Emiliano González
1
A
los diez días de marcha hacia el Oeste, la ciudad del otoño perpetuo se recorta
en el horizonte como un espejismo trémulo, como una alucinación difusa que va tomando
el aspecto, conforme avanza el viajero, de un conglomerado de torres, agujas y murallones
cubiertos de enredadera. Una vez que pisamos las márgenes del río que circula en
torno a la ciudad y cuyas aguas hirvientes la vuelven inexpugnable, tenemos que
aguardar, en el embarcadero desierto, a un ceñudo Caronte para cruzar al otro lado.
Luego, durante la travesía, el barquero nos dice el nombre del río (Tang) y de la
ciudad (Penumbria) y nos pregunta: “¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Ha cruzado el pantano
verdinegro? ¿Ha rasgado la cortina de zarzas? ¿Ha tomado el empalme de los gnomos?”
Respondemos afirmativamente, aunque no sea cierto, por temor a su rostro pálido,
a su mirada de gato. Cuando nos hallamos en tierra firme, nos parece abordar simplemente
una barca más grande, que se balancea de modo imperceptible. También sentimos, pasado
un rato, que la realidad tiene la textura, el color y la luz de un cuadro: la realidad
es un cuadro y nosotros formamos parte de él. Después, nos enteramos de que el cielo
es un tinte sepia surcado por nubes que prometen tormenta (sin cumplir nunca su
promesa) y de que acaban de dar, para siempre, las cinco de la tarde: aún persiste
el rumor de la última campanada, hecho al que tardamos un poco en acostumbrarnos.
Cuando lo logramos, nuestros pensamientos tienen la misma resonancia de ese plañido,
están como encantados por él, sólo se piensan pensamientos de las cinco de la tarde
y quizá por eso los libros redactados en Penumbria son libros para leer en el ocaso.
Pero, aunque la luz es la misma siempre, hay un sol y una luna que indican “ahora
es de día” o “ahora es de noche”, que sirven para hablar del ayer, del hoy, en ocasiones
del mañana, sin que haya el oscurecimiento ni la luminosidad correspondientes a
la noche y al día, pues la ciudad irradia esa luz ambarina con el objeto de que
sean, eternamente, las cinco de la tarde.
Penumbria conserva algunos ojos de agua, “restos de
la lluvia de la noche anterior al día del encantamiento”, que no se evaporaron nunca.
¿Lugares de interés? Un cementerio, una iglesia, una plaza, una escuela religiosa
para niñas y, sobre todo, la torre de Johan Rudisbroeck, tan alta que se pierde
entre las nubes: nadie, hasta ahora, ha visto su cúspide. Sobre esa torre hay una
leyenda, que narraré más tarde. Quisiera evocar, por el momento, la imagen de Penumbria
tal y como se me apareció hace veinte años: radiante, del color de la miel, porosa;
húmeda y cálida a la vez como un cadáver en descomposición, pero fascinante y bella
como una hoguera.
Yo erré por sus callejuelas, expurgando cada rincón
y cada esquina, deteniéndome a mirar aparadores, entrando en librerías polvosas,
pateando una botella rota o silbando, con la cabeza en blanco. Me senté en las bancas
de la plaza, deambulé por los muelles. Visité la tienda de antigüedades del perverso
Mefisto, donde, bajo un techo del que cuelgan falos de trapo y en un ambiente cargado
de porcelanas, prismas y baúles el cliente deja pasar el tiempo, sorpresa tras sorpresa,
y donde, apenas halla lo que buscaba, una nueva maravilla le sale al paso. Mefisto,
último vástago de una familia de aristócratas dedicados a la compraventa de objetos
preciosos, es un hombre de pelo cano y rostro de bruja que al reír muestra una cadena
de dientes ennegrecidos y una lengua blanca. Sus ojos fueron amarillos: ahora no
tienen color. Una especie de mameluco gris rayado de arabescos envuelve sus formas
femeninas, y cuando se nos acerca desde la trastienda, contoneándose, dudamos por
un instante de su verdadero sexo. Con voz de pájaro nos pregunta qué puede hacer
por nosotros y antes de que respondamos comienza a mostrarnos, como él dice, su
“modesto repertorio de bizarrías”. Quiere actuar un poco: tomando una cajita de
marfil ensalza sus virtudes, nos cuenta cómo la obtuvo y para qué sirve, agitando
sus manos esqueléticas, rebosantes de anillos; se pone una diadema, ensaya una sonrisa
cándida que resulta patética, nos dice que la diadema tiene cualidades mágicas y
las enumera; nos invita a bajar al sótano, donde guarda sus verdaderas joyas, “sus
tesoros”: un collar de amatistas “para regalar a la esposa el día de su cumpleaños”,
del que nadie puede desembarazarse una vez que ha ceñido el cuello y que va reduciendo
su diámetro hasta estrangularnos; un reloj que da la hora sólo momentos antes de
la muerte de su dueño; un retrato que cobra vida, se sale del cuadro y merodea por
la tienda cuando Mefisto se va; un pequeño bailarín de cuerda que toma proporciones
gigantescas mientras duerme el niño o la niña a quien lo obsequiaron; un huevo de
jade que al ser agitado emite una risa diabólica; un caballito de carrusel que relincha,
voltea la cabeza y se encabrita para horror del jinete; una llave de plata que,
suspendida en el aire, busca el ojo de cerradura más arbitrario, ya sea el de la
puerta que nos conduce al infierno o el de la que nos lleva al paraíso, y que nos
obliga a seguir su curso hasta llegar a esa puerta y abrirla…
Estos y otros objetos desfilan ante nuestro reiterado
asombro, como una troupe de fenómenos al compás de un pregonero delirante. Salimos
del sótano agobiados, nos despedimos de Mefisto y, en la calle, nos damos cuenta
de que no hemos comprado nada. Recuerdo que yo prometí no volver jamás, que anduve
un buen rato por el malecón y que terminé, con el vago propósito de mitigar los
nervios, en la primera taberna que se me puso enfrente: La Mansión del Zu, donde,
como el título indica, se bebe zu, elíxir que suelta la lengua y predispone al ensueño.
Los hombres de mar, los capitanes nostálgicos, los antiguos grumetes pendencieros
frecuentan ese lugarejo, para soñar y recordar tempestades, para jugar a los dados
y escuchar cuentos. Yo ocupé una mesa remota, con la intención de beber a solas,
pero no pasó mucho tiempo antes de que un anciano medio borracho se sentara frente
a mí y exigiera ser escuchado. Me habló de muchachas de ojos de gacela, me habló
de planicies habitadas por gigantes, me habló de cuestiones marinas y terrestres
con una voz que no era marina ni terrestre. Yo bebía y escuchaba, y al fin le pregunté
por Rudisbroeck. Su cara se ensombreció. Dijo que no sabía nada y miró su copa vacía.
Sin titubear pedí otra, advirtiendo: “Yo invito”. La bebió de un solo trago y guardó
silencio. ¿Cuántas copas de zu le soltarían la lengua? Ordené tres más, que bebió
sin decir palabra. Cuando me disponía a invitar la última dijo que sería inútil:
“De Rudisbroeck nadie habla ni hablará”. Entonces miré mi reloj. “Mire”, le dije.
“El único reloj que anda en toda Penumbria”. Lo examinó, azorado. “Será suyo si
me habla de Rudisbroeck”. Ordenó otra copa de zu y, guardándose el reloj en un bolsillo
de su deteriorado gabán, recitó:
“¿Ha visto la escuela religiosa de
la calle Mommo? Pues bien… a ella acuden sólo las jovencitas más hermosas de Penumbria
y permanecen internas varios años, aprendiendo a hilar en la rueca, a comportarse
bien y a escribir sagas en estilo elegante. No ha estado usted ahí, seguramente.
Yo trabajé de barrendero, hace mucho. Es un sitio melancólico, lleno de fuentes
redondas y de sauces milenarios. Las niñas andan en cueros por el patio, juegan
en cueros, trabajan en cueros. La idea es imponer un clima de libertad que haga
soportables el encierro, el aburrimiento, las infinitas tareas: desnudez, juegos
y el alivio ocasional de un chico aparentemente furtivo que en realidad sostiene
tratos con sor Orfila, la directora, o con cualquiera de las maestras. Ese día es
la gloria para el muchacho, como podrá imaginarse. Además, sólo se le concede una
vez en su vida… Una especie de iniciación por la que todos los hombres de Penumbria
han pasado de jóvenes, excepto yo”. Señaló la región correspondiente a su ingle
y murmuró: “La perdí en una invasión, hace doscientos años”.
2
Hubo
un vacío entre nosotros, que mi amigo intentó llenar de zu. Como no bastara con
ello, las palabras fueron brotando… en orden riguroso, lo que me hizo pensar que
no era la primera vez que contaba la historia:
“De los primeros jóvenes que probaron la tibia hospitalidad
de Sor Orfila, el más singular fue Johan Rudisbroeck. En la torre que ahora lleva
su nombre, Johan vivía entregado a grimorios, al opio, a la composición de sonetos
eróticos y sobre todo a sus autómatas, a sus terribles muñecos inanimados, a sus
maniquíes de pesadilla que, bajo las manos incansables de aquel artífice, parecían
escuchar, mirar, oler con una intensidad mayor que la de los hombres. Algo sagrado,
algo infernal desplazaba a esos robots por las escaleras de caracol y por el sombrío
jardín interior de Rudisbroeck; los hacía hablar, cantar o reír con sus voces metálicas,
los hacía bailar con sus piernas de hierro, fregar platos, barrer patios atestados
de hojas muertas, desempolvar anaqueles…
“Ya era grande su fama cuando Rudisbroeck fue invitado
por sor Orfila, imprudentemente, a pasar una noche en su colegio con una chiquilla
de apenas trece años, hija del entonces rey de Penumbria y de un hada oscura, tan
oscura que de ella no pervive nada sino el testimonio de su cólera…
“La joven, llamada Glinda, respondió aquella noche a
los embates de Johan como una verdadera amante, lo enardeció y apaciguó a capricho,
le hizo perder la cabeza y recobrarla y perderla de nuevo. Al despuntar el alba,
fatigados los dos, pactaron con sangre y urdieron un plan:
“Rudisbroeck, en la soledad propicia de su torre, fabricaría
un androide rigurosamente idéntico a Glinda, su doble exacto, que tendría el deber
de sustituirla en el colegio una vez que ambos amantes se hallaran juntos. Para
Glinda, que conocía una puerta secreta ignorada por las monjas, escapar no era difícil:
Johan transmitiría mentalmente a Glinda, llegada la noche, que la primera parte
del plan había tenido éxito. Entonces, Glinda acudiría a la puerta secreta, dejaría
pasar a su réplica y se fugaría con Rudisbroeck…
“No sonaba mal. A Johan y a Glinda les pareció muy fácil.
Pero, tres meses después, ante la segunda versión mecánica de Glinda, Johan se percató
de que el mágico soplo de vida (esa violenta coloración en las mejillas) que había
insuflado a su muñeca ocultaría por tres años, cuando mucho, la estratagema: tenía
que hacerla crecer, naturalmente, como todas las muchachas, envejecer y morir como
todas las mujeres. Además, tenía que hablar como Glinda, guardar los recuerdos,
el historial y las manías de su amada. El tejido de caucho imitaba fielmente la
porosa textura de la carne de Glinda; los ojos azules, las manos con hoyuelos, la
suave curva de la espalda, las nalgas prominentes y las piernas rollizas correspondían
al modelo original. Su voz, al cabo del tiempo, fue adoptando las modulaciones apropiadas.
También los recuerdos (en ese complicado mecanismo de relojería que es el cerebro
de un robot) llegaron a ser los mismos: imágenes, pesadillas y fantasías que Johan
escuchó por primera vez, en agotadoras sesiones de percepción extrasensorial, salidas
de los labios de Glinda II. El movimiento de aquellos labios era turbador, pero
Johan sabía que Glinda, su Glinda, palpitaba en cada palabra dicha por el androide,
y que el androide aprendía en las mañanas y en las noches, siempre que Glinda le
suministraba lentamente, desde su alcoba o desde los patios del colegio, la información
indispensable, anotada por Rudisbroeck, apenas salía de los labios del dummy, en
una libreta verde. Al finalizar cada sesión Johan y Glinda se comunicaban brevemente,
ya sin el tamiz de Glinda II, para decirse ‘hasta mañana’ o ‘hasta la noche’, descansaban
y dejaban descansar a la muñeca.
“Johan fue olvidándose de sus otros golems, de modo
que éstos detuvieron sus faenas y quedaron inmóviles, oxidados por la lluvia. Glinda
II era casi perfecta, era su obra maestra, su golpe final. Pero Glinda I había crecido,
imperceptiblemente: pronto cumpliría los catorce años, mientras Glinda II permanecía
instalada en los trece y ahí seguiría, impasible, a menos que Rudisbroeck ideara
algo. Y ese algo no estaba en los ajados volúmenes de electricidad. ¿Estaría en
los de magia…?
“Glinda no le dio tiempo de responder a esa pregunta.
En una de tantas mañanas le ordenó: ‘Recógeme hoy en el colegio, a las cinco de
la tarde. Las monjas rezan hasta pasadas las seis, y ya estoy harta’. Johan respondió:
‘¡Nos descubrirán…! La muñeca funciona indefinidamente, pero no envejece…’ Y Glinda:
‘Ya idearemos algo. Por favor, Johan… antes de que sea demasiado tarde…’
“Johan accedió: habiéndole indicado Glinda la correcta
ubicación de la puerta secreta, se dirigió a ella seguido por el androide, que andaba
como una verdadera princesa y que preguntaba constantemente: ‘¿Me veo bien? ¿Me
veo bien?’; Johan respondía: ‘Tan bien como Glinda’, y reanudaban la marcha”.
3
Llegado
a este punto, el viejo se detuvo. Elocuentemente: cayó al suelo, llevándose una
botella consigo (desde hacía un rato su voz titubeaba). Un marinero se acercó para
ayudarme a levantarlo. Quiso abrirle los ojos con golpecitos en la mejilla y le
puso una copa entre los labios. El viejo negó con la cabeza y dijo: “Mañana, quizás…
vuelva mañana”. Pensé que no podría dormir sin haber escuchado el final de la historia;
que perdería algo mucho más valioso que mi reloj si me largaba en ese instante.
Pero convencerlo era imposible: su memoria, o su inspiración, estaba embotada, y
en pocos minutos comenzaría a delirar. “Mañana”, le dije, “volveré. Y quiero un
final redondo”. Asintió con la cabeza. “Tendrá su final. Si así lo quiere, tendrá
dos”. El marinero me tomó del brazo. “Venga conmigo”, dijo. “Es la hora de los comediantes”.
Lo miré a la cara. No tenía nariz, era tuerto y la nuez de Adán le bailaba en la
garganta. Escupió, insistiendo: “Es la hora de los comediantes. Venga conmigo”.
Lo seguí. Había un amontonamiento a la salida de la taberna. Gente que gritaba.
Rostros pintarrajeados. Entre la multitud, gesticulando, vi a Mefisto. “¡Queremos
a los comediantes!”, era el grito más notable. Un merolico pregonaba obscenidades,
juraba complacer a los espectadores con exóticas danzas y fenómenos curiosos de
la naturaleza, con maravillas del mundo visible y del mundo invisible. “¡Queremos
a los comediantes!”, respondía la multitud. El marinero, con aspecto de veterano,
palmeaba en el hombro a los individuos que nos rodeaban. Ellos, mirándolo, sonreían.
Luego, al mirarme a mí, reían a carcajadas. Alguien, por encima de mi hombro, susurró:
“Forastero, ¿eh?... Llega usted a tiempo”. Volví la cabeza. Una doble cadena de
dientes afiladísimos y un par de luciérnagas ávidas fue todo lo que distinguí bajo
aquella capucha. La multitud me arrastró, confusamente, al fondo de un teatro en
tinieblas, en cuyo frontispicio alcancé a leer:
PAPÁ FRITZ Y SU GRAN GUIÑOL
VUELVEN A PENUMBRIA
OFRECIENDO NUEVOS
CAPRICHOS DE LA NATURALEZA
EN UN ESPECTÁCULO INOLVIDABLE
DE PORNOGRAFÍA MÁGICA
4
No
era un invernadero… a menos que pudiera evocarse la noción, levemente atroz, de
un invernadero edificado sin el propósito de alojar plantas. Pero un olor a lirios
descompuestos, un olor húmedo que se adhería a la ropa como pelusa, un olor irritante
y maléfico llenaba el local. Aquella cueva de vidrio rematada por un tablado rústico
sin decorados ni telón, iluminada por la luz mortecina que proyecta el alma sobre
ciertos paisajes, ventilada por agujeros de noche y sueño, era un teatro ideal,
el teatro que los señores del Tang, en el comienzo de las edades, donaron a los
otoñales habitantes de Penumbria. Éstos, como siempre debieron hacerlo, guardaban
un respetuoso silencio que fue roto sólo momentos después, con las primeras escenas
del primer acto de la primera obra, extrañamente llamada La Cristofagia o el Evangelio
según San Judas (pieza en dos actos y una moraleja). Yo sospechaba que la función
comenzaría cuando alguien tomara el altavoz que vislumbré en uno de los rincones
del escenario, pero no fue así: nadie tomó el altavoz: éste se levantó solo, flotó
en el aire y dejó salir una voz dulcísima, como de ángel caído, que pronunció lentamente
las palabras de bienvenida y nombró el repertorio, los títulos de las obras, las
virtudes supuestas de cada una de ellas y de sus actores. La multitud guardaba silencio.
Entonces, lo que yo había tomado por escenario desapareció para verse suplantado
por un cielo azul, azul como nunca se ve en Penumbria, un cielo azul en tres dimensiones,
lleno de nubes blancas y de gaviotas. Una parvada de gaviotas enloquecidas invadió
el recinto, gritando salvajemente, volvió al cielo azul y acabó posándose en las
ramas de un olivo solitario en medio de un campo de amapolas. Hacía calor, un calor
sofocante. Y luego… brisas, también cálidas, vinieron a mí desde el… ¿escenario?
La imagen de las gaviotas posadas en el olivo fue borrándose
paulatinamente, como si la cubriera el agua. Y una nueva imagen tomó su lugar: la
de un hombre desnudo, muy delgado, clavado en una cruz, mirándonos con algo parecido
al odio. La cruz dominaba, desde lo alto de una colina verdeante, paisajes de color
y movimiento difusos: ora rojos, ora negros, ora llenos de gente, ora vacíos… Resultaba
imposible distinguir escenas concretas o atrapar imágenes claras. El único elemento
constante era el hombre de la cruz, en quien se reconocía ya, mudo y sangrante,
al Cristo de los pintores y de los poetas, aunque sin Dimas ni Gestas ni romanos
ni fieles. ¿De quién era la silueta, firme y a la vez trémula, que se acercaba por
la derecha…? “¡San Pedro!”, dijo una voz, la de Papá Fritz acaso. Hubo un acercamiento
a la cara curtida del viejo apóstol. Copiosas gotas de sudor se mezclaban con las
gruesas gotas de saliva que resbalaban por su quijada. Tenía hambre, un hambre feroz.
Voces andróginas llenaron el aire, murmurando: “Lo bajan de la cruz… Lo bajan de
la cruz…” y el rostro de San Pedro se iluminó, cambió, pasó sucesivamente a ser
el de una linda muchacha de labios rojos, el de un perro, el de un lobo, el de un
monje con los dientes cariados y por último el del Cristo mismo… “Lo bajan de la
cruz”, insistían las voces, mientras la imagen (en aquel escenario fuera del tiempo
y del espacio) proponía ahora un banquete caníbal, cuyos concurrentes fueron siendo
nombrados: Mateo, Juan, Lucas, Marcos, Pedro…
Y del manjar, del divino manjar, pronto quedó sólo un
montón de huesos y de vísceras que los buitres fueron disputándose ante mis ojos
horrorizados…
El primer acto de la función terminó cuando, salido
del tétrico festín, uno de los buitres dejó caer entre el público un muñón semidevorado
y la voz, la inconcebible voz de Cristo, pronunció estas palabras:
“¡Tomadme, tomadme si me amáis…! ¡No hay mejor hostia
que mi sagrado cuerpo…!”
5
Como
pasé media hora vomitando en las letrinas subterráneas del teatro –sin dejar de
oír los gemidos del público, más alborozado que nunca– no pude asistir al segundo
acto ni a la moraleja. Vomité ininterrumpidamente, sobre un piso de mosaicos rotos
de vivos colores que se agrupaban formando peces y demonios, un piso… ¿de mosaicos
realmente? Más bien se trataba de una superficie esponjosa que absorbía los productos
líquidos de quien esto escribe y de los demás concurrentes que, dicho sea de paso,
eyaculaban y orinaban en vez de vomitar. Los hombres desalojaban sus testículos
y las mujeres sus vientres sobre aquel suelo engañosamente sólido y desaparecían
tras los cortinajes de la salida que los conduciría de nuevo a la parte superior
del teatro. En cosa de unos segundos satisfacían sus necesidades más apremiantes
y, con la energía recobrada, se apuraban, corrían, volvían a subir.
El olor de las letrinas no era desagradable… un olor
a musgo, a estanque de lotos.
Vi a una mujer descomunal –en molicie y en fealdad–
que, inmóvil junto a una especie de guerrero negro, sudaba, sudaba, sudaba como
no he visto sudar a nadie. Cerca de ella, un anciano enjuto con aspecto doctoral
se quitó los quevedos para llorar… un verdadero torrente. Pero al llorar… sonreía.
“No llora”, pensé. “Le sucede algo, pero no llora. La gente no llora así”. Luego:
“Está enfermo. Estoy enfermo. Todos estamos enfermos. Nadie orina ni eyacula ni
suda en realidad Lo que hacen, lo que hago, es alimentar al suelo: eso es todo…
Dar de comer al suelo, al monstruo”.
Fue entonces cuando me percaté de que mis ganas de vomitar
eran falsas y me retiré discretamente.
6
En
el escenario habían puesto una guillotina con soportes de marfil y cuchilla de hierro,
provista de un tablero de madera preciosa que contaba con dos huecos destinados
a dos cabezas. El acto se llamaba, creo, Dos pájaros de un tiro. Por el lado derecho
salió un pigmeo encapuchado arrastrando a una mujer desnuda que tenía –espanto supremo–
dos cabezas, dos cabezas que rogaban piedad al unísono y hacían muecas horribles,
gimoteando. El pigmeo tomó por los cabellos a una de las cabezas y la estrelló contra
el suelo, haciéndola sangrar por las narices. “Así aprenderás a cerrar el pico”,
dijo, “en ocasión tan solemne”. La otra cabeza miró a los espectadores con el rabillo
del ojo izquierdo y escupió. Al ver eso el pigmeo hundió su dedo pulgar en el ojo
culpable de la infortunada y lo vació de un solo impulso. “¡Sabes muy bien que no
te está permitido mirar al público!”, sentenció, mientras colocaba a las hermanas
siamesas en el tablero. La decapitación no se hizo esperar: ambas cabezas rodaron,
seguidas por un doble chorro de sangre negra que salpicó a los espectadores de la
primera fila, ya definitivamente extáticos. Lo que vino después sigue pareciéndome
inexplicable: las cabezas rodaron en sentido inverso, colocáronse de nuevo en sus
cuellos, la cuchilla ascendió tan violentamente como había descendido, el enano
levantó a las hermanas siamesas, el ojo vaciado regresó a su cuenca y el hilo de
sangre a las narices… los mismos actos, en suma, que había presenciado minutos antes,
pero realizados al revés, contra el reloj y las leyes físicas…
7
A
manera de intermedio, un tranquilo cuadro de sir Lawrence Alma-Tadema vino a sacarnos
del profundo sopor en que nos había hundido la decapitación. Digo un cuadro, pero
las figuras vivían, se estremecían los pinos, una espléndida luz lo llenaba todo,
a lo lejos el mar rumiaba eternidades, la negra banderola del centro ondeaba y un
plácido efebo comía una naranja, echado entre las piernas de una emperatriz. Diez
minutos, quince… y una gigantesca mano invisible arrojó ácido corrosivo sobre la
tela viviente, derritiendo las imágenes.
8
Sonia
(ojos verdes, pieles opulentas, blancas, envolviendo un rostro más pálido aun) me
dijo:
“Soy la virgen de las faldas alzadas. Actúo en una obra
llamada La Espera, en el rol de monja. No digo nada, no respondo a las preguntas
que me hacen, guardo silencio a lo largo de toda la obra”.
Sonia (mirada oblicua, lengua ardiente, vaga coloración
en las mejillas) me dijo:
“Soy la que algunos llaman Glinda. Cualquier parecido
con la Bruja Buena del Sur es pura coincidencia”.
Finalmente Sonia (vientre convexo, boca de fresas, nariz
respingada, olor a Rusia) me dijo:
“Soy la asistente a una obra, que tuvo lugar el viernes,
pasada la medianoche. No existo”.
Sonia (rasgos de otoño desfigurado por el ajenjo) me
atrajo con violencia, envolviéndome en su piel de foca. Estornudé al posar mis labios
en su cuello: lo habían espolvoreado con pimienta.
“No temas”, añadió. “Me verás actuar en pocos minutos.
¿Oyes cabalgar a Papá Fritz…? Los cascos de su caballo verde golpean el camino empedrado…
Ya desmonta. Penumbria toda quiere ver La Espera. ¿Y tú?”
Sonia mordía un collar de perlas. “Mi rosario”, dijo.
“Mi rosario sin cruz”. No sé cuándo apareció mi Sonia, mi difuso personaje tentador.
Porque Sonia era el diablo. “Me verás actuar en algunos
minutos, en el rol de monja. ¿Quieres… besarme?”
Sonia era de humo, una muchacha perfumada con especias
que apareció en algún instante, entre la presentación del cuadro viviente y La Espera,
y que no volví a ver después. La monja de La Espera era distinta.
Sonia se parecía a las muchachas que agitan sus pañuelos
en el muelle para despedir a sus muchachos, tocadas por un sombrero de paja con
un lazo rojo. Sonia se parecía a las nanas que pasean a sus bebés por el parque
a las seis de la tarde. Sonia se parecía a las rameras que ofrecen sus senos al
paseante para que deje en ellos un mordisco o un beso. Sonia se parecía a mucha
gente, pero no a la monja de La Espera. La monja de La Espera era una mujer gorda,
entrada en años, de carnes repugnantemente rosadas. La Espera, obra larga y aburrida,
de trama y diálogo escasos, pretendía embrujarnos con la reiteración de frases,
de actitudes soñadoras, con el truco del misterio a ultranza: cinco personajes melancólicos
(monja, oficial, prostituta, viejo astrólogo, poeta) esperan a alguien. La ventana
del cuarto en que se hallan da a una ciudad muerta, más parecida a Brujas que a
Penumbria. Ni una brizna de aire: un calor sofocante. Diálogos ambiguos. No se sabe
a quién esperan. Hay alusiones a un trío de ciegos, al Mesías, al Anticristo, pero
nada es claro. Mientras duermen, exhaustos, entra un cuervo por la ventana, o una
paloma blanca, que deja un lirio entre las manos de la monja. En el segundo acto,
muy corto, la monja ha desaparecido, aunque sus ropas están todavía ahí. El oficial
lee un párrafo sobre mesmerismo… con lo cual la obra concluye. Telón: de pronto
hubo telón en el escenario.
Aquel párrafo sobre mesmerismo daba la clave de la obra,
sugería un algo espantoso que, luego de la caída del telón, seguía acechándonos
desde algún punto situado más allá de la realidad visible. Yo no supe adivinar la
naturaleza de ese algo, y creo que el resto de los espectadores tampoco.
9
De
entre la multitud, un personaje de sexo indefinido me deslizó un folleto en papel
satinado que la mortecina luz del teatro me permitió leer:
“Alguien ha dicho que la hipertricosis no tiene lugar
de origen. Tratados de erotología y revistas como La Nature abundan en ejemplos
del Cáucaso, del Congo, del Tirol. Krao, mitad mono, mitad niña, era de los confines
del Indostán. El antropólogo que la examinó, un tal Keane, creía hallarse frente
al ‘eslabón perdido’. Nada de eso: a pesar de sus facciones simiescas y de sus patas
prensiles, Krao nació de hombre y mujer, también velludos, pero sin duda pertenecientes
a la especie homo sapiens. Penumbria, tierra fecunda en prodigios, no podía ser
una excepción. Braulio, llamado también ‘el hombre león’, ‘el hombre perro’ y ‘el
hombre más feo del mundo’ nació en Penumbria, de padres normales, hace un par de
siglos. Ha encanecido un poco. Dicen que se tiñe el pelo. Cuando Papá Fritz lo descubrió
tenía doce años, y se alimentaba de carne cruda. Sus padres, temerosos del odio
popular, lo encerraron en una bohardilla oscura… inútilmente, pues el rumor de que
la casita de aspecto inofensivo alojaba a un monstruo se corrió desde el nacimiento
de éste, y la gente rehuía el contacto físico con los desafortunados padres, movida
por la superstición del contagio, por el horror sagrado que también irradia la lepra.
“Contra la hipertricosis, que puede ser parcial (mujeres
barbudas) o general (Braulio y sus colegas) no hay medicinas ni embrujos eficientes.
Los más antiguos casos, como Nabucodonosor, y los más modernos, como Julia Pastrana,
‘la mujer gorila’ exhibida en los circos europeos al declinar el siglo, coinciden
en lo esencial: capilaridad monstruosa. Pelo aquí, pelo allá, pelo en todas partes.
En la nariz, en las piernas, en las manos, en los pies, en la espalda. Hombres hirsutos,
masas peludas. La desagradable sorpresa después del parto. Las bases reales de un
mito legendario: la licantropía. Un hombre en cada millón padece hipertricosis.
Extremadamente raro. Chocante, pero soportable… a menos que se tenga una sensibilidad
muy delicada. Barnum registra, en su diario, el caso de una mujer que, después de
asistir a una de sus famosas soirées, entró en pánico y murió loca, gritando:
“¡Me ha tocado la perruna! ¡Me han pegado la lupina!
“Braulio, sin embargo, es una excepción dentro de la
excepción. Su amplia sabiduría, que por cierto no tomó de los libros, le permite
responder con ingenio y verdad a las preguntas más complicadas. Como nadie ha podido
averiguar de dónde proviene tal derroche de conocimientos, lo común es atribuirle
un origen mágico. De todos los monstruos de Papá Fritz, Braulio es el más singular
y constituye el ‘plato fuerte’ de su horrible menú. Domina quince idiomas y cuatro
dialectos, conoce y discute artes y ciencias, recuerda incidentes antiguos con precisión
de historiador, destaca como poeta ‘espontáneo’ (un oficio de gran prestigio y dignidad
en Penumbria) y es un connoisseur en materia de hierbas venenosas y alucinógenas.
Viste con buen gusto, aunque dramáticamente. Las joyas le fascinan. Usa sandalias
negras con bordados de oro, chaquetillas de torero y pantalones de terciopelo muy
ajustados. Aparece, con atuendos siempre distintos pero siempre magníficos, echado
en un gran cojín de Samarcanda, fumando ganja en una pipa de marfil y cepillándose
el pelo, esa cabellera global que lo cubre de la cabeza a los pies y que ahora lo
enorgullece, pues hace de él una especie de ángel o de demonio ‘tocado por el dedo
de la musa’, una de cuyas frases favoritas es:
“Dios hizo a Braulio a su imagen y semejanza”.
10
La
cosa que vieron mis ojos correspondía más que fielmente a la semblanza esbozada
por el folleto: no faltaba ni un pelo… y sobraban muchos. Braulio reposaba en su
cojín, alumbrado por una luz amarillenta, fumando su pipa, cepillándose el pelo
y mirándonos, impasible, desde su bizarro universo. Pensé: “No somos menos mágicos
que él. ¿Por qué sonríe?” Un hombre, tal vez el anciano de los quevedos que momentos
antes había visto llorar en las letrinas, ascendió las gradas que llevaban al tablado
y se arrodilló frente a Braulio, como un adorador frente al objeto de su culto.
Braulio le alargó la pipa. El hombre la tomó y le dio tres hondas fumadas. Luego,
la devolvió a Braulio, que fumó también. El hombre preguntó, con voz lo suficientemente
alta como para que todos lo escucháramos: “¿Existe Dios?”
Braulio parecía meditar. La respuesta fue perceptible,
a pesar de una ronquera leonina que entorpecía su voz:
“El Dios que creó al universo ha muerto, pero el dios
que creó a Braulio vive”.
Un dilatado fragor de reverencias cundió entre los espectadores.
El hombre que había preguntado besó la pata de Braulio y descendió los escalones.
Una niña muy pequeña, de largo traje blanco y velo de novia, subió al escenario,
se arrodilló ante Braulio, fumó de la pipa con él y preguntó:
“¿Cuál es el peor miedo de todos?”
“El miedo de tener miedo”, dijo Braulio.
“¿No tienes miedo?”, fue la segunda pregunta.
“No”, respondió el monstruo.
La niña guardó silencio. Luego, nuevamente, con altivez,
interrogó:
“¿Qué es más difícil: entrar en el cielo o entrar en
el infierno?”
Braulio advirtió un dejo humorístico en la cuestión,
pues respondió sonriendo, con ternura:
“Entrar en el infierno es tan difícil como entrar en
el cielo, pero los caminos que conducen a él no son los mismos”.
Emotivos aplausos activaron la vanidad de la pequeñuela,
que bajó, contoneándose, después de haberle besado la pata al “hombre perro”. Yo
pensé: “Si el monigote lo sabe todo, debe conocer sin duda el final de la historia
de Rudisbroeck”. Me adelanté, con esa idea en la cabeza, y una vez en el escenario
llevé a cabo mi versión de la ceremonia que había visto representada ya dos veces,
a la que Braulio se prestó con el mismo desinterés. Había un destello en sus ojos,
algo familiar…
“¿Cuál es, oh maestro, el final de la historia de Rudisbroeck?”
El público se deshizo en carcajadas. Yo reconsideré
mi pregunta, sin encontrar nada gracioso en ella. Por lo visto, Braulio tampoco,
pues levantando los brazos exigió silencio y, poniéndose de pie, me contestó:
“Lo verás con tus propios ojos. Ven conmigo”.
“Pero… ¿y la función?”
“La función continúa. Tus ojos son los ojos del espectador,
de cualquier espectador. Todos verán lo que veas tú”.
Me condujo tras el telón de fondo. Bajamos a lo que
parecía ser un sótano, por escaleras de fierro en espiral. Recorrimos pasillos y
aposentos (Braulio se movía pesadamente) hasta llegar a una especie de invernáculo
de paredes cubiertas por espejos que reflejaban plantas… pero no había plantas por
ningún lado. La luz que iluminaba el cubículo era, como antes, la luz del alma,
la luz de mi espíritu receloso. Sin decir nada, Braulio empujó uno de los espejos,
que giró para dejarlo pasar. Me quedé solo. El sonido minucioso de un gotear distante
alternaba con los latidos de mi corazón. Aguardé un buen rato. Por curiosidad, empujé
el mismo espejo que había dejado pasar a Braulio: no logré moverlo ni un centímetro.
Las plantas que los espejos reflejaban eran helechos, diminutas palmeras y lianas
muy tupidas. Además, la vegetación crecía junto con mi examen de aquellos espacios
ilusorios. Pronto no hubo más que selva a mi alrededor. La luz se filtraba entre
las hojas y los tallos: una luz verde, africana… “Meandros de pesadilla”, se me
ocurrió pensar. De un puntapié hice polvo el espejo que había frente a mí. La abertura
me mostró la perspectiva desierta de una calle de Penumbria: la calle que me llevaría
a la torre de Rudisbroeck. No había más que un paso del cubículo a la calle, de
manera que lo di. La torre, a lo lejos, parecía el mástil postrero de un buque hundiéndose.
Me encaminé hacia ella. Pasé frente a la tienda de Mefisto y me asomé al aparador.
Nuevos objetos (nada particularmente insólito) reposaban en sus estuches abiertos.
¿Cómo es que las baratijas y los instrumentos caseros podían suplantar a las refinadas
máquinas de tortura y primeras ediciones lujosísimas que había visto antes? No me
detuve a considerarlo demasiado. Una cosa me urgía: visitar y examinar la torre
de Rudisbroeck. Además, la promesa de Braulio me daba vueltas: “Lo verás con tus
propios ojos”.
Apresuré la marcha. La vereda arenosa declinó en un
camino empedrado: era, por fin, la senda que conducía a la puerta. Corrí. Atravesé
un jardín lleno de túmulos. “¿El panteón familiar?” Brumas espesas. Charcos. Llegué
al umbral. Cuando abrí la gran puerta de roble claveteado, una tela de araña me
acarició la frente.
11
Me
encontraba en un recinto circular de radio muy escaso y altitud aparentemente infinita,
con una escalera de caracol en medio que ofrecía las promesas, nada tentadoras,
de una bruma henchida de telarañas: muy lejos, muy arriba. Me atreví a subir tres
o cuatro peldaños, con ligereza. La escalera tembló. ¿Demasiado frágil? Tuve que
subir con más cuidado. Aun así, no pude advertir a tiempo que faltaba un peldaño
y casi me mato. Quedé un momento en suspenso, con una mano aferrada al barandal
y el resto de mi cuerpo en el vacío. Una rata enorme pasó junto a mí como una flecha
y se destripó millas abajo. No sé cuántas horas ascendí helado de pavor, ni cómo
de pronto llegué a mi destino, pero supongo que lo hice “fatalmente”. Mi destino
era aquello, cualquier cosa, que hubiera detrás de la puerta cerrada que me salió
al paso. La empujé. Cedió. Tinieblas. ¿Realmente? No: muy oscuro. Una luz. A la
derecha. ¡Cuidado! He tropezado con algo, una mesa, y he roto algo, una botella,
sin fijarme. Avanzo. La luz proviene de una hendidura. ¿Otra puerta? Sí. La empujo.
Cede. Una luz deslumbrante. ¿De veras? No. Una luz mortecina, la de siempre. Son
mis ojos los que, hipnotizados por la oscuridad de un momento antes, resienten cada
rayo luminoso. Las cosas van aclarándose. “¿Dónde estoy?”
12
¡Oh…!
La imagen que me había formado del laboratorio se veía disminuida, empobrecida por
la realidad: un techo elevado, cónico, del cual pendía una gran lámpara eléctrica
de potencia dudosa; un librero empotrado con algunos volúmenes; una especie de mesa
de operaciones cubierta por una sábana blanca o una mortaja; suciedad y polvo; matraces
rotos; un gran crisol; una chimenea enorme; retortas verdes; extraños tubos caracoleantes
de vidrio; bobinas, alambres y botones en máquinas incomprensibles. Yo esperaba
algo más. “¿Qué, por ejemplo?”, dijo una voz, extrañamente familiar. Volví la cabeza.
Nadie. “Vamos, responde. ¿Qué esperabas?” La voz se parecía a la de Braulio, a la
de Mefisto, a la de…
“¡Por supuesto!”, añadió. “Has adivinado”.
Yo me preguntaba mentalmente algo y la voz contestaba.
Una voz que era como… ¿la esencia del eco? Una voz…
“Telepatía”, dijo la voz. “Tú piensas, yo escucho. Soy
veterano en la materia, como recuerdas”.
“¡Rudisbroeck!”, grité. “¡Quiero verlo! ¡No me basta
su voz!”
“Ah… eres insaciable. ¿Cuántas veces me has visto ya?
¿Cuántas veces has oído mi voz?”
No quise decir nada: esas palabras y ese tono me confundían.
“La primera vez que oíste mi voz fue en la tienda de
antigüedades. ¿Recuerdas?”
“No puede ser. Mefisto…”
“Y no sólo Mefisto. ¿Quién te narró la leyenda, la leyenda
inconclusa?”
“No. Aguarde. Un viejo…”
“El viejo soy yo”.
Del extremo izquierdo, hundido en tinieblas, brotó un
hombre muy alto, de piel reseca y blanca, de ojos azules, de nariz aguileña, de
pelo cano, de boca delgada y de pómulos hundidos. No sé por qué, me recordó a mi
padre. Llevaba puesta una bata de médico, una bufanda y un monóculo.
Rudisbroeck.
“El viejo soy yo… en cierto sentido. Todo creador es,
también, sus creaciones”.
“No es tiempo de bromas”, dije. “Puede guardarse sus
bromas. Las bromas…”
“Basta. Querías verme y aquí estoy. ¿No quieres oír
el final de la historia?”
Clavaba en mí su mirada azul. Decidí seguirle la corriente:
“Me prometió dos finales”, dije.
“Y los tendrás, muchacho. Uno narrado y otro vivido.
¿Cuál quieres primero?”
“No entiendo”.
“Mira. Estás en Penumbria por amor al misterio. Saldrás
de Penumbria por odio al misterio”.
“Sigo sin entender”.
“Calla y escucha. Hemos convenido en algo. Tú me regalaste
un reloj. Lo aprecio. Tú me pagaste unas copas. Lo aprecio. ¿Recuerdas que prometí
narrarte el final de la historia a la mañana siguiente?”
“Recuerdo”.
“Pues bien. Hemos firmado un pacto, simbólicamente.
Debemos, pues, llenar las condiciones del pacto. Mira…”
Sacó mi antiguo reloj del bolsillo de su bata.
“Son las siete de la noche. Ha pasado un día… según
el horario de tu país. Tú sabes… aquí son siempre las cinco de la tarde”.
“Lo he notado, sí”.
“Bien. Lo estipulado dice que, en este instante, deberíamos
hallarnos en la taberna, frente a dos copas de zu”.
“Tiene razón. ¿Qué quiere que haga?”
“Oh, sólo beber un poco”.
“¿Beber? ¿Beber qué?”
Del mismo bolsillo, Rudisbroeck extrajo una botella
de cristal llena de un líquido verde. La acercó a mis narices.
“¡Uf!”, exclamé. “Huele a podrido”.
“Esencia de tiburón de Poltarnees”, informó, sonriente.
“Bebe un sorbo, no temas”.
“¿Esencia…?”
“O agua del olvido, del sueño. La utilizo en experimentos,
para desplazar cuerpos sólidos a largas distancias… Bebe. Yo beberé después”.
Obedecí. Me asaltaron náuseas; la imagen de Rudisbroeck
se desvaneció en pocos segundos; me hundí en un sueño espeso como el fango…
13
¡Qué
distinto es el sueño de todos los días al negro sopor que inducen los narcóticos!
La sustancia verdosa que Rudisbroeck me hizo beber provocó en mí efectos similares
a los que, según los entendidos, provoca el opio: ante mis ojos desfilaron interminables
hileras de columnas basálticas, grandes extensiones de agua, remolinos de caras,
jardines de metal, hombres de humo, laberintos de carne, pájaros blancos y negros…
imágenes sincopadas, imprecisas, que se tornasolaban, alargaban, cambiaban…
14
Desperté,
muy mareado, en la misma mesa remota de La Mansión del Zu, con el viejo narrador
de leyendas frente a mí. Tardé un poco en espabilarme. Apenas lo hice, me incorporé
y, fulminando al viejo con la mirada, le dije:
“¿No va a narrar de una buena vez el final de su maldita
historia?”
El viejo dejó de sonreír.
“Un trato es un trato”, dijo. “¿En dónde nos quedamos?”
“Oh… cuando Rudisbroeck y la réplica de Glinda se encaminan
al colegio. Ella pregunta: ‘¿Cómo me veo?’ y él responde: ‘Tan bien como Glinda’,
y reanudan la marcha”.
“Reanudan la marcha y llegan ante la puerta del colegio.
Sí. Rudisbroeck golpea la puerta. Son tres golpes muy fuertes. Glinda no responde.
Rudisbroeck…”
“Aguarde. Va muy rápido. No ha descrito la tarde, los
muros del colegio, la tensión”.
“Una tarde… pesada. Es casi de noche. ¿Los muros del
colegio? Roñosos, húmedos. Verdosidades. Podredumbre. Orín de murciélagos en el
aire…”
“¿Y el espíritu de Rudisbroeck?”
“Tenso como un lince que vigila a su presa”.
“Continúe”.
“Glinda, su amada Glinda, no acude ni responde a sus
llamados. Comienza a impacientarse. Aparece la luna, entre un desgarrón de nubes…”
“Caen gotas de lluvia”.
“Sí. Caen gotas de lluvia de repente, que lo obligan
a arrebujarse dentro de su gabán. Tiene frío. Se siente desvalido. Mira a Glinda
II con incertidumbre. Glinda II lo abraza y pregunta: ‘¿No quieres que yo la busque?’
Rudisbroeck accede: no hay más remedio. Glinda II entra en el colegio”.
“¿Cómo? ¿Forzando la cerradura?”
“No hay necesidad. La puerta ha estado abierta todo
el tiempo. Recuerda: es una puerta que las monjas no conocen”.
“Por supuesto”.
“Rudisbroeck espera cinco, diez minutos, media hora…
y nada; Cae la noche. La lluvia se convierte en aguacero, y el aguacero en diluvio.
Relámpagos violetas estremecen el cielo. Los muros del colegio se iluminan de pronto
y vuelven a hundirse en la noche. Rudisbroeck decide guarecerse en el colegio. Empuja
la puerta. Un bulto pesado le cae encima”.
“¿Glinda?”
“Eres tú quien se apresura. Un relámpago, esta vez amarillo,
le permite identificar al bulto. Es, en efecto, Glinda”.
“¿Cuál de las dos?”
“La original: Glinda de carne y hueso”.
“No comprendo”.
“Su amada Glinda tiene un cuchillo clavado en la espalda.
Su amada Glinda ha sido acuchillada. Está muerta”.
“¡Dios! ¿Y quiénes son los asesinos?”
“Femenino del singular, por favor. Glinda II, que aparece
entonces con las manos manchadas de sangre, se confiesa culpable, cierra los ojos
y declara, llorando, su amor a Rudisbroeck. Luego… cuéntame el resto”.
“Bueno… supongo que Rudisbroeck, en un súbito arranque
de furia, reduce a un montón de fierros y de poleas a su fatal muñeca…”
“Oh, no. Eso implicaría un final lleno de moralejas,
una suerte de fábula… No. La reacción de Rudisbroeck es distinta. Es comprensiva.
Triste y solemne, pero comprensiva. Mientras la lluvia acribilla el rostro de su
antigua amada, que ahora yace en el fango; mientras un torrente de sangre brota
de la espalda de la hermosa Glinda I y se mezcla con el agua mugrienta en el quicio
de la puerta, Rudisbroeck se aleja con un brazo alrededor de los hombros de Glinda
II y, dominándose, la consuela, le promete un amor incorruptible…”
“Qué final tan espantoso. Me defrauda…”
“Todavía no llegamos al final. Amanece. Las cosas son
visibles ahora, el crimen es visible para las monjas, para la ciudad, para el rey
de Penumbria y, sobre todo, para el hada oscura, madre de Glinda, cuyo nombre no
ha resistido al paso del tiempo…”
“Eso es absurdo siendo, como es, un personaje clave”.
“Tienes razón. Pero escucha… El hada oscura, enferma
de pena y de venganza, interroga a su espejo mágico…”
“¿Dónde vive este singular personaje?”
“En el palacio del rey, muy cerca del colegio religioso.
Es… era una construcción gótica bastante notable, de la que ya no queda nada. Ocurrió
hace tanto tiempo…”
“Claro. Prosiga”.
“La madre de Glinda interroga a su espejo mágico, un
espejo redondo con marco dorado y diseños vegetales. El espejo responde con imágenes.
Las mismas, cruentas imágenes que te he narrado; la llegada, la espera, la lluvia,
el bulto, la identificación del bulto, el cuchillo clavado en la espalda, la confesión,
la declaración de amor… Todo”.
“¿Y luego?”
“Trama su venganza. Pero no la reduce a Rudisbroek y
al sosías de Glinda: en su desesperación, extiende su dolor por toda Penumbria,
para siempre”.
“¿Cómo?”
“Fabricando un monumento simbólico: una tarde perpetua.
Para eternizar aquel crimen, elige la hora ambigua que lo precedió, una hora en
sombras que en Penumbria anuncia la llegada de la noche: las cinco de la tarde…
y dilata, valiéndose de sus poderes, esa hora para siempre. ¿Qué mejor venganza,
la de suprimir las mañanas prometiendo eternamente una noche que nunca llega?”
Miré al viejo. Estaba cansado. Pedí unas copas de zu.
El mesero, un joven de aspecto hindú, puso las copas en la mesa. Le deslicé tres
grammas (moneda de Penumbria) en la mano. Luego alcé mi copa, invitando al viejo
a brindar. Lo hicimos.
“¿Por quién?”, pregunté.
“Por ti. Por un feliz regreso a casa”.
Dudé antes de beber el sorbo, Me pareció un brindis
trivial. Hubo un silencio incómodo. Me apresuré a calificar:
“Una bella historia. Muy hermosa, de veras. Gracias”.
“No hay por qué darlas. Pero la historia es falsa. Todos
la creen verdadera, pero es falsa. La verdadera historia es otra”.
“¿Cómo?”
“Sí. Glinda nunca ha existido, ni tampoco el rey, ni
el hada oscura. Sólo Rudisbroeck es real. Y Penumbria”.
“Pero… ¿de dónde proviene entonces el nombre de la ciudad?”
“Penumbria siempre ha sido Penumbria. Creí que ya lo
sabías”.
“No. Yo pensé que la historia era simplemente una justificación
del nombre de la ciudad…”
“Y así lo es. Por mágica que sea, la historia nos tranquiliza
a todos”.
“Entonces, ¿cuál es la verdadera historia?”
“Ve a la torre de Rudisbroeck y convéncete por ti mismo”.
Enarqué las cejas. Ir de nuevo a la torre de Rudisbroeck,
sin “esencia de tiburón” de por medio, era una idea fatigosa. Además, no podía saber
si lo que encontraría allí sería agradable, con tantos hechos confusos. La verdad
es que temía sinceramente volver a la torre de Rudisbroeck, y así se lo hice saber
al viejo.
“No puedes negarte ahora. Si has comenzado algo, termínalo
de una vez. ¿Tienes miedo de saber la verdad?”
Eso era un reto. Me levanté con decisión y extendí la
mano:
“Ha sido un gusto conocerlo. Tal vez no volvamos a vernos”.
“Tal vez. Hasta pronto”.
Extendió su mano y estrechó la mía. En la puerta, volví
la cabeza y dije:
“Adiós”.
“Hasta pronto”, insistió el viejo, clavando en mí su
mirada azul.
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