Dashiell Hammett
Harvey Gatewood había dado
orden de que me llevaran ante él en cuanto yo llegara al edificio, de modo que solo
me llevó algo menos de quince minutos recorrer mi camino entre porteros, botones
y secretarias, que llenaban la mayor parte de los pasillos por los que anduve, desde
la entrada principal del Consorcio Maderero Gatewood hasta el despacho privado del
presidente. Era una habitación amplia, toda en caoba, bronce y terciopelo verde,
con un escritorio de caoba, grande como una cama, en el centro mismo del cuarto.
Gatewood
se inclinó sobre el escritorio y, tan pronto como el obsequioso empleado que me
había introducido con una inclinación la repitió para marcharse, comenzó a vociferar:
–¡Anoche
raptaron a mi hija! ¡Quiero que me traiga a esa gente aunque me cueste hasta el
último centavo!
–Hábleme
de lo ocurrido –le sugerí.
Pero,
al parecer, Gatewood quería resultados y no preguntas, de modo que malgasté una
hora extrayéndole una información que podría haberme dado en quince minutos.
Hombre
robusto, parecía un luchador, con cien o más kilos de dura carne roja, y un verdadero
zar, desde la parte superior de su cráneo hasta la punta de sus zapatos, que debían
ser, por lo menos, del número cuarenta y siete, si es que no se los habían hecho
a medida.
Gatewood
había acumulado sus muchos millones aporreando a todo aquel que se le cruzara por
delante, y la ira que hervía en su interior en ese momento no lo transformaba, ciertamente,
en un individuo fácil de tratar.
Su
poderosa mandíbula le sobresalía de la cara como un bloque de granito y sus ojos
estaban inyectados en sangre… aparte de presentar un estado mental encantador. Durante
algunos minutos tuve la sensación de que la Agencia de Detectives Continental estaba
a punto de perder un cliente, porque me había prometido a mí mismo que o me decía
todo lo que yo quería saber o rompía la baraja.
Hasta
que, finalmente, logré sacarle el relato de lo sucedido.
Su
hija Audrey había salido de su casa de Clay Street sobre las 7 de la noche anterior;
le había dicho a la criada que iba a dar un paseo. La joven no había regresado esa
noche, aunque Gatewood no lo supo hasta después de haber leído una carta que recibió
por la mañana.
La
carta la enviaba alguien que aseguraba haber raptado a la muchacha. Exigía 50,000
dólares para ponerla en libertad y daba instrucciones a Gatewood para que tuviera
el dinero preparado, en billetes de cien, de modo que no hubiese demoras en el momento
en que se le dijese cómo debía hacer llegar ese dinero a los secuestradores de su
hija. Como prueba de que no se trataba de una patraña, en el mismo sobre iban incluidos
un mechón del pelo de la chica, un anillo que ella siempre llevaba y una breve nota
manuscrita, en la que la joven pedía a su padre que cumpliera lo que sus secuestradores
ordenaban.
Gatewood
había recibido la carta en su oficina y de inmediato había telefoneado a su domicilio.
Allí le habían dicho que su hija no había dormido en casa y que ninguno de los sirvientes
la había visto después de la salida de la tarde anterior. El padre, seguidamente,
había dado aviso a la policía y luego, unos pocos minutos después, decidió utilizar
también los servicios de un detective privado.
Una
vez que logré arrancarle esta información y después de que me asegurara que nada
sabía de las compañías que frecuentaba su hija ni de sus costumbres, Gatewood exclamó:
–¡Y
ahora haga algo! ¡Que no le pago para que se quede ahí sentado hablando del asunto!
–¿Y
usted qué hará? –le pregunté.
–¿Yo?
¡A esos… los meto entre rejas aunque me cueste hasta el último centavo!
–¡Por
supuesto! Pero, antes que nada, prepare esos cincuenta mil para poder entregarlos
cuando se los pidan.
La
mandíbula de Gatewood rechinó y sus ojos se clavaron en los míos.
–Nadie
me ha obligado jamás a hacer algo en toda mi vida. ¡Y soy demasiado viejo para empezar
ahora! –me respondió–. ¡No pienso hacer caso de esa baladronada!
–Lo
cual resultará muy agradable para su hija. Pero independientemente de lo que le
ocurra a ella, esa no es forma de seguir el juego. Para usted cincuenta mil no representan
una cantidad importante, y el hecho de pagar nos dará dos posibilidades que no tenemos
ahora. Una, cuando se efectúe el pago: quizá podamos echarle mano a quien venga
por el dinero o, al menos, seguirlo. La otra posibilidad se nos presentará cuando
regrese su hija. Por muy cuidadosos que hayan sido, seguro que ella puede decirnos
algo que nos permita identificar a los secuestradores.
Negó
con la cabeza airadamente y como ya estaba harto de discutir con él me marché, pues,
con la esperanza de que comprendiese la honda sabiduría de mi consejo antes de que
fuera demasiado tarde.
En
la mansión de Gatewood me encontré con mayordomos, ayudas de cámara, choferes, cocineros,
criadas, doncellas para el piso superior, doncellas para el piso principal y un
ejército de diversos lacayos: había sirvientes como para abastecer un hotel.
De
las declaraciones de todos ellos saqué en limpio lo siguiente: la joven no había
recibido ninguna llamada telefónica, ni nota alguna a través de un mensajero ni
ningún telegrama –recursos tradicionales para atraer a una víctima hacia su asesinato
o su secuestro– antes de abandonar la casa; había anunciado a su doncella que regresaría
al cabo de una o dos horas, pero la doncella no se había alarmado al ver que su
señorita no regresaba al cabo de ese lapso.
Audrey
era hija única y desde la muerte de su madre iba y venía a su antojo. Ella y su
padre no se llevaban demasiado bien –debían tener temperamentos muy similares, supuse
yo–, y él nunca sabía dónde podía hallarse la joven. No era extraño que Audrey pasara
toda una noche fuera de la casa; pocas veces se preocupaba por avisar cuando se
disponía a pasar la noche con sus amigos.
La
joven tenía 19 años, pero aparentaba algunos más, era delgada y de casi uno setenta
de estatura. Ojos azules, cabello castaño –espeso y largo–, pálida, nerviosa. Tomé
varias fotografías de la muchacha, que mostraban unos ojos grandes, una nariz pequeña
y regular, y un mentón afilado.
No
era bella, pero en una –la única– fotografía en la que una sonrisa disipaba el gesto
de enfado que siempre crispaba su boca se la veía, al menos, con aire simpático.
Cuando
salió de casa llevaba una falda clara y una chaqueta de lanilla a juego, con la
etiqueta de un sastre londinense, blusa de seda de color tabaco con listas oscuras,
medias marrones de lana, zapatos de tacón bajo y un sombrero liso de fieltro gris.
Subí
a las habitaciones de la joven –tenía tres en el tercer piso– y revisé todas sus
cosas. Hallé varias cajas llenas de fotografías de hombres, chicos y chicas, y una
gran cantidad de cartas de distinto grado de intimidad firmadas con nombres y motes
bien diversos. Tomé nota de todas las direcciones que pude encontrar.
Nada
de lo que había en las habitaciones de Audrey parecía tener relación con su secuestro,
pero existía la posibilidad de que algún nombre o dirección fuera el de alguien
utilizado como señuelo. Y también era posible que alguien, de entre sus amigos,
pudiera decirnos algo útil para la investigación.
Cuando
llegué a la agencia distribuí nombres y direcciones entre los tres agentes que estaban
desocupados en ese momento, para que saliesen a averiguar lo que pudieran.
Luego
me comuniqué con los detectives de la policía que estaban investigando el caso –O’Gar
y Thode– y concerté una cita en la comisaría. Lusk, un inspector de correos, también
estaba allí.
Analizamos
el caso desde todos los posibles ángulos, pero sin llegar demasiado lejos. Sin embargo,
todos estuvimos de acuerdo en que no podíamos arriesgarnos a que se publicara el
caso ni a trabajar a plena luz hasta que la joven estuviese a salvo.
Ellos
lo habían pasado peor que yo con Gatewood, que les había exigido que el caso se
publicara en los periódicos, con ofrecimiento de recompensa, fotografías y demás.
Por supuesto, Gatewood estaba en lo cierto cuando sostenía que ese era el modo más
eficaz para capturar a los secuestradores… aunque no tenía en cuenta que aquello
sería contraproducente para su hija, si aquellos individuos eran tipos violentos.
Y, por regla general, los secuestradores no son corderitos, precisamente.
Examiné
la carta que habían enviado. Estaba escrita a lápiz sobre un papel común, del tipo
que se vende en cuadernos en todas las papelerías del mundo. El sobre era igualmente
común, también escrito a lápiz, y en el matasellos se leía: San Francisco, 20 septiembre,
9 pm. Es decir, que la habían secuestrado la noche anterior.
La
carta decía: Señor: “Tenemos en nuestro poder a su encantadora hija y la valoramos
en 50,000 dólares. Debe preparar de inmediato el dinero en billetes de 100, a fin
de que no haya demoras cuando le indiquemos cómo debe pagárnoslo.
Nos
permitimos asegurarle que nada bueno le sucederá a su hija en el caso de que usted
no cumpla lo que le ordenamos, o de que meta en esto a la policía, o de que cometa
cualquier otro error.
50,000
dólares solo son una mínima parte de lo que usted ha robado mientras nosotros vivíamos
entre el lodo y la sangre, en Francia, para su beneficio, ¡y queremos recuperar
esto y aún más!
Tres.”
Una
carta peculiar en muchos aspectos. Lo normal es que estén escritas por manos con
evidente pretensión de iletradas. En casi todos los casos existe la intención de
llevar las sospechas por un camino errado. Tal vez la mención de esos antiguos servicios
tenía ese objetivo, o quizá no.
Había
una posdata: “Sabemos de alguien que pagará por ella, incluso cuando nosotros hayamos
terminado nuestra faena… en caso de que usted no se avenga a entrar en razón.”
La
carta de la joven estaba escrita con signos nerviosos, en el mismo tipo de papel
y, en apariencia, con el mismo lápiz.
“Papá:
¡Haz lo que te piden, por favor! Tengo mucho miedo. Audrey.”
Se
abrió una puerta al otro extremo de la habitación y una cabeza se asomó para decir:
–¡O’Gar!
¡Thode! Acaba de llamar Gatewood. ¡Vayan ya mismo a su despacho!
Los
cuatro salimos de la comisaría y nos metimos en un coche oficial.
Una
vez sorteados todos los controles habidos y por haber, llegamos al despacho de Gatewood:
iba de un lado a otro, como un poseso. Tenía la cara roja de ira y una mirada de
loco.
–¡Me
ha llamado por teléfono, ahora mismo! –gritó con voz ronca, al vernos entrar.
Nos
llevó un minuto o dos calmarlo lo suficiente como para que nos relatara lo sucedido.
–Me
ha llamado por teléfono. Me dijo: “Oh, papá! ¡Haz algo! ¡No puedo soportar esto…!
¡Me están matando!” Le pregunté que si sabía dónde estaba y me respondió: “No, pero
desde aquí veo Twin Peaks. Hay tres hombres y una mujer y…” Y oí maldecir a un hombre,
y un ruido, como si él la hubiese golpeado, y la comunicación se cortó. He tratado
de que la central me diera el número, pero la operadora no ha podido. ¡Menuda mierda
de sistema telefónico! Con lo caro que nos cuesta, bien lo sabe Dios y…
O’Gar
se rascó la cabeza y dejó a Gatewood con la palabra en la boca.
–¡A
la vista de Twin Peaks! ¡Hay cientos de casas desde donde puede verse!
Entre
tanto, Gatewood había finalizado su denuncia contra la compañía telefónica y estaba
aporreando su escritorio con un pisapapeles para atraer nuestra atención.
–¿Han
hecho ustedes algo? –preguntó.
Le
respondí con otra pregunta:
–¿Ha
preparado usted el dinero?
–No
–me dijo–. ¡Nadie me pondrá en ridículo!
Pero
lo dijo en forma mecánica, sin su habitual convicción: hablar con su hija le había
restado parte de su tozudez. En ese momento, aunque solo fuera un poco, empezaba
a pensar en la seguridad de su hija en lugar de atender solo a su propio espíritu
de lucha.
Le
machacamos unos cuantos minutos hasta que, al cabo de un rato, envió a un empleado
por el dinero.
Luego
nos repartimos la tarea. Thode debía escoger algunos hombres en la comisaría y ver
qué podría hallar en la zona de Twin Peaks. Pero no éramos muy optimistas acerca
de los resultados, pues la zona por recorrer era muy extensa.
Lusk
y O’Gar deberían marcar con sumo cuidado los billetes que trajese el empleado desde
el banco, y después mantenerse tan cerca de Gatewood como les fuese posible, sin
atraer la atención. Yo iría a casa de Gatewood y aguardaría allí.
Los
secuestradores habían aleccionado a Gatewood para que tuviese el dinero preparado
de inmediato, de modo que pudieran hacerse con él en breve lapso, sin darle tiempo
para comunicarse con nadie ni elaborar ningún plan.
Gatewood
debía ponerse en contacto con los periódicos, relatarles la historia y entregar
los 10,000 dólares de recompensa que ofrecía por la captura de los secuestradores,
para que todo ello se publicara tan pronto como la joven estuviese a salvo. De ese
modo tendríamos el apoyo de la publicidad del caso, lo más pronto posible y sin
exponer a la chica.
Ya
estaba alertada la policía de todos los pueblos vecinos: la voz de alerta se había
dado antes de que la llamada de Audrey nos pusiera en la pista de que estaba prisionera
en San Francisco.
En
la residencia de Gatewood no sucedió nada durante las primeras horas de la noche.
Harvey Gatewood regresó temprano; después de la cena midió su biblioteca a largos
pasos, una y otra vez, bebió whisky y luego se acostó, no sin antes exigir, a cada
minuto, que nosotros, los detectives a cargo del caso, hiciésemos algo más que estar
sentados por allí, como un hatajo de momias. O’Gar, Lusk y Thode estaban fuera,
en la calle, con el ojo puesto en la casa y en el vecindario.
Harvey
Gatewood se había acostado a medianoche. Yo rechacé una cama para aceptar, en cambio,
un sillón en la biblioteca; lo arrastré hasta situarlo junto al teléfono, que tenía
una extensión en el dormitorio del dueño de la casa.
A
las 2.30 repicó la campanilla. Yo escuché la conversación que sostuvo Gatewood desde
su cama.
Una
voz masculina, ruda, seca, preguntó:
–¿Gatewood?
–Sí.
–¿Tiene
la pasta?
–Sí.
La
voz de Gatewood sonaba espesa, borrosa: me figuré la cólera que debía bullirle por
dentro.
–¡Estupendo!
–repuso la voz seca–. Envuélvala en un papel y salga de la casa con el paquete,
¡ya mismo! Baje por Clay Street, por la acera de su casa. No camine demasiado de
prisa, pero hágalo sin detenerse. Si todo va bien y no hay moros en la costa, alguien
se acercará a usted en el trayecto entre su casa y el muelle. Se llevarán un pañuelo
a la cara durante un segundo y luego lo dejarán caer al suelo. En ese momento deje
el dinero en el suelo, dé la vuelta y regrese a su casa andando. Si el dinero no
está marcado y no intenta tendernos una trampa, tendrá a su hija al cabo de una
hora o dos. Pero si se le ocurre hacer cualquier cosa… recuerde lo que le hemos
escrito. ¿Ha comprendido bien?
Gatewood
balbuceó algo que podía entenderse como respuesta afirmativa y la comunicación telefónica
se cortó.
No
malgasté mi precioso tiempo en localizar la llamada: debía provenir de un teléfono
público, bien lo sabía yo. En cambio, le grité a Gatewood, a través de la escalera:
–¡Haga
lo que le han dicho y no se le ocurra ninguna tontería!
Luego
me precipité hacia el aire de la madrugada para hablar con los detectives de la
policía y el inspector de correos.
A
ellos se habían unido dos hombres con ropas de paisano y había dos coches esperando.
Les expliqué cuál era la situación y a toda prisa organizamos nuestro plan.
O’Gar
conduciría uno de los coches bajando por Sacramento Street y Thode, en el otro,
bajaría por Washington Street. Ambas eran calles paralelas a Clay, una a cada lado.
Los detectives irían avanzando a marcha lenta, a la velocidad necesaria para mantenerse
a la par de Gatewood, y se detendrían en todas las esquinas para cerciorarse de
que él seguía andando.
Cuando
en una de las esquinas no lo viesen, dejarían pasar un tiempo razonable y girarían
hacia Clay Street… y a partir de allí harían lo que creyeran oportuno guiados por
la situación y su propio talento.
Lusk
marcharía una o dos manzanas por delante de Gatewood, por la acera opuesta, fingiendo
un grado no muy alto de borrachera.
Yo
seguiría a Gatewood calle abajo con uno de los hombres vestidos de paisano detrás
de mí. El otro llamaría a la comisaría para que enviaran a todos los coches disponibles
a City Street. Esos refuerzos llegarían tarde, por supuesto, y era posible que tardaran
en encontrarnos, pero no había manera de controlar lo que podría pasar durante el
resto de la noche.
El
nuestro era un plan fragmentario, pero era lo mejor que podíamos hacer: nos asustaba
la idea de detener a quien fuese en busca del dinero que llevaba Gatewood. La conversación
de la joven con su padre, esa tarde, nos había dado la impresión de que los secuestradores
estaban ansiosos de que nosotros intentáramos echarles el guante antes de que soltaran
a la joven.
Apenas
habíamos terminado de elaborar nuestro plan cuando Gatewood, llevando un pesado
abrigo, abandonó la casa y echó a andar calle abajo.
Delante
de él, a un par de manzanas, se bamboleaba Lusk, hablando consigo mismo, casi invisible
entre las sombras. No había nadie más a la vista. Eso significaba que yo debía darle
a Gatewood dos manzanas de ventaja, cuando menos, de modo que los hombres que viniesen
por el dinero no se tropezaran conmigo. Uno de los policías vestidos de paisano
marchaba detrás de mí, a media manzana de distancia, por la acera opuesta.
Cuando
ya habíamos bajado dos manzanas, vimos a un hombrecito rechoncho, que llevaba sombrero
hongo. Pasó junto a Gatewood, luego junto a mí, y prosiguió su marcha.
Tres
manzanas más.
Un
coche negro, grande, de potente motor y con las cortinillas bajadas se acercó desde
el fondo de la calle, pasó a nuestro lado y siguió su marcha. Tal vez una avanzadilla.
Garabateé el número de la matrícula en mi libreta, sin sacar la mano del bolsillo
del abrigo.
Otras
tres manzanas.
Un
policía pasó junto a nosotros, ignorante del juego que se desarrollaba bajo sus
mismas narices; luego un taxi, con un hombre como único pasajero. Anoté el número
de la matrícula.
Cuatro
manzanas y nadie más a la vista que no fuésemos Gatewood y yo; Lusk se había perdido
en la oscuridad.
Junto
a Gatewood surgió de un portal oscuro un hombre que se volvió para golpear una ventana
y pedir que le abriesen la puerta.
Seguimos
andando.
Surgida
de la nada apareció en la acera una mujer, a menos de veinte metros de Gatewood;
un pañuelo le cubría la cara. El trozo de tela flotó hasta llegar al suelo.
Gatewood
se detuvo, las piernas rígidas. Vi cómo levantaba la mano derecha y separaba un
faldón del abrigo sin sacarla del bolsillo: yo sabía que estaba empuñando una pistola.
Durante
casi medio minuto, quizá, se quedó inmóvil como una estatua. Luego sacó la mano
izquierda del bolsillo y el paquete del dinero cayó a la acera, delante de él, un
punto blancuzco entre la sombra. Gatewood se volvió, bruscamente, y retomó la marcha
en dirección a su casa.
La
mujer había recogido su pañuelo. Se precipitó luego hacia el paquete, lo levantó
y corrió hasta la boca oscura de un callejón muy cercano; era una mujer alta, encorvada,
vestida de oscuro de la cabeza a los pies.
Su
figura se desvaneció en la boca negra del callejón.
Mientras
Gatewood y la mujer estuvieron frente a frente, me vi en la necesidad de marchar
con mayor lentitud. Tan pronto como la mujer desapareció me decidí a aumentar la
velocidad de mis pasos.
Cuando
llegué al callejón estaba vacío.
Corrí
hasta la calle siguiente, pero sabía que la mujer no habría tenido tiempo de llegar
hasta el fondo del callejón antes de que yo llegase a la entrada. Aunque hoy por
hoy ando sobrado de peso, aún puedo hacer buen tiempo en un par de manzanas. A ambos
lados del callejón se alzaban las partes traseras de algunos edificios de apartamentos:
cada una de las puertas me miraba, impenetrable, ocultando sus secretos.
El
policía que había marchado detrás de mí llegó en ese momento; luego aparecieron
O’Gar y Thode en sus coches y, pocos instantes después, vimos a Lusk. O’Gar y Thode
se marcharon de inmediato, a recorrer las calles del vecindario en busca de la mujer.
Lusk y el policía con ropas de paisano se plantaron cada uno en una esquina, desde
la que se podía observar las calles que limitaban la manzana.
Yo
avancé por el callejón, buscando en vano una puerta abierta, una ventana o una escalera
de incendios que denotasen haber sido utilizadas pocos momentos antes… o cualquier
otra señal que pudiese haber dejado en el callejón una partida presurosa.
¡Nada!
O’Gar
regresó unos minutos más tarde con algunos refuerzos de la comisaría, que había
recogido al pasar, y con Gatewood.
Gatewood
estaba que trinaba.
–¡Ya
han estropeado todo este maldito asunto! ¡A la agencia no le voy a pagar un centavo
y ya me ocuparé yo de que alguno de esos que se llaman detectives tengan que volver
a ponerse el uniforme y a patear las calles otra vez!
–¿Qué
aspecto tenía la mujer? –le pregunté.
–¡Yo
qué sé! ¡Me figuraba que usted andaría por allí cerca para ocuparse de ella! Era
una vieja encorvada, creo, pero no le pude ver la cara por el velo que llevaba.
¡No sé qué aspecto tenía! ¿Qué demonios estaban haciendo ustedes? Es una verdadera
maldición cómo…
Por
fin logré calmarlo y lo llevé a su casa, mientras los policías mantenían el vecindario
bajo vigilancia. Eran catorce o quince los que en ese momento estaban asignados
al caso y en cada sombra de la calle se ocultaba al menos uno de ellos.
La
joven se dirigiría a su casa tan pronto como la soltaran y yo quería estar allí
para sacarle toda la información posible. Había una excelente posibilidad de apresar
a sus secuestradores antes de que se alejasen demasiado, si es que ella podía decirnos
algo acerca de aquellos tipos.
Una
vez en casa, Gatewood se arrojó nuevamente sobre la botella de whisky y yo mantuve
una oreja atenta al teléfono y la otra a la puerta de entrada. O’Gar y Thode llamaban
cada media hora, poco más o menos, para saber si teníamos noticias de la muchacha.
Ellos
aún no habían averiguado nada.
A
las 9 en punto, junto con Lusk, aparecieron nuevamente. La mujer vestida de negro
había resultado ser un hombre y había huido.
En
la parte trasera de uno de los edificios de apartamentos que daban al callejón,
a no más de treinta centímetros de distancia de la puerta, habían hallado una falda
de mujer, un abrigo largo, sombrero y velo. Tras preguntar a los ocupantes de la
casa, supieron que aquel apartamento lo había alquilado un hombre joven, apellidado
Leighton, tres días antes.
Leighton
no estaba en la casa cuando los policías subieron. Dentro de las habitaciones vieron
una buena cantidad de colillas, una botella vacía y ninguna otra cosa que no estuviera
ya cuando el hombre alquiló el apartamento.
Era
fácil inferir qué había ocurrido; el alquiler del apartamento solo había tenido
la finalidad de permitir el acceso al edificio. Con ropas de mujer, puestas sobre
las suyas propias, el hombre había salido por la puerta trasera –dejándola abierta–
para ir al encuentro de Gatewood. Luego había regresado al edificio, se había quitado
las ropas de mujer y, a toda prisa, había vuelto a salir del edificio por la puerta
delantera. Sin duda, se había escabullido después, ocultándose aquí y allí en portales
oscuros, para mantenerse fuera de la vista de O’Gar y Thode.
Leighton,
al parecer, era un hombre de unos treinta años, delgado, de un metro sesenta y ocho
o setenta de altura, de cabellos y ojos oscuros, guapo, bien vestido en las dos
oportunidades en que las personas que vivían en el edificio de apartamentos lo habían
visto, con traje marrón y sombrero marrón claro.
Según
ambos detectives y el inspector de correos, no existía la posibilidad de que la
muchacha hubiese estado prisionera en el apartamento de Leighton, ni siquiera temporalmente.
Las
10 de la mañana y sin noticias de la joven.
Gatewood
había perdido su terquedad arrolladora y se mostraba quebrantado. La incertidumbre
se había apoderado de él y la cantidad de alcohol que había ingerido no le había
hecho ningún bien. A mí ni su persona ni su reputación me agradaban, pero esa mañana
me compadecí de él.
Telefoneé
a la agencia y obtuve los informes de los detectives que habían investigado a los
amigos de Audrey. La última persona que la había visto había sido Agnes Dangerfield:
la hija de Gatewood iba sola bajando por Market Street, cerca de Sixth Street, entre
las 8:15 y las 8:45 de la noche del secuestro, pero iba a mucha distancia de la
joven Dangerfield como para que esta pudiera hablar con ella.
Además,
los muchachos solo habían averiguado que Audrey era una jovencita alocada y consentida
que no había puesto gran cuidado en la elección de sus amistades: el tipo de jovencita
que con mucha facilidad puede caer en las garras de una banda de delincuentes de
alta escuela.
Llegó
el mediodía. Ni señales de la muchacha. Pedimos a los periódicos que diesen a conocer
la historia, con el agregado de lo ocurrido en las últimas horas.
Gatewood
estaba deshecho; sentado, con la cabeza entre las manos, miraba fijamente al vacío.
En el momento en que yo me disponía a salir para investigar una pista, levantó los
ojos para mirarme: no lo habría reconocido de no haber visto su transformación paso
a paso.
–¿Por
qué cree usted que no ha llegado aún? –me preguntó.
No
tuve ánimo de decirle lo que, con toda lógica, sospechaba en ese instante, una vez
entregado el dinero y sin que la joven apareciera. De modo que lo consolé con vagas
palabras y salí.
En
un taxi me dirigí hacia el barrio comercial. Visité las cinco tiendas más importantes,
recorriendo los departamentos de señoras, desde las zapaterías hasta las secciones
de sombreros, con la intención de saber si un hombre –quizás uno que respondiera
a la descripción de Leighton– había comprado en el último par de días ropas de una
talla adecuada para Audrey Gatewood.
No
obtuve resultados y le pedí a uno de los muchachos de la agencia que hiciese lo
mismo en el resto de las tiendas locales. Por mi parte, crucé la bahía para ir a
recorrer las tiendas de Oakland.
En
la primera saqué algo. Un hombre que bien podría haber sido Leighton había estado
allí el día anterior para comprar ropas de la talla de Audrey. Había comprado grandes
cantidades, desde lencería hasta chaquetas y (mi buena fortuna era casi increíble)
se había hecho enviar su compra a nombre de T. Offord, con señas en Fourteenth Street.
En
el número correspondiente de Fourteenth Street, una casa de apartamentos, vi que
los nombres de Theodore Offord y señora señalaban la puerta 202.
Acababa
de averiguar el número del apartamento cuando entró en el vestíbulo del edificio
una mujer gorda, de edad mediana, que llevaba un rústico vestido de algodón. Me
miró con cierta curiosidad, de modo que le pregunté:
–¿Sabe
usted dónde puedo hallar al portero?
–Yo
soy la portera –me dijo.
Le
mostré una tarjeta y entré con ella en la conserjería.
–Soy
representante del Departamento de Fianzas de la Compañía de Siniestros Norteamérica
–repetí la mentira que la tarjeta llevaba impresa–. Han librado una póliza a nombre
del señor Offord. ¿Se trata de una buena persona, según su criterio?
Mi
tono fue el de alguien que se ve obligado a cumplir con una formalidad necesaria,
pero no excesivamente importante.
–¿Una
póliza? Qué gracia. El señor Offord se marchará mañana.
–Vaya,
pues no sé para qué será la póliza –le respondí con soltura–. A nosotros los investigadores
solo nos dan nombres y direcciones. Tal vez se trate de datos que ha pedido su actual
empresa, o quizá los haya requerido alguien que lo quiere contratar. O también podría
ser que los hayan pedido empresas de esas que investigan los antecedentes de futuros
empleados, antes de contratarlos, para tener alguna seguridad.
–Por
lo que yo sé, el señor Offord es un joven encantador –me respondió la mujer–, pero
lleva aquí solo una semana.
–Una
estancia muy breve, ¿verdad?
–Así
es. Han llegado de Denver, con intención de quedarse, pero a la señora Offord no
le sienta bien el nivel del mar y por eso se marcha.
–¿Está
segura de que han venido de Denver?
–Pues
al menos eso es lo que me han dicho ellos –me respondió la portera.
–¿Cuántos
son ellos?
–Solo
el marido y la mujer; son muy jóvenes.
–¿Y
qué impresión le han causado a usted? –pregunté para sugerirle la idea de que yo
la consideraba mujer de criterio sutil.
–Parece
ser una joven pareja encantadora. Apenas si te enteras cuándo están en el apartamento,
porque son muy tranquilos. Me da mucha pena que no puedan quedarse.
–¿Salen
a menudo?
–De
verdad no lo sé. Tienen sus propias llaves y, a menos que me los encuentre en el
instante en que salen o entran, nunca los veo.
–O
sea que, objetivamente, usted no podría decir si algunas noches las pasan fuera
del apartamento o no, ¿verdad?
La
mujer me miró con ojos de duda: mi pregunta iba más allá de las funciones que me
había atribuido, pero eso ya no me parecía importante a esas alturas de la conversación.
–No,
no podría decirlo –me respondió, mientras sacudía la cabeza negativamente.
–¿Los
visita mucha gente?
–No
lo sé. El señor Offord no es…
Se
interrumpió en el momento en que un hombre, que había entrado sin hacer ruido desde
la calle, pasaba junto a mí y comenzaba a subir la escalera hacia el primer piso.
–¡Dios
mío! –murmuró la portera–. Espero que no me haya oído hablar de él. Ese es el señor
Offord.
Un
hombre delgado, vestido de marrón con un sombrero marrón claro: Leighton, quizá.
No
le vi más que la espalda y él tampoco había podido verme nada más que la espalda.
Lo observé mientras subía la escalera. Si había oído a la mujer cuando mencionaba
su nombre, el individuo giraría en el rellano para atisbar mi cara.
Y
lo hizo.
Mantuve
una expresión indefinida, pero lo conocía bien.
Era
Penny Quayle, un estafador que había estado actuando en el Este hacía cuatro o cinco
años. Su cara estaba tan inexpresiva como
la mía, pero él también me conoció.
En
el segundo piso se cerró una puerta. Dejé a la mujer y comencé a subir la escalera.
–Creo
que será mejor que hable con él –expliqué.
Tras
acercarme sigilosamente al 202 me quedé escuchando tras la puerta: ni un ruido.
Pero no era ese momento para dudas. Oprimí el botón del timbre.
Tan
continuos como tres tecleos de una buena mecanógrafa, pero mil veces más siniestros,
sonaron tres disparos de pistola. En la puerta 202, a la altura del vientre de cualquier
visitante, había tres agujeros de bala.
Las
tres balas podrían haberse alojado en mi caparazón de grasa si, años antes, yo no
hubiese aprendido a apartarme de las puertas de un apartamento habitado por desconocidos
cuando llamaba a ellas sin invitación previa.
Dentro
del apartamento se oyó la voz de un hombre, seca, autoritaria:
–¡Basta
ya, chica! ¡No, por el amor de Dios!
Una
voz de mujer, chillona, maligna, blasfemaba.
Otras dos balas atravesaron la puerta.
–¡Basta!
¡No! ¡No! –la voz del hombre denotaba temor en ese instante.
La
voz de la mujer siguió derramando iracundas maldiciones. Un forcejeo. Un disparo
que no dio en la puerta.
Pateé
con fuerza, cerca del tirador, y la cerradura de la puerta cedió.
En
la habitación un hombre –Quayle– forcejeaba con una mujer. Estaba inclinado sobre
ella, le tenía sujeta una muñeca e intentaba tirarla al suelo. Una pistola humeante
brillaba en las manos de ella. Me acerqué de un salto y se la quité de un tirón.
–¡Ya
basta! –les grité después de incorporarme–. De pie, a recibir a las visitas.
Quayle
soltó la muñeca de su antagonista, después de lo cual ella le clavó las uñas afiladas
de sus dedos por debajo de los ojos, desgarrándole la mejilla. Quayle se apartó
de la mujer, gateando a cuatro patas; después ambos se pusieron de pie.
Él
se sentó en una silla, jadeante, mientras se enjugaba la sangre de la cara con un
pañuelo.
La
muchacha estaba de pie en el centro de la habitación, con las manos sobre las caderas,
y me miraba enfurecida.
–Supongo
que usted se cree que ha desatado un infierno, ¿no? –escupió casi las palabras.
Me
eché a reír; podía permitirme ese lujo.
–Si
su padre está en condiciones normales de salud mental –le aseguré–, lo hará y con
una correa, cuando usted regrese a casa. ¡Ha sido una broma muy agradable la que
ha elegido para gastarle!
–Si
usted hubiese estado amarrado a él tanto tiempo como yo, si lo hubiesen intimidado
y aplastado como a mí, me figuro que usted habría hecho lo que fuera para obtener
dinero suficiente para marcharse y vivir su propia vida.
No
respondí una sola palabra. Al recordar algunos de los métodos que Harvey Gatewood
había utilizado –en especial algunos de los contratos que había obtenido en tiempo
de guerra y que el Departamento de Justicia investigaba aún–, estimé que lo peor
que podría decirse sobre Audrey era que la chica era hija de su propio padre.
–¿Cómo
ha desembrollado esto? –me preguntó Quayle con tono cortés.
–Por
diversos indicios –le dije–. En primer lugar, una de las amigas de Audrey la vio
en Market Street entre las 8:15 y las 8:45 de la noche en que ella desapareció,
y su carta a Gatewood estaba sellada en el correo a las 9 de la noche. Un trabajo
demasiado rápido. Tendrían que haber esperado un rato más antes de despachar la
carta. ¿Tal vez ella misma la echó al buzón mientras venía hacia aquí?
Quayle
asintió.
–En
segundo lugar –proseguí–, está su llamada telefónica. Audrey sabía que le llevaría
entre 10 y 15 minutos que su padre se pusiera en su despacho. De haber logrado llegar
a un teléfono mientras permanecía secuestrada, el tiempo le habría sido tan precioso
que, sin duda, le habría contado su historia a la primera persona que la hubiese
atendido, a la telefonista de la centralita, casi con seguridad. De modo que, al
no ser así, me ha hecho pensar que además de indicar una pista falsa que nos desviara
hacia Twin Peaks, quiso conmover por sí misma la obstinación de su padre.
“Y
cuando después de la entrega del dinero ella no apareció, me dije que era apostar
sobre seguro suponer que se había secuestrado a sí misma. Sabía que si ella regresaba
a su casa después de fingir el secuestro, nosotros podríamos descubrir la verdad
al cabo de pocos minutos de conversación… También pensé que Audrey se figuraría
lo mismo y que se mantendría bien lejos.
“El
resto ha sido fácil, pues ya tenía buenas pistas. Supimos que con ella había un
hombre en el instante en que hallamos las ropas de mujer que tú te quitaste y hasta
me arriesgué a presumir que no habría nadie más metido en el asunto. Luego supuse
que la chica necesitaría ropa, ya que no podía haberse llevado nada de la casa sin
descubrir sus propósitos, y la posibilidad de que hubiese preparado sus maletas
de antemano era muy remota. Ella tiene muchas amigas que salen de compras todos
los días, de modo que no podía ir a comprarse lo necesario ella misma. Por tanto,
era posible que un hombre fuera a comprárselo. Y ocurrió que así había sido y que
el tipo resultó ser demasiado perezoso para llevarse consigo los paquetes, o tal
vez eran tantos que tuvo que pedir que se los mandaran. Y esta es la historia.”
Quayle
asintió nuevamente.
–Ha
sido un descuido de mierda –dijo, y con un gesto desdeñoso señaló con el pulgar
a la chica–. Pero, ¿qué quiere usted? No ha parado de moverse desde el principio:
lo único que he hecho ha sido impedirle que enloqueciera y estropease el trabajo.
Ahí tiene la muestra: en cuanto le dije que iba usted a subir, se enfureció y quiso
sumar su cadáver a todo este embrollo.
El
encuentro de los Gatewood se produjo en la oficina del capitán de inspectores, en
el segundo piso de la Jefatura de Policía de Oakland, y fue toda una fiesta.
Durante
más de una hora solo cupo echar a cara o cruz si Harvey Gatewood iba a morir de
apoplejía, o estrangularía a su hija, o la enviaría al reformatorio estatal hasta
que la niña llegase a la mayoría de edad. Pero Audrey superó a su padre: además
de ser una astilla del mismo viejo tronco, era suficientemente joven como para no
preocuparse por las consecuencias, en tanto que su padre –a pesar de su terquedad–
tenía cierta cautela dentro de sí.
La
carta que la joven jugó contra él fue amenazarlo con divulgar todo lo que sabía
acerca de él en los periódicos y, cuando menos, había en San Francisco un periódico
que llevaba años tras Gatewood.
Ignoro
qué sabía ella sobre él y tampoco creo que él lo supiese con certeza; pero con sus
contratos de la época de guerra en proceso de investigación por el Departamento
de Justicia Gatewood no podía arriesgarse a nada. Y nadie podía imaginar que la
chica no haría efectiva su amenaza.
De
esa forma, juntos, se marcharon rumbo a su casa, transpirando odio el uno por el
otro a través de cada uno de los poros de su cuerpo.
Llevamos
a Quayle arriba y lo encerramos en una celda. Pero era un tipo con mucha experiencia
como para preocuparse por semejante pequeñez. Sabía que nada le ocurriría a la chica
y que, por tanto, a él lo hallarían inocente de cualquier cargo.
Me
felicité de que todo hubiese terminado. Había sido un secuestro correoso.
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