Hugo von Hofmannsthal
Durante
el tiempo de mi vida al servicio del reino, justo cada semana y alrededor de la
misma hora, acostumbraba pasar sobre el pequeño puente (el Pont neuf no
se había construido aún) y, más que esos pocos artesanos u otros aldeanos del
pueblo, me reconocía y saludaba, siempre efusiva, una joven muy hermosa cuya
tienda adornaba un letrero con dos ángeles. La mayoría de las veces esbozaba su
saludo con una reverencia y me miraba tan directamente como le era posible. Su actitud
me resultaba agradable y yo le devolvía
la mirada agradeciéndole sus atenciones. En cierta ocasión, avanzado el invierno,
fui a caballo de Fontainebleau a París y, al volver una vez más por el pequeño puente,
mientras pasaba al trote, ella permaneció ante la puerta de su tienda y exclamó:
–Señor mío, su servidora.
Respondí a su saludo y, de cuando en
cuando, me volvía girando la cabeza para mirarla, percatándome de que ella se inclinaba,
en un esfuerzo por no perderme de vista. En aquel entonces me hacía servir de
unos criados y de un postillón, que decidí enviar esa misma noche a Fontainebleau
con unas cartas para ciertas damas. A orden mía, uno de los sirvientes montó, fue
a ver a la joven y en mi nombre le preguntó si sería de su gusto concederme una
cita. De ser así, la buscaría en una próxima ocasión donde ella lo pidiera.
Contestó al sirviente que hubiese podido ahorrarme
el mensaje, pues deseaba acudir de inmediato adonde
le fuera indicado.
En el camino le pregunté al sirviente si no sabía de algún sitio
donde pudiera reunirme con la mujer. Replicó que, de preferencia, la condujera con una conocida
alcahueta. En cuanto a esto mi criado Guillermo, oriundo de Courtrai, se mostró
como hombre de prendas y muy sabio pues, mientras cabalgábamos uno junto al otro,
agregó que allí la peste se había manifestado, y no sólo la gente del más bajo y
andrajoso pueblo, sino también un doctor y un canónigo habían fallecido a causa
de ella, por lo que era menester llevar colchón, mantas y sábanas propios. Acepté
su consejo y me prometió un buen lecho a mi disposición. Acerca del alojamiento,
le indiqué que debía llevar un lavamanos bien dispuesto, un frasco de esencias aromáticas y,
en una fuente, algo de comer y unas manzanas; debía además encargarse de
calentar adecuadamente la habitación para cuando yo la requiriese, pues hacía
ya tanto frío que sentía en el estribo los pies congelados mientras del cielo iban
cayendo densos hilos de nieve.
Al anochecer, me dirigí al sitio y casa convenidos, donde hallé,
sentada sobre la cama, a aquella hermosa mujer de apenas veinte años. Conforme
la alcahueta le prodigaba toda suerte de consejos noté que, con el más escrupuloso
esmero, ella se había cubierto la cabeza y los hombros con una mascada de color
negro. La puerta fue entornada. En la chimenea, un gran leño verde ardía
estrepitosamente; la joven no me oyó llegar, así que me quedé un momento de pie
junto a la puerta. Absorta, miraba las llamas; de pronto, con un movimiento de
cabeza, se abstrajo perceptiblemente de la presencia de la repugnante anciana.
Tenía puesta una pequeña caperuza de noche sobre parte de la espesa y oscura cabellera, que
caía en un par de naturales mechones, enroscándose sobre la blusa, entre el hombro
y el pecho. Llevaba, además, unas enaguas cortas de un verde tejido de lana y los
pies abrigados con pantuflas. Debí haberme delatado en ese momento por algún ruido;
giró la cabeza y volvió hacia mí el rostro, cuyos rasgos, excesivamente tensos,
se ofrecían en una expresión casi salvaje, sin la radiante abnegación que a la distancia
proyectaban a raudales también los ojos, mientras que, de los mudos labios, escapaba una especie de imperceptible
llama. Su belleza me pareció extraordinaria. Antes de lo que pudiera pensarse, la anciana había
abandonado la habitación, dejándonos a solas. Cuando quise desprenderme de
cierta embriaguez inicial ante la sorpresiva situación de libertad, ella me tomó
con una energía vivaz e indescriptible, que surgía simultáneamente de la mirada
y del tono oscuro de su voz. Al instante, me sentí abrazado por ella; paseaba
con ternura, aquí y allá, la penetrante mirada de sus ojos inefables cuando,
con labios y brazos, se mantuvo sujeta a mí. Así permaneció; parecía querer hablar,
pero sus convulsivos labios daban forma, en silencio, a sus besos, y si bien
ningún sonido claro podía escapar de su trémula garganta, un agitado jadeo ascendía
por ella.
Había pasado gran parte del día cabalgando
sobre los gélidos caminos del campo. Más tarde, en la antecámara del rey, presencié
una escena agitada y desagradable, después de lo cual, para aturdir mi mal humor,
estuve bebiendo y haciendo esgrima con una
espada de gran peso. Y he aquí que de pronto caí en
medio de tan arrebatadora aventura. Momentos después, delicados brazos me entrelazaban
desnudamente y, cuando la fragante cabellera se desparramó, me sumí en una súbita
e intensa fatiga, en una confusión tal que ya no pude recordar cómo había llegado
a esa habitación o incluso hasta aquella persona cuyo corazón latía tan próximo
al mío, de un modo completamente distinto, de otro tiempo, para enseguida quedarme
profundamente dormido.
Al despertar, todavía a oscuras, advertí al
punto que ella ya no estaba a mi lado. Levanté la cabeza y, a través del resplandor
de las últimas brasas, la vi de pie junto a la ventana; había abierto esta
última de par en par y miraba hacia afuera a través de un resquicio. Al notar que
ya me había despertado, se volvió hacia mí –aún veo cómo dirigió las yemas de los
dedos a la mejilla, con el cabello caído hacia adelante, sacudiéndolo al instante
hacia atrás– y dijo:
–¡Falta mucho para que amanezca!
Entonces miré claramente cuán alta y hermosa
era y esperé impaciente a que, con breves y silenciosos pasos de los bellos
pies, iluminados por rojos destellos, volviera a mi lado. Se acercó antes a la chimenea,
se inclinó sobre el piso, tomó en sus radiantes y desnudos brazos el último leño
macizo y lo arrojó al fuego. Se ciñó por ambos lados; su rostro se encendió de gozo
ante el destello de las llamas, cogió al pasar una manzana y se aproximó a mí. Sus
miembros despedían aún el tibio soplo del fuego. De pronto parecieron derretirse como excitados por llamas interiores. Tomándome con el brazo
derecho, con el izquierdo me ofrecía el fresco trozo de fruta: a mis labios
prodigaba, a la vez, sus mejillas, sus labios y sus ojos. Dentro de la chimenea
el último destello brilló más intensamente; los leños aspiraron el fuego permitiendo
que las llamas ardieran impetuosas y el resplandor se proyectara sobre nosotros como una fulgurante marejada mientras
en el muro nuestras sombras danzaban en formas desiguales, elevándose y
hundiéndose al instante. El duro leño seguía crepitando sin cesar y al punto, de su interior, volvía a surgir siempre
una nueva llama; el jugo vibrátil y la densa
oscuridad se desplazaban como haces de
luz y líquidas sombras en una rubescencia efervescente. Pero la fogata terminó por
extinguirse y un frío soplo de claridad surgió poco a poco, como si una mano descubriese
el postigo de la ventana ante el pálido y molesto crepúsculo.
Nos levantamos y advertimos
que amanecía, si bien el exterior no daba indicios de que así
fuera; nada revelaba el despertar del mundo. Aquello, situado más allá de la ventana,
no parecía una calle. Ninguna cosa en particular era reconocible: todo semejaba
un pálido desierto, una extraña impureza donde pulularan larvas atemporales. Desde
algún sitio, a lo lejos, como si surgiera del recuerdo, resonó el reloj de una
torre y un aire helado y húmedo, que no pertenecía a
ninguna hora, se arrastraba cada vez con más fuerza hacia nosotros, por lo que nos
abrazamos estremecidos. Se incorporó y fijó
intensamente la vista sobre mi rostro. Con la emoción ascendiéndole
hasta el pecho, se apresuró a disponer su partida;
algo escapó del borde de sus labios; no fue –aunque
lo pareciera– una palabra, una queja o un beso. De un momento a otro amanecería
y la conmovida expresión de su rostro era por demás elocuente. Se alejó con precipitación
de la ventana y, al mismo tiempo, exclamó algo al oír unos pasos; se inclinó y
su rostro permaneció vuelto hacia la pared. Habían pasado dos hombres frente a
ella; al proyectarse los destellos de la pequeña linterna que uno de ellos llevaba,
vi que el otro avanzaba empujando una
carretilla, cuya rueda rugía sin cesar. Me puse
de pie al notar que se alejaban, cerré la ventana y encendí una luz. Allí
estaba aún la mitad de la manzana de la que habíamos probado y decidimos comerla
juntos. Entonces le pregunté si podría verla otra vez, pues quería advertirle
mi forzosa ausencia el siguiente domingo.
Despuntaba la mañana del viernes.
Ansiosa, me respondió
que ella lo deseaba más que yo mismo; pero si no permanecía el domingo entero le
sería imposible, pues sólo en la noche de aquel día podría verme de nuevo.
Por desgracia, diversas obligaciones me abrumaban,
tanto que no me sería fácil acudir, lo cual consideró en silencio pero con una mirada
llena de aflicción y desconcierto, aunque mostrándose también dura y sombría. Como
era de esperar, le prometí esperarla durante la noche del domingo y acudir una vez
más a ese sitio. Ante mis últimas palabras, me miró fijamente y, con un áspero y quebrado tono de voz, dijo:
–Sé muy bien que vine a una casa deshonesta
por amor a ti, pero lo he hecho voluntariamente, porque quise estar contigo
y porque yo habría aceptado cualquier condición. Pero si volviera una
vez más a esta casa, sería ante mí misma la más
vulgar de las mujeres. He venido por
complacerte,
¡porque
para mí eres quien eres, porque eres el señor De Bassompierre, un hombre ante
el cual se rinde el mundo, aquel que con su presencia puede honrarme en esta casa! ¡Casa! –dijo, si bien por un momento me pareció que
tuviera más bien una palabra despreciable en la punta de la lengua.
Después echó una mirada tal sobre las cuatro
paredes, sobre la cama, sobre la manta que se había deslizado hacia el suelo quedando
extendida; una mirada tal que, bajo el rayo de luz que asomaba a sus ojos, bajo
esos blancos destellos que ella les devolvía, todas esas horribles y ordinarias
cosas palpitaban y se ocultaban como si se tratara en verdad de un deplorable, tierno,
festivo tono de voz:
–¡Merecería
una muerte miserable si deseara algún día a un hombre en el mundo que no fuesen
mi esposo o tú! –y dejó ver a través de los lánguidos labios, ligeramente
entreabiertos, una respuesta cualquiera, un signo de esperanza ante algo de mi
rostro que no reveló, sin embargo, lo que ella esperaba, toda vez que sus ansiosos
e inquisitivos ojos se empañaron, y sus pestañas se abrieron y cerraron de
golpe; acto seguido, se volvió hacia los cristales dándome la espalda,
oprimiendo con todas sus fuerzas la frente contra el postigo, sumiendo todo su
cuerpo en el silencio; y de pronto se deshizo en tan incontenible y fuerte llanto que no me fue posible
consolarla, mucho menos tocarla. Tomé por fin una de sus manos, que colgaba como sin vida, y con las más
insistentes palabras, que el momento me dictó y tuvieron un efecto favorable,
logré que se calmara hasta que su rostro, anegado en lágrimas, se volvió
nuevamente hacia mí surgiendo de inmediato como una luz que asomase a sus ojos y, al mismo tiempo, al borde de sus labios. Hasta el
último rastro de llanto se hubo desvanecido y su rostro se inundó por completo
de fulgores. Todo se había vuelto la más encantadora diversión y, como si la conversación
fuera a renacer, dijo:
–¿Deseas verme una vez más? ¡Podría recibirte en casa de mi tía! –y hablaba jugueteando sin parar. Repitió lo primero unas diez veces entre
exclamaciones sonoras, mezclando a una dulce impertinencia, una infantil y
juguetona desconfianza; lo segundo me lo susurró al oído, como el mayor de los secretos
y, encogiendo los hombros y afilando la boca,
cual si sellara un pacto, lanzó una mirada sobre el hombro colgándose de mí,
riéndose en mi cara y mascullando cariñosas palabras. Me describió la casa hasta
el último detalle, tal como se le indica el camino a un niño la primera vez que
va solo a comprar el pan. Luego, en actitud seria, se dispuso a partir, y toda
la violencia de sus iluminado ojos me retuvo de tal modo como si quisiera sujetar fuertemente y convencer a una
criatura muerta. Y prosiguió:
–Te estaré esperando desde las diez hasta
la media noche, y también más tarde y siempre; la puerta estará abierta. Busca
primero un estrecho pasillo. No te detengas allí, es la puerta de mi tía. Sube luego
por una
escalera hasta llegar al primer piso, ¡y allí estaré!
En ese momento cerró los ojos como si se desvaneciera, ladeó la cabeza, extendió los brazos
y, extraña y seria, me abrazó; lo mismo hice con ella, sujetándola de la ropa. Luego
salió de la habitación. Para entonces era completamente de día. Me arreglé, envié
alguna de mi gente con mis cosas antes de partir, y ya en la noche del
siguiente día experimenté una impaciencia tan vehemente que, en compañía de mi
criado Guillermo –a quien indiqué que no llevara ninguna luz–, tras escuchar
las campanadas vespertinas, crucé el pequeño puente con la intención de ver a mi
amiga en su tienda, en la casa de al lado o, cuando menos, de darle noticias de
mi presencia, aunque mi única esperanza era poder intercambiar si acaso unas cuantas
palabras con ella.
Para no llamar la atención, permanecí de pie
cerca del puente y envié a mi criado por delante a fin de no perder oportunidad
de explorar el terreno. Tardó mucho en volver, y cuando lo hizo su gesto cabizbajo
y meditativo me hizo reconocer en este valiente hombre la posibilidad de que hubiese
fracasado
en la ejecución de mis órdenes.
–La tienda está cerrada –me dijo– y parece
que no hay nadie dentro. No se alcanzaba a ver ni oír a nadie en el cuarto que da
al callejón. Únicamente hubiera podido entrar por el patio, pero ocurre
que éste estaba vigilado por un perro enorme. Sin
embargo, de la habitación de enfrente salía una lucecita que me
dejó ver hacia adentro de la tienda por un resquicio. Pero,
para mi desgracia, tampoco vi a nadie.
Malhumorado, quise al punto regresar no sin
antes pasar lentamente junto a la casa, y mi criado, en su empeño, atisbó por un resquicio aprovechando un destello de luz. Mientras miraba, me susurró que en
efecto
no había en la habitación una mujer, sino más bien un hombre.
Despertó mi curiosidad un tendero a quien no recordaba haber visto ni una sola
vez en la tienda y que, en mi imaginación, bien podía ser un informe y robusto
sujeto o un larguirucho y endeble anciano. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al
acercarme a la ventana, vi en aquella bien dispuesta y artesonada habitación a un hombre de proporciones descomunales que me
sacaba
una cabeza
de
estatura, andando en círculos, seguro de sí mismo y que, conforme se desplazaba, dirigía hacia mí su muy hermoso y solemne rostro,
ennoblecido por una negra barba en la cual se apreciaban algunas canas; su frente mostraba una
majestuosidad nunca vista, como si las sienes morenas ampliaran aquella superficie.
A pesar de que estaba completamente solo en la habitación, su mirada iba de un lado
a otro, movía los labios y las manos constantemente y permanecía de pie. Daba la
impresión de estar conversando con alguna persona; en una ocasión incluso movió
el brazo, acaso dirigiéndose, con cierta benevolente superioridad, a algún
interlocutor. Cada uno de sus ademanes era de tal dejadez y orgullo, que me
hicieron recordar, en la sola manera de andar de aquella vital figura, a un prisionero de alto rango
a quien personalmente hube de arrestar al servicio del rey y mantenerlo bajo
custodia en una de las torres del castillo de Blois. Esta semejanza me pareció aún más perfecta cuando el
hombre levantó la mano derecha, lanzando una mirada atenta, pero oscuramente solemne,
sobre el dedo torcido que tenía delante.
Así como tales ademanes eran frecuentes
–según había yo observado– entre prisioneros de alto rango, también lo era el
uso de un anillo como el que este hombre llevaba en el índice de la mano
derecha. El tipo se acercó a la mesa, colocó el aguamanil bajo la luz y puso
ambas manos, con los dedos extendidos, dentro del círculo luminoso; parecía estar
observándose las uñas. Luego apagó la luz y abandonó la habitación, dejándome
abatido por unos celos furiosos, pues el deseo por su mujer encendía en mí como
un fuego capaz de alimentarlo todo alrededor, un fuego que aumentaba, bajo
aquella confusa aparición, como a través de los copos de nieve que, en ese
momento, bajo un viento húmedo y frío, caían fundiéndose en mis párpados y mejillas.
El siguiente día lo pasé de una manera ociosa,
tratando mis negocios con descuido. Compré un caballo sin que me gustara del
todo, esperé al príncipe De Nemours en la mesa y pasé algún tiempo jugando en
medio de las más tontas y fastidiosas conversaciones. Todas trataban de lo
mismo, es decir, de cómo la ciudad había sido violentamente atacada por la
peste, y a todos esos nobles no se les podía sacar una palabra que no se
refiriera al rápido entierro de los difuntos, al fuego de la paja que había que
prender en la habitación mortuoria a fin de que consumiese las tóxicas
emanaciones y otras cosas por el estilo. Pero el más tonto, en mi opinión, era
el canónigo de Chandieu quien, pese a gozar de la gordura y salud de siempre,
no dejaba de hacer el bizco al mirarse las uñas para comprobar si ellas
mostraban ya el sospechoso color morado con que suele anunciarse la enfermedad.
Todo me fastidiaba. Me fui temprano a casa, pero no pude conciliar el
sueño. Me sentí tan impaciente que me volví a vestir y quise, costase lo que
costara, ver a mi amiga aunque tuviera que entrar a su casa por la fuerza.
Me dirigí a la ventana con el propósito de despertar a mis hombres, pero el
aire glacial de la noche me hizo recapacitar; vi que lo que me proponía era el
modo más seguro de arruinarlo todo. Vestido como estaba, me eché en la cama,
hasta que finalmente me quedé dormido.
Pasé el domingo
en las mismas, hasta el atardecer. Era demasiado temprano cuando llegué a la
calle señalada, por lo que me fue forzoso caminar de un extremo a otro del callejón; así me dieron las diez.
Advertí entonces que la casa permanecía igual y que la puerta que ella me
describiera estaba abierta; detrás, se veían el pasillo y las escaleras. Sin
embargo, la segunda puerta hacia la cual conducían aquéllas estaba cerrada y
dejaba ver sobre el piso una fina línea de luz. Acaso ella estaría dentro
esperando, de pie, probablemente con el oído atento detrás de la puerta, tal y
como yo estaba afuera. Rasqué apenas la puerta y en respuesta escuché pasos en
la habitación: me parecieron los pasos vacilantes e indecisos de unos pies
desnudos. Me quedé unos segundos sin aliento, luego comencé a golpear; se
escuchó la voz de un hombre que preguntaba quién era. Me escabullí aprovechando
la oscuridad del quicio, sin hacer el menor ruido. La puerta permaneció
cerrada. Bajé con dificultad y con la más extrema calma, escalón por escalón,
rumbo a la calle. Me fui con las ilusiones deshechas, rechinando los dientes,
ardiendo de impaciencia. Por último, me decidí a regresar a esa casa. No me
animaba a entrar. Sentía, sabía que se separaría del hombre para que yo pudiese
al fin llegar a ella. El callejón era estrecho. Al otro lado no había casa
alguna, tan sólo el muro del jardín de un convento, contra el cual me deslicé,
asomándome apenas hacia la ventana, en espera de descubrir algo. Desde el piso
de arriba, de pronto un resplandor recobró cuerpo bajo la forma de una
llamarada. No podía creer lo que tenía enfrente; ella arrojaba un gran leño a la chimenea, igual que aquella vez, y tal como
entonces permanecía, ya fuese de pie en medio de la habitación con los miembros
fulgurando ante la llama, ya fuese sentada sobre el lecho, escuchando en
actitud de espera. Pude verla desde la puerta: la sombra de
su cabeza y de sus hombros se movía como una ola al proyectarse sobre la pared.
Decidí partir y me dirigí hacia la escalera; pero entonces advertí que la
puerta estaba entreabierta: desde
el punto de apoyo de mi amiga alcanzaba a filtrarse un vacilante resplandor. En ese momento extendía la mano hacia la perilla y
me pareció escuchar en el interior más y más voces y pasos. No me resigné a
creerlo, quise adjudicar mi estado de ánimo a la natural pulsación de mi sangre
bajo las sienes y en el cuello, dado el calor producido desde dentro por el
fuego. La acción del
fuego era inequívoca. No hice más que tomar la perilla y caí en
la cuenta de que había otras personas allí. Me
daba ya lo mismo. Sentía, sabía que de cualquier manera ella estaba adentro, y
tan pronto como derribara la puerta podría verla, y si acaso la sujetaran otras
manos, la arrastraría hacia mí. ¡Tenía al momento que
sacarla, espada en mano, de ese espacio inundado por una multitud vociferante!
Lo único insoportable para mí era tener que seguir esperando.
Por fin derribé
la puerta y vi: en medio de la habitación, unas personas quemaban
los colchones de paja; junto al fuego, que iluminaba toda la habitación, podían
apreciarse restos de las paredes esparcidos sobre el piso; al fondo de la habitación,
sobre una mesa, yacían extendidos dos
cuerpos desnudos. El más grande tenía la cabeza cubierta; el
otro, más fino y esbelto, estaba extendido justo al lado de la pared, sobre la
cual la oscuridad de sus formas imitaba a jugar, alzándose y hundiéndose.
Bajé torpemente las escaleras y, frente a
la casa, me topé con dos sepultureros; uno de ellos me iluminó el rostro con
una pequeña linterna preguntándome qué buscaba; el otro empujaba su carretilla
rechinante rumbo a la puerta de la cual había yo salido. Desenvainé la espada
para mantenerlos a distancia y luego volví a casa. Tan pronto llegué, bebí tres
o cuatro vasos de fuerte vino y, no bien hube descansado por la noche, salí de
viaje hacia Lorena.
Todo esfuerzo por indagar algo acerca de
aquella mujer después de mi regreso fue totalmente inútil. Incluso volví, solo, a la tienda de los dos
ángeles. La gente que estaba a su cargo ignoraba quiénes habían
trabajado o vivido allí antes que ellos.
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