Stig Dagerman
Pronto iba a ser la una
y todos los que estaban esperando empezaban a sudar y a enrojecer. Los que
estaban delante eran empujados hacia la calzada por los que estaban detrás y
había unas apreturas insoportables, incluso para los que tenían los codos bien
afilados. Desde las ventanas altas las masas de gente de las aceras parecían
cercas negras y entre esas cercas los despistados corrían por la calle tratando
de encontrar un sitio donde meterse. Y los autos pululaban entre las personas
con los frenos echados como precavidos insectos gigantescos y de vez en cuando
aparecía un tranvía chirriando y tocando a entierro.
El
sol se abatía sobre la ciudad y raras veces llegaba una ráfaga de viento
refrescante. Sven iba subiendo por la larga avenida desde el puente de
Djurgården hacia la explanada de Karlaplan. No sabía cómo se llamaba la calle y
aunque llevaba a su hermano pequeño de la mano se sentía solo y extraño. Las
casas eran muy altas allí, todo era muy distinto. Dónde estamos, dijo el
hermano, que era tan pequeño que no hacía más que molestar. Una señora con el
abrigo de piel abrochado regaba un árbol con su perro, un ciclista con
impermeable pasó navegando a su lado.
Estamos
en el barrio de Östermalm, dijo Sven y masticó la palabra como un pedazo de
carne dura, en Östermalm. ¿Llegará pronto la manifestación? Göran empezaba a
impacientarse. Habían andado mucho desde el barrio del Sur y a Göran le habían
prometido un helado solo porque era 1.º de mayo. ¿Cuándo me vas a dar el
helado?, dijo Göran. Mira el perro, ¿por qué lleva abrigo de piel la mujer?
Cállate, dijo Sven. Te lo dará papá. Tenemos que desfilar primero. Desfilar
¿por dónde?, dijo Göran. Bueno, dijo Sven, venga ya, hay más perros.
Llegaron
a una calle que cruzaba, una calle larga que pasaba casi por toda la ciudad,
hasta que de repente tropezaba con un parque lejos, muy lejos. Ostras, cuánta
gente, dijo Göran, aunque no le dejaban decir palabrotas, pero a él le pareció
que no podía usar otra palabra para lo que quería decir. No tenía más que seis
años y pensaba que no había visto tanta gente como ahora en toda su vida.
Aparecieron unos policías balanceándose en sus caballos con atavíos
relucientes. Brillaba la plata de las bridas de los caballos y el oro de los
emblemas policiales. Caballos, dijo Göran queriendo quedarse, pero Sven tiró de
él y subieron deprisa la calle y se levantó una polvareda cuando los caballos
les pasaron trotando por la senda con las colas recortadas y las herraduras
brillantes.
Es
la poli, dijo Sven apartándose, y se callaron los dos. Y Göran no dijo nada
porque no se hablaba de la poli por la calle. Y Sven no dijo nada porque tenía
miedo y porque no quería que su hermano pequeño se enterara, que se enterara de
que su hermano mayor tenía miedo. Pero, en todo caso, lo tenía, y cuando vio
balancearse la grupa del caballo de la policía y el brillo de la plata mate de
los cascos traseros, se acordó exactamente de cómo había sido. De cómo los
caballos de la policía habían doblado la esquina justo cuando la muchedumbre se
había agrupado alrededor de la cabecera de la marcha nazi y al jefe se le había
caído la bandera por la calle y se había creado un atasco en la columna que se
extendió en semicírculo por la calzada y las aceras. Sven estaba en la acera
más o menos a la altura de la cabecera y vio cómo dos corpulentos jóvenes con el
uniforme nazi sacudían sus porras a la altura del codo y gritaban algo hacia
atrás que él no pudo entender.
Después
de que gritaran se hizo el silencio, un corto instante de silencio, porque
luego resonaron los cascos de los caballos en la calle y la muchedumbre entre
la que se encontraba Sven se puso en movimiento, lentamente primero y enseguida
más deprisa, cada vez más deprisa. Corrían por la acera subiendo la cuesta,
pero la cuesta era pronunciada y los más jadeantes se fueron quedando atrás de
manera que al final los caballos les iban pisando los talones a los más
rezagados y entonces uno tropezó en un adoquín y Sven y algunos más les
siguieron también en la caída como un alud. Él quedó tirado con la cabeza
debajo de un canalón y desde esa perspectiva vio bailar encima de él sobre las
patas traseras al caballo policial y al policía con el sable extendido a lo
largo del cuello del caballo. Y lo único que esperaba era que el caballo dejase
caer su peso sobre ellos y cerró los ojos en la espera, pero luego no pasó nada
y cuando volvió a mirar el caballo galopaba bajando hacia el final de la calle.
Entonces se desprendió del montón arrastrándose y se deslizó pegado a la pared
hasta un portal y allí se quedó largo rato con las piernas flojas y un grueso
nudo de terror en el estómago que rodaba queriendo subir.
¿También
van a ir los fachas a la manifestación?, dijo Göran. ¿Cantaremos “La
Internacional”? ¿Oyes música? Qué, dijo Sven. Están tocando, dijo Göran, y
entonces llegaron a la plaza de Karlaplan. La fuente funcionaba y blancos
veleros corrían por el estanque. Ostras, cuántos barcos, dijo Göran, déjame
ver. No, que ya vienen, dijo Sven apresurándose a cruzar la plaza. Había un
hueco en las filas de espectadores junto a la esquina con Karlavägen y
corrieron hacia allí. ¿Ves?, dijo Göran, pero aún no se veía nada y casi no se
oía tampoco porque la gente que estaba detrás hablaba y se reía y empujaba. Un
pequeño coche negro con la capota plegada pasó por delante, tan cerca que casi
parecía como una invitación a montarse.
Bonito
coche, dijo Göran, igual que el de Barcelona. Tú estás loco, dijo Sven, aquel
era un camión y era de la CNT porque lo ponía en la caja. Aunque Erik es mayor
que ese tipo, dijo Göran señalando al conductor que trataba de dar la vuelta
con el coche en lugar de rodear la plaza. Debe de estar ya en el avión, dijo
Sven, en la Brigada Internacional. Pronunció esa palabra, que le pareció que de
alguna manera sonaba solemne, con digna seriedad, y aunque no tenía más que
trece años sabía con la misma certeza de que en ese momento estaba en
Karlaplan, que en España se estaba luchando y por qué se luchaba y que él
participaba de alguna manera. Que las banderas hoy eran por España, y todas las
canciones.
¿Ves
el avión?, dijo Göran, y lo vieron los dos como un pequeño punto que
desaparecía en el espacio y bajaba lentamente tras el verdor de los árboles en
la avenida de Narvavägen. Pero luego volvió por fin la música, ya muy cerca, y
las banderas rojas asomaron por encima de las cabezas de la multitud. Y ahora,
ahora doblan y entran en la plaza, una ráfaga de viento las mantuvo ondeantes y
tensas y aparecieron sudorosos los hombres de la cabecera. Luego llegó una
serie de pancartas y la banda de música tocando. ¿Es “La Internacional”?,
preguntó el hermano pequeño, pero era “Los hijos del Trabajo”, y el coro de la
música era grande, más grande que el del cambio de guardia, y entre los músicos
de viento Sven descubrió a un muchacho que había sido compañero de clase suyo.
Luego llegaron más pancartas, Sven leía en voz alta y le traducía a Göran y al
final llegó una comitiva de gente interminablemente larga sin pancartas y sin
banderas aunque alguna vez se vislumbraba una bandera y eso daba enseguida
variación. Más o menos como una fotografía en un periódico, pensó Sven, y luego
preguntó Göran, que tenía sed y estaba cansado y esperaba su helado: ¿Cuándo
vienen papá y mamá? Todavía no, dijo Sven, ellos no van en esta sección. Pero
luego vienen. Me comprarán un helado, dijo Göran. Pero la marcha iba a durar
mucho todavía y la multitud a lo largo de las aceras se apiñaba y los sudorosos
encargados del orden pasaban por delante con sus brazaletes.
Pronto le pareció a Göran que era aburrido, miró a su alrededor y miró ansioso
la fuente que disparaba a lo alto del cielo desde el otro lado de la calle en
mitad de la plaza. Ostras, qué chorro tan largo y miró a lo más alto donde la
espuma se arremolinaba y centelleaba con los colores del arco iris. Y Sven miró
hacia allí pensando decir algo refrescante, pero se quedó cortado. Lo que
quería decir se le atragantó. Tragó saliva. No hacía más que mirar. Mirar
intensamente hacia un punto, justo encima del cenit de la fuente. ¿Qué pasa?,
dijo Göran, pero entonces lo vio él mismo. Vio un balcón en la casa alta que
estaba al otro lado del surtidor, un balcón grande, tal vez el más grande que
había visto, con barandilla de hierro y una jardinera verde en el borde. En ese
balcón había cinco personas. Primero una chica que estaba muy derecha y rígida
y a su lado un joven, descubierto, y detrás de ellos tres hombres muy jóvenes,
muy derechos, casi rígidos, descubiertos y muy serios. Y ese grupo, esos cinco
que estaban allí al sol en el balcón con actitud rígida y los talones juntos,
tenían todos la mano derecha alzada en un empinado ángulo, y no era gimnasia.
Era el saludo fascista.
Fachas,
susurró Göran, y susurró despacio y miró a su hermano y vio el nuevo gesto
amargo de su cara y sintió que se endurecía la mano que lo agarraba. Luego se
fue adelgazando la comitiva y se hizo una pausa en el desfile y la gente que
había estado callada empezó a hablar y todo el tiempo permanecieron los cinco del
balcón con vistas a la plaza inmóviles con los brazos en alto. De la masa de
gente que rodeaba la fuente se separó un hombre con botas y una trinchera con
cinturón militar y fue cruzando despacio la calle en dirección a Sven y a Göran
con un fajo de periódicos descuidadamente cogidos bajo el brazo. Se paseó por
delante de los espectadores y Göran lo reconoció, no a él, pero sí a su tipo, y
supo que era uno de los que solían reunirse en el parque cercano a su casa los
miércoles por la tarde y que luego, con tambores y paños con la cruz gamada a
la cabeza y las porras metidas bajo los blusones del uniforme, bajaban
desfilando por la zona de Slussen. Después llegó un policía a caballo y se paró
y el hombre de las botas se acercó a él y empezó a hablar en voz baja y luego
se separaron y empezó a oírse la música por Karlavägen y fue acallando el rumor
de la fuente.
Luego
llegaron las banderas volando y cuando pasaron los abanderados Göran los
reconoció y se dio cuenta de que ese era su desfile. Le sacudió el brazo a Sven
echando al mismo tiempo una mirada rápida por encima de la fuente y sintió
enfado dentro de sí mismo cuando vio que los cinco de allá arriba levantaban el
brazo también al paso de su desfile. Luego Sven lo arrastró porque papá y mamá
iban allí en la fila y había un hueco para ellos. Y la orquesta tocaba “La
Internacional” y Sven se volvió y alcanzó a ver a los cuatro jóvenes y a la
muchacha en el balcón, antes de doblar bajando de la plaza. Y experimentó un
sentimiento que no era exactamente rabia y no se parecía exactamente a nada que
hubiera sentido antes, y recordó lo visto durante todo el día en la explanada
de Gärdet, cuando los discursos del 1º de mayo crepitaban contra el cielo y la
multitud iba regresando en tropel a la ciudad.
Lo
recordó no solamente ese día. Lo recordó cuando Madrid libraba la batalla por
su vida, cuando los curas fascistas hacían nidos de fusiles en las torres de
las iglesias y cuando Erik cayó en Guadalajara. Y lo recordó muy nítidamente
cuando cayó Barcelona, cuando todo terminó en 1939, lo recordó cuando estalló
la guerra y cuando los ejércitos alemanes escalaron las cimas de la gloria.
Luego lo recordó el 9 de abril. Luego lo recordó cuando Stalingrado. Luego lo
recordó cuando Hamburgo. Luego lo recordó cuando un par de compañeros de curso
descarriados fueron detenidos por espionaje nazi. Y luego lo recordó un día de
abril de 1944 cuando cruzó Karlaplan y vio el balcón de una casa en el quinto
piso. Y pensó entonces y supo que era verdad: el balcón se ha desplomado. Fue
trágico para los que estaban allá arriba y venturoso para todos aquellos que
estaban ahí abajo, que desfilaban con banderas ondeantes aquella vez en 1937.
Sí, fue muy trágico y muy venturoso. Y él sabía que abundaban los balcones
desplomados en esta ciudad de balcones. Él sabía esto cuando pasó por la fuente
de Karlaplan, muerta en invierno, una clara tarde de abril de 1944.
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