martes, 31 de enero de 2023

Trece, no más

Víctor Roura

 

A las once de la noche en punto marco su número telefónico.

–Tengo ganas de darte trece besos en la espalda –digo, cuando ella contesta.

–Lo prefiero en el meñique de la mano izquierda –dice, amablemente.

En todo caso, pienso, en tres dedos del pie derecho, pero no se lo digo.

–Tres en el acromión –propongo.

Ella está escuchando música de Luis Eduardo Aute.

–Nunca me han dejado un beso en la zona del apófisis coracoides…

Le digo que lo lamento.

–¿En el cóndilo, ya? –pregunto.

–Una vez, no es tan excitante.

–A mí me turba cuando me acarician la fosa olecraniana –digo.

Hace una pausa. Me la imagino imaginándose mi goce.

–En la parte donde está situado el cúbito, si me dan un beso, me pasa una cosa curiosa…

–Yo siento una especie de cosquillas.

–No, no, a mí me espabila, me adormila, me hace buscar el descanso.

–A mí me sucede igual pero cuando recibo un beso en el troquín.

–Tenemos sensibilidades diferentes.

–¿No te gusta en el troquín? –pregunto, desconcertado.

–Me mueve la risa, involuntariamente.

–No sabes de felicidades súbitas.

–¿Qué sabes tú de eso si nunca te han besado en el área del astrágalo?

Me quedo callado. Desconozco el secreto de dicha zona.

–Pero sé del placer de las cuñas –digo.

–Todo el mundo –dice.

Me sonrojo, pero ella para mi fortuna lo ignora.

–Si a esas vamos, te confieso que donde más me gusta ser besada es en la franja muscular del sartorio –dice.

Lo suponía, no sé por qué.

–Si bien no se le pide nada al tensor de la fascia lata –sugiero.

Hace otra pausa.

–No –dice.

Me asombra su indisciplina pasional.

–¿Por qué? –interrogo.

–No me gustan las medias tintas.

–Bueno, es el comienzo.

–De una vez del semitendinoso hacia arriba, de manera compacta.

–Voy con calma.

–Tampoco soy una acelerada.

–No estoy diciendo eso.

Ya no oigo música. Aute ha terminado su concierto.

–No sé por qué te vas hacia la pierna si tu debilidad se encuentra en el cuello –digo.

Interpreto su silencio.

–A ti no se te puede besar en el esplenio porque eres incapaz de detener al seductor.

No dice nada. Vuelve a callar.

–Y si de ahí nos vamos al trapecio, cierras los ojos…

Escucho su respiración, mas no dice nada.

–No se diga si luego, bruscamente, paso del trapecio a la escápula…

Me empieza a preocupar su larga pausa.

–…Y me deslizo hasta el sóleo sin desatender las zonas intermedias…

–¡No prosigas! –grita.

Inicia de nuevo Luis Eduardo Aute. Tiene casetera automática, por lo visto.

–No sigas, por favor –insiste.

Ya no hablo del trocante mayor. Subo mis pies a la mesita de centro.

–Detente, por el amor de… –dice, con la voz desarticulada.

Miro hacia arriba. Una mosca vuela alrededor.

–¿Pides sólo trece besos en la espalda? –interroga, con lentitud.

–No más –afirmo.

Aute canta qué terriblemente absurdo/ es estar vivo/ sin el alma de tu cuerpo/ sin tu latido.

Son las once y diecisiete minutos. Colgamos. Dejo la puerta abierta para que ella no tenga necesidad de tocar. Pongo las cervezas en el congelador.

La mosca sigue su vuelo, imperturbable.

 

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