcha, descubrió
de repente aquella verdadera felicidad con la que en tiempos entretuvo sus sueños.
Era
un lago azul, puro, con una expresión desacostumbrada en sus aguas. En el centro
del mismo se reflejaba una gran nube en toda su magnitud. Al otro lado, sobre una
colina cubierta por completo por un denso verdor (y cuanto más oscuro es el verdor,
más poético resulta), un antiguo castillo negro que surgía de dáctilo en dáctilo
se elevaba majestuoso. No hace falta insistir en que panoramas semejantes se encuentran
a menudo en Europa Central, pero éste –en la armonía única e inefable de sus tres
partes principales, en su sonrisa, en una especie de inocencia misteriosa que le
embargaba, ¡amor mío!– era algo tan único, tan cercano, tan largo tiempo esperado
y además, entendía tan certeramente al espíritu que lo contemplaba, que Vasiliy
Ivanovich se tuvo que llevar la mano al corazón como si quisiera asegurarse de que
éste todavía ocupaba su lugar en el pecho antes de poder entregarlo.
A
cierta distancia, Schramm, blandiendo el bastón de montaña del jefe de grupo, llamaba
la atención de los excursionistas hacia este o aquel detalle; se habían aposentado
en círculo en la hierba en actitudes como las que se ven en las fotografías de aficionados,
mientras que el jefe se había sentado en un tronco de árbol, dando la espalda al
lago mientras comía un refrigerio. Silenciosamente, ocultándose tras su propia sombra,
Vasiliy Ivanovich fue circundando la ribera del lago hasta llegar a una especie
de fonda. Le saludó un perro, todavía cachorro; se le subió al estómago, con las
mandíbulas abiertas como si se riera con la cola dando golpes fervientes contra
el suelo. Vasiliy Ivanovich acompañó al perro hasta la casa, una edificación de
dos pisos de distintos colores, con una ventana que hacía guiños bajo unas pestañas
convexas de azulejos; y allí encontró al propietario, un anciano alto que parecía
vagamente un veterano ruso de la guerra que hablaba tan mal el alemán, con un deje
tan suave que Vasiliy Ivanovich se puso a hablar en su lengua, pero el hombre lo
entendía como en sueños y siguió hablando en el lenguaje de su entorno, de su familia.
Arriba
había una habitación para viajeros. “Sabe usted, la voy a alquilar para el resto
de mi vida”, dicen que dijo Vasiliy Ivanovich tan pronto como entró en la misma.
La habitación en sí no tenía nada de extraordinario. Al contrario, era un cuarto
de lo más común, con un suelo rojo, margaritas pintadas en las paredes blancas,
y un pequeño espejo medio lleno con la infusión amarilla del reflejo de unas flores,
pero por la ventana se veía con toda nitidez el lago con su nube y su castillo,
en una inmóvil y perfecta conjunción de felicidad. Sin pensar, sin considerar, limitándose
a entregarse a una atracción cuya única verdad consistía en su propia fuerza, una
fuerza que nunca había experimentado con anterioridad, Vasiliy Ivanovich en un radiante
segundo, se dio cuenta de que en aquella pequeña habitación con aquella vista, maravillosa
hasta derramar lágrimas, la vida sería por fin lo que siempre había imaginado que
fuera. Cómo sería exactamente, qué tendría lugar allí, eso evidentemente no lo sabía,
pero todo a su alrededor era ayuda, promesa, y consolación… de forma que no había
la más mínima duda de que él tenía que vivir allí. En un segundo pensó cómo lo arreglaría
todo para no tener que volver de nuevo a Berlín, cómo traer hasta allí las escasas
posesiones que tenía –libros, el traje azul, su fotografía. ¡Qué sencillo estaba
resultando todo! Como agente comercial de mi empresa ganaba suficiente para la vida
modesta de un refugiado ruso.
–Amigos
míos –exclamó, después de bajar corriendo al prado junto a la ribera–, amigos míos,
adiós. Me quedaré para siempre en esa casa de ahí. Ya no seguiremos viaje juntos.
No iré más lejos. No voy a ningún lado. ¡Adiós!
–Pero
¿qué dice? –dijo el jefe con una voz extraña, tras una breve pausa, durante la cual
la sonrisa en los labios de Vasiliy Ivanovich se fue desvaneciendo lentamente, mientras
que la gente sentada en la hierba hacía amago de levantarse, contemplándole con
mirada sepulcral.
–Pero
¿por qué? –murmuró–. Es aquí donde…
–¡Silencio!
–bramó de repente el empleado de correos con extraordinaria fuerza–. Recupere el
sentido común, ¡Cerdo borracho!
–Esperen
un momento, caballeros –dijo el jefe, y después de pasarse la lengua por los labios,
se volvió hacia Vasiliy Ivanovich.
–Probablemente
ha estado bebiendo –dijo despacio–. O quizá se ha vuelto loco. Está de viaje de
placer con nosotros. Mañana, según el itinerario convenido, mire su billete, todos
volvemos a Berlín. No ha lugar que nadie, en este caso usted, se niegue a continuar
nuestro viaje común. Hoy cantábamos cierta canción, trate de recordar sus palabras.
¡Vale ya! Venga, muchachos, seguimos la marcha.
–Habrá
cerveza en Ewald –dijo Schramm con voz acariciante–. Cinco horas de tren. Excursiones
y marchas. Un pabellón de caza. Minas de carbón. Muchas cosas interesantes.
–Me
quejaré –gimió Vasiliy Ivanovich–. Devuélvanme mi bolsa. Tengo derecho a permanecer
donde quiera. Oh, pero esto es una invitación a que me decapiten –me dijo que lloró
cuando lo cogieron por los brazos.
–Si
es necesario, nos lo llevaremos por la fuerza –dijo el jefe severamente–, pero eso
no será demasiado agradable. Yo soy responsable de cada uno de ustedes y los traeré
de vuelta a casa, a cada uno, vivo o muerto.
Arrastrado
a lo largo de un camino del bosque como en un odioso cuento de hadas, apretujado,
retorcido, Vasiliy Ivanovich no podía ni siquiera volverse, y solo sentía alejarse
el resplandor a su espalda, roto por los árboles y al cabo de un rato, también el
resplandor desapareció por completo, y alrededor, se agitaban los oscuros abetos
sin interferir en la escena. En cuanto se acomodaron en el vagón y el tren se puso
en marcha, todos ellos empezaron a darle golpes –le golpearon durante un buen rato,
y con mucha originalidad. Se les ocurrió, entre otras cosas, utilizar un sacacorchos
en la palma de su mano; luego en los pies. El empleado de correos, que había estado
en Rusia, hizo un látigo con un palo y un cinturón y empezó a usarlo con endemoniada
destreza. Los otros hombres se apoyaban más bien en los tacones de acero de sus
botas, mientras que las mujeres se contentaban con pincharle y darle bofetadas.
Todos lo pasaron maravillosamente.
Cuando
volvió a Berlín, me llamó, estaba muy cambiado, se sentó en silencio, con las manos
sobre las rodillas, y me contó su historia; no dejaba de repetir que tenía que dejar
su trabajo, me suplicaba que lo dejara marchar, insistía en que no podía continuar,
que no tenía ya fuerzas para pertenecer de nuevo a la humanidad. Evidentemente,
le dejé ir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario