Víctor Roura
Cuando
ella aventó el primer plato, mismo que fue a dar contra el modular, tocaron a la
puerta.
–Por favor, controla tu ira –dije.
Fui a abrir. Eran dos señores de traje negro
y corbata roja.
Saludaron amablemente.
–Dios esté con vosotros –rezó el de mayor
edad.
–Y con su espíritu –oró el otro.
Sólo eso me faltaba.
–Me van a disculpar pero no puedo
atenderlos –dije, con benevolencia.
Volteé a verla. Rompía un libro con
inefable esmero.
–¿Ha leído usted el Pentecostés? –dijo el
predicador mayor.
Dije que sí para salir del paso. Sin
embargo, únicamente logré que los dos sonrieran beatíficamente.
–Nos vamos entendiendo –comentó el de
mayor edad.
A mis espaldas oí el ruido del segundo
plato.
–¡Te estoy esperando, infiel de tercera!
–gritó ella.
El señor de mayor edad cruzó sus dedos
entre sí, bajó la cabeza, cerró los ojos.
–Esta casa nos necesita, hijo –indicó.
Traté de cerrarles la puerta, en vano.
–No actúes como Satanás, mentecato –dijo
el de mayor edad, pero no había rencor en su voz sino suavidad, templanza,
dulzura.
–Tengo un problema y no puedo escucharlos,
discúlpenme –subrayé.
El de mayor edad abrió su portafolios. Sacó
un libro. Buscó entre sus páginas.
–Aquí, lea por favor –dijo.
Sacudí mi impaciencia.
–¡Enfréntate, minúsculo! –gritó ella.
Escuché otro plato roto.
–Si tuvieras libros sagrados, esa pobre
mujer dejaría de sufrir –dijo el de mayor edad.
A pesar de la tensión, leí cuatro
versículos que hablaban acerca del tiempo.
–¿Lo ha entendido usted?
–He comprendido, nada más, que ustedes me
han ahorrado tiempo de cólera.
–No, hijo, si el Eclesiastés habla del
tiempo es porque nos quiere decir que nosotros debemos otorgarnos un tiempo
para dedicarlo a Dios. El tiempo que sea. En cualquier momento.
–A veces es imposible.
–Eso no es verdad, hijo.
Oí otro plato roto.
–¡Larga a esos vendedores, por Dios!
–gritó ella.
Al de la edad mayor le señalé a la mujer.
–A veces no se puede, esa dama no permite
dedicarle tiempo a nadie sino a ella.
-Porque usted no la ha conducido por el
camino de la oración… –dijo el predicador.
–¡Si no vienes en un minuto te juro que
rompo todos tus compacts! –gritó ella.
–Discúlpenme, pero no puedo arriesgarme a
tal amenaza –dije al de mayor edad.
–La ira de Dios es enorme a comparación de
la de su esposa, no permita que la iguale –sentenció el predicador.
Se oyeron varios vidrios rotos.
–¡Está aporreando mi Yamaha! –grité, horrorizado.
Los de la corbata roja se miraron entre
sí, confundidos.
–Su esposa no tiene tiempo para Dios
–dijo, por fin, el de edad menor.
Les aclaré que no era mi esposa.
El predicador mayor se persignó,
atemorizado.
–Lea este pasaje de la Gran Ramera,
prontamente –dijo el de la edad mayor.
–Por favor –dije, y traté de cerrar la
puerta pero ambos predicadores lo evitaron con violencia.
–¡El compacto de Adrian Belew ya no existe!
–gritó ella.
–¡Noooooooooooo! –aullé,
desgarradoramente.
Y fui con ella, dejando a los enviados de Dios
en la puerta.
–¡Basta de celos informes! –grité.
–¿Dónde diablos estuviste hace tres
noches, hijo del averno? –preguntó ella, con un alarido sordo.
Recogí el compacto de Belew, destrozado en
dos. De dónde le salía la fuerza descomunal a esta mujer. De reojo vi a los dos
predicadores en el umbral de la puerta. Miraban con repulsión la escena. Entonces
dije, señalándolos:
–Fui a orar esa noche, esos hombres son
testigos.
Ella los miró de arriba abajo. Tomó la
antología última de Jaime Sabines y se las arrojó con fiereza.
–¡Par de celestinos! –les gritó.
Ambos se fueron corriendo, persignándose.
Una hora después, ella y yo nos
reconciliábamos en el Salón Palacio.
–Te repongo al doble los compactos que
rompí –dijo, al cuarto ron, acariciando con su pie desnudo mi tobillo derecho.
Me acerqué para darle un largo beso.
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