domingo, 7 de abril de 2024

Mi propio camino

Richard McKenna

 

Walter Cordice había engordado, se sentía viejo y le gustaba la vida tranquila. Aquel mismo día sería el último de su último trabajo de campo antes de retirarse a Nueva Zelanda. Miró a su mujer en la pantalla de observación, consternado.

La vida no había sido muy tranquila en el tiempo en que él y Leo Brumm y Jim Andries habían estado instalando la relevadora de hiperespacio en el planeta Robadur. Habían traído consigo a sus mujeres, y habían tenido que vivir y trabajar escondidos bajo la roca sólida en lo alto de una elevada montaña. Había sido necesario, pues los robadurianos eran asimbólicos, y el contacto con una cultura podía trastornarlos, de modo que el Instituto del Hombre, que tenía jurisdicción sobre todos los planetas homínidos, había prohibido todo contacto con los naturales del lugar. Martha se había aburrido mucho, aun cuando le construyeron el refugio en un pico cercano. Cordice, en cambio, se había puesto contento cuando él y Andries habían establecido contacto Tau con la unidad relevadora de comunicaciones.

Habían sido dos meses de pacífico aislamiento, mientras los circuitos Tau de la unidad copiaban ciertas estructuras neurales de los hombres con el propósito de adquirir cierta conciencia y ser capaz de telepatía electrónica. Había sido una época agradable y tranquila. Ahora habían terminado, y estaban preparándose para sellar la estación y regresar a la Tierra en la cápsula automática. Sólo los antropólogos del Instituto del Hombre visitarían Robadur en el futuro.

Y ahora Walter Cordice, de pie entre las ruinas del refugio, miraba descorazonado la imagen de la ilícita pantalla observadora.

Los robadurianos no empleaban símbolos. No podían haber asaltado el refugio. Pero la pantalla mostraba a Martha, a Willa Brumm y a Allie Andries sentadas en el suelo y atadas a estacas en las cercanías de un bosque. Nada había alterado el impecable vestido azul y los ordenados rizos rojizos de Martha. Estaba sentada con las piernas regordetas muy juntas y estiradas, frunciendo la boca, y era evidente que ella tampoco creía en lo que estaba viendo.

Cerca de un arroyo, del otro lado de un prado verde salpicado de flores amarillas, unos desnudos y barbudos robadurianos cavaban un pozo con unas estacas afiladas. Otros apilaban ramas secas. Eran criaturas de elevada estatura, de vello escaso (que no ocultaba las masas de músculos), frentes bajas y caras hocicudas. Uno de los del grupo, que llevaba una máscara de demonio hecha con ramas y plumas, parecía vigilar los trabajos. Junto a Martha, la pizpireta, morena y menuda Allie Andries lloraba en silencio. Willa luchaba con las cuerdas que le apretaban los brazos blancos. Las tres mujeres entendían muy bien que estaban en dificultades.

Cordice se apartó de la pantalla evitando los ojos de Leo Brumm y de Jim Andries. En aquel decorado de color plateado y escarlata, los dos hombres, vestidos con oscuros trajes de faena, parecían tan fuera de lugar como el joven robaduriano muerto tendido en el piso del refugio. La cara rechoncha y agradable de Leo tenía una expresión agobiada. Jim Andries fruncía el ceño. Era un hombre corpulento, desgarbado, de facciones recortadas y pelo negro. Los dos eran jóvenes y novatos, y Cordice sabía que estaban pidiéndole en silencio que tomara una decisión.

Una decisión. Ya no podría retirarse con el grado 8. Necesitaría un poco de suerte para conservar el grado 7. Pero acababa de salir de un rapport y por ahora lo veía todo claro, y la ley era clara también y había que reducir al mínimo los efectos del shock cultural, a cualquier precio. ¿Pero abandonar a Martha? Miró el cadáver del niño robaduriano. La tersa piel marfileña estaba libre de pelo azul, excepto en el cráneo aplastado. Sintió que la sangre se le subía a la cabeza.

–Nuestras mujeres lo bañaron, lo afeitaron y lo transformaron en un animal doméstico –dijo, con un ligero temblor en la voz–. Leo… Leo…

–Es culpa mía, señor. Les instalé una pantalla observadora y fui a buscar al niño –dijo Leo–. No quise molestarlos a usted ni a Jim durante el rapport –Leo era un joven grueso, rubio, y estaba muy pálido ahora–. Ellas… bueno, yo me hago responsable.

–Las responsabilidades las fijará el Instituto del Hombre –dijo Cordice.

El culpable soy yo, pensó. Por traer aquí a Martha, contra mis propios deseos. Pero Leo había violado las normas con la pantalla observadora y la consecuencia había sido un contacto ilícito y… ¡este problema! Leo era joven, habían sido demasiado complacientes con él. Muy bien, la culpa era de él, Cordice. Habló con una voz crispada:

Minimizaremos dijo. Destrucción del refugio, sellado de la estación, vuelta a la Tierra en la cápsula y un informe.

Jim puso muy mala cara.

Yo quiero a mi mujer, Cordice, y no me importa lo que usted piense de la suya. Sacaré a Allie de aquí aunque tenga que reducir a esos monos azules a cenizas con el shock cultural de un lanzallamas.

Usted hará lo que yo diga, Andries. Usted y su mujer firmaron un convenio, ¿recuerda? Cordice miró fijamente a Andries De acuerdo con la ley, la vida de toda una especie que un día puede llegar a ser humana vale mucho más que la vida de ella.

Me importa un bledo la ley. ¡Mi mujer vale más para mí! Cordice, esos monos azules ya son humanos. ¿Cómo, si no, hubieran podido asaltar el refugio, matar a la criatura, llevarse a las mujeres? Jim lanzó un escupitajo Encárguese usted de sellar la estación, no se ensucie las manos con esto. Leo y yo rescataremos a las mujeres.

Cordice bajó los ojos. Qué insolencia. Sin embargo… Leo podría atestiguar que Andries lo había obligado…

Iré también, para asegurar la minimización dijo. Aunque bajo expresa protesta. Leo, usted es testigo. Pero hay que destruir en seguida el refugio.

Minutos más tarde Leo volaba en la máquina mientras Cordice movía el lanzallamas sobre la superficie rocosa. La piedra humeaba, se deshacía, se fundía y caía en un agujero de vapor y burbujas. El muchacho muerto, de miembros musculosos y piel lisa, ya no era más que unos restos de carbón. Cordice se sintió aliviado.

Media hora más tarde, Leo voló sobre el prado, al pie de la misma montaña. Todos los robadurianos corrieron desordenadamente a ocultarse en el bosque, y Jim no tuvo que utilizar el lanzallamas. Leo descendió, y los hombres salieron, y Cordice sintió que algo se le aflojaba en el estómago. Corrieron todos hacia las mujeres. Allie Andries sonreía, pero Martha gritaba algo, colérica. En el momento en que Cordice iba a librar a Martha de sus ataduras, la horda azul salió otra vez del bosque. Venían gritando y saltando y sacudiendo unas ramas húmedas con hojas, y el olor acre…

 

Cuando Cordice recobró el conocimiento, descubrió que lo habían atado a una estaca, como un animal, y que era su vida, no su carrera, lo que tenía que salvar ahora. Se hizo el dormido y espió con los ojos entornados. Martha parecía furiosa y no se atrevió a mirarla de frente. No podía ver a los otros, excepto a Allie Andries que sonreía… le sonreía a Jim, sin duda.

Esos dos chicos tienen que escapar, pensó Cordice.

Debió estar inconsciente bastante tiempo, pues el cielo del atardecer era rojo y dorado y parecía que el pozo había sido concluido. Tenía forma elíptica y unos diez metros de largo y uno de profundidad. Unos pocos robadurianos amontonaban aún tierra negra a los lados, y otros juntaban malezas formando una pila aproximadamente triangular. Se oía un rumor de charla, pero Cordice sabía que no era sino un sonido que acompañaba a un estado de ánimo común. Por eso precisamente era también tan horrible. Los robadurianos eran asimbólicos, y carecían de lenguaje, y de nociones de bien y mal. Eran una fuerza de la naturaleza, como una cascada. No era posible influir en ellos con amenazas, regalos o aun ruegos. A pesar de una nariz roma y de unos labios demasiado abultados, Cordice podía impresionar con su aspecto… allá en la Tierra. Pero no a estas criaturas.

El robaduriano que llevaba la máscara de demonio estaba de pie junto al pozo como un centinela. De pronto se volvió y caminó hacia Cordice, arrastrando su lanza de madera. Cordice se encogió y sintió que un grito le subía a la boca. El demonio se irguió ante él, alto y fuerte. Le faltaba el dedo meñique en la mano que sostenía la lanza. Unos ojos grises espiaban entre hojas y plumas.

–Cordice, insensato, ¿por qué ha traído a las mujeres? –preguntó el demonio en fluido inglés–. Ahora no saldrán de aquí con vida.

El grito de Cordice se apagó en un jadeo de alivio. Se sintió animado otra vez, casi libre. El lenguaje… pero Martha habló primero.

Los hombres necesitan a las mujeres para inspirarse y para que ellas les den coraje! ¡Walto! ¡Dile quién eres!

Walto significaba que Martha estaba furiosa. En los momentos de afecto ella lo llamaba Wally. Pero, como de costumbre, Martha tenía razón. Apretando las mandíbulas clavó una mirada de status 7 en la máscara de demonio.

Escuche dijo amablemente, si conoce usted nuestro lenguaje sabrá que nunca descendemos en un planeta homínido. Hay muchos otros planetas. Si estamos aquí es por motivos técnicos. Hemos terminado el trabajo. Tenemos almacenes y herramientas que podemos dejar aquí –se rio–. Tómelas y déjenos ir. No volverá a vernos.

El demonio meneó la cabeza.

–No se trata de lo que puedan ver, sino de lo que las mujeres han visto –dijo–. Conocen un secreto sagrado y el dios Robadur exige la muerte de todos ustedes.

Cordice empalideció, pero habló con calma.

–Andries y yo no hemos tenido contacto con los otros durante dos meses. Yo no conozco ningún secreto. Mientras estábamos aislados, Brumm instaló para las mujeres una pantalla de observación y rescató a ese niño…

–Que estaba destinado a Robadur. Robadur devora a sus hijos.

Torturaban a Arthur cuando el chico logró escapar –dijo Martha–. ¡Yo lo vi a usted allí!

–En la pantalla de observación, que está estrictamente prohibida.

–¿Y por qué no? ¡Ustedes son animales, con sus cosas colgando!

El demonio puso la punta de lanza en el cuello de Martha.

–¡Cállese o la atravieso ahora mismo!

Los ojos de Martha desafiaron a la criatura emplumada.

–¡No! ¡Cállate, Martha! –gritó Cordice con voz ronca. Bajó la cabeza–. Brumm lo hizo. Mátelo y déjenos ir.

–Sí –dijo Leo desde atrás con una voz aguda y temblorosa–. Tómeme y suelte a los otros.

– ¡No! ¡Oh, por favor, no!

Era la voz de Willa, que sollozaba.

–¡Basta! –rugió Jim Andries–. ¡Todos o ninguno! Oiga, usted, que se esconde tras esas plumas. Conozco su secreto. Es usted un renegado que se hace pasar por un dios entre estos asimbólicos. Pero estamos aquí enviados por el Instituto del Hombre, y pronto vendrán a buscarnos. El juego terminó. Déjenos ir y sólo se le acusará de haber perturbado una cultura.

El demonio apoyó la lanza en el suelo y ladeó la cabeza. Los robadurianos que rodeaban el pozo se incorporaron y miraron. Martha chilló.

–¡Mi propio hermano es el Instituto!

–¡Le dije que se callara! –el demonio le golpeó la cara con el mango de la lanza– Conozco a su hermano. Tom Brennan la mataría él mismo para guardar el secreto.

–¿Qué secreto, cara emplumada? ¿Que es usted un dios? –preguntó Jim.

–El secreto de que el hombre se creó a sí mismo, y de que puede hacer ahora lo que hizo antes –dijo el demonio–. No soy de Robadur, Andries, pero estoy en este planeta por orden del Instituto del Hombre. El Instituto cargará con la responsabilidad de estas muertes. Lo mismo ha ocurrido en centenares de otros planetas homínidos, para guardar el secreto.

–¡Roland Krebs! ¡Rollo! Golpeaste a una dama…

Como una serpiente, la lanza saltó a la garganta de Martha, que echó atrás la cabeza.

–Ah… ah… ah… –dijo, pálida de pronto, con una mirada de incredulidad.

–¡No le haga daño! –gritó Cordice–. Le juro que olvidaremos, si nos deja ir.

El demonio retiró la lanza y se rio.

–¿Y sobre qué jura, Cordice? ¿Su honor? ¿Su alma? –Escupió en el suelo–. Lo que el hombre hizo antes puede no hacerlo ahora. Usted es la prueba viviente.

–Se lo juro por Robadur –suplicó Cordice.

El demonio miró el sol poniente.

–Es posible, es posible –dijo pensativamente–. Hay un grupo de muchachos preparado para la ceremonia de la noche, usted podría ir con ellos –se volvió–. Usted manda, Andries. ¿Qué opina?

–¿De qué se trata? –preguntó Jim.

–Es un rito que transforma a animales en seres humanos –dijo el demonio–. Ciertas pruebas eliminan a los animales. Si ustedes son realmente hombres, no les pasará nada.

Jim habló con voz tensa.

–¿Y las mujeres?

–No tienen alma. Robadur las dejará al cuidado de ustedes.

–Tiene usted mucha fe en Robadur –dijo Jim.

–No es fe, Andries. Un conocimiento científico tan duro como el suyo –dijo el demonio–. Si mete a un robaduriano en una máquina peluquera, no necesitará de la fe para que le corten el pelo. Bueno, un rito viviente es una especie de máquina síquica. Ya verán.

–Muy bien, de acuerdo –dijo Jim–. Pero que no les hagan daño a nuestras mujeres. ¿Entiende, emplumado?

El demonio no respondió. Llamó y los nativos se amontonaron alrededor de las estacas. Unas manos desataron a Cordice y lo ayudaron a mantenerse en pie. El corazón le latía con tanta fuerza que se sentía mareado.

–¡No permitas que te hagan daño, Wally!

En el rostro descompuesto de Martha, Cordice vio la forma huidiza de un espectro: la muchacha con quien se había casado hacía treinta años. Había en ella algo de esa belleza viviente que iluminaba el rostro de Allie Andries, vuelto hacia Jim. Cordice le dijo adiós al fantasma, paralizado de miedo.

 

Cordice subió arrastrándose por la oscura cañada, como un toro herido. Sabía que los sacerdotes que venían detrás lo atravesarían con sus lanzas, pues él no era más que un animal de presa, si no llegaba antes a una laguna sagrada que estaba en algún sitio más allá. Jim y Leo y los aterrorizados jóvenes robadurianos se le habían adelantado hacía tiempo. Las piedras afiladas le lastimaban los pies, y las espinas de los matorrales le desgarraban la piel desnuda. Leo y Jim eran culpables y jóvenes y tenían que vivir. Él era inocente y viejo y tenía que morir. No era justo. Que ellos murieran también. Un fuego le quemaba el pecho, y al pie de una cascada se le doblaron las rodillas.

Moriría allí. No era justo. Oyó a los sacerdotes que venían, y el terror le retorció los músculos de la espalda. Moriría luchando. Se arrastró en el agua en busca de una piedra y se volvió acurrucándose hacia las lanzas.

Jim y Leo salieron de la cascada y lo ayudaron a levantarse.

–¡Valor, Cordice! –gritó Jim.

Lo llevaron a rastras, jadeando y maldiciendo, hasta que la cañada se abrió en una laguna de aguas serenas, al pie de una montaña rocosa que los últimos rayos de sol coronaban de rojo. Veinte jóvenes robadurianos se apretaban lloriqueando en la pendiente de la izquierda. En seguida llegaron los sacerdotes, dando gritos, y todo fue entonces para Cordice como una sucesión de relámpagos.

Un demonio guardián, una criatura monstruosa con unas barras blancas pintadas con arcilla en el pecho, y otros sacerdotes lo llevaron loma arriba, y lo tendieron de espaldas con los brazos y piernas abiertos sujetándole las muñecas y los tobillos con briznas de hierba. Luego le colocaron un guijarro en el pecho. Cordice trató de recordar que éstos eran impedimentos simbólicos, y que Barras Blancas lo mataría si quebraba las briznas o movía el guijarro. En un sitio más bajo de la pendiente un muchacho nativo gritó y rompió las ligaduras y los sacerdotes le aplastaron el cráneo. Cordice se estremeció y se quedó muy quieto. Pero cuando le clavaron la espina en el tendón de Aquiles izquierdo, emitió un gemido entrecortado y alzó bruscamente la pierna. El guijarro cayó, y la maza le golpeó un lado de la cabeza, y él, Cordice, murió.

Despertó con el cuerpo dolorido y helado a la luz de las estrellas y comprendió que no había sido más que un desmayo. Barras Blancas estaba sentado sombríamente a su lado, con la maza en las peludas rodillas. En la pendiente, más abajo, los muchachos nativos entonaban una quejosa canción sin palabras, que expresaba pena y un temeroso asombro. Casi podría cantar con ellos, pensó Cordice. Tenía otra vez el guijarro en el pecho, y sentía los lazos de hierba en las muñecas y los tobillos. Una piedra le lastimaba la espalda y cambió de posición muy lentamente para no mover los símbolos. Cerca, pero no a la vista, Jim y Leo comenzaron a hablar en voz baja.

Malditos sean, pensó Cordice. Ellos vivirán y yo moriré. Ya estoy muriendo ahora. ¿Por qué he de soportar este dolor y esta indignidad si de cualquier modo tendré que morir? Me sentaré y Barras Blancas terminará con esto de una vez. Pero primero…

–Leo… –dijo.

–¡Señor Cordice! ¡Qué alivio! Pensábamos… ¿Cómo se siente, señor?

–Mal. Leo… quiero decirle… ha hecho un buen trabajo aquí. Podrá pasar al status 3. Quiero decirle… que soy el único culpable. Lo siento.

–No, señor –le dijo Leo–. Estaba usted en rapport. Cómo podría usted…

–Antes de eso. Cuando permití que viniese Martha… de modo que ustedes los más jóvenes no pudieron dejar allá a sus mujeres –Cordice hizo una pausa–. Mi obligación… Soy lo que soy en parte gracias a Martha, Leo.

El orgullo de Martha, pensó Cordice. Martha tenía sentimientos más delicados, sabía en seguida dónde estaba la verdad, y no había para ella indecisiones morales. De modo que Martha mostraba siempre el camino.

–Ya lo sé –dijo Leo–. Willa me da también orgullo y ambición.

Martha había estado influyendo en Willa, pensó Cordice. Le había insinuado que podía ayudar a Leo en su carrera. Y así consiguieron la pantalla de observación. Bueno, él, Cordice, había estado poniendo a Leo muy por encima de Jim. A Martha no le gustaba la actitud de Allie, ni la de Jim.

–Moriré pronto, muchachos –dijo Cordice–. ¿Me perdonarán?

–No –dijo Jim–. No se deje abatir, Cordice. Perdónese a sí mismo, si puede.

–Cuidado, Andries, recordaré eso –dijo Cordice.

–Me llevaré a Allie a un planeta de la frontera –dijo Jim–. No veremos nunca más un mono pelado como usted.

Leo murmuró una protesta. Viviré para arreglar cuentas con Andries, pensó Cordice. Maldito insolente. Sintió un latido en el tobillo y la piedra le resbaló sobre las costillas. Se movió con cuidado y se sintió mejor. Tarareó entre dientes la canción nativa y eso ayudó también. Cerró los ojos, adormeciéndose. Si vivo, dejaré que me crezca el vello del cuerpo, pensó. Por lo menos el vello del pubis.

 

Lo despertó la voz de Jim:

–¡Cordice! ¡No se mueva ahora!

Cordice abrió los ojos y vio a su alrededor unas piernas peludas y unas caras bestiales que mostraban los dientes a la luz de las antorchas y rugían una canción, y a Barras Blancas que esgrimía una maza temblorosa y no tenía dedo meñique en la mano derecha. La canción rugió sobre Cordice como un trueno y unas chispas llameantes bajaron a devorarlo. Cordice gimió y se retorció pero el pedrusco no se le cayó del pecho. El grupo continuó su marcha. Más abajo un muchacho gritó y las mazas lo hicieron callar. Y otra vez, y Cordice sintió pena por los muchachos.

–Maldición, eso duele de veras –dijo Jim.

–Esta fue la prueba que no soportó ese chico Arthur, pero él se escapó –dijo Leo–. La señora Cordice lo observó en la pantalla hasta que pude rescatarlo.

–¿Cómo reaccionó? –preguntó Jim.

–Confió en mí, en seguida. Willa dijo que era muy afectuoso y que le enseñaron toda clase de habilidades. Pero nunca habló. Perdía la cabeza cuando trataban que aprendiera a hablar, me dijo Willa.

Yo también soy afectuoso, y aprendí toda clase de habilidades, pensó Cordice. Allá abajo se habían apagado las antorchas, y los sacerdotes cantaban con los muchachos. Barras Blancas, sentado junto a Cordice, cantaba también, en voz baja. Era una canción nueva, con palabras, que turbaba a Cordice. Oyó luego unas pisadas detrás de su cabeza y Jim habló roncamente.

–Hola, cara emplumada, todavía estamos aquí –dijo Jim–. La señora Cordice lo llamó con un nombre, Krebs, ¿no es así? ¿Quién diablos es usted?

–Roland Krebs. Soy un antropólogo –dijo la voz del demonio emplumado–. Estuve a punto de casarme con Martha, pero empezó a llamarme Rollo justo a tiempo.

¿Ese individuo? Cordice abrió la boca, y la cerró. Maldita sea. Fingió un desmayo, y trató de no oír.

–No podrán participar de la próxima fase del ritual y es una pérdida muy lamentable –dijo Krebs–. Ahora cada uno de los muchachos está aprendiendo el nombre que reclamará como suyo, en la última fase, si sobrevive. Los hombres tienen un lenguaje rudimentario y los muchachos aprendieron hace tiempo las palabras, como loros. Ahora, mientras cantan con los sacerdotes, las palabras se hacen vivas en ellos.

–¿Qué quiere decir? –preguntó Jim.

–Eso exactamente. Las palabras se juntan unas con otras y por primera vez significan. Lo que cantan ahora es el mito de la creación robaduriana. –Krebs bajó la voz–. No son ahora como usted, Andries. Asisten directamente con todos sus sentidos a la creación primigenia de un mundo humano.

Jim parecía pensativo.

–¿Una pérdida? Sí… muy lamentable.

–Sí. Durante mucho tiempo las palabras fueron sólo una enfermedad para nuestra especie –dijo Krebs–. Pero las ideas pueden aún tener significado. Escuche esto, por ejemplo: hemos encontrado homínidos en miles de planetas, pero ninguno que hubiera entrado muy profundamente en la etapa de los símbolos. La paleontología prueba que los homínidos nativos han estado detenidos en el umbral del desarrollo de la mente humana durante doscientos millones de años. Pero en la Tierra la mente que maneja símbolos se desarrolló en unos trescientos mil años.

–¿La mente se desarrolla? –preguntó Jim suavemente.

–El cerebro se desarrolla, así como las aletas se transforman en pies –dijo Krebs–. Los homínidos son incapaces de desarrollar un sistema nervioso central adecuado para el uso de símbolos. Pero en la Tierra, y de un modo inmediato, algo provocó un cambio estructural en el sistema nervioso central, mucho más importante que la transformación de un reptil en mamífero.

–Yo soy ingeniero –dijo Jim–. Los zoólogos conocen la causa.

–Los zoólogos supieron siempre que la selección natural no pudo haber sido la causa de un cambio tan rápido –dijo Krebs–. Y lo que hemos aprendido en los planetas homínidos es también una prueba. Si sólo hubiéramos contado con la selección natural, hubiéramos tardado quinientos millones de años. Nuestros padres tomaron un atajo.

–Muy bien –dijo Jim–. Muy bien. Nuestros padres se convirtieron en su propio factor selectivo, con rituales como éste. Eran animales y se cambiaron a sí mismos en hombres. ¿Es eso lo que quiere decirme?

–Quiero que sienta algo de lo que sienten los muchachos ahora –dijo Krebs–. Sí. Nuestros padres inventaron un ritual, como una extensión artificial del instinto. Inventaron un ritual para detectar y conservar todas las mutaciones orientadas hacia lo humano, eliminando las regresiones animales. Inventaron pruebas donde una conducta normal animal-instintiva significara la muerte y sólo aquellos capaces de apartarse del instinto pudieran sobrevivir y ser humanos y padres de la nueva generación –la voz le tembló ligeramente a Krebs–. ¡Piense un poco, Andries! Hermanos animales y humanos, nacidos de la misma madre, y los animales muertos en la pubertad, cuando son incapaces de pasar por ciertas pruebas que sólo las mentes humanas pueden soportar.

–Sí. Nuestro secreto. Nuestro verdadero secreto –la voz de Jim tembló también–. Caín matando a Abel durante diez mil generaciones. Esa muerte me creó a mí.

Cordice se estremeció y la piedra le resbaló en las costillas.

–El pecado de la Sombra de Robadur es la gracia de la Luz de Robadur, y los dos son uno –dijo Krebs–. El Instituto ha elaborado una ciencia del mito, Andries. La Sombra de Robadur es la personalidad de la especie, el instinto personificado. La Luz de Robadur es el potencial humano de estas criaturas. Ata a la Sombra de Robadur con símbolos y lo coerciona con rituales. Lo hace con amor, para transformar a su gente en seres humanos.

–Con amor y miedo y dolor y muerte –dijo Jim.

–Y dolor y muerte. Los que han muerto esta noche son animales. Los que morirán mañana serán humanos fracasados que tienen conciencia de la muerte. Oiga cómo cantan.

–Oigo. Y sé cómo se sienten. Gracias por todo, Krebs –dijo Jim–. ¿Sólo los muchachos?

–Sí –dijo Krebs–. Las muchachas recibirán del padre la mitad de los cromosomas, y todo el afecto de la selección excepto la porción del cromosoma-y masculino. Permanecerán sin culpa, encerradas en la Sombra de Robadur. Una diferencia síquica.

–Ah. Y ustedes, la gente del Instituto, inician estos rituales en los planetas homínidos, y hacen que continúen, como alimentando una hoguera ya encendida –dijo Jim lentamente–. El shock cultural es una mentira.

–No es una mentira. Sirve como útil pantalla de humo.

–Ah. Krebs, gracias. Krebs… –Jim bajó la voz y Cordice aguzó el oído–, ¿diría usted que en la Luz de Robadur hay un potencial trashumano?

–Espero que llegue a haberlo –dijo Krebs–. Bien, ya conoce usted toda la medida de nuestra traición. Y ahora me voy.

Las pisadas de Krebs se perdieron a lo lejos. Leo habló por primera vez.

–Jim, estoy asustado. Esto no me gusta. ¿Este ritual va a hacernos trashumanos? ¿Qué significa?

–No podemos saberlo. ¿Le preguntarías a un mono qué significa ser humano? –dijo Jim–. Nuestros padres se cambiaron a sí mismos, y luego se detuvieron, aunque no había por qué. Espero que en uno de estos planetas homínidos los humanos se transformen en otra especie –se rio–. Esa posibilidad es precisamente el secreto que tenemos que guardar.

–No me gusta. No quiero ser trashumano –dijo Leo–. ¡Señor Cordice! Señor Cordice, ¿qué piensa usted?

Cordice no respondió. No permitiría que ese maldito Andries lo insultara otra vez. Además, no sabía qué pensar.

–Está desmayado o muerto, pobre bastardo, rechoncho y viejo –dijo Jim–. Leo, este ritual te invita a probar tu masculinidad humana, lo mismo que a los muchachos. Nuestra masculinidad no es por ahora sino un accidente de fertilización.

–No me gusta –dijo Leo–. Esa cuestión trashumana. Es… inmoral.

–Faltan todavía cien mil años –dijo Jim–. Pero me gusta. Lo que no me gusta es pensar que la historia de la galaxia asciende para luego detenerse para siempre en el nivel del viejo Wally.

–No es tan malo –dijo Leo–. Espero que esté todavía con vida.

Lo estoy, malditos sean, pensó Cordice. Los hombres callaron.

Las voces de los sacerdotes se apagaron al pie de la pendiente y los muchachos entonaron solos el canto de la creación. Barras Blancas se alejó de Cordice. El cielo palideció sobre el muro rocoso revelando unos planetas brillantes. Cordice se sentía afiebrado, somnoliento.

Vio una red de líneas doradas, en abanico. Los nudos crecieron y se convirtieron en peces, lagartos y hombres. Una voz murmuró: Toda vida es un continuum en el tiempo. De hijo a padre, la continua línea del germen retrocede hasta el océano primigenio. Por ti la vida engendró sexo y muerte. Por ti aspiró aire con unos débiles pulmones. Por ti soportó el dolor de la fuerza de gravedad con unos huesos demasiado blandos. Diez mil de tus velludos padres, uno por vez, pasaron por esta prueba de dolor y terror para que fueras un hombre.

¿Por qué?

No sé por qué.

¿Eres un hombre?

¿Qué es un hombre? Soy un hombre por definición. Por derecho natural. Por accidente de fertilización. ¿Qué otra cosa es un hombre?

Dos billones de años te golpean como una marea, Walter Cordice. Los veinte mil puños de tus velludos padres te golpean como llamando a una puerta. Abre el camino, o te harán pedazos.

No sé cómo abrirles. He perdido la clave.

Cordice huyó de sus padres velludos en una niebla de sueño. Pero esos padres preservaban en él, intactas, las secas ataduras que lo retenían con la tensa fuerza del significado. Sostenían el guijarro que le aplastaba el pecho con el peso de una montaña, el peso del símbolo. Nunca había dejado de saberlo.

 

El día siguiente amaneció nublado, y al mediodía la sed era el tormento mayor. Cordice oía apenas los chasquidos de los insectos que se le posaban sobre las costras de sangre y suero. Pero oía los chapoteos de los sacerdotes que guardaban el agua al pie de la pendiente. Oía también, una y otra vez, los gritos de muerte de los muchachos cuando la sed animal vencía en ellos los lazos precarios y recientes que los unían a los símbolos. Sólo sobrevivían aquellos que recordaban el significado de las ataduras de hierbas, pensó Cordice. ¡Pobres chicos! Para vivir y ser humano había que ser capaz de sufrir y de pecar contra el instinto.

Las voces de Jim y Leo se apagaban y asomaban en los sueños febriles de Cordice. Tenía entumecida la espalda ahora, donde se le clavaba el borde de piedra.

Cuando Barras Blancas lo empujó cuesta abajo con la maza, el cielo rosa del crepúsculo coronaba ya las rocas, sobre la laguna. Cordice bajó cojeando y frotándose las articulaciones y los músculos doloridos que le reclamaban agua. Jim y Leo estaban bien, aparentemente. Cordice no contestó a sus saludos. Moriré, pero no quiero la piedad de estos malditos, pensó. Se apartó de ellos y fue hacia el grupo de muchachos nativos que esperaba de pie junto al borde rocoso de la laguna. Los labios delgados se retorcían y las chatas narices se ensanchaban aspirando el olor del agua. Cordice aspiró también el olor. Luego vio a Krebs, aún con la máscara de ramas y hojas, que salía de las filas de los sacerdotes y hablaba con Jim.

–Los arrojaremos a todos al agua, Andries. La Sombra de Robadur exige que naden hasta la orilla o mueran ahogados. La Luz de Robadur impedirá que beban, pues si no serán aplastados por las mazas. Las dos fuerzas actuarán a la vez. ¿Entiende?

Jim asintió y Krebs se volvió hacia los sacerdotes. Estos niños no serán capaces, pensó Cordice. Yo tampoco. Sacudió el brazo del muchacho que tenía al lado y miró aquellos ojos castaños y temerosos. No bebas, trató de decir, pero tenía la garganta demasiado seca. Sonrió y asintió con un movimiento de cabeza y se apretó los labios con los dedos. El muchacho sonrió y se apretó también los labios. En seguida todos los muchachos estaban haciendo lo mismo. Cordice se sintió invadido por un raro sentimiento. Era algo que se parecía al amor. Como si todos aquellos muchachos fueran sus hijos.

Luego la humedad le enfrió el cuerpo y le golpeó la cara. Nadó torpemente, y se mordió la lengua para no tragar agua. Barras Blancas lo esperaba otra vez en la orilla, y Cordice oyó detrás los gritos terribles y los mazazos. Sintió que las lágrimas le quemaban los ojos.

Luego se encontró otra vez cojeando y tropezando en la cañada oscura. En los lugares abruptos los jóvenes nativos lo ayudaban tomándolo por los brazos. Atravesaron un telón de sauces y vio un fuego que ardía cerca del pozo cercado de matorrales. Las tres mujeres estaban todavía allí. Parecía que estaban bien. Cordice fue con los muchachos hacia el pozo.

–¡Wally! ¡No permitas que te hagan daño! –gritó Martha.

–¡Cállate! –aulló Cordice.

El aullido le desgarró la garganta reseca. Los muchachos de espaldas al pozo bailaron en círculo. Los sacerdotes bailaron también, en un círculo más amplio, de cara al pozo. El espacio anular entre los círculos era de unos tres metros. De pronto los sacerdotes gritaron y extendieron los brazos. Cordice estaba muy cansado. Le dolía la cabeza y sentía un bulto en la espalda. Barras Blancas gritaba y lo señalaba con la mano cuando pasaba frente a él. Cordice veía a Martha cada vez que el círculo lo llevaba al área del fuego. Un sacerdote dio un salto y arrastró al muchacho que estaba junto a Cordice hacia el espacio que separaba los anillos. Cordice siguió bailando, pero oyó los gritos y la maza que golpeaba. Cuando dio otra vuelta vio que los sacerdotes arrojaban un cuerpo inerte entre los bailarines, dentro del pozo.

Los sacerdotes tomaron a otros muchachos y los obligaron a arrodillarse y les hicieron algo. Si los muchachos no lo soportaban, los mataban en seguida. Y si lo soportaban, los sacerdotes los arrojaban al pozo. Tengo que soportarlo, pensó Cordice. Si no, me matarán. En ese momento, Barras Blancas aulló y saltó y cayó sobre él. Lo pusieron de rodillas.

Le extendieron la mano derecha sobre una piedra chata.

Le apartaron el dedo meñique. ¡Se lo cortarían con un hacha de piedra! ¡No podría soportarlo!

Cordice estalló en un grito de dolor. Todo lo que había aguantado, lo que había contenido asomó entonces como una fuerza que se rebelaba. En ese momento los antepasados velludos se acercaron y lo tranquilizaron. Cordice no se movió. Barras Blancas le masticó los tendones, y cuando al fin el dedo se soltó y le quemaron el muñón con un tizón rojo, los sacerdotes arrojaron a Cordice al pozo.

Sintió que otros cuerpos caían junto a él, y que los padres velludos no estaban muy lejos. Lo rodeaban sonriendo y murmurando: Eres un hombre. Has abierto el camino. Cordice se sentía bien, seguro de sí mismo, en paz y fuerte, como nunca se había sentido antes. Quería conservar esas sensaciones y trató de no prestar atención a la voz de Jim que lo llamaba. Pero al fin abrió los ojos y se puso de pie. Leo y Jim lo miraban sonriendo.

–Yo sabía que aguantaría, y estoy contento –dijo Jim. Cordice tenía aún aquellas sensaciones. Sonrió mostrando los dientes y estrechó las manos ensangrentadas de sus amigos. Alrededor del pozo, sobre sus cabezas, las llamas enrojecieron los matorrales.

Del otro lado del fuego los sacerdotes se pusieron a cantar, y Cordice vio que bailaban dando saltos. Los muchachos nativos todavía con vida emergieron entre los cuerpos muertos y se pusieron de pie. Cordice contó catorce. El humo cubría la boca del pozo y el aire era denso y sofocante. Hacía mucho calor, y todos tosieron y fueron de un lado a otro dando vueltas.

Afuera cesó el canto y alguien gritó una palabra. Un muchacho nativo alzó los brazos y caminó a lo largo del borde del pozo. Se acercó al fuego y retrocedió.

–Lo llamaron por su nombre –dijo Jim–. Ahora tiene que atravesar la prohibición más sagrada de la Sombra de Robadur.

Otra vez el grito. El muchacho dio un paso adelante, dos veces, y retrocedió, dos veces. Entornó los ojos y miró a Cordice sin verlo, con una expresión de terror animal.

Leo lloraba.

–No pueden ver desde arriba. Empujémoslo –dijo.

–No –dijo Cordice.

Sentía una Presencia sobre el pozo. Era una Presencia ansiosa y triste. Era familiar y extraña y expectante y justa. Los antepasados velludos no eran parte de la Presencia, pero le dieron la bienvenida y le hablaron con la voz de Cordice.

–Robadur, Robadur, dale fuerza para pasar –rogó Cordice.

Un tercer llamado. El muchacho saltó y pasó a través del fuego. Una inmensa alegría, que parecía iluminar el mundo, giró y tronó en la Presencia.

–Jim, ¿lo sientes? –preguntó Cordice. Jim lloraba–. Lo siento –dijo.

El muchacho siguiente trató de saltar y cayó hacia atrás. Escuchó el tercer grito rígidamente, en silencio. Era un silencio terrible. El muchacho tenía el pelo chamuscado y la cara ennegrecida y abría la boca mostrando unos dientes fuertes y blancos. Miraba fijamente con unos ojos muy tristes que ya no eran humanos.

–Hay que ayudarlo –dijo Leo.

Jim y Cordice sujetaron a Leo. El muchacho cayó de pronto, y se abrió paso en cuatro patas entre los muchachos muertos que tampoco tenían nombre. La Presencia difundió una inmensa pena envolvente. Cordice sollozó.

Los otros muchachos pasaron, uno tras otro, abriendo con los pies una hendidura en el muro de fuego. Luego la voz llamó: ¡Walter Cordice!

Cordice saltó y pasó por la hendidura oscura y el fuego estaba casi apagado y fue fácil.

Buscó en seguida a Martha. Martha había perdido toda su brillante dureza y su enfurruñamiento y tenía ahora la cara espectral. Una cara que resplandecía tan suavemente como la de la pequeña Allie Andries, que aún esperaba a Jim. Cordice llevó a Martha a las sombras y allí se quedaron un rato, abrazados, sin hablar. Miraron cómo los otros salían y cómo luego los sacerdotes empujaban con unas varas largas el muro llameante y lo metían en el pozo. Miraron cómo el fuego moría, y no hablaron aún, y las figuras danzantes se fueron y Cordice sintió que la Presencia se iba también, insensiblemente. Pero algo quedaba.

–Te quiero, Martha –dijo.

Los dos supieron que él podía decir ahora esas palabras y tener también una mujer.

Luego pasó otro largo rato, y cuando Cordice alzó de nuevo los ojos, la máquina voladora estaba allí. Willa y Allie esperaban junto a la máquina, a la luz del fuego.

Krebs se acercó.

–Venga, Cordice. Le vendaré esa mano –dijo.

–Esperaré junto al fuego, Walter –dijo Martha.

Cordice fue con Krebs hacia los bosques. Sentía que la fuerza nerviosa que lo mantenía en pie estaba dejándolo, y que se le doblaban las piernas. Le dolía el cuerpo y estaba sediento, pero aun así se sentía bien. Llegaron a una choza de ramas donde brillaba una luz. Leo y Jim estaban ya adentro, vestidos, junto a una mesa tosca y una cómoda. La venda plástica alivió casi en seguida las heridas y ampollas de Cordice. Se vistió y bebió unos sorbos de la copa de agua que le tendió Jim.

–Bueno, hombres… –dijo.

Todos se rieron.

Krebs estaba sacándose las ramas y plumas de la máscara. Tenía el mismo rostro prognato de los sacerdotes robadurianos. No era un rostro feo.

–Cordice, ya sabe usted que pueden regenerarle ese dedo, en la Tierra –dijo, peinándose la barba con tres dedos–. La terapéutica biológica hace hoy maravillas.

–No me importa –dijo Cordice–. ¿Cuándo juramos? Yo puedo jurar ahora.

–No es necesario –dijo Krebs–. Usted ya es parte de Robadur. Guardará el secreto.

–Yo lo hubiera guardado de cualquier modo –dijo Jim.

Krebs asintió con un movimiento de cabeza.

–Sí. Usted fue siempre un hombre.

Se dieron la mano y se despidieron. Cordice fue adelante, hacia la máquina voladora. Caminaba apoyando con fuerza el talón izquierdo para sentir el dolor, diciéndose que no era poca cosa ser hombre.

 

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