Víctor Roura
A
las once de la noche en punto marco su número telefónico.
–Tengo ganas de darte trece besos en la espalda
–digo, cuando ella contesta.
–Lo prefiero en el meñique de la mano
izquierda –dice, amablemente.
En todo caso, pienso, en tres dedos del
pie derecho, pero no se lo digo.
–Tres en el acromión –propongo.
Ella está escuchando música de Luis Eduardo
Aute.
–Nunca me han dejado un beso en la zona
del apófisis coracoides…
Le digo que lo lamento.
–¿En el cóndilo, ya? –pregunto.
–Una vez, no es tan excitante.
–A mí me turba cuando me acarician la fosa
olecraniana –digo.
Hace una pausa. Me la imagino imaginándose
mi goce.
–En la parte donde está situado el cúbito,
si me dan un beso, me pasa una cosa curiosa…
–Yo siento una especie de cosquillas.
–No, no, a mí me espabila, me adormila, me
hace buscar el descanso.
–A mí me sucede igual pero cuando recibo
un beso en el troquín.
–Tenemos sensibilidades diferentes.
–¿No te gusta en el troquín? –pregunto,
desconcertado.
–Me mueve la risa, involuntariamente.
–No sabes de felicidades súbitas.
–¿Qué sabes tú de eso si nunca te han
besado en el área del astrágalo?
Me quedo callado. Desconozco el secreto de
dicha zona.
–Pero sé del placer de las cuñas –digo.
–Todo el mundo –dice.
Me sonrojo, pero ella para mi fortuna lo
ignora.
–Si a esas vamos, te confieso que donde
más me gusta ser besada es en la franja muscular del sartorio –dice.
Lo suponía, no sé por qué.
–Si bien no se le pide nada al tensor de
la fascia lata –sugiero.
Hace otra pausa.
–No –dice.
Me asombra su indisciplina pasional.
–¿Por qué? –interrogo.
–No me gustan las medias tintas.
–Bueno, es el comienzo.
–De una vez del semitendinoso hacia
arriba, de manera compacta.
–Voy con calma.
–Tampoco soy una acelerada.
–No estoy diciendo eso.
Ya no oigo música. Aute ha terminado su
concierto.
–No sé por qué te vas hacia la pierna si
tu debilidad se encuentra en el cuello –digo.
Interpreto su silencio.
–A ti no se te puede besar en el esplenio
porque eres incapaz de detener al seductor.
No dice nada. Vuelve a callar.
–Y si de ahí nos vamos al trapecio,
cierras los ojos…
Escucho su respiración, mas no dice nada.
–No se diga si luego, bruscamente, paso
del trapecio a la escápula…
Me empieza a preocupar su larga pausa.
–…Y me deslizo hasta el sóleo sin
desatender las zonas intermedias…
–¡No prosigas! –grita.
Inicia de nuevo Luis Eduardo Aute. Tiene
casetera automática, por lo visto.
–No sigas, por favor –insiste.
Ya no hablo del trocante mayor. Subo mis pies
a la mesita de centro.
–Detente, por el amor de… –dice, con la
voz desarticulada.
Miro hacia arriba. Una mosca vuela alrededor.
–¿Pides sólo trece besos en la espalda? –interroga,
con lentitud.
–No más –afirmo.
Aute canta qué terriblemente absurdo/ es
estar vivo/ sin el alma de tu cuerpo/ sin tu latido.
Son las once y diecisiete minutos. Colgamos.
Dejo la puerta abierta para que ella no tenga necesidad de tocar. Pongo las
cervezas en el congelador.
La mosca sigue su vuelo, imperturbable.
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