Rómulo Gallegos
I
La noticia voló
de boca en boca: hacía varios días que venía apareciendo en Caracas un tipo raro.
Una tarde lo vieron en El Paraíso cruzar veloz el paseo, jineteando a la europea
y con un traje exótico, un caballo enjaezado de la manera más pintoresca; otra tarde
recorría las calles de la urbe en una victoria de lujo, en compañía de un hermoso
galgo blanco.
–¿Te
fijaste en ese que va ahí? –preguntó una, desde su ventana, a la vecina de enfrente.
–Sí.
Ése debe ser el extranjero de quien tanto se habla en Caracas.
–¿No
sabes cómo se llama?
–No.
Parece que nadie lo conoce.
–Dicen
que es argentino o mexicano y muy rico y de lo principal.
–¡Anjá!
–El padre y que es millonario. Dicen que lo mandó a viajar porque y que tenía unos
amores con una mujer inferior a él.
–¡Pero
si nadie lo conoce!; ¿cómo saben esos detalles?
–;Ay,
chica! Tú sabes que en Caracas todo se descubre al vuelo.
Y
así comenzó la leyenda que dio al extranjero una buena porción de su resonante fama.
El
resto de ella debióselo a la intachable elegancia de su persona. Curiosos hubo que
se pusieron a la tarea de contar los diversos ternos que ostentaba, siempre adecuados
a la hora y a las circunstancias y todos flamantes, de esmerado corte y finas telas
de buen gusto; pero perdieron la cuenta. Renunciando entonces al deseo pueblano
de inventariarle la percha, concluyeron imitándosela, con lo cual vino a ser el
elegante desconocido algo así como un maniquí que divulgó por Caracas la moda de
los paletós cortos y entallados y de los pantalones de vuelos vueltos.
Imitáronse
también sus maneras peculiares: su andar mesurado, con el busto ligeramente inclinado
hacia adelante, apoyándose a cada paso en el bastón que siempre llevaba en la diestra,
con los guantes manteniendo el brazo izquierdo en flexión, la mano casi a la altura
del pecho portando el cigarro con el fuego vuelto hacia arriba, lo cual lo obligaba
a hacer complicadas pero airosas manipulaciones para llevárselo a la boca.
No
obstante, el extranjero no gozaba de simpatía general entre los jóvenes de Caracas.
Todavía no se le había visto darle a nadie una hermosa bofetada que acreditara su
hombría; se sospechaba que, con aquella cimbreante figura tan análoga a la de la
galga no podría ser capaz de semejante proeza, y como entre nosotros todo se le
perdona al valiente y nada se le concede a quien no ha demostrado serlo, negáronsele
cualidades varoniles y pusiéronle injuriosos remoquetes.
En
cambio, la fama de dandy fue entre las mujeres sol sin manchas. Rebullían en sus
femeniles corazones deliciosas esperanzas, y después de exhibir su gallarda persona
por calles, paseos y salones, el extranjero adquiría vida ubicua y fantástica en
los ensueños de las muchachas, que vieron en él una promesa de marido ideal.
Eran,
sobre todo, los de Marisa Reinoso los sueños más tenaces.
Pertenecía
ésta a una larga familia de muchachas casaderas y todas muy aceptables. Marisa era
bonita y graciosa, pero la habían echado a perder a fuerza de tanto decirle que
tenía una nariz griega y unos ojos enloquecedores. Un poeta de postales la llamó
princesa y ella se lo creyó. Cuando iba al teatro procuraba llegar tarde, cosa de
que la sala estuviese llena y entonces atravesaba taconeando fuerte, con el busto
erguido y la mirada desafiadora, concediendo mimosas sonrisas a las amigas que la
saludaban y graciosas inclinaciones de la cabeza griega a los jóvenes que la envolvían
con sus miradas no siempre exentas de maliciosos pensamientos, a tiempo que se decían
unos a otros y no tan callado que no los oyera ella:
–¡Qué
buena es! ¡Hoy está imperial!
Intimas
afinidades, perfectamente comprensibles, hicieron que el extranjero se enamorase
de Marisa. Por otra parte, obra fue de ésta, que puso todas sus armas a la conquista
de aquel árbitro de la elegancia cuyo nombre, Lope Arriolas, andaba envuelto en
una sabrosa leyenda de millones y aventuras donjuanescas. Y las manejó con tanta
destreza que a poco Lopa Arriolas visitaba la casa de las Reinoso. Agitóse en torno
a ella el desapacible escarceo de las envidias y hasta hubo quienes les enviaran
pérfidos anónimos aconsejándole desistir de aquellos amores peligrosos, pues ya
se comenzaba a murmurar que Arriolas era un aventurero que había salido de su país
huyendo a las persecuciones de la justicia a causa de un sucio asunto de fraude
y seducción. Pero, naturalmente, Marisa atribuyó tales maleantes especies al despecho
de las otras que, junto con ella, emprendieron el asedio del extranjero.
Y
a trueque del sinsabor que aquello le causaba, se entregaba a deliciosas preimaginaciones
de su porvenir. Veíase recorriendo el mundo del brazo de Arriolas, agasajada y admirada
de todos, opulenta en su riqueza, feliz en su amor.
II
Así transcurrió
el tiempo y llegó el que había sido señalado para la boda. La casa de las Reinoso
andaba toda revuelta con los preparativos que se hacían. Una cuadrilla de artesanos
pulía los suelos, pintaban o empapelaban las paredes, barnizaban los muebles, tendían
una complicada red de cables para la suntuosa iluminación eléctrica que convertiría
la morada nupcial en una mansión de hadas. La modista iba, casi a diario, a probar
a la desposada las prendas del ajuar; las vecinas acudían a curiosear las novedades,
y en las sobremesas de le familia no se hablaba sino de las familias que debían
asistir a la boda, clasificándolas cuidadosamente en las dos categorías de padrinos
y simples invitados. Todo esto costaba al señor Reinoso un ojo de la cara, pero
estaba dispuesto a hacer mayores sacrificios a fin de que la fiesta resultase digna
de la altísima calidad del novio y de la elevada posición social que la familia
ocupaba en el “mundo elegante” de Caracas.
Entretanto,
Gertrudis, tía materna de Marisa, que le había tomado a su cargo desde la temprana
orfandad de ésta, erraba mustia, suspirante. Abandonados de la diaria mano de cosméticos,
sus cabellos encanecían de las noches a las mañanas; grandes ojeras de inquietos
trasnoches cercaban sus ojos miopes, en los cuales asomaban a menudo lágrimas furtivas
que se enjugaba con la punta de un pañuelo que no dejaba de la mano, como si estuviera
en un mortuorio. Cuando entraba la noche su cuerpo empezaba a sufrir sacudimientos
de miedo, en previsión de los que la asaltarían cuando faltándole la compañia de
Marisa se acostara sola a dormir en aquel cuarto de enfrente en cuyo techorraso
los ratones emprendían carreras pavorizantes.
A
veces hacía fúnebres reflexiones que encogían los corazones excitados, y don Juan
Reinoso, que profesaba una aversión incontenible e injusta a la cuñada que lo había
ayudado a sobrellevar la carga de la viudedad, la mandaba callarse ásperamente.
En
cuanto a Arriolas, no se le veía hacer mayores preparativos a causa de que no pensaba
fundar por el momento casa en Caracas, pues el mismo día de la boda emprendían viaje
a Italia, bajo la legendaria belleza de cuyo cielo pasarían la luna de miel.
La
víspera de la boda fue a casa de las Reinoso y llamando aparte a don Juan le exigió
una entrevista, pues tenía algo grave que comunicarle. Encerróse con él el señor
Reinoso en su escritorio y allí estuvieron largo espacio.
Cuando
salieron de allí y Arriolas se hubo despedido, don Juan congregó a las hijas y a
Gertrudis, la cuñada, para decirles:
–¿Saben
lo que pasa? Este Arriolas ha resultado ser un aventurero, un vagabundo.
–¡Cómo
va a ser posible, Juan! –exclamó Gertrudis, sintiendo que el mundo se desplomaba
sobre las cabezas de todos ellos.
–¡Siéndolo!
Me ha confesado que todo lo que nos ha contado de su familia es pura leyenda. Que
su padre no tiene más dinero que el que le produce una charcuterie, es decir: una
salchichería. Que lo mandó a Venezuela porque las autoridades mexicanas lo perseguían
a causa de una locura que cometió por allá. Imagínense lo que será. Que no tiene
un centavo para hacer los gastos del civil, porque su padre no le manda sino lo
necesario para comer. En fin, que es un bribón, un caballero de industria.
Estas
palabras, dichas con voz trémula de ira, cayeron abrumadoras sobre las Reinoso.
Sucedió un silencio mortal. De pronto Marisa rompió a llorar, con un llanto entrecortado
de singultos angustiosos, estrangulado por la violencia misma de su fuerza, gritado,
inquietante como un preludio de ataque nervioso. Acudió la tía a consolarla, mientras
las hermanas, con los ojos arrasados en lágrimas, no se atrevían a mirarla siquiera.
Don
Juan Reinoso apretaba los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos;
en el cuello congestionado la yugular se le brotaba de una manera alarmante.
Las
solicitudes maternales de la tía Gertrudis y un poco de valeriana apaciguaron al
cabo de un rato la dolorosa tormenta dé Marisa. Cerró los ojos y reclinando la cabeza
en el pecho de la tía, duro y estéril como la tierra del yermo, se abandonó a la
implacable realidad de sus desengaños.
–Bien,
Juan. ¿Qué has pensado hacer? –preguntó luego Gertrudis.
–¡Mandarlo
a paseo con mil demonios! ¡No faltaba más! Lo que es ese bribón no pisa más esta
casa.
Saltó
Marisa:
–No,
papá. No. Así y todo yo lo quiero y estoy dispuesta a casarme con él.
–Pero,
hijita… ¿Te has vuelto loca?
–Yo
lo quiero, papá. Yo lo quiero y me caso ron él, cueste lo que cueste.
–¡Lo
que cueste! ¡Qué sabes tú lo que me va a costar a mí!
–Lo
quiero y me caso y me caso y me caso.
–Sí.
Ya comprendo Io que te sucede. Por no dar tu brazo a torcer, por no quedar en ridículo
entre tus amiguitas, serías capaz de sacrificar tu felicidad, hasta tu vida. Así
son ustedes las mujeres. Y después se quejan.
–Yo
no me quejaré nunca. Acepto la vida que él me ofrezca; si es necesario trabajar
como una negra, trabajaré.
–Muy
laudable resolución. Eso se llama hacer sacrificios.
–Los
haré y si tú no convienes en el matrimonio, yo…
–Cállate.
¡Qué vas a decir, desgraciada!
–¡Papa!…
–comenzaron a suplicar las otras.
Y
Gertrudia intervino:
–Reflexiona,
Juan. Ella está enamorada. Porque sea pobre no va a ser malo Arriolas. Él la quiere
y trabajará; tú mismo, en el almacén, puedes emplearlo. ¡Quién te asegura que ésa
no sea la felicidad de tu hija!
–Tú
también le temes al qué dirán.
–Y
es natural que se le tema. Es muy desagradable saber que la gente está haciendo
chacota de uno. A ti mismo no puede agradarte pensar que si este matrimonio se desbarata,
mañana tu familia estará en ridículo, siendo objeto de murmuraciones y de calumnias.
Hubo
una pausa.
Don
Juan se debatía como bajo el imperio de una lucha interior. Al cabo preguntó:
–Bien,
¿Y qué hacemos?
–Hacer
como si no hubiera pasado nada.
–¿Y
dónde va a vivir esta infeliz? Porque ya he dicho que Arriolas me ha confesado que
no tiene un centavo.
–¿Y
e] viaje a Italia?
–¡Qué
viaje de los demonios! ¿Eres sorda? ¡Que no tiene un centavo! ¡Lo oyes bien: ni
un centavo! Ha tenido la desvergüenza de confesarme que tuvo que vender el galgo
para pagar la quincena vencida del hotel, porque en este mes todavía no ha recibido
la pensión que le manda el padre. ¡El padre! ¡Ni padre tendrá ese badulaque!
Nueva
pausa y luego Gertrudis providente:
–Ya
encontré la solución. Se quedan a vivir aquí. Se les arregla el cuarto de enfrente.
Yo paso mi cama para la piececita de los corotos viejos. El cuarto de enfrente es
muy cómodo. Y para un matrimonio está que ni mandado a hacer.
Marisa
pensó en el soñado viaje de bodas bajo el cielo de Italia y rompió a llorar de nuevo.
Una
hora después la tía Gertrudis pasaba su cama para el cuarto de los trastos viejos.
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