Rómulo Gallegos
Había en la ciudad un hombre
a quien todo el mundo conocía y celebraba; llamábanlo “El Maestro”. Era un truhán
desarrapado, gran bebedor y amigo de exhibir a todo trance su trasnochada erudición.
Arrastraba por plazas y cantinas su bohemianismo nocherniego y en el día recogíase
a dormir sus borracheras en la caseta donde el vigilante de un paseo guardaba sus
herramientas, cerca de las jaulas de los tigres.
De
las piltrafas destinadas a éstos reservábale el guarda algunos trozos, que él guisaba
en la tarde, cuando se levantaba, con abundante cantidad de ajos, diciendo que para
que no fuese de bofes y asaduras todo el mal olor que aquello exhalaba. Y mientras
engullía su pitanza, peroraba invariablemente así:
–He
aquí el tributo de la ciudad que me alimenta en este jardín, como antaño hiciera
Atenas con sus héroes en el Pritaneo. La municipalidad me sostiene lo mismo que
a las fieras, porque ellas y yo desempeñamos una idéntica función social, imprescindible
para la ética colectiva; recordarle a nuestros semejantes cuanto tienen de felinos
y de simios.
Con
esta sal prieta de cinismo y de erudición barata acababa el Maestro de adobar sus
manjares, y fue tan ponderado el humorismo que dieron en ver en ello quienes lo
escuchaban y presumían de zahoríes, que había gente que subía todas las tardes a
los jardines de la colina a presenciar el banquete del cínico, alabar sus deliciosas
paradojas y desmigajarse de risa con sus crudos sarcasmos. Y aunque en realidad
en las sátiras del Maestro el humorismo remaba como forzado en galeras, su regocijante
fama se extendió por todas partes y llegó a decirse que en aquel burlón descreído
y escéptico se encarnaba el alma deliciosamente frívola de la ciudad, que siempre
había tenido un famoso epigrama en despique de las calamidades de todo género que
lloviesen sobre ella.
Dicho
y creído esto, la ciudad se sintió orgullosa de poseer tal representativo. Mimábasele
y agasajábasele en todas partes; tolerábase su mordacidad y muchos erigieron en
norma de la propia conducta su cinismo y su desdén por todo lo que fuese cosa digna
de meditación y de respeto.
Y
era en los barrios habitados por la hez de la ciudad, en los corrillos nocturnos
de pícaros y matones, donde el Maestro ejercía con mayor imperio su grotesca hegemonía.
Su parla enfática y llena de sabiduría de relumbrón embobaba a los palurdos; su
brutal mordacidad les halagaba el grosero gusto; su absoluta amoralidad era para
ellos una justificación y un consuelo que parecía pedirles el alma envilecida.
Pero
una tarde, al descender de la colina, el Maestro sintió que el alma se le llenaba
de tristes presentimientos: algo flotaba sobre la ciudad que le anunciaba que su
grotesco reinado bamboleaba en sus cimientos.
Los
últimos resplandores del crepúsculo se deshacían en suaves tintas sobre los patinosos
tejados; apenas quedaban algunas chispas de sol en las torres y sobre las copas
de los árboles. Las calles se veían solas y quietas, y se sentía subir un beato
silencio.
Algo
grave debía estar sucediendo allá; en la ciudad disipada y burlona la vida parecía
haberse retirado a las insondables profundidades donde impera el ritmo solemne del
universo invisible.
El
Maestro atravesó las avenidas desiertas, encaminándose al centro de la población.
Allí también la soledad y el silencio. Las calles estaban sembradas de pétalos de
flores; en el aire flotaba un dulce olor de nardos y todo tenía un sello de inusitada
austeridad, de religioso recogimiento. Era el alma de la ciudad, que había surgido
por fin, estampando en las cosas más vulgares su inefable fisonomía.
El
Maestro experimentó la angustia que produce la presencia del misterio, pero hizo
un esfuerzo supremo por librarse de aquella inquietante presión de su propia vida
interior y preguntó a un tullido que estaba en el escaño de una puerta:
–¿Qué
se ha hecho la gente de la ciudad?
–¡Qué!
¿No sabe usted? Todo el mundo se ha ido al cementerio a enterrar al santo.
Y
como por la abotagada faz del Maestro pasase un gesto de extrañeza, el mendigo continuó:
–¿No
sabe usted que ha muerto un justo? Dicen que era la misma virtud. Mientras vivía
parece que nadie se ocupara de él, pero al morir todo el mundo ha sentido que lo
llevaba dentro de su corazón. ¡Era de verse! ¡Era de verse! Hoy han sucedido cosas
estupendas; se han oído palabras que ya no se pronunciaban; ha hablado el dios mudo
que cada uno lleva dentro de sí mismo.
–Vaya,
vaya, buen hombre. Usted debe ser presa de la fiebre: está delirando. Quede usted
con Dios. Es verdaderamente lamentable lo que me ha referido. ¡Toda la ciudad! ¡Quién
iba a decírmelo!
Y
se alejó con la mueca del sarcasmo en los labios, monologando: –¡Un homenaje a la
virtud! Me habría gustado ver las caras de los ejecutores de la justicia divina.
Indudablemente el mundo se acerca a su fin; ya empiezan a trastornarse las leyes
naturales. ¿Quién iba a creer que la ciudad escéptica y burlona cayera en la sandez
de tomar algo por lo serio?
En
la noche lo vieron abandonar la ciudad. Un hombre que estaba a orillas del camino
gozando de la tibia dulzura de las sombras, le dijo al reconocerlo:
–Maestro,
¿para dónde la lleva?
–Acaba
usted de repetir en sabrosa jerga vernácula la evangélica interpretación de Pedro
–le respondió–. Y a fe mía que viene aquí de perlas, pues me acontece algo muy semejante
a lo que pasaba por el alma del divino andarín: abandono la ciudad porque mis discípulos
me han traicionado; se han vuelto personas formales.
Sucedía
esto en un barrio donde el Maestro tenía sus mejores admiradores. Garitos y mancebías
arrojaban sobre la oscuridad del camino la lumbre rojiza de sus sórdidos interiores;
pero no se sentía esta vez la típica animación de los lugares del vicio. No se oía
el zumbido de los garitos y de las cantinas, ni el desapacible canturreo de las
mozas turbaba el recogimiento de la noche. Seguramente hasta allí había llegado
el misterioso soplo que pasara sobre la ciudad, haciendo huir la vida al fondo de
las almas.
El
Maestro proseguía su perorata:
–Ganas
he tenido de sacudir el polvo de mis zapatos, a la manera de los profetas bíblicos,
así que hube traspuesto los términos de la ciudad, para que sobre ellos recayesen
no las iras, porque no son, ciertamente, las históricas lluvias de fuego el castigo
que la necia ciudad merece, pero sí el desdén y el sarcasmo de los dioses, la olímpica
carcajada que saque a los rostros de sus pobladores el resquemor de la vergüenza
de la estupenda sandez en que han incurrido.
Y
soltando una ruidosa risotada prosiguió su camino.
–Ahí
viene ése.
Oyó
que alguien decía en un grupo instalado en medio de la carretera, dentro del halo
mortecino de un farol.
Componíanlo
rufianes y tahures de los que por allí medraban; una moza en cuyo rostro sollamado
por los coloretes quedaban restos de frescura juvenil y una vieja de facha repelosa,
mitad bruja, mitad celestina, que miraba torvamente y llevaba sobre las espaldas,
a manera de alforja de sus pecados, una giba que armonizaba bien con el andar camelluno.
El
Maestro los interpeló:
–¿Por
ventura fueron ustedes del número de los que llevaron en hombros la urna del santo?
–Sí.
¿Por qué? –contestó uno de los rufianes, encarándosele.
–¡Bienaventurados
los limpios de corazón! Ustedes verán a Dios, porque han sido purificados.
–Mire,
Maestro, no se juegue con estas cosas –atajó el hombre ásperamente.
Y
otro agregó con acento de franca hostilidad:
–Sí.
Mejor es que se vaya con su música a otra parte. Hoy no estamos para burlas.
El
Maestro se quedó mirándolos buen espacio, Algo inusitado había en aquellos rostros:
una huella de alma, un destello de luz interior, algo que parecía anunciar que una
humanidad nueva estaba naciendo en ellos. Y el Maestro volvió a sentir el sobresalto
que produce la brusca aparición de lo sobrenatural.
Se
habían congregado allí a comentar el suceso. Hacía rato que no hablaban, pero ninguno
se atrevía a separarse del círculo que formaban, como si una fuerza misteriosa los
retuviese. Sentían que una vez que se dispersaran, cada uno volvería a su vida manchada
y envilecida y experimentaban un supersticioso temor de encontrarse a solas con
sus obras, fuera de aquel círculo donde habían pasado una hora pura, comentando
las virtudes del justo a quien llevaran, sobre los hombros, a enterrar. Sabían que
en torno de ellos rondaba el horror de sus existencias abyectas y que al separarse
unos de otros volverían a ser presa de las bestias invisibles que habían alimentado
con sus acciones y con sus pensamientos en los sitios de disolución donde siempre
vivieran. Era imposible librarse definitivamente de la lógica que regía sus destinos;
pero al menos querían retardar el momento de la vuelta al camino trazado. Hablando
de cosas puras y hermosas habían visto un rayo de la lumbre espiritual que a ratos
brilla sobre el mundo y querían prolongar el hechizo, seguros de que jamás volvería
a encenderse para ellos.
Con
esta mezcla inefable de sentimientos que no habían experimentado antes, cada cual
cuidaba del silencio como de un frágil cristal que amenaza romperse. Presentían
que la primera palabra que alguno pronunciase desvanecería el encanto y los arrojaría
otra vez, definitivamente, al cieno donde los retenía el lazo de las obras cumplidas.
Por eso cuando oyeron la voz del Maestro que se acercaba por el oscuro camino, sintieron
miedo. Aquel hombre que se burlaba de todo venía a romper el encanto.
Molestos
y apercibidos contra él, oyeron en silencio las sátiras que destilaban los labios
ponzoñosos. No sabían por qué, pero sentían que comenzaban a odiar a aquel hombre
que había ejercido sobre ellos una dominación incontrastable.
De
pronto un brazo se alzó en el aire y cayó, airado, sobre la boca del humorista que
acababa de proferir un sarcasmo atroz.
Fue
la señal. Todos los brazos se levantaron movidos por un impulso unánime, y el cuerpo
del Maestro, tundido a golpes, molido a palos, se desplomó sobre el camino.
Sorprendidos
de su obra, los ejecutores de aquel inexplicable desagravio la interrumpieron súbitamente
y se miraron unos a otros, como si no se reconociesen. Luego uno formuló la interrogación
que había en las miradas llenas de asombro:
–¿Por
qué hemos hecho esto?
Entonces
se produjo un fenómeno misterioso: comprendieron que habían sido instrumentos ciegos
de una fuerza avasalladora; en un instante de honda vida interior sintieron la presencia
del alma que acababa de resurgir en ellos y asaltados por un miedo bestial ante
aquel huésped de otro mundo que se aposentara en sus corazones inopinadamente, pusiéronse
en fuga.
Al
fin se detuvieron. Tornaron a mirarse las caras demudadas por el espanto, y uno
exclamó:
–¿Y
ahora cómo viviremos?
Nadie
respondió. Cada cual presentía que su vida había sido trastornada; pero ya la luz
interior se había extinguido y solo veían sombras dentro de sus almas.
Rompiendo
el silencio, alguien preguntó sin saber si lo deseaba o lo temía:
–¿Habremos
muerto al Maestro?
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