Víctor Roura
Un
bibliótafo es un avaro de los libros, es alguien que lee pero no quiere que nadie
se entere qué está leyendo, llega al extremo de golpear a aquél que ve de reojo
la portada del volumen leído.
Un bibliótafo lee pero nadie sabe qué lee,
es el que se anticipa, o quiere anticiparse, a todas las lecturas pero es un
energúmeno cuando se entera que alguien sabe que va en la línea veinticuatro de
la novela El último mundo burgués de Nadine Gordimer. Porque nadie tiene
derecho a entrometerse en su interés literario.
Un bibliótafo es un pedante al que se le pregunta
si ha leído al holandés Moller Hoxfadder y responde que no sólo a él sino a sus
condiscípulos Fitz Yozgum y Charles Reed y que, además, ha visto la película Un
escapulario gratuito de Brian de Palma en una incursión underground y
divertida en su versión sin censura con guion de Hoxfadder. Y de ahí se sigue
dando pormenores e insuficiencias de la narrativa holandesa y nadie puede refutarlo.
Al bibliótafo uno lo ve siempre sin ningún
libro bajo el brazo porque no quiere que alguien lo vea leyendo. Es feliz si
uno lo confunde con un porrista del Atlante. Mientras menos se sepa su afán por
la lectura, mejor. Es como el que tiene dinero pero a la hora de pagar
casualmente va a los sanitarios.
El bibliótafo es capaz de construir un
refugio en su casa no para resguardarse en caso de una guerra, sino para
ocultar ahí sus libros. No quiere que nadie los vea. Son suyos y de nadie más. A
su esposa puedes ligarla mientras él está en el refugio leyendo a Gianni Vattimo.
Le duele menos que acaricies la rodilla de su amada. ¡Ah, pero no le toques la
solapa del ladrillo en turno!
Una vez vi a un bibliótafo en la Alameda. Estaba
excavando en el pasto para ocultar el libro que había comprado minutos antes. Me
pareció una exageración. Me acerqué y le dije que no tenía que esconder la literatura.
Sin decirme nada, se sintió ofendido. Me persiguió a lo largo de la Alameda para
darme de palazos. Con su actitud avara, rozan el absurdo.
Los bibliótafos, cuando compran en las
librerías su respectivo libro, se disfrazan para que nadie los reconozca. Hace
dos días, mientras hojeaba Pedacería de espejo de Ricardo Garibay, vi a
una simpática adolescente que seleccionaba un libro entre la hilera de ofertas
del día. Llevaba una sobrecogedora minifalda. Le guiñé el ojo. Se sonrojó. Le dije
que si apreciaba a William Golding, pero se hizo la sorda. De cerca le vi unos
ralos bigotillos, mas no aflojé en el romance (Frida Kahlo los tenía y, según
los documentos fotográficos, precisamente sus bigotes eran uno de sus sensuales
atractivos). La acompañé a la caja. No dejé que pagara. Yo saqué
apresuradamente un billete de alta denominación y le dije a la cajera que se
cobrara. Sonrojó, la adolescente.
Ya afuera de la librería, confesó:
–No soy la chica que piensas, me llamo Mario
Sousa…
Era un vil bibliótafo.
Por eso, cuando los percibo, prefiero
hablar con ellos de asuntos culinarios.
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