Shirley Jackson
Después de casi once años
viviendo juntas en la vieja mansión de Vermont, las dos señoras Winning, madre y
nuera, habían terminado por parecerse bastante, como suele suceder entre mujeres
que comparten el mismo techo, que utilizan la misma cocina y que se ocupan de las
mismas cosas de la casa. Aunque la señora Winning más joven era, de soltera, una
Talbot y tenía un cabello castaño que llevaba siempre muy corto, ahora era oficialmente
una Winning, miembro de la familia más vieja del lugar, y empezaba a mostrar algunas
canas donde primero le habían aparecido a su suegra, en las sienes; las dos tenían
rostros de rasgos angulosos y manos elocuentes y a veces, mientras fregaban los
platos o desgranaban guisantes o sacaban brillo a la cubertería de plata, sus manos
–con movimientos muy rápidos y similares– se comunicaban con más facilidad y comprensión
de las que jamás alcanzarían sus mentes. A veces, sentada en la mesa del desayuno
junto a su suegra y con su hijita en la silla alta al lado, a la señora Winning
más joven le pasaba por la cabeza que debían parecer una estilizada escena de Nueva
Inglaterra para papeles pintados: madre, hija y nieta y, de fondo, tal vez una vista
de la roca de Plymouth o del puente Concord.
Ese
día, como tantas otras mañanas frías, las dos mujeres remolonearon en torno a la
taza de café, reacias a dejar la amplia cocina con su horno de carbón y su agradable
atmósfera de comida y limpieza, y permanecieron un rato sentadas en silencio hasta
que la niña hubo terminado el desayuno y se puso a jugar sin alboroto en el rincón
de los niños, donde incontables pequeños Winning se habían entretenido con juguetes
casi idénticos, sacados de la misma caja de madera, grande y sólida.
–Parece
que la primavera no va a llegar nunca –comentó la señora Winning más joven–. Ya
estoy harta del frío.
–Es
preciso que haga frío alguna vez –respondió su suegra y, con movimientos rápidos,
empezó de pronto a apilar los platos, indicando con ello que había terminado el
tiempo de descanso y había llegado la hora de ponerse a trabajar. La señora Winning
más joven se incorporó de inmediato para ayudarla, y por enésima vez pensó que su
suegra no renunciaría a su posición de mando en su propia casa hasta que fuera demasiado
vieja para anticiparse a los movimientos de los demás.
–Ojalá
se instale alguien en la casita vieja –murmuró la nuera. Se detuvo a medio camino
de la despensa con las servilletas en la mano y añadió con añoranza–: Y ojalá lo
haga antes de la primavera.
Hacía
mucho tiempo, la señora Winning más joven había deseado adquirir la casita para
que su esposo la convirtiera con sus propias manos en un hogar donde pudieran vivir
con sus hijos, pero ahora, acostumbrada como estaba al viejo caserón de la cima
de la colina donde había vivido la familia de su esposo durante generaciones, la
casita solo le provocaba un sentimiento de gran ternura y de nostálgica expectación
por verla ocupada por gente joven y feliz. Al enterarse de que la habían vendido,
como se vendían todas las casas viejas en aquellos tiempos en que nadie parecía
poder encontrar una vivienda más nueva, se había permitido vigilar día a día los
posibles indicios de que alguien se dispusiera a instalarse en ella. Cada mañana
observaba la casita desde el porche trasero para ver si salía humo de la chimenea
y todos los días, al bajar la cuesta camino de la tienda y pasar ante la puerta,
aminoraba el paso y escrutaba detenidamente el interior, en busca del menor movimiento.
La casa se había vendido en enero y ahora, casi dos meses después, aunque parecía
más bonita y menos destartalada con el suave manto de nieve sobre el descuidado
jardín y los carámbanos colgando ante las ventanas cerradas, seguía ofreciendo un
aspecto abandonado y vacío, solitaria desde el día ya lejano en que la señora Winning
había renunciado a toda esperanza de vivir en ella alguna vez.
La
señora Winning dejó las servilletas en la despensa y se volvió para arrancar la
hoja del calendario de la cocina antes de tomar un paño para ayudar a su suegra
a secar los platos.
–Ya
estamos en marzo –comentó, abatida.
–Ayer
me dijeron en la tienda –respondió su suegra –que esta semana empezarían a pintar
la casa.
–Entonces,
seguro que debe venir alguien a instalarse.
–Los
pintores no tardarán más de quince días en terminar su trabajo –afirmó la señora
Winning.
Sin
embargo, no fue hasta el final de mes cuando se instalaron los nuevos vecinos. La
nieve ya casi se había fundido y corría por la calle formando riachuelos helados,
casi sólidos. Bajo un cielo permanentemente gris y encapotado, la tierra estaba
enfangada y caminar por ella exigía un penoso esfuerzo. En un mes más, los primeros
brotes verdes aparecerían en los árboles y en el suelo, pero durante la mayor parte
del mes de abril seguiría cayendo una lluvia fría y, tal vez, alguna que otra nevada.
La casita había sido pintada por dentro y lucía un papel nuevo en las paredes. También
se habían reparado los escalones de la entrada y se habían colocado cristales nuevos
en las ventanas. A pesar del cielo cubierto y de las placas de nieve sucia, la casita
parecía más firme y más limpia, y los pintores volverían para hacer el exterior
cuando el tiempo mejorara. Haciendo un alto al pie del sendero que conducía a la
casita, la nuera Winning trató de comparar su aspecto con la imagen que ella se
había hecho años atrás, cuando aún tenía la esperanza de ocuparla algún día. Había
imaginado unos rosales junto al porche y aún era posible que los nuevos dueños los
plantaran, igual que podrían rehacer el jardín hasta dejarlo tan hermoso y lleno
de colorido como ella lo había soñado. La señora Winning habría pintado de blanco
el exterior, y también eso era posible todavía. No había vuelto a entrar en la casita
desde su venta, pero aún recordaba las pequeñas habitaciones, con las ventanas al
jardín que podían resultar tan luminosas con unas cortinas alegres y unos maceteros,
la cocina que ella habría pintado de amarillo y los dos dormitorios del piso superior,
con los tejados inclinados bajo los aleros. La señora Winning permaneció largo rato
ante la casa, inmóvil en el húmedo sendero, antes de continuar lentamente su camino
hasta la tienda.
Las
primeras noticias que tuvo, por fin, de los nuevos vecinos, le llegaron unos días
después de boca del tendero. El hombre estaba atando el paquete con el kilo y medio
de carne picada que la numerosa familia Winning consumiría en una comida, cuando
le preguntó animadamente:
–¿Has
visto a los nuevos vecinos?
–¿Ya
se instalaron? –respondió–. ¿Te refieres a los dueños de la casita?
–Sí.
La señora vino esta mañana –le contó el tendero–. La mujer y un niño pequeño. Parecen
buena gente. Dicen que el marido ha muerto. La señora parece muy agradable.
La
señora Winning había nacido en el pueblo y el padre del tendero ya le vendía caramelos
y regaliz mientras el actual tendero aún estudiaba en la escuela. En cierta época,
cuando ella tenía doce años y el chico veinte, la señora Winning había tenido la
secreta esperanza de que el muchacho se casara con ella. Ahora, el hombre estaba
entrado en carnes y en años y, aunque aún se tuteaban y él la llamaba Helen y ella
seguía llamándolo Tom, la mujer pertenecía a la familia Winning y tenía que reprenderlo,
aunque no quisiera hacerlo, si le vendía la carne dura o la mantequilla demasiado
cara. La mujer sabía que, cuando el tendero trataba a la nueva vecina de “señora”,
quería decir algo distinto que si se hubiera referido a ella como “la mujer” o como
“la dueña”. No se le escapaba que, cuando el tendero hablaba de ella o de su suegra
a sus otras clientes, también las trataba de “señoras”. Tras un ligero titubeo,
preguntó al hombre:
–¿Ya
se instalaron definitivamente?
–Desde
luego, va a quedarse una temporada –asintió el tendero con sequedad–. Compró comida
para una semana. De regreso con el paquete de la carne, mientras ascendía la cuesta,
la señora Winning no apartó los ojos de la casa para detectar algún rastro de sus
nuevos ocupantes. Cuando llegó al pie del sendero que conducía a la vivienda aminoró
el paso y trató de no mirar con tanto descaro. No vio que saliera humo por la chimenea,
ni observó rastro alguno de mobiliario en torno a la casa, como era de esperar si
aún estuvieran mudándose; en cambio, estacionado en la calle ante la entrada, había
un coche ya bastante usado y a la señora Winning le pareció ver unas siluetas moviéndose
tras las ventanas. Llevada por un impulso repentino e irresistible, tomó el sendero
y subió hasta el porche delantero; una vez allí, tras un momento de vacilación,
ascendió los peldaños hasta la puerta principal. Llamó con los nudillos, sosteniendo
la bolsa de la compra con el otro brazo, y no tardó en abrirse la puerta. Tras ésta
apareció un chiquillo que debía de tener más o menos la edad de su hijo, pensó con
alegría.
–Hola
–dijo la visitante.
–Hola
–respondió el niño, mirándola con cara seria.
–¿Está
en casa tu madre? –preguntó la señora Winning–. Vine para ver si puedo ayudarla
en el traslado.
–Ya
terminamos de instalarnos –respondió el pequeño.
Cuando
ya se disponía a cerrar la puerta, la voz de una mujer preguntó desde algún lugar
de la casa:
–¿Davey?
¿Estás hablando con alguien?
–Es
mi mamá –aclaró el chiquillo. La mujer apareció detrás de él y abrió un poco más
la puerta.
–¿Sí?
–preguntó.
–Soy
Helen Winning –se presentó ésta–. Vivo a tres casas calle arriba y pensé que quizá
podría echarle una mano.
–Muchas
gracias –respondió la mujer, indecisa.
Es
más joven que yo, pensó la señora Winning. Debe rondar los treinta. Y es bonita.
Por un instante, comprendió perfectamente por qué el tendero la había llamado4 señora”.
–Me
alegro de que por fin viva alguien en esta casa –declaró con timidez.
Detrás
de la otra mujer vio el corto pasillo, con la sala más espaciosa al fondo y la puerta
que daba paso a la cocina, a la izquierda. Al otro lado quedaba la escalera, con
el delicado pasamanos recién pintado. El vestíbulo tenía un tono verde claro y la
señora Winning dirigió una amistosa sonrisa a la mujer de la puerta, pensando: Acertó
por completo. Esta mujer sabe cómo hacer bonita una casa pues, decididamente, éste
es el aire que yo le daría.
Al
cabo de un minuto, la mujer le devolvió la sonrisa y la invitó a entrar, haciéndose
a un lado para dejarle paso. La señora Winning se preguntó con un repentino remordimiento
si no habría actuado con demasiado atrevimiento, casi obligando a la mujer a invitarla.
–Espero
no molestarla –dijo inopinadamente, volviéndose hacia la mujer–. Es que durante
mucho tiempo he deseado vivir aquí, ¿sabe?
¿Por
qué le cuento esto?, se dijo; hacía muchísimo tiempo que la señora Winning joven
no decía lo primero que le venía a la cabeza.
–Ven
a ver mi habitación –le propuso el niño con insistencia, y la señora Winning le
dirigió una sonrisa.
–Yo
tengo un niño de tu edad, ¿sabes? ¿Cómo te llamas?
–Davey
–respondió el chiquillo, acercándose más a su madre–. Davey Williams MacLane.
–Mi
hijo –dijo la señora Winning con calma– se llama Howard Talbot Winning.
El
niño miró a su madre, dubitativo, y la señora Winning, que se sentía incómoda y
torpe en aquella casita que tanto había anhelado, le preguntó:
–¿Cuántos
años tienes? Mi hijo tiene cinco.
–Yo
también –respondió el pequeño, como si se diera cuenta de ello por primera vez.
Miró de nuevo a su madre y ésta dijo en tono amable:
–¿Quiere
pasar a ver los arreglos que hemos hecho en la casa?
La
señora Winning dejó la bolsa de la compra sobre la mesa de patas finas del vestíbulo
verde y siguió a la señora MacLane a la sala de estar, que tenía forma de L y poseía
unas amplias ventanas que la señora Winning habría vestido con unas cortinas alegres
y unos maceteros. Al entrar en la estancia, sin embargo, se dio cuenta rápidamente
y con gran alivio de que, después de todo, la visita no iba a ser un fiasco. Todo,
desde los morillos de la chimenea a los libros de la mesa, estaba exactamente como
lo habría dispuesto la señora Winning si fuera once años más joven; tal vez era
todo un poco más informal, no tan exquisito como lo que habría escogido la señora
Winning pero, aun así, de bastante calidad e indiscutible buen gusto. Sobre la repisa
de la chimenea había un retrato de Davey y, a su lado, la foto de un hombre que
la señora Winning supuso que sería el padre del pequeño; en la mesilla baja había
un espléndido jarrón azul y en el ángulo de la L había una hilera de platos anaranjados
sobre una repisa, y una mesa de madera de arce pulimentada con sus sillas.
–Precioso
–comentó la señora Winning. Esto podría haber sido mío, pensaba. Se detuvo junto
a la puerta y repitió–: Realmente precioso.
La
señora MacLane cruzó la estancia hasta el sillón bajo situado junto a la chimenea
y recogió la tela, de un azul suave, que colgaba de uno de los brazos.
–Estoy
haciendo unas cortinas –explicó, y tocó el jarrón azul con la yema de un dedo–.
No sé por qué, pero siempre acabo haciendo del jarrón azul el centro de la sala
–continuó–. Estoy haciendo las cortinas del mismo tono y la alfombra, ¡cuando la
tenga!, también llevará ese color en el dibujo.
–Hace
juego con los ojos de Davey –comentó la señora Winning y, cuando la señora MacLane
volvió a sonreír, advirtió que también hacían juego con los de ella. Rendida ante
todo aquello, que le parecía cosa de magia, murmuró–: No habrá pintado la cocina
de amarillo, ¿verdad?
–¡Pues
sí! –respondió la señora MacLane sorprendida–. Venga a verla.
Doblando
el ángulo de la L y dejando atrás los platos anaranjados, llevó a su visitante a
la cocina, que recibía los rayos de sol de última hora de la mañana y estaba reluciente,
recién pintada y con el aluminio brillante. La señora Winning observó la cafetera
eléctrica, la plancha de los panqueques, la tostadora, y pensó: No debe de tener
muchos problemas para cocinar, siendo solo dos.
–Cuando
tenga jardín –apuntó la señora MacLane–, podré verlo desde casi todas las ventanas
–señaló con un gesto las amplias ventanas de la cocina y añadió–: Me encantan los
jardines. Supongo que, tan pronto llegue el buen tiempo, pasaré muchísimas horas
adecentando todo eso.
–Es
una buena casa para tener un jardín –asintió la señora Winning–. He oído decir que
éste llegó a ser uno de los más bonitos del barrio.
–Eso
mismo he pensado yo –asintió la señora MacLane–. Voy a plantar flores alrededor
de toda la casa. Con un terreno como éste, se puede hacer, ¿sabe?
Sí,
sí, claro que lo sé, pensó la señora Winning con gran sentimiento, imaginando el
delicioso jardín que podría haber tenido, en lugar de la hilera de begonias que
adornaba uno de los lados de la mansión Winning y que ella cuidaba con tanta dedicación.
Alrededor de la casa de los Winning, las flores no crecían demasiado bien debido
a los viejos y recios arces que cubrían de sombra todo el jardín, y que ya eran
altos cuando se había construido la casa.
La
señora MacLane también había pintado de amarillo el cuarto de baño del piso de arriba,
y las dos pequeñas alcobas con aleros voladizos que estaban pintados en verde y
rosa.
–Siempre,
colores de jardín –comentó alegremente a la señora Winning y ésta, pensando en los
austeros dormitorios de la mansión Winning, suspiró y reconoció que sería maravilloso
poner unos bancos junto a las ventanas, bajo los aleros. La habitación de Davey
era la verde, y la camita estaba junto a la ventana.
–Esta
mañana –le contó solemnemente a la visitante–, me asomé y había cuatro carámbanos
colgando junto a la cama.
La
señora Winning se quedó en la casita más tiempo del debido, convencida de que, aunque
la señora MacLane se mostraba agradable y cordial, la visita había ido más allá
de la cortesía y había caído en el fisgoneo. A pesar de ello, solo la decidió a
marcharse el repentino sentimiento de culpa al recordar la carne picada y la cena
de los hombres de la familia. Cuando dejó la casa, despidiéndose con la mano de
la señora MacLane y de Davey, que la seguían con la mirada desde la puerta de la
casita, había invitado a Davey a que subiera a jugar con Howard, a su madre a que
pasara a tomar el té, y a los dos a que vinieran a comer cualquier día. Y todo ello,
sin contar con el permiso de su suegra.
Continuó
sin ganas el camino hasta la mansión, pasó ante la puerta principal, aún cerrada,
y siguió el sendero hasta la puerta de atrás, que toda la familia utilizaba durante
el invierno. Cuando entró en la cocina, su suegra alzó la vista y le dijo en tono
irritado: –Llamé a la tienda y Tom me dijo que hacía una hora que te habías marchado.
–Me
detuve un momento en la casita vieja –explicó la señora Winning joven. Dejó la bolsa
de la compra en la mesa y empezó a sacar las cosas rápidamente, para poner los buñuelos
en una fuente y la carne en la sartén sin perder más tiempo. Con el abrigo aún puesto
y el pañuelo en la cabeza, se movió lo más deprisa que pudo mientras su suegra cortaba
rebanadas de pan sobre la mesa, observándola en silencio.
–Quítate
el abrigo –dijo por fin–. Tu marido llegará en cualquier momento.
A
las doce en punto, la casa estaba animada y el suelo de la cocina, lleno de fango.
El Howard de más edad, el suegro de la señora Winning joven, llegó de la granja
y fue a colgar el sombrero y el abrigo al oscuro vestíbulo antes de saludar a su
mujer y a su nuera; el segundo Howard, el marido de la señora Winning, llegó del
cobertizo después de guardar el camión, besó a su madre e hizo un gesto con la cabeza
a su esposa; el menor de los Howard, el hijo de la señora Winning joven, irrumpió
en la cocina, de regreso de la escuela, al grito de: “¿Dónde está la comida?”
La
hija pequeña de la mujer, esperando ya la comida, golpeó su silla alta con la taza
de plata que ya había pertenecido a la madre del Howard Winning de más edad. La
nuera y la suegra se apresuraron a poner las fuentes sobre la mesa, conociendo perfectamente
–después de los años de práctica– el tiempo exacto que transcurriría entre la última
llegada y el reparto de la comida; así, en un tiempo mínimo, tres generaciones de
la familia Winning se pusieron a comer silenciosa y metódicamente, todos pendientes
de volver a sus respectivos asuntos: la granja, el molino, el tren eléctrico, el
hilo y aguja, la siesta. Mientras la señora Winning daba de comer a la niña y trataba
de anticiparse a los gestos de servir de su suegra, pensó –aquel día con más intensidad
que nunca– que al menos les había dado otro Howard, con los ojos y la boca de los
Winning, a cambio de cama y comida.
Después
de comer, cuando los hombres volvieron al trabajo y los niños se acostaron, la niña
para la siesta y Howard descansando con su cuaderno de dibujo y sus lápices de colores,
la señora Winning se sentó con su suegra y, mientras cosían, intentó describir la
casita.
–Es
sencillamente perfecta –dijo, impotente–. Lo tiene todo tan bonito… Nos invitó a
bajar a verla cualquier día, cuando haya terminado, con las cortinas y todo.
–Estuve
hablando con la señora Blake –dijo su suegra, como si asintiera–. Dice que el marido
se mató en un accidente de tránsito. Ella tenía algún dinero a su nombre y supongo
que decidió instalarse en el campo por la salud del muchacho. La señora Blake dice
que el chico está demacrado.
–Esa
mujer adora los jardines –continuó la señora Winning, con la aguja quieta entre
los dedos durante unos instantes–. Se propone tener un gran jardín alrededor de
toda la casa.
–Necesitará
ayuda –replicó su suegra con sequedad–. Va a ser una barbaridad de jardín.
–Tiene
un jarrón azul realmente precioso, mamá. Te encantará. Es casi como plata.
–Lo
más probable… –conjeturó la señora Winning madre tras una pausa–, lo más probable
es que su familia proceda de esta región. Ésa debe de ser la razón de que se haya
instalado aquí.
Al
día siguiente, la señora Winning pasó despacio ante la casita, y también al siguiente,
y al otro. El segundo día, vio a la señora MacLane en la ventana y la saludó con
la mano, y al tercero encontró a Davey en la acera.
–¿Cuándo
vendrás a ver a mi hijo? –le preguntó, y el niño la miró con aire solemne y respondió:
–Mañana.
La
señora Burton, la vecina de al lado de los MacLane, se presentó en casa de éstos
al tercer día de su llegada, con un pastel de manzana recién hecho, y luego habló
a todos los vecinos de la cocina amarilla y de los brillantes utensilios eléctricos.
Otra vecina, cuyo marido había ayudado a la señora MacLane a poner en marcha el
horno, explicó que la mujer había enviudado hacía muy poco. Casi a diario, alguna
persona del pueblo visitaba a la familia y con frecuencia, cuando pasaba ante la
casita, la señora Winning joven veía rostros conocidos en las ventanas, midiendo
las cortinas azules con la señora MacLane, o saludaba desde lejos a alguna conocida
que se había parado a hablar con ella en los escalones del porche, ahora firmes.
Los MacLane llevaban una semana en la casita cuando, un día, la señora Winning los
encontró en la tienda e hicieron juntos el camino de regreso, y hablaron de llevar
a Davey a la escuela primaria. La señora MacLane deseaba tenerlo en casa todo el
tiempo que pudiera y la señora Winning le preguntó:
–¿No
se siente terriblemente atada, teniéndolo siempre cerca?
–Me
gusta –contestó la señora MacLane con entusiasmo–. Nos hacemos compañía.
La
señora Winning se sintió torpe y maleducada al recordar la reciente viudedad de
la mujer.
Cuando
el tiempo se hizo más apacible y empezaron a asomar los primeros brotes verdes en
los árboles y en la tierra húmeda, la señora Winning y la señora MacLane se hicieron
más amigas. Se encontraban casi a diario en la tienda y subían la cuesta juntas
y un par de veces Davey subió a jugar con el tren eléctrico de Howard y en una ocasión
la señora MacLane vino a buscarla y se quedó a tomar café en la espaciosa cocina
mientras los niños se perseguían alrededor de la mesa. La suegra de la señora Winning
había salido a visitar a una vecina.
–Qué
espléndida casa antigua –comentó la señora MacLane, alzando la vista hacia el oscuro
techo–. Me encantan las casas antiguas; transmiten una sensación de seguridad y
calidez, como si muchas personas se hubieran sentido perfectamente satisfechas en
ellas y las casas se dieran cuenta de lo útiles que han sido. En las casas modernas
no se experimenta nada semejante.
–Esto
es un caserón viejo y deprimente –replicó la señora Winning. La señora MacLane,
con su suéter de color rosa y su cabello suave y brillante en mitad de la cocina,
era una nota de color que su anfitriona sabía que nunca conseguiría reproducir–.
Daría cualquier cosa por vivir en su casita –añadió.
–Yo
también estoy encantada con la casa –asintió la señora MacLane–. Creo que nunca
me he sentido tan feliz. Por aquí todo el mundo es muy agradable, y la casita es
una delicia, y ayer planté un montón de bulbos… –luego, con una risilla, continuó–:
Hace poco, en el apartamento de Nueva York, soñaba con frecuencia que volvía a plantar
bulbos.
La
señora Winning miró a los niños y se fijó en que Howard le sacaba media cabeza a
Davey y era más fuerte que él. Davey, menudo y débil, mostraba auténtica adoración
por su madre.
–A
Davey le sentó bien el traslado –comentó la señora Winning–. Recuperó el color en
las mejillas.
–Sí,
Davey está encantado –confirmó la madre del pequeño. Al escuchar su nombre, Davey
se acercó y puso la cabeza en su regazo y ella le acarició el cabello, brillante
como el suyo–. Será mejor que pensemos en volver a casa, cariño –le dijo.
–Tal
vez nuestras flores hayan crecido un poco más desde ayer –apuntó Davey.
Poco
a poco, milagrosamente, los días se hicieron más largos y cálidos y el jardín de
la señora MacLane empezó a mostrar colores y se convirtió en un vivero ordenado,
aún muy joven e inseguro, pero prometedor de un brillante esplendor para finales
del verano, y para el verano siguiente, y para los estíos de toda una década.
–Es
mejor incluso de lo que esperaba –confió la señora MacLane a la señora Winning,
mientras conversaban junto a la verja del jardín–. Aquí, las plantas crecen mucho
mejor que en cualquier otra parte.
Cuando
llegaron las vacaciones estivales y Howard tuvo todo el día libre, él y Davey se
encontraban cada día para jugar. A veces, Howard se quedaba a comer en casa de Davey
y entre los dos cultivaron un pequeño huerto en el jardín trasero de la casita de
los MacLane. Por la mañana, la señora Winning pasaba a buscar a la señora MacLane
camino de la compra y los dos niños las acompañaban, retozando delante de ellas
calle abajo. Las dos recogían juntas el correo y lo leían a la vuelta, mientras
ascendían la cuesta, y la señora Winning volvía a la mansión Winning con el corazón
más alegre después de hacer la mayor parte del camino de regreso en compañía de
su vecina.
Una
tarde, la señora Winning instaló a la niña en el carrito de Howard y, con los chicos,
las dos mujeres salieron a dar un largo paseo por el campo. La señora MacLane cortó
una mata de dauco y la puso en el carrito de la niña, y los chicos encontraron una
culebra inofensiva y quisieron llevársela a casa. Al llegar a la cuesta, la señora
MacLane ayudó a tirar del carrito con la niña y la mata de dauco; a media subida,
hicieron un alto para descansar y la señora MacLane comentó:
–Mire,
creo que desde aquí se puede ver mi jardín.
Era
una mancha de color casi en la cima de la colina y las dos mujeres lo contemplaron
mientras la niña arrojaba el dauco del carrito.
–Siempre
he querido detenerme aquí para verlo –dijo la señora MacLane, y añadió –: ¿Quién
es ese chico tan guapo?
La
señora Winning miró en la dirección que señalaba y se echó a reír.
–Es
realmente atractivo, ¿verdad? –asintió–. Es Billy Jones.
También
ella estudió con detenimiento al chico, intentando verlo como lo hacía la señora
MacLane. El muchacho, de unos doce años, estaba sentado tranquilamente sobre un
muro bajo al otro lado de la calle, con la barbilla entre las manos, observando
en silencio a Davey y a Howard.
–Es
como una estatua joven –comentó la señora MacLane–, tan moreno… Y, ¿ya se fijó en
esa cara? –la mujer echó a andar otra vez para verlo más de cerca y la señora y
Winning fue tras ella–. ¿Conozco a sus padres? –preguntó la señora MacLane.
–Los
pequeños Jones son medio negros –le informó apresuradamente la señora Winning–.
Pero son unos chicos muy guapos; debería ver a la niña. Viven en las afueras del
pueblo.
La
voz de Howard les llegó con claridad en el aire estival.
–¡Negro!
–le oyeron decir–. ¡Negro! ¡Eres un negro!
–¡Negro!
–repitió Davey con una risilla.
La
señora MacLane soltó un jadeo y luego exclamó “¡Davey!”, en un tono de voz que hizo
que éste volviera la cabeza con aprensión. La señora Winning no había oído nunca
a su amiga utilizar un tono de voz parecido y también se volvió a mirarla.
–¡Davey!
–repitió la señora MacLane, y el niño se acercó lentamente–. ¿Qué acabo de oírte
decir?
–Howard
–dijo la señora Winning–, deja en paz a Billy.
–Ve
a pedirle perdón a ese chico –ordenó la señora MacLane–. Ve ahora mismo a decirle
que lo sientes.
Davey
miró a su madre con ojos llorosos, avanzó hasta el bordillo de la acera y gritó
hacia el otro lado de la calle:
–¡Lo
siento!
Howard
y su madre aguardaron con inquietud y, al otro lado de la calzada, Billy Jones alzó
la barbilla de entre las manos, miró a Davey y luego fijó los ojos en la señora
MacLane durante un largo instante.
De
repente, la mujer le gritó:
–¡Muchacho…!
¿Quieres venir un momento?
Sorprendida,
la señora Winning miró a su amiga pero, al comprobar que el chico no se movía de
su lugar al otro lado de la calle, exclamó enérgicamente:
–¡Billy!
¡Billy Jones! ¡Ven aquí enseguida!
El
muchacho alzó la cabeza y la miró; después, lentamente, bajó del muro y empezó a
cruzar la calzada. Cuando subió a la acera y llegó a menos de dos metros de las
mujeres, se detuvo y esperó.
–Hola
–le dijo la señora MacLane en tono afectuoso–, ¿cómo te llamas?
El
chico la miró durante un minuto; luego, volvió los ojos a la señora Winning y ésta
dijo:
–Se
llama Billy Jones. Responde cuando te hablen, Billy.
–Billy
–declaró la señora MacLane–, siento mucho que mi hijo te haya llamado eso, pero
es muy pequeño y no sabe muy bien lo que dice. Y él también lo siente.
–Está
bien –murmuró Billy, sin apartar los ojos de la señora Winning. El chico llevaba
unos téjanos viejos y una camisa blanca muy rozada, e iba descalzo. Tenía la piel
y el cabello del mismo color, un tono dorado como el de un intenso bronceado, y
sus cabellos eran bastante rizados. Parecía una estatua sacada de un jardín.
–¿Te
gustaría venir a trabajar conmigo, Billy? –le propuso la señora MacLane–. ¿Quieres
ganar un poco de dinero?
–Claro
–respondió Billy.
–¿Te
gustan las plantas? –preguntó la mujer. Billy asintió con aire solemne y la señora
MacLane continuó, con entusiasmo–: Necesito a alguien que me ayude a cuidar el jardín
y el trabajo es perfecto para ti –hizo una pausa y añadió–: ¿Sabes dónde vivo?
–Claro
–asintió el chico. Apartó la vista de la señora Winning y, por un momento, contempló
a la señora MacLane con unos ojos pardos inexpresivos. Después, volvió a mirar a
la señora Winning, que estaba pendiente de Howard.
–Muy
bien –dijo la señora MacLane–. ¿Vendrás mañana?
–Claro
–afirmó el chico. Esperó un momento más, pasando la mirada de una a otra mujer,
y luego cruzó la calle a la carrera y saltó el múrete sobre el que había estado
sentado. La señora MacLane lo observó con aire de admiración; luego, dirigió una
sonrisa a la señora Winning y dio un tirón de la cuerda del carrito para reemprender
la marcha ladera arriba. Casi habían alcanzado la casita cuando, por fin, la señora
MacLane habló.
–No
soporto ver a los niños insultando o burlándose de alguien por cosas que no son
culpa de nadie.
–Esos
Jones son una gente extraña –se apresuró a comentar la señora Winning–. El padre
hace de todo un poco; quizá lo haya visto por ahí. Verá… –bajó el tono de voz –,
la madre era blanca, una chica de la comarca. Del pueblo –concretó, para dejárselo
más claro a la vecina forastera–. Abandonó a toda la camada cuando Billy tenía unos
dos años y se marchó con un blanco.
–Pobres
niños –murmuró la señora MacLane.
–Están
bien cuidados –le aseguró la señora Winning–. Como es lógico, la iglesia se ocupa
de ellos y los vecinos siempre les regalan cosas. Además, la hermana mayor ya está
en edad de trabajar. Tiene dieciséis años, pero…
–Pero,
¿qué? –inquirió la señora MacLane cuando su amiga titubeó a media frase.
–Bueno,
la gente habla mucho de ella, ya sabe. Piense en su madre, al fin y al cabo. Y hay
otro chico, un par de años mayor que Billy.
Se
detuvieron ante la casita y la señora MacLane le acarició el cabello a Davey.
–Pobre
chiquillo, qué desgracia –murmuró.
–Los
chicos le seguirán diciendo cosas –apuntó la señora Winning–. No se puede hacer
gran cosa al respecto.
–En
fin… Pobre chiquillo –repitió.
Al
día siguiente, una vez limpios los platos del almuerzo y mientras las dos señoras
Winning los guardaban, la mayor de las dos comentó, como sin darle importancia:
–La
señora Blake me dijo que tu amiga, la señora MacLane, preguntó por el pueblo dónde
puede encontrar al chico de Jones.
–Sí,
creo que busca a alguien que le ayude a cuidar el jardín –respondió débilmente su
nuera–. Necesita que le echen una mano, con un jardín tan grande.
–Pero
no esa mano –replicó la suegra–. ¿Le contaste lo de esa familia?
–Parece
sentir lástima de ellos –respondió la señora Winning joven desde las profundidades
de la despensa, donde se tomó un buen rato en ordenar los platos en sus correspondientes
pilas, aprovechando para aclarar sus ideas. Su amiga no debería haber hecho así
las cosas, pensó, pero su mente se negó a decirle por qué. Al menos, debería haberme
consultado primero, pensó finalmente.
Al
día siguiente, a la vuelta de la compra, la señora Winning se detuvo en la casita
a charlar con la señora MacLane. Se sentaron en la cocina amarilla a tomar un café
mientras los niños jugaban en el jardín de atrás. Estaban comentando la posibilidad
de tender unas hamacas entre los manzanos cuando oyeron que llamaban a la puerta
de la cocina. Al abrir, la señora MacLane se encontró frente a un desconocido, de
modo que murmuró un cortés: “¿Sí?”, y aguardó.
–Buenos
días –dijo el hombre, quitándose el sombrero y haciendo un gesto de asentimiento
con la cabeza–. Billy me dijo que buscaba usted a alguien para que la ayudara con
el jardín –añadió.
–¿Quién…?
–empezó a preguntar la señora MacLane, lanzando una nerviosa mirada de soslayo a
su vecina.
–Soy
el padre de Billy –explicó el hombre, y señaló con un gesto de cabeza el jardín
trasero, donde la señora MacLane vio a Billy Jones sentado bajo uno de los manzanos,
con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos fijos en la hierba.
–¿Cómo
está usted? –murmuró inadecuadamente.
–Billy
me contó que usted le pidió que viniera a trabajar en su jardín –continuó el hombre–.
Pues bien, creo que un trabajo de verano es demasiado, todavía, para un niño de
su edad; lo que debe hacer es pasarse el día jugando al aire libre y disfrutando
del buen tiempo. Además, éste es precisamente el tipo de trabajos que yo hago, de
modo que pensé en venir a verla para saber si ya ha encontrado a alguien.
Era
un hombre corpulento y se parecía mucho a Billy, salvo en el cabello, que el chico
tenía solo ligeramente rizado mientras el padre lucía unos rizos apretados, con
una línea en torno al cráneo donde se apoyaba su sempiterno sombrero, y en el color
de la piel: mientras que la de Billy tenía un tono dorado, la de su padre era más
oscura, casi bronceada. Sus movimientos eran ágiles, como los de Billy, y tenía
sus mismos ojos pardos e insondables.
–Me
gustaría ocuparme de este jardín –declaró el señor Jones, echando un vistazo a su
alrededor–. Podría ser un lugar muy agradable.
–Ha
sido muy amable al venir –dijo la señora MacLane–. En efecto, necesito ayuda.
La
señora Winning permaneció callada, sin querer pronunciar una palabra delante del
señor Jones. Ojalá me hubiera consultado primero, pensó; esto es imposible… Y el
señor Jones aguardó en silencio, escuchando con cortés atención a la señora MacLane
y mirándola fijamente con sus ojos oscuros mientras hablaba.
–Supongo
que tiene usted razón y una parte importante del trabajo sería demasiado pesada
para un chiquillo de la edad de Billy. Hay muchas cosas que ni siquiera yo misma
podría hacer y, en cierto modo, tenía la esperanza de encontrar a alguien que me
echara una mano.
–Por
eso no se preocupe –afirmó el señor Jones–. Supongo que podré arreglármelas para
casi todo –añadió con una sonrisa.
–Entonces,
creo que ya está todo arreglado –dijo la señora MacLane–. ¿Cuándo quiere empezar?
–¿Qué
le parece ahora mismo? –respondió el hombre.
–Estupendo
–asintió la dueña de la casa con gesto entusiasta. Luego, se volvió hacia la señora
Winning y añadió–: Discúlpeme un momento.
Tomó
los guantes de jardinería y un gran sombrero de paja de la repisa junto a la puerta
y salió de inmediato al jardín, mientras comentaba al señor Jones:
–Qué
día tan espléndido, ¿verdad?
El
hombre se apartó a un lado para dejarle paso.
–Vuélvete
a casa, Bill –ordenó el señor Jones mientras se encaminaban hacia el costado de
la casa.
–Oiga,
¿por qué no deja que se quede? –apuntó la señora MacLane. La señora Winning siguió
oyendo su voz cuando desaparecieron de la vista–. Puede jugar por el jardín y probablemente
se lo pasará bien…
La
señora Winning permaneció unos instantes en la silla, vuelta hacia el jardín, mirando
la esquina tras la cual el señor Jones había seguido a la señora MacLane. A continuación,
Howard se asomó por la puerta y preguntó:
–Hola,
¿ya es hora de comer?
–Howard
–dijo su madre sin alzar la voz, y el niño entró en la cocina y se acercó a ella–,
es hora de que corras a casa. Yo iré enseguida. Howard inició una protesta, pero
su madre añadió:
–Quiero
que vayas enseguida. Y llévate la bolsa de la compra, si crees que puedes con ella.
Howard
quedó impresionado ante la idea que su madre tenía de sus fuerzas y bajó de la mesa
la cesta de la compra; sus hombros, ya más anchos de lo normal, como los de su padre
y de su abuelo, se tensaron con el peso pero el chiquillo consiguió sostenerse y
equilibrarse.
–¿Verdad
que soy fuerte? –preguntó, exultante.
–Mucho
–respondió la señora Winning–. Dile a la abuela que subo enseguida. Solo voy a despedirme
de la señora MacLane.
Howard
desapareció en el interior de la casa. Su madre lo oyó caminar pesadamente bajo
la carga, salir por la puerta delantera y bajar los escalones. La señora Winning
se incorporó y llegó hasta la puerta de la cocina cuando se presentó la señora MacLane.
–No
se irá ya, ¿verdad? –exclamó la anfitriona al verla con la chaqueta puesta–. ¿Sin
acabar siquiera el café?
–Será
mejor que alcance a Howard –dijo la señora Winning–. Se adelantó.
–Siento
mucho haberla dejado así –le aseguró la señora MacLane, y se quedó en el umbral
de la puerta junto a su vecina, contemplando el jardín–. Qué maravilloso está todo
–dijo, y soltó una carcajada de contento.
Cruzaron
juntas la casa; las cortinas azules ya estaban colgadas y la alfombra con el toque
de azul en el dibujo ya cubría el suelo.
–Adiós
–se despidió la señora Winning desde los peldaños del porche.
La
señora MacLane sonreía y, siguiendo su mirada, la señora Winning se volvió y observó
al señor Jones; se había quitado la camisa y su recia espalda brillaba al sol, doblado
sobre las hierbas largas del costado de la casa con la guadaña en las manos. Billy
estaba en las inmediaciones, echado a la sombra de los matorrales y jugando con
una gatita gris.
–Voy
a tener el jardín más bonito del pueblo –afirmó la señora MacLane con orgullo.
–No
permitirá que ese hombre siga trabajando aquí después de hoy, ¿verdad? – preguntó
la señora Winning–. No; claro que no le permitirá volver por su casa otro día, ¿me
equivoco?
–Claro
que sí… –empezó a responder la señora MacLane con una sonrisa tolerante. La señora
Winning, tras mirarla un instante con incredulidad, se volvió y echó ladera arriba,
indignada y avergonzada.
Howard
había llevado las compras a casa sin novedad y su suegra ya estaba poniendo la mesa.
–Howard
dice que lo mandaste desde la casa de los MacLane –dijo la señora Winning, y su
nuera respondió lacónicamente:
–Pensaba
que se hacía tarde.
A
la mañana siguiente, cuando la señora Winning pasó por la casita camino de la tienda,
vio al señor Jones moviendo la guadaña con gesto experto junto a la pared de la
casa, y a Billy Jones y Davey sentados en los escalones del porche delantero, viéndolo
trabajar.
–Buenos
días, Davey –dijo la señora Winning–, ¿está lista tu madre para ir a la compra?
–¿Dónde
está Howard? –preguntó Davey, sin moverse.
–Hoy
se quedó en casa con la abuela– respondió la señora Winning con vivacidad –. ¿Está
lista tu madre?
–Nos
está preparando una limonada a Billy y a mí –explicó Davey–. Nos la vamos a tomar
en el jardín.
–Entonces
–se apresuró a decir la señora Winning–, dile que dije que tenía prisa y que tuve
que adelantarme. Ya la veré más tarde.
Tras
esto, se apresuró pendiente abajo.
En
la tienda encontró a la señora Harris, una mujer cuya madre había trabajado para
la señora Winning madre hacía casi cuarenta años.
–Helen
–comentó la señora Harris–, cada año tienes más canas. Deberías dejar de darte tantas
prisas.
La
señora Winning, por primera vez en la tienda sin la señora MacLane desde hacía semanas,
lanzó una sonrisa tímida y respondió que, probablemente, necesitaba unas vacaciones.
–¡Vacaciones!
–exclamó la señora Harris–. Deja que ese marido tuyo haga los trabajos domésticos,
para variar. No tiene nada más que hacer.
La
señora Winning soltó una sonora carcajada y sacudió la cabeza.
–¡Nada
más que hacer! –exclamó–. ¡Un Winning!
Antes
de que pudiera alejarse, la señora Harris añadió, con un súbito eco de profunda
curiosidad en sus risas:
–¿Dónde
se metió esa amiga tuya tan elegante? Normalmente bajan juntas a la tienda, ¿verdad?
La
señora Winning sonrió educadamente y la señora Harris añadió, riéndose de nuevo:
–La
primera vez que la vi, no podía creer que llevara esos zapatos. ¡Vaya zapatos!
Mientras
soltaba otra carcajada, la señora Winning escapó al mostrador de las viandas y se
puso a discutir vehementemente con el tendero sobre las posibilidades de la paletilla
de cerdo. La señora Harris solo comenta lo que todo el mundo, pensaba entre tanto.
¿Era eso lo que comentaban de la señora MacLane? ¿Se reían de ella? Pensó en la
señora MacLane, en su casa tranquila, sus suaves colores, madre e hijo en el jardín.
Los zapatos de la señora MacLane eran unas sandalias de plataforma verdes y amarillas,
extravagantes sin duda en comparación con los zapatos de salón de la señora Winning,
de un blanco inmaculado, pero perfectamente adecuadas a la casa, al jardín… La señora
Harris se le acercó por detrás y continuó, sin dejar de reír:
–¿Y
qué, ahora tiene a ese Jones trabajando para ella?
Cuando
la señora Winning llegó a la mansión, después de subir la cuesta a toda prisa y
sin detenerse en la casita, donde no vio a nadie, su suegra la esperaba a la puerta
de la casa, viéndola cubrir los últimos metros.
–Hoy
vienes bastante temprano –comentó–. ¿La señora MacLane no está en el pueblo?
La
señora Winning se limitó a replicar, ofendida:
–La
señora Harris casi me hizo salir de la tienda con sus chistes.
–No
hay nada malo en que Lucy Harris haga comentarios sobre ese hombre suyo – la disculpó
la otra señora Winning. Juntas, suegra y nuera empezaron a rodear la casa en dirección
a la puerta trasera. La señora Winning joven advirtió, mientras caminaban, que la
hierba bajo los árboles mostraba un espléndido verdor y que las begonias en torno
a la mansión estaban radiantes.
–Tengo
algo que decirte, Helen –dijo por fin la señora Winning.
–¿Sí?
–contestó su nuera.
–Es
sobre esa mujer, la señora MacLane. Tú que la conoces bien, debes hablarle a esa
joven sobre ese negro que trabaja en su casa.
–Supongo
que sí –respondió la señora Winning.
–¿Estás
segura de que le comentaste algo? ¿Le explicaste lo de esa gente?
–Se
lo conté.
–Ese
hombre acude a la casa cada bendito día –continuó la suegra–. Y trabaja ahí fuera
con el torso desnudo. Y entra en la casa.
Esa
misma tarde, el señor Burton, el vecino más próximo a la casa de la señora MacLane,
pasó por la mansión para hablar con los Howard Winning sobre la adquisición de un
nuevo lote de cascajo para el molino. De pronto, el hombre se volvió hacia la señora
Winning, que estaba sentada ante la mesa de la sala de estar, cosiendo junto a su
suegra, y alzó un poco la voz para decir:
–Helen,
me gustaría que le dijeras a tu amiga, la señora MacLane, que mantenga a ese chico
suyo lejos de mis verduras.
–¿Davey?
–apuntó la señora Winning, involuntariamente.
–No
–aclaró el señor Burton mientras todos los Winning volvían la cabeza hacia la nuera
Winning–. Ése no; el otro, el moreno. Se dedica a corretear por nuestro jardín trasero.
Me pone furioso ver a ese chico estropeando la propiedad de otra persona. Ya saben
–añadió, dirigiéndose a los dos Howard Winning adultos–, una cosa así pone furioso
a cualquiera –se produjo un silencio y, por último, el señor Burton se incorporó
pesadamente y añadió–: Creo que es momento de despedirme.
Todos
los Winning lo acompañaron hasta la puerta y, a continuación, cada cual volvió a
su trabajo. Tengo que hacer algo, pensó la señora Winning; dentro de poco, dejarán
de venir a decirme estas cosas directamente y le dirán a otro que me las comunique
de su parte. Alzó la cabeza, descubrió a su suegra mirándola y las dos apartaron
la vista rápidamente.
Así
pues, a la mañana siguiente, la señora Winning acudió a la tienda antes de lo habitual,
y ella y Howard cruzaron la calle justo antes de llegar a la casa de los MacLane
y continuaron por la otra acera, sin detenerse.
–¿No
vamos a ver a Davey? –preguntó Howard al advertirlo, y la señora Winning respondió
con indiferencia:
–Hoy
no, Howard. Quizá tu padre te lleve al molino esta tarde.
Evitó
volver el rostro hacia la casita de los MacLane y apretó el paso para dar alcance
a Howard.
Después
de aquel día, la señora Winning y la señora MacLane coincidieron a veces en la tienda
o en la oficina de correos, y charlaron tranquilamente. Al cabo de una semana, más
o menos, la señora Winning dejó de sentir apuro cuando pasaba sin detenerse ante
la casita, e incluso volvió abiertamente la cara hacia ella en un par de ocasiones.
El jardín estaba cada vez más hermoso; generalmente, se podía ver la recia espalda
del señor Jones entre los arbustos, y a Billy Jones sentado en los escalones o echado
sobre la hierba en compañía de Davey.
Una
mañana, mientras bajaba la cuesta, la señora Winning escuchó una conversación entre
los dos chicos; estaban juntos entre los matojos y oyó la familiar vocecilla de
Davey, que decía:
–Billy,
¿quieres que hoy construyamos una casa?
–De
acuerdo –asintió Billy Jones. La señora Winning aminoró un poco la marcha para escuchar
a los pequeños.
–Haremos
una gran casa con ramas –propuso Davey con emoción– y, cuando esté terminada, le
preguntaremos a mi madre si podemos comer en ella.
–No
se puede hacer una casa solo con ramas –replicó Billy–. Hay que tener troncos y
tableros.
–Y
mesas y sillas y platos –añadió Davey–. Y paredes.
–Pídele
permiso a tu madre para sacar dos sillas aquí fuera –dijo Billy–. Así podemos jugar
a que todo el jardín es nuestra casa.
–Y
tomaré también unas galletas. Y les pediremos a mi madre y a tu padre que vengan
a nuestra casa.
La
señora Winning los oyó gritar mientras continuaba su camino.
Cuando
el verano avanzó con sus días largos y cálidos, tan iguales que era imposible decir
con auténtica certeza si el breve chaparrón había caído ayer o el día anterior,
los Winning trasladaron al jardín la sobremesa de después de la cena, y la señora
Winning joven encontró a veces, en la cálida oscuridad, la ocasión de sentarse junto
a su esposo de modo que podía rozarle el brazo. Nunca había sabido conseguir de
Howard que corriera a ella y descansara la cabeza en su regazo, ni inspirarle otro
sentimiento que el rutinario afecto propio de los Winning, pero se consolaba pensando
que al menos formaban una familia, algo sólido y respetable.
El
calor no cejó y la señora Winning empezó a pasar más tiempo en la tienda, retrasando
el largo y penoso camino de vuelta, cuesta arriba bajo el sol. Se detenía a charlar
con el tendero, con las madres jóvenes del pueblo o con las amigas de su suegra,
de más edad, y hablaba del tiempo, de las reticencias del pueblo a instalar una
piscina decente, de las obras que debían terminarse antes de que abriera la escuela
en otoño, de la varicela y de las reuniones de padres y maestros. Una mañana, se
encontró en la tienda con la señora Burton y hablaron de sus respectivos maridos,
del calor y de las actividades de sus hijos con aquel tiempo tan agobiante, antes
de que la señora Burton comentara:
–Por
cierto, Johnny cumple seis años el sábado y vamos a dar una fiesta de aniversario.
¿Puede venir Howard?
–Claro
que sí –respondió la señora Winning, pensando de inmediato: los pantalones cortos
blancos, la camisa nueva azul marino, un regalo envuelto con esmero.
–Solo
serán unos ocho niños –explicó la señora Burton con la amorosa indiferencia que
emplean las madres para preparar las fiestas de cumpleaños de sus hijos–. Se quedarán
a cenar, por supuesto… Envíanos a Howard hacia las tres y media.
–Eres
muy amable –asintió la señora Winning–. Howard estará encantado cuando se lo diga.
–He
pensado dejarlos jugar en el jardín casi todo el rato, con este tiempo –continuó
la señora Burton–. Después, quizá hagamos algunos juegos en el salón antes de la
cena. Todo muy sencillo, ya sabes –la mujer titubeó, dando vueltas y vueltas al
borde de un frasco de café con el índice, antes de añadir–: Escucha, espero que
no te moleste lo que voy a decir, pero ¿te parece bien que no invite a la fiesta
a ese chico de la señora MacLane?
Por
un instante, la señora Winning experimentó un vahído y tuvo que esperar a recobrar
el aliento antes de responder en tono desenfadado:
–Si
es lo que quieres, por mí está bien. No sé por qué me lo preguntas.
–Solo
pensé que tal vez te importaría que no invitara al chico –dijo la señora Burton,
con una risilla.
La
señora Winning se puso a pensar. Ha sucedido algo malo; por alguna razón, la gente
cree saber algo de mí que no quiere decirme. Todos fingen que no es nada, pero nunca
me había sucedido nada semejante. Yo vivo con los Winning, ¿no?
–De
veras –insistió, poniendo en la voz todo el peso de la vieja mansión Winning –,
¿por qué iba a importarme?
De
inmediato, se preguntó si no estaría tomándose demasiado en serio el asunto, si
no parecería demasiado nerviosa. Si no debería dejar correr la cuestión.
La
señora Burton, perpleja y turbada, dejó el frasco de café en la estantería y empezó
a examinar los demás estantes con gesto de concentración.
–Lamento
haberlo mencionado –murmuró.
La
señora Winning pensó que debía añadir algo más, algo que definiera con claridad
su postura para que, al menos, la señora Burton no se atreviera nunca más a utilizar
aquel tono de voz con una Winning, ni a iniciar una pregunta con aquel: “Espero
que no te moleste lo que voy a decir…”
–Al
fin y al cabo –declaró, pues, midiendo cuidadosamente sus palabras–, esa mujer es
como una segunda madre para Billy.
La
señora Burton se volvió en redondo y miró a la señora Winning como si buscara la
confirmación de lo que acababa de oír y, con una mueca, exclamó:
–¡Cielo
santo, Helen!
La
señora Winning se encogió de hombros y ensayó una sonrisa; la señora Burton sonrió
también y la señora Winning dijo:
–En
cualquier caso, lo siento por el chiquillo.
–Sí,
también eso es muy considerado por tu parte.
–Billy
y el chico de la señora MacLane se pasan ahora todo el tiempo juntos…
Apenas
había llegado a media frase cuando alzó los ojos y vio a la señora MacLane mirándola
desde el extremo del pasillo que formaban las estanterías. Era imposible saber si
había oído la conversación. La señora Winning le mantuvo la mirada durante unos
instantes, impertérrita, y luego le dijo con el tono justo de cordialidad:
–Buenos
días, señora MacLane. ¿Dónde está su hijo esta mañana?
–Buenos
días, señora Winning –respondió la señora MacLane, desapareciendo tras la hilera
de estanterías, y la señora Burton asió del brazo a la señora Winning e hizo un
gesto desesperado de ocultar el rostro; entonces, incapaces de reprimirse, las dos
se echaron a reír.
Poco
después de ese encuentro, aunque la hierba del jardín de los Winning seguía verde
y suave bajo los arces, la señora Winning empezó a notar, en su diario pasar ante
la casita, que el jardín de la señora MacLane sufría los efectos del calor. Las
flores se marchitaban bajo el sol matinal y las plantas ya no se veían frescas y
lozanas; la hierba estaba ligeramente agostada y los rosales que la señora MacLane
había plantado con tanto optimismo estaban visiblemente ajados. El señor Jones siempre
parecía fresco, concentrado en su trabajo; a veces lo veía encorvado con las manos
en la tierra, a veces erguido junto a la pared de la casa, instalando un enrejado
o podando un árbol, pero las cortinas azules colgaban deslucidas en las ventanas.
La señora MacLane aún sonreía a la señora Winning en la tienda, y un día que se
encontraron junto a la verja del jardín de la señora MacLane, ésta le preguntó,
tras unos segundos de vacilación:
–¿Podría
entrar unos minutos? Me gustaría charlar con usted, si tiene tiempo.
–Claro
–asintió la señora Winning con toda educación, y siguió a la señora MacLane por
el sendero, bordeado de macizos de flores aún frondosos pero algo deslucidos, como
si el calor estival hubiera abrasado el suelo, quitándole la vitalidad. La señora
Winning tomó asiento en una silla del familiar salón, en actitud cortés pero envarada,
mientras la señora MacLane ocupaba su habitual sillón.
–¿Cómo
está Davey? –preguntó por último la señora Winning, dado que la señora MacLane no
parecía dispuesta a iniciar la conversación.
–Muy
bien –respondió la señora MacLane, y sonrió como hacía siempre que hablaba de su
hijo–. Está ahí detrás con Billy.
Tras
unos instantes de silencio, con la vista fija en el jarrón azul de la mesilla auxiliar,
la señora MacLane añadió:
–Quería
preguntarle una cosa. ¿Tiene usted idea de lo que sucede?
La
señora Winning se había mantenido en tensión, esperando alguna pregunta por el estilo,
y cuando contestó: “No entiendo a qué se refiere”, pensó al instante que se estaba
comportando exactamente como su suegra y se dio cuenta de que estaba disfrutando
con todo aquello, igual que habría hecho la señora Winning madre. No obstante, pese
a todo lo que pensaba de sí misma, no pudo evitar añadir:
–¿Sucede
algo, acaso?
–Por
supuesto –la señora MacLane contempló el jarrón azul y añadió pausadamente –: Cuando
llegamos a la casa, todos en el pueblo eran muy atentos y parecía que Davey y yo
les caíamos bien y que deseaban ayudarnos.
Eso
es un error, pensó la señora Winning al oírla. No se debe decir nunca que le caes
bien a la gente; es de mal gusto.
–Y
el jardín iba tan bien… –continuó la señora MacLane–. Y ahora, casi ni nos hablan.
Antes saludaba a la señora Burton desde la verja, y ella se acercaba y hablábamos
del jardín, pero ahora solo me responde: “Buenos días”, y se mete en casa. Ya nadie
nos sonríe, ni nada.
Qué
espanto, se dijo la señora Winning. Qué actitud tan infantil, lamentarse así. La
gente te trata como tú la tratas, pensó. Deseó desesperadamente acercarse a la señora
MacLane y asirle la mano y pedirle que volviera a ser una persona decente, pero
se limitó a ponerse más erguida en la silla y replicó:
–Seguro
que está confundida. No he oído ningún comentario que…
–¿Está
segura? –la señora MacLane se volvió y la miró a los ojos–. ¿Está segura de que
no se debe a que tengo al señor Jones trabajando aquí?
La
señora Winning levantó un poco más la barbilla y dijo:
–¿Por
qué iba nadie a ser desconsiderado con usted por culpa de ese Jones?
La
señora MacLane la acompañó a la puerta y ambas hicieron efusivos planes para varios
días de la siguiente semana: saldrían a nadar todos juntos, y a hacer un picnic.
Y
la señora Winning continuó calle abajo, pensando, qué descaro, querer echarle la
culpa a los morenos.
A
fines del verano cayó una tormenta tremenda que cortó el prolongado periodo de calores.
Descargó sobre el pueblo con lluvias y vientos fuertes durante toda la noche, soplando
sin piedad entre los árboles, arrancando despiadadamente los jóvenes y los macizos
de flores; en un extremo del pueblo se derrumbó un granero y, en otro lugar, cayeron
los cables del teléfono. Por la mañana, cuando abrió la puerta trasera, la señora
Winning encontró el jardín cubierto de ramitas de los arces y la hierba casi aplastada
contra el suelo.
Su
suegra apareció en la puerta tras ella.
–Vaya
tormenta –dijo–. ¿Te despertó?
–Me
levanté una vez a ver a los niños –contestó la señora Winning–. Debían de ser las
tres.
–Yo
me levanté más tarde –declaró su suegra–. También fui a ver a los niños; estaban
dormidos.
Las
dos dieron media vuelta y entraron a preparar el desayuno.
Un
rato después, la señora Winning salió a hacer la compra. Casi había llegado a la
casita cuando vio a la señora MacLane en el jardín delantero, con el señor Jones
a su lado, y a Billy Jones con Davey bajo la sombra del porche. Todos contemplaban
en silencio una gran rama, de uno de los árboles de los Burton, que había caído
en mitad del jardín aplastando la mayoría de los arbustos en flor y lo que hubiera
sido un espléndido macizo de tulipanes. Mientras la señora Winning se detenía a
mirar, la señora Burton salió al porche de su casa para observar los daños que había
producido la tormenta y la señora MacLane le gritó:
–¡Buenos
días, señora Burton, parece que tenemos aquí una parte de ese árbol suyo!
–Eso
parece –respondió la señora Burton antes de volver a entrar en la casa y cerrar
la puerta de plano.
Bajo
la atenta mirada de la señora Winning, la señora MacLane permaneció inmóvil unos
instantes. Después, se volvió hacia el señor Jones casi con esperanza y los dos
se quedaron mirando largo rato. Por fin, la señora MacLane dijo con su voz clara,
que el aire recién limpiado por la tormenta difundió nítidamente:
–¿Y
bien, señor Jones? ¿Cree que debo darme por vencida? ¿Cree que debo regresar a la
ciudad, donde nunca más tenga que ver un jardín?
El
señor Jones movió la cabeza, desalentado. La señora MacLane, con los hombros hundidos,
fue lentamente a sentarse en los peldaños del porche y Davey no tardó en hacerlo
a su lado. El señor Jones agarró la rama con rabia y trató de moverla a sacudidas
y tirones, hasta que sus músculos se tensaron del esfuerzo que desarrollaban, pero
la rama apenas se movió ligeramente y siguió donde estaba, caía en mitad del jardín.
–Déjela,
señor Jones –dijo por último la señora MacLane–. ¡Déjela para la próxima gente que
se instale aquí!
Pero
el señor Jones continuó tirando de la rama y entonces, de pronto, Davey se puso
en pie y exclamó:
–¡Es
la señora Winning! ¡Eh, hola, señora Winning!
Los
dos se volvieron al unísono y la señora MacLane agitó la mano hacia ella.
–¡Hola!
–la saludó.
Sin
decir una palabra, la señora Winning dio media vuelta con aire de gran dignidad
y desanduvo sus pasos hacia la vieja mansión de los Winning.
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