Víctor Roura
Para
un hombre, decir una mondonguez es lo más fácil del mundo. Por ejemplo, cuando
está por primera vez con una mujer en un restaurante luego de haber insistido
once tardes para que ella aceptara salir a tomar una copa. Ella está bien, la
está pasando mejor de lo que pensaba, casi está arrepentida de no haber salido
antes con el hombre. Al tercer ron, ella dice:
–Me está encantando este encuentro…
El hombre dice:
–Encantados tus ojos que se mecen cual
hamacas niponas…
La mujer piensa pero qué mondonguez
más anticuada, mas calla por rubor. El hombre, por lo contrario, cree que ha
dado un paso importante en el ligue. Cuando ella deja de lado aquella
inoportuna frase, vuelve a entusiasmarse con la cita.
Dice:
–¿Haces ejercicio alguna vez en la semana?
El hombre dice:
–Ya le dije a mi madre que no me regale
chalecos porque mis músculos no miden lo mismo cada día.
En esos casos, es recomendable que la
mujer vaya sola a los bares. Porque la mondonguez rebasa a la cursilería,
digamos que es una impertinencia ridícula sin serla del todo. Porque la
mondonguez a veces es inadvertible.
Por ejemplo, una mujer comenta con el
amado sobre su nuevo trabajo:
–Mi jefe en ocasiones me mira con
lascivia…
El amado dice:
–Si fuera yo jefe te contrataría para
poderte mirar de ese modo, querida…
Curiosamente, la mondonguez es infrecuente
en las damas. No cometen con asiduidad tales descalabros, aunque propician
algunos no menos graves.
Por ejemplo, el hombre está hablando de Elton
John y de su romanticismo exacerbado. Ella lo escucha asombrada. El hombre está
realmente inspirado. Conoce la biografía del compositor, fue a verlo al Estadio
Azteca, tiene un póster del cantante en su recámara.
Dice:
–¿Te gusta a ti Elton?
Ella responde:
–No lo he escuchado, pero me gustan las
aventuras de Tobi y su club antifemenino.
Las mujeres adolecen de la distracción,
que nada tiene que ver con la mondonguería. Las damas dicen te amo en
momentos cruciales, los hombres lo dicen hasta en medio de la duodécima caída
del Perro Aguayo ante la arremetida brutal de Octagón.
Por ejemplo, después de unos interminables
besos en el resquicio de la puerta ella mira a su prometido con ojos
desamparados, inmovilizados, con la pasión en la pupila.
Dice:
–Te amo.
El prometido dice:
–Obviamente, yo también.
La mujer dice te amo cuando de
verdad ya está amando, por lo mismo lo dice después de haber comido con
su hombre una exquisita coliflor gratinada con camarones o después de la media
noche en la oscuridad de la alcoba. El hombre es un poco más diverso en sus
propuestas. Puede decir te amo en un vagón (a reventar) del Metro a una
escolapia que nunca ha visto en su vida, pero la tiene en ese momento incluso
más cerca que una raíz de árbol a su propio tronco. O lo grita en el fondo de
una alberca, aunque el desgraciado consiga con ello casi asfixiarse por
tragarse algunos litros de agua.
La mondonguez no sólo se denota en fugaces
o permanentes amoríos sino también en otras cosas.
Por ejemplo, se hace un censo para saber
el grado de empleo nocturno en el país. Cada censor lleva elaborada una serie
de preguntas concretas. El censor va a la casa de un periodista. Le pregunta
hasta qué hora labora en el periódico. El periodista responde:
–Depende. Si me llama un amigo intelectual
me hago un tiempito para ir a cenar y hablar de la política cultural. No
importa si estoy desvelado. Pues seguramente en la mañana fui a desayunar con
el funcionario de Bellas Artes.
Mondongueces.
En cambio, una mujer puede distraerse y
contestar cualquier cosa. Un censor va a la casa de una dama. Pregunta, no sin
cierto sofoco, si acaso, ya que trabaja de noche (“y perdóneme usted, pero así,
secamente, está elaborado en el cuestionario”), ejerce la prostitución.
La mujer responde, con aire natural:
–No, pero soy secretaria…
Por eso pienso, y con insólita frecuencia que
a veces me fustiga, que sería bueno que muy adentro nuestro tuviésemos el carácter
leal y la costumbre amorosa de las mujeres.
Sabríamos amar un poquito mejor, tal vez.
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