martes, 17 de enero de 2023

Los avaros de los libros

Víctor Roura

 

Un bibliótafo es un avaro de los libros, es alguien que lee pero no quiere que nadie se entere qué está leyendo, llega al extremo de golpear a aquél que ve de reojo la portada del volumen leído.

Un bibliótafo lee pero nadie sabe qué lee, es el que se anticipa, o quiere anticiparse, a todas las lecturas pero es un energúmeno cuando se entera que alguien sabe que va en la línea veinticuatro de la novela El último mundo burgués de Nadine Gordimer. Porque nadie tiene derecho a entrometerse en su interés literario.

Un bibliótafo es un pedante al que se le pregunta si ha leído al holandés Moller Hoxfadder y responde que no sólo a él sino a sus condiscípulos Fitz Yozgum y Charles Reed y que, además, ha visto la película Un escapulario gratuito de Brian de Palma en una incursión underground y divertida en su versión sin censura con guion de Hoxfadder. Y de ahí se sigue dando pormenores e insuficiencias de la narrativa holandesa y nadie puede refutarlo.

Al bibliótafo uno lo ve siempre sin ningún libro bajo el brazo porque no quiere que alguien lo vea leyendo. Es feliz si uno lo confunde con un porrista del Atlante. Mientras menos se sepa su afán por la lectura, mejor. Es como el que tiene dinero pero a la hora de pagar casualmente va a los sanitarios.

El bibliótafo es capaz de construir un refugio en su casa no para resguardarse en caso de una guerra, sino para ocultar ahí sus libros. No quiere que nadie los vea. Son suyos y de nadie más. A su esposa puedes ligarla mientras él está en el refugio leyendo a Gianni Vattimo. Le duele menos que acaricies la rodilla de su amada. ¡Ah, pero no le toques la solapa del ladrillo en turno!

Una vez vi a un bibliótafo en la Alameda. Estaba excavando en el pasto para ocultar el libro que había comprado minutos antes. Me pareció una exageración. Me acerqué y le dije que no tenía que esconder la literatura. Sin decirme nada, se sintió ofendido. Me persiguió a lo largo de la Alameda para darme de palazos. Con su actitud avara, rozan el absurdo.

Los bibliótafos, cuando compran en las librerías su respectivo libro, se disfrazan para que nadie los reconozca. Hace dos días, mientras hojeaba Pedacería de espejo de Ricardo Garibay, vi a una simpática adolescente que seleccionaba un libro entre la hilera de ofertas del día. Llevaba una sobrecogedora minifalda. Le guiñé el ojo. Se sonrojó. Le dije que si apreciaba a William Golding, pero se hizo la sorda. De cerca le vi unos ralos bigotillos, mas no aflojé en el romance (Frida Kahlo los tenía y, según los documentos fotográficos, precisamente sus bigotes eran uno de sus sensuales atractivos). La acompañé a la caja. No dejé que pagara. Yo saqué apresuradamente un billete de alta denominación y le dije a la cajera que se cobrara. Sonrojó, la adolescente.

Ya afuera de la librería, confesó:

–No soy la chica que piensas, me llamo Mario Sousa…

Era un vil bibliótafo.

Por eso, cuando los percibo, prefiero hablar con ellos de asuntos culinarios.

 

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