Richard McKenna
Walter
Cordice había engordado, se sentía viejo y le gustaba la vida tranquila. Aquel
mismo día sería el último de su último trabajo de campo antes de retirarse a
Nueva Zelanda. Miró a su mujer en la pantalla de observación, consternado.
La vida no había sido muy tranquila en el
tiempo en que él y Leo Brumm y Jim Andries habían estado instalando la
relevadora de hiperespacio en el planeta Robadur. Habían traído consigo a sus
mujeres, y habían tenido que vivir y trabajar escondidos bajo la roca sólida en
lo alto de una elevada montaña. Había sido necesario, pues los robadurianos
eran asimbólicos, y el contacto con una cultura podía trastornarlos, de modo
que el Instituto del Hombre, que tenía jurisdicción sobre todos los planetas
homínidos, había prohibido todo contacto con los naturales del lugar. Martha se
había aburrido mucho, aun cuando le construyeron el refugio en un pico cercano.
Cordice, en cambio, se había puesto contento cuando él y Andries habían
establecido contacto Tau con la unidad relevadora de comunicaciones.
Habían sido dos meses de pacífico
aislamiento, mientras los circuitos Tau de la unidad copiaban ciertas
estructuras neurales de los hombres con el propósito de adquirir cierta
conciencia y ser capaz de telepatía electrónica. Había sido una época agradable
y tranquila. Ahora habían terminado, y estaban preparándose para sellar la
estación y regresar a la Tierra en la cápsula automática. Sólo los antropólogos
del Instituto del Hombre visitarían Robadur en el futuro.
Y ahora Walter Cordice, de pie entre las
ruinas del refugio, miraba descorazonado la imagen de la ilícita pantalla
observadora.
Los robadurianos no empleaban símbolos. No
podían haber asaltado el refugio. Pero la pantalla mostraba a Martha, a Willa
Brumm y a Allie Andries sentadas en el suelo y atadas a estacas en las
cercanías de un bosque. Nada había alterado el impecable vestido azul y los
ordenados rizos rojizos de Martha. Estaba sentada con las piernas regordetas
muy juntas y estiradas, frunciendo la boca, y era evidente que ella tampoco
creía en lo que estaba viendo.
Cerca de un arroyo, del otro lado de un
prado verde salpicado de flores amarillas, unos desnudos y barbudos
robadurianos cavaban un pozo con unas estacas afiladas. Otros apilaban ramas
secas. Eran criaturas de elevada estatura, de vello escaso (que no ocultaba las
masas de músculos), frentes bajas y caras hocicudas. Uno de los del grupo, que
llevaba una máscara de demonio hecha con ramas y plumas, parecía vigilar los
trabajos. Junto a Martha, la pizpireta, morena y menuda Allie Andries lloraba
en silencio. Willa luchaba con las cuerdas que le apretaban los brazos blancos.
Las tres mujeres entendían muy bien que estaban en dificultades.
Cordice se apartó de la pantalla evitando
los ojos de Leo Brumm y de Jim Andries. En aquel decorado de color plateado y
escarlata, los dos hombres, vestidos con oscuros trajes de faena, parecían tan
fuera de lugar como el joven robaduriano muerto tendido en el piso del refugio.
La cara rechoncha y agradable de Leo tenía una expresión agobiada. Jim Andries
fruncía el ceño. Era un hombre corpulento, desgarbado, de facciones recortadas
y pelo negro. Los dos eran jóvenes y novatos, y Cordice sabía que estaban
pidiéndole en silencio que tomara una decisión.
Una decisión. Ya no podría retirarse con
el grado 8. Necesitaría un poco de suerte para conservar el grado 7. Pero
acababa de salir de un rapport y por ahora lo veía todo claro, y la ley
era clara también y había que reducir al mínimo los efectos del shock
cultural, a cualquier precio. ¿Pero abandonar a Martha? Miró el cadáver del
niño robaduriano. La tersa piel marfileña estaba libre de pelo azul, excepto en
el cráneo aplastado. Sintió que la sangre se le subía a la cabeza.
–Nuestras mujeres lo bañaron, lo afeitaron
y lo transformaron en un animal doméstico –dijo, con un ligero temblor en la
voz–. Leo… Leo…
–Es culpa mía, señor. Les instalé una
pantalla observadora y fui a buscar al niño –dijo Leo–. No quise molestarlos a
usted ni a Jim durante el rapport –Leo era un joven grueso, rubio, y
estaba muy pálido ahora–. Ellas… bueno, yo me hago responsable.
–Las responsabilidades las fijará el
Instituto del Hombre –dijo Cordice.
El culpable soy yo, pensó. Por
traer aquí a Martha, contra mis propios deseos. Pero Leo había violado las
normas con la pantalla observadora y la consecuencia había sido un contacto ilícito y… ¡este problema! Leo era joven, habían sido demasiado complacientes con él. Muy bien, la culpa era de él,
Cordice. Habló con una voz crispada:
–Minimizaremos –dijo–. Destrucción del refugio,
sellado de la estación, vuelta a la Tierra en la cápsula y un informe.
Jim puso muy mala cara.
–Yo quiero a mi mujer,
Cordice, y no me importa lo que usted piense de la suya. Sacaré a Allie de aquí
aunque tenga que reducir a esos monos azules a cenizas con el shock
cultural de un lanzallamas.
–Usted hará lo que yo diga,
Andries. Usted y su mujer firmaron un convenio, ¿recuerda? –Cordice miró fijamente a Andries– De acuerdo con la ley, la vida de toda una especie que un día puede
llegar a ser humana vale mucho más que la vida de ella.
–Me importa un bledo la ley.
¡Mi mujer vale más para mí! Cordice, esos monos azules ya son humanos. ¿Cómo,
si no, hubieran podido asaltar el refugio, matar a la criatura, llevarse a las mujeres? –Jim lanzó un escupitajo– Encárguese usted de sellar la estación, no se ensucie las
manos con esto. Leo y yo rescataremos a las mujeres.
Cordice bajó los ojos. Qué
insolencia. Sin embargo… Leo podría atestiguar que Andries lo había obligado…
–Iré también, para asegurar
la minimización –dijo–. Aunque bajo expresa protesta. Leo, usted es testigo. Pero hay que
destruir en seguida el refugio.
Minutos más tarde Leo volaba en
la máquina mientras Cordice movía el lanzallamas sobre la superficie rocosa. La
piedra humeaba, se deshacía, se fundía y caía en un agujero de vapor y
burbujas. El muchacho muerto, de miembros musculosos y piel lisa, ya no era más
que unos restos de carbón. Cordice se sintió aliviado.
Media hora más tarde, Leo voló
sobre el prado, al pie de la misma montaña. Todos los robadurianos corrieron
desordenadamente a ocultarse en el bosque, y Jim no tuvo que utilizar el
lanzallamas. Leo descendió, y los hombres salieron, y Cordice sintió que algo
se le aflojaba en el estómago. Corrieron todos hacia las mujeres. Allie Andries
sonreía, pero Martha gritaba algo, colérica. En el momento en que Cordice iba a
librar a Martha de sus ataduras, la horda azul salió otra vez del bosque.
Venían gritando y saltando y sacudiendo unas ramas húmedas con hojas, y el olor
acre…
Cuando Cordice recobró el conocimiento, descubrió que lo habían atado a
una estaca, como un animal, y que era su vida, no su carrera, lo que tenía que
salvar ahora. Se hizo el dormido y espió con los ojos entornados. Martha
parecía furiosa y no se atrevió a mirarla de frente. No podía ver a los otros,
excepto a Allie Andries que sonreía… le sonreía a Jim, sin duda.
Esos dos chicos tienen que escapar, pensó Cordice.
Debió estar inconsciente
bastante tiempo, pues el cielo del atardecer era rojo y dorado y parecía que el
pozo había sido concluido. Tenía forma elíptica y unos diez metros de largo y
uno de profundidad. Unos pocos robadurianos amontonaban aún tierra negra a los lados, y otros juntaban malezas formando una pila
aproximadamente triangular. Se oía un rumor de
charla, pero Cordice sabía que no era sino un sonido que acompañaba a un estado de ánimo común. Por eso precisamente era también
tan horrible. Los robadurianos eran asimbólicos, y carecían de lenguaje, y
de nociones de bien y mal. Eran una fuerza de la naturaleza, como una cascada.
No era posible influir en ellos con amenazas, regalos o aun ruegos. A pesar de
una nariz roma y de unos labios demasiado abultados, Cordice podía impresionar
con su aspecto… allá en la Tierra. Pero no a estas criaturas.
El robaduriano que llevaba la
máscara de demonio estaba de pie junto al pozo como un centinela. De pronto se
volvió y caminó hacia Cordice, arrastrando su lanza de madera. Cordice se
encogió y sintió que un grito le subía a la boca. El demonio se irguió ante él,
alto y fuerte. Le faltaba el dedo meñique en la mano que sostenía la lanza.
Unos ojos grises espiaban entre hojas y plumas.
–Cordice, insensato, ¿por qué ha
traído a las mujeres? –preguntó el demonio en fluido inglés–. Ahora no saldrán
de aquí con vida.
El grito de Cordice se apagó en
un jadeo de alivio. Se sintió animado otra vez, casi libre. El lenguaje… pero
Martha habló primero.
–Los hombres necesitan a las
mujeres para inspirarse y para que ellas les den coraje! ¡Walto! ¡Dile quién
eres!
Walto significaba que Martha estaba furiosa. En los momentos de afecto ella
lo llamaba Wally. Pero, como de costumbre, Martha tenía razón. Apretando las
mandíbulas clavó una mirada de status 7 en la máscara de demonio.
–Escuche –dijo amablemente–, si conoce usted nuestro
lenguaje sabrá que nunca descendemos en un planeta homínido. Hay muchos otros
planetas. Si estamos aquí es por motivos técnicos. Hemos
terminado el trabajo. Tenemos almacenes y herramientas que podemos dejar aquí –se
rio–. Tómelas y déjenos ir. No volverá a vernos.
El demonio meneó la cabeza.
–No se trata de lo que puedan
ver, sino de lo que las mujeres han visto –dijo–. Conocen un secreto sagrado y
el dios Robadur exige la muerte de todos ustedes.
Cordice empalideció, pero habló
con calma.
–Andries y yo no hemos tenido contacto con los otros durante dos meses. Yo no conozco ningún secreto. Mientras estábamos aislados, Brumm instaló para
las mujeres una pantalla de observación y rescató a ese niño…
–Que estaba destinado a Robadur.
Robadur devora a sus hijos.
–Torturaban a Arthur
cuando el chico logró escapar –dijo Martha–. ¡Yo lo vi a usted allí!
–En la pantalla de observación,
que está estrictamente prohibida.
–¿Y por qué no? ¡Ustedes son
animales, con sus cosas colgando!
El demonio puso la punta de
lanza en el cuello de Martha.
–¡Cállese o la atravieso ahora
mismo!
Los ojos de Martha desafiaron a
la criatura emplumada.
–¡No! ¡Cállate, Martha! –gritó
Cordice con voz ronca. Bajó la cabeza–. Brumm lo hizo. Mátelo y déjenos ir.
–Sí –dijo Leo desde atrás con
una voz aguda y temblorosa–. Tómeme y suelte a los otros.
– ¡No! ¡Oh, por favor, no!
Era la voz de Willa, que sollozaba.
–¡Basta! –rugió Jim Andries–.
¡Todos o ninguno! Oiga, usted, que se esconde tras esas plumas. Conozco su
secreto. Es usted un renegado que se hace pasar por un dios entre estos
asimbólicos. Pero estamos aquí enviados por el Instituto del Hombre, y pronto vendrán a buscarnos. El juego terminó. Déjenos ir y sólo se le acusará
de haber perturbado una cultura.
El demonio apoyó la lanza en el
suelo y ladeó la cabeza. Los robadurianos que rodeaban el pozo se incorporaron
y miraron. Martha chilló.
–¡Mi propio hermano es el
Instituto!
–¡Le dije que se callara! –el
demonio le golpeó la cara con el mango de la lanza– Conozco a su hermano. Tom
Brennan la mataría él mismo para guardar el secreto.
–¿Qué secreto, cara emplumada?
¿Que es usted un dios? –preguntó Jim.
–El secreto de que el hombre se
creó a sí mismo, y de que puede hacer ahora lo que hizo antes –dijo el demonio–.
No soy de Robadur, Andries, pero estoy en este planeta por orden del Instituto
del Hombre. El Instituto cargará con la responsabilidad de estas muertes. Lo
mismo ha ocurrido en centenares de otros planetas homínidos, para guardar el
secreto.
–¡Roland Krebs! ¡Rollo! Golpeaste a una dama…
Como una serpiente, la lanza
saltó a la garganta de Martha, que echó atrás la cabeza.
–Ah… ah… ah… –dijo, pálida de
pronto, con una mirada de incredulidad.
–¡No le haga daño! –gritó
Cordice–. Le juro que olvidaremos, si nos deja ir.
El demonio retiró la lanza y se rio.
–¿Y sobre qué jura, Cordice? ¿Su honor? ¿Su alma? –Escupió en el suelo–. Lo
que el hombre hizo antes puede no hacerlo ahora. Usted es la prueba viviente.
–Se lo juro por Robadur –suplicó
Cordice.
El demonio miró el sol poniente.
–Es posible, es posible –dijo
pensativamente–. Hay un grupo de muchachos preparado para la ceremonia
de la noche, usted podría ir con ellos –se volvió–. Usted manda, Andries. ¿Qué
opina?
–¿De qué se trata? –preguntó
Jim.
–Es un rito que transforma a
animales en seres humanos –dijo el demonio–. Ciertas pruebas eliminan a los
animales. Si ustedes son realmente hombres, no les pasará nada.
Jim habló con voz tensa.
–¿Y las mujeres?
–No tienen alma. Robadur las
dejará al cuidado de ustedes.
–Tiene usted mucha fe en Robadur
–dijo Jim.
–No es fe, Andries. Un
conocimiento científico tan duro como el suyo –dijo el demonio–.
Si mete a un robaduriano en una máquina peluquera, no necesitará de la fe para
que le corten el pelo. Bueno, un rito viviente es una especie de máquina
síquica. Ya verán.
–Muy bien, de acuerdo –dijo Jim–.
Pero que no les hagan daño a nuestras mujeres. ¿Entiende, emplumado?
El demonio no respondió. Llamó y
los nativos se amontonaron alrededor de las estacas. Unas manos desataron a
Cordice y lo ayudaron a mantenerse en pie. El corazón le latía con tanta fuerza
que se sentía mareado.
–¡No permitas que te hagan daño, Wally!
En el rostro descompuesto de
Martha, Cordice vio la forma huidiza de un espectro: la muchacha con quien se
había casado hacía treinta años. Había en ella algo de esa belleza viviente que
iluminaba el rostro de Allie Andries, vuelto hacia Jim. Cordice le dijo adiós
al fantasma, paralizado de miedo.
Cordice subió arrastrándose por la oscura cañada, como un toro herido.
Sabía que los sacerdotes que venían detrás lo atravesarían con sus lanzas, pues
él no era más que un animal de presa, si no llegaba antes a una laguna sagrada
que estaba en algún sitio más allá. Jim y Leo y los aterrorizados jóvenes
robadurianos se le habían adelantado hacía tiempo. Las piedras afiladas le
lastimaban los pies, y las espinas de los matorrales le desgarraban la piel
desnuda. Leo y Jim eran culpables y jóvenes y tenían que vivir. Él era inocente
y viejo y tenía que morir. No era justo. Que ellos murieran también. Un fuego
le quemaba el pecho, y al pie de una cascada se le doblaron las rodillas.
Moriría allí. No era justo. Oyó
a los sacerdotes que venían, y el terror le retorció los músculos de la
espalda. Moriría luchando. Se arrastró en el agua en busca de una piedra y se
volvió acurrucándose hacia las lanzas.
Jim y Leo salieron de la cascada
y lo ayudaron a levantarse.
–¡Valor, Cordice! –gritó Jim.
Lo llevaron a rastras, jadeando
y maldiciendo, hasta que la cañada se abrió en una laguna de aguas serenas, al
pie de una montaña rocosa que los últimos rayos de sol coronaban de rojo. Veinte jóvenes robadurianos se apretaban lloriqueando
en la pendiente de la izquierda. En seguida llegaron los sacerdotes, dando
gritos, y todo fue entonces para Cordice como una sucesión de relámpagos.
Un demonio guardián, una
criatura monstruosa con unas barras blancas pintadas con arcilla en el pecho, y
otros sacerdotes lo llevaron loma arriba, y lo tendieron de espaldas con los
brazos y piernas abiertos sujetándole las muñecas y los tobillos con briznas de
hierba. Luego le colocaron un guijarro en el pecho. Cordice trató de recordar
que éstos eran impedimentos simbólicos, y que Barras Blancas lo mataría si
quebraba las briznas o movía el guijarro. En un sitio más bajo de la pendiente
un muchacho nativo gritó y rompió las ligaduras y los sacerdotes le aplastaron
el cráneo. Cordice se estremeció y se quedó muy quieto. Pero cuando le clavaron
la espina en el tendón de Aquiles izquierdo, emitió un gemido entrecortado y
alzó bruscamente la pierna. El guijarro cayó, y la maza le golpeó un lado de la
cabeza, y él, Cordice, murió.
Despertó con el cuerpo dolorido
y helado a la luz de las estrellas y comprendió que no había sido más que un desmayo. Barras Blancas estaba sentado
sombríamente a su lado, con la maza en las peludas
rodillas. En la pendiente, más abajo, los muchachos nativos entonaban una
quejosa canción sin palabras, que expresaba pena y un temeroso asombro. Casi
podría cantar con ellos, pensó Cordice. Tenía otra vez el guijarro en el pecho,
y sentía los lazos de hierba en las muñecas y los tobillos. Una piedra le
lastimaba la espalda y cambió de posición muy lentamente para no mover los
símbolos. Cerca, pero no a la vista, Jim y Leo comenzaron a hablar en voz baja.
Malditos sean, pensó Cordice.
Ellos vivirán y yo moriré. Ya estoy muriendo ahora. ¿Por qué he de soportar
este dolor y esta indignidad si de cualquier modo tendré que morir? Me sentaré
y Barras Blancas terminará con esto de una vez. Pero primero…
–Leo… –dijo.
–¡Señor Cordice! ¡Qué alivio!
Pensábamos… ¿Cómo se siente, señor?
–Mal. Leo… quiero decirle… ha
hecho un buen trabajo aquí. Podrá pasar al status 3. Quiero decirle… que soy el
único culpable. Lo siento.
–No, señor –le dijo Leo–. Estaba
usted en rapport. Cómo podría usted…
–Antes de eso. Cuando permití
que viniese Martha… de modo que ustedes los más jóvenes no pudieron dejar
allá a sus mujeres –Cordice hizo una pausa–. Mi obligación… Soy lo que soy
en parte gracias a Martha, Leo.
El orgullo de Martha, pensó
Cordice. Martha tenía sentimientos más delicados, sabía en seguida dónde estaba
la verdad, y no había para ella indecisiones morales. De modo que Martha
mostraba siempre el camino.
–Ya lo sé –dijo Leo–. Willa me
da también orgullo y ambición.
Martha había estado influyendo
en Willa, pensó Cordice. Le había insinuado que podía ayudar a Leo en su
carrera. Y así consiguieron la pantalla de observación. Bueno, él, Cordice,
había estado poniendo a Leo muy por encima de Jim. A Martha no le gustaba la actitud
de Allie, ni la de Jim.
–Moriré pronto, muchachos –dijo
Cordice–. ¿Me perdonarán?
–No –dijo Jim–. No se deje
abatir, Cordice. Perdónese a sí mismo, si puede.
–Cuidado, Andries, recordaré eso
–dijo Cordice.
–Me llevaré a Allie a un planeta
de la frontera –dijo Jim–. No veremos nunca más un mono pelado como usted.
Leo murmuró una protesta. Viviré
para arreglar cuentas con Andries, pensó Cordice. Maldito insolente. Sintió un
latido en el tobillo y la piedra le resbaló sobre las costillas. Se movió con
cuidado y se sintió mejor. Tarareó entre dientes la canción nativa y eso ayudó también.
Cerró los ojos, adormeciéndose. Si vivo, dejaré que me crezca el vello del cuerpo,
pensó. Por lo menos el vello del pubis.
Lo despertó la voz de Jim:
–¡Cordice! ¡No se mueva ahora!
Cordice abrió los ojos y vio a
su alrededor unas piernas peludas y unas caras bestiales que mostraban los
dientes a la luz de las antorchas y rugían una canción, y a Barras Blancas que esgrimía una maza temblorosa y no tenía dedo meñique en la
mano derecha. La canción rugió sobre Cordice como un trueno y unas chispas
llameantes bajaron a devorarlo. Cordice gimió y se retorció pero el pedrusco no
se le cayó del pecho. El grupo continuó su marcha. Más abajo un muchacho gritó
y las mazas lo hicieron callar. Y otra vez, y Cordice sintió pena por los
muchachos.
–Maldición, eso duele de veras –dijo
Jim.
–Esta fue la prueba que no
soportó ese chico Arthur, pero él se escapó –dijo Leo–. La señora Cordice lo
observó en la pantalla hasta que pude rescatarlo.
–¿Cómo reaccionó? –preguntó Jim.
–Confió en mí, en seguida. Willa
dijo que era muy afectuoso y que le enseñaron toda clase de habilidades. Pero
nunca habló. Perdía la cabeza cuando trataban que aprendiera a hablar, me dijo
Willa.
Yo también soy afectuoso, y
aprendí toda clase de habilidades, pensó Cordice. Allá abajo se habían apagado
las antorchas, y los sacerdotes cantaban con los muchachos. Barras Blancas,
sentado junto a Cordice, cantaba también, en voz baja. Era una canción nueva,
con palabras, que turbaba a Cordice. Oyó luego unas pisadas detrás de su cabeza
y Jim habló roncamente.
–Hola, cara emplumada, todavía
estamos aquí –dijo Jim–. La señora Cordice lo llamó con un nombre, Krebs, ¿no
es así? ¿Quién diablos es usted?
–Roland Krebs. Soy un
antropólogo –dijo la voz del demonio emplumado–. Estuve a punto de
casarme con Martha, pero empezó a llamarme Rollo justo a tiempo.
¿Ese individuo? Cordice
abrió la boca, y la cerró. Maldita sea. Fingió un desmayo, y trató de no oír.
–No podrán participar de la
próxima fase del ritual y es una pérdida muy lamentable –dijo Krebs–. Ahora cada uno de los muchachos está aprendiendo el nombre
que reclamará como suyo, en la última fase, si sobrevive. Los hombres tienen
un lenguaje rudimentario y los muchachos aprendieron hace tiempo las palabras,
como loros. Ahora, mientras cantan con los sacerdotes, las palabras se hacen
vivas en ellos.
–¿Qué quiere decir? –preguntó
Jim.
–Eso exactamente. Las palabras
se juntan unas con otras y por primera vez significan. Lo que cantan
ahora es el mito de la creación robaduriana. –Krebs bajó la voz–. No son ahora
como usted, Andries. Asisten directamente con todos sus sentidos a la creación
primigenia de un mundo humano.
Jim parecía pensativo.
–¿Una pérdida? Sí… muy
lamentable.
–Sí. Durante mucho tiempo las
palabras fueron sólo una enfermedad para nuestra especie –dijo Krebs–. Pero las
ideas pueden aún tener significado. Escuche esto, por ejemplo: hemos encontrado
homínidos en miles de planetas, pero ninguno que hubiera entrado muy
profundamente en la etapa de los símbolos. La paleontología prueba que los homínidos
nativos han estado detenidos en el umbral del desarrollo de la mente humana durante
doscientos millones de años. Pero en la Tierra la mente que maneja símbolos se desarrolló
en unos trescientos mil años.
–¿La mente se desarrolla? –preguntó
Jim suavemente.
–El cerebro se desarrolla, así
como las aletas se transforman en pies –dijo Krebs–. Los homínidos son
incapaces de desarrollar un sistema nervioso central adecuado para el uso de
símbolos. Pero en la Tierra, y de un modo inmediato, algo provocó un cambio estructural
en el sistema nervioso central, mucho más importante que la transformación de
un reptil en mamífero.
–Yo soy ingeniero –dijo Jim–.
Los zoólogos conocen la causa.
–Los zoólogos supieron siempre
que la selección natural no pudo haber sido la causa de un cambio tan rápido –dijo Krebs–. Y lo que hemos aprendido en los
planetas homínidos es también una prueba. Si sólo hubiéramos
contado con la selección natural, hubiéramos tardado quinientos millones de
años. Nuestros padres tomaron un atajo.
–Muy bien –dijo Jim–. Muy bien.
Nuestros padres se convirtieron en su propio factor selectivo, con rituales
como éste. Eran animales y se cambiaron a sí mismos en hombres. ¿Es eso lo que
quiere decirme?
–Quiero que sienta algo de lo
que sienten los muchachos ahora –dijo Krebs–. Sí. Nuestros padres inventaron un
ritual, como una extensión artificial del instinto. Inventaron un ritual para
detectar y conservar todas las mutaciones orientadas hacia lo humano, eliminando
las regresiones animales. Inventaron pruebas donde una conducta normal animal-instintiva
significara la muerte y sólo aquellos capaces de apartarse del instinto pudieran
sobrevivir y ser humanos y padres de la nueva generación –la voz le tembló ligeramente a Krebs–. ¡Piense un poco, Andries! Hermanos animales y
humanos, nacidos de la misma madre, y los animales muertos en la pubertad,
cuando son incapaces de pasar por ciertas pruebas que sólo las
mentes humanas pueden soportar.
–Sí. Nuestro secreto. Nuestro
verdadero secreto –la voz de Jim tembló también–. Caín matando a Abel durante
diez mil generaciones. Esa muerte me creó a mí.
Cordice se estremeció y la
piedra le resbaló en las costillas.
–El pecado de la Sombra de
Robadur es la gracia de la Luz de Robadur, y los dos son uno –dijo Krebs–. El
Instituto ha elaborado una ciencia del mito, Andries. La Sombra de Robadur es
la personalidad de la especie, el instinto personificado. La Luz de Robadur es el
potencial humano de estas criaturas. Ata a la Sombra de Robadur con símbolos y
lo coerciona con rituales. Lo hace con amor, para transformar a su gente en
seres humanos.
–Con amor y miedo y dolor y
muerte –dijo Jim.
–Y dolor y muerte. Los que han
muerto esta noche son animales. Los que morirán mañana serán humanos fracasados
que tienen conciencia de la muerte. Oiga cómo cantan.
–Oigo. Y sé cómo se sienten.
Gracias por todo, Krebs –dijo Jim–. ¿Sólo los muchachos?
–Sí –dijo Krebs–. Las muchachas
recibirán del padre la mitad de los cromosomas, y todo el afecto de la selección excepto la porción del cromosoma-y
masculino. Permanecerán sin culpa, encerradas en la Sombra de
Robadur. Una diferencia síquica.
–Ah. Y ustedes, la gente del
Instituto, inician estos rituales en los planetas homínidos, y hacen que continúen, como alimentando una hoguera ya encendida –dijo Jim
lentamente–. El shock cultural es una mentira.
–No es una mentira. Sirve como
útil pantalla de humo.
–Ah. Krebs, gracias. Krebs… –Jim
bajó la voz y Cordice aguzó el oído–, ¿diría usted que en la Luz de Robadur hay
un potencial trashumano?
–Espero que llegue a haberlo –dijo
Krebs–. Bien, ya conoce usted toda la medida de nuestra traición. Y ahora me
voy.
Las pisadas de Krebs se
perdieron a lo lejos. Leo habló por primera vez.
–Jim, estoy asustado. Esto no me
gusta. ¿Este ritual va a hacernos trashumanos? ¿Qué significa?
–No podemos saberlo. ¿Le
preguntarías a un mono qué significa ser humano? –dijo Jim–. Nuestros padres se
cambiaron a sí mismos, y luego se detuvieron, aunque no había por qué. Espero que en uno de estos planetas homínidos los humanos
se transformen en otra especie –se rio–. Esa posibilidad es precisamente el
secreto que tenemos que guardar.
–No me gusta. No quiero ser trashumano
–dijo Leo–. ¡Señor Cordice! Señor Cordice, ¿qué piensa usted?
Cordice no respondió. No
permitiría que ese maldito Andries lo insultara otra vez. Además, no sabía qué
pensar.
–Está desmayado o muerto, pobre
bastardo, rechoncho y viejo –dijo Jim–. Leo, este ritual te invita a probar tu
masculinidad humana, lo mismo que a los muchachos. Nuestra masculinidad no es
por ahora sino un accidente de fertilización.
–No me gusta –dijo Leo–. Esa
cuestión trashumana. Es… inmoral.
–Faltan todavía cien mil años –dijo
Jim–. Pero me gusta. Lo que no me gusta es pensar que la historia de la galaxia
asciende para luego detenerse para siempre en el nivel del viejo Wally.
–No es tan malo –dijo Leo–.
Espero que esté todavía con vida.
Lo estoy, malditos sean, pensó
Cordice. Los hombres callaron.
Las voces de los sacerdotes se
apagaron al pie de la pendiente y los muchachos entonaron solos el canto de la
creación. Barras Blancas se alejó de Cordice. El cielo palideció sobre el muro
rocoso revelando unos planetas brillantes. Cordice se sentía afiebrado,
somnoliento.
Vio una red de líneas doradas,
en abanico. Los nudos crecieron y se convirtieron en peces, lagartos y hombres.
Una voz murmuró: Toda vida es un continuum en el tiempo. De hijo a padre, la
continua línea del germen retrocede hasta el océano primigenio. Por ti la vida
engendró sexo y muerte. Por ti aspiró aire con unos débiles pulmones. Por ti soportó
el dolor de la fuerza de gravedad con unos huesos demasiado blandos. Diez mil de
tus velludos padres, uno por vez, pasaron por esta prueba de dolor y terror
para que fueras un hombre.
¿Por qué?
No sé por qué.
¿Eres un hombre?
¿Qué es un hombre? Soy un hombre
por definición. Por derecho natural. Por accidente de fertilización. ¿Qué otra
cosa es un hombre?
Dos billones de años te golpean
como una marea, Walter Cordice. Los veinte mil puños de tus velludos padres te
golpean como llamando a una puerta. Abre el camino, o te harán pedazos.
No sé cómo abrirles. He perdido
la clave.
Cordice huyó de sus padres
velludos en una niebla de sueño. Pero esos padres preservaban en él, intactas,
las secas ataduras que lo retenían con la tensa fuerza del significado.
Sostenían el guijarro que le aplastaba el pecho con el peso de una montaña, el
peso del símbolo. Nunca había dejado de saberlo.
El día siguiente amaneció nublado, y al mediodía la sed era el tormento
mayor. Cordice oía apenas los chasquidos de los insectos que se le posaban
sobre las costras de sangre y suero. Pero oía los chapoteos de los sacerdotes
que guardaban el agua al pie de la pendiente. Oía también, una y otra vez, los
gritos de muerte de los muchachos cuando la sed animal vencía en ellos los
lazos precarios y recientes que los unían a los símbolos. Sólo sobrevivían
aquellos que recordaban el significado de las ataduras de hierbas, pensó Cordice.
¡Pobres chicos! Para vivir y ser humano había que ser capaz de sufrir y de
pecar contra el instinto.
Las voces de Jim y Leo se
apagaban y asomaban en los sueños febriles de Cordice. Tenía entumecida la
espalda ahora, donde se le clavaba el borde de piedra.
Cuando Barras Blancas lo empujó
cuesta abajo con la maza, el cielo rosa del crepúsculo coronaba ya las
rocas, sobre la laguna. Cordice bajó cojeando y frotándose las articulaciones y
los músculos doloridos que le reclamaban agua. Jim y Leo estaban bien, aparentemente.
Cordice no contestó a sus saludos. Moriré, pero no quiero la piedad de estos
malditos, pensó. Se apartó de ellos y fue hacia el grupo de muchachos nativos
que esperaba de pie junto al borde rocoso de la laguna. Los labios delgados se
retorcían y las chatas narices se ensanchaban aspirando el olor del agua.
Cordice aspiró también el olor. Luego vio a Krebs, aún con la máscara de ramas
y hojas, que salía de las filas de los sacerdotes y hablaba con Jim.
–Los arrojaremos a todos al
agua, Andries. La Sombra de Robadur exige que naden hasta la orilla o mueran ahogados. La Luz de Robadur impedirá que beban,
pues si no serán aplastados por las mazas. Las dos fuerzas actuarán a la vez.
¿Entiende?
Jim asintió y Krebs se volvió
hacia los sacerdotes. Estos niños no serán capaces, pensó Cordice. Yo tampoco.
Sacudió el brazo del muchacho que tenía al lado y miró aquellos ojos castaños y
temerosos. No bebas, trató de decir, pero tenía la garganta demasiado seca.
Sonrió y asintió con un movimiento de cabeza y se apretó los labios con los
dedos. El muchacho sonrió y se apretó también los labios. En seguida todos los muchachos estaban haciendo lo mismo. Cordice se sintió invadido por un
raro sentimiento. Era algo que se parecía al amor. Como si todos aquellos
muchachos fueran sus hijos.
Luego la humedad le enfrió el
cuerpo y le golpeó la cara. Nadó torpemente, y se mordió la lengua para no
tragar agua. Barras Blancas lo esperaba otra vez en la orilla, y Cordice oyó
detrás los gritos terribles y los mazazos. Sintió que las lágrimas le quemaban los
ojos.
Luego se encontró otra vez
cojeando y tropezando en la cañada oscura. En los lugares abruptos los jóvenes
nativos lo ayudaban tomándolo por los brazos. Atravesaron un telón de sauces y
vio un fuego que ardía cerca del pozo cercado de matorrales. Las tres mujeres
estaban todavía allí. Parecía que estaban bien. Cordice fue con los muchachos hacia
el pozo.
–¡Wally! ¡No permitas que te hagan daño! –gritó Martha.
–¡Cállate! –aulló Cordice.
El aullido le desgarró la
garganta reseca. Los muchachos de espaldas al pozo bailaron en círculo. Los
sacerdotes bailaron también, en un círculo más amplio, de cara al pozo. El espacio
anular entre los círculos era de unos tres metros. De pronto los sacerdotes gritaron
y extendieron los brazos. Cordice estaba muy cansado. Le dolía la cabeza y sentía
un bulto en la espalda. Barras Blancas gritaba y lo señalaba con la mano cuando
pasaba frente a él. Cordice veía a Martha cada vez que el círculo lo llevaba al
área del fuego. Un sacerdote dio un salto y arrastró al muchacho que estaba
junto a Cordice hacia el espacio que separaba los anillos. Cordice siguió
bailando, pero oyó los gritos y la maza que golpeaba. Cuando dio otra vuelta
vio que los sacerdotes arrojaban un cuerpo inerte entre los bailarines, dentro
del pozo.
Los sacerdotes tomaron a otros
muchachos y los obligaron a arrodillarse y les hicieron algo. Si los muchachos
no lo soportaban, los mataban en seguida. Y si lo soportaban, los sacerdotes
los arrojaban al pozo. Tengo que soportarlo, pensó Cordice. Si no, me matarán.
En ese momento, Barras Blancas aulló y saltó y cayó sobre él. Lo pusieron de rodillas.
Le extendieron la mano derecha
sobre una piedra chata.
Le apartaron el dedo meñique.
¡Se lo cortarían con un hacha de piedra! ¡No podría soportarlo!
Cordice estalló en un grito de
dolor. Todo lo que había aguantado, lo que había contenido asomó entonces
como una fuerza que se rebelaba. En ese momento los antepasados velludos se acercaron y lo tranquilizaron. Cordice no se
movió. Barras Blancas le masticó los tendones, y cuando al fin el dedo se soltó
y le quemaron el muñón con un tizón rojo, los sacerdotes arrojaron a Cordice al
pozo.
Sintió que otros cuerpos caían
junto a él, y que los padres velludos no estaban muy lejos. Lo rodeaban
sonriendo y murmurando: Eres un hombre. Has abierto el camino. Cordice se
sentía bien, seguro de sí mismo, en paz y fuerte, como nunca se había sentido antes.
Quería conservar esas sensaciones y trató de no prestar atención a la voz de
Jim que lo llamaba. Pero al fin abrió los ojos y se puso de pie. Leo y Jim lo
miraban sonriendo.
–Yo sabía que aguantaría, y
estoy contento –dijo Jim. Cordice tenía aún aquellas sensaciones. Sonrió
mostrando los dientes y estrechó las manos ensangrentadas de sus amigos.
Alrededor del pozo, sobre sus cabezas, las llamas enrojecieron los matorrales.
Del otro lado del fuego los
sacerdotes se pusieron a cantar, y Cordice vio que bailaban dando saltos. Los muchachos nativos todavía con vida emergieron entre
los cuerpos muertos y se pusieron de pie. Cordice contó
catorce. El humo cubría la boca del pozo y el aire era denso y sofocante. Hacía
mucho calor, y todos tosieron y fueron de un lado a otro dando vueltas.
Afuera cesó el canto y alguien
gritó una palabra. Un muchacho nativo alzó los brazos y caminó a lo largo del
borde del pozo. Se acercó al fuego y retrocedió.
–Lo llamaron por su nombre –dijo
Jim–. Ahora tiene que atravesar la prohibición más sagrada de la Sombra de
Robadur.
Otra vez el grito. El muchacho
dio un paso adelante, dos veces, y retrocedió, dos veces. Entornó los ojos y
miró a Cordice sin verlo, con una expresión de terror animal.
Leo lloraba.
–No pueden ver desde arriba.
Empujémoslo –dijo.
–No –dijo Cordice.
Sentía una Presencia sobre el
pozo. Era una Presencia ansiosa y triste. Era familiar y extraña y expectante y
justa. Los antepasados velludos no eran parte de la Presencia, pero le dieron
la bienvenida y le hablaron con la voz de Cordice.
–Robadur, Robadur, dale fuerza
para pasar –rogó Cordice.
Un tercer llamado. El muchacho
saltó y pasó a través del fuego. Una inmensa alegría, que parecía iluminar el
mundo, giró y tronó en la Presencia.
–Jim, ¿lo sientes? –preguntó
Cordice. Jim lloraba–. Lo siento –dijo.
El muchacho siguiente trató de
saltar y cayó hacia atrás. Escuchó el tercer grito rígidamente, en silencio.
Era un silencio terrible. El muchacho tenía el pelo chamuscado y la cara
ennegrecida y abría la boca mostrando unos dientes fuertes y blancos. Miraba fijamente
con unos ojos muy tristes que ya no eran humanos.
–Hay que ayudarlo –dijo Leo.
Jim y Cordice sujetaron a Leo.
El muchacho cayó de pronto, y se abrió paso en cuatro patas entre los muchachos
muertos que tampoco tenían nombre. La Presencia difundió una inmensa pena
envolvente. Cordice sollozó.
Los otros muchachos pasaron, uno
tras otro, abriendo con los pies una hendidura en el muro de fuego. Luego la
voz llamó: ¡Walter Cordice!
Cordice saltó y pasó por la
hendidura oscura y el fuego estaba casi apagado y fue fácil.
Buscó en seguida a Martha.
Martha había perdido toda su brillante dureza y su enfurruñamiento y tenía ahora la cara espectral. Una cara que
resplandecía tan suavemente como la de la pequeña
Allie Andries, que aún esperaba a Jim. Cordice llevó a Martha a las sombras y
allí se quedaron un rato, abrazados, sin hablar. Miraron cómo los otros salían
y cómo luego los sacerdotes empujaban con unas varas largas el muro llameante y
lo metían en el pozo. Miraron cómo el fuego moría, y no hablaron aún, y las figuras danzantes se fueron y Cordice sintió que la Presencia se iba
también, insensiblemente. Pero algo quedaba.
–Te quiero, Martha –dijo.
Los dos supieron que él podía
decir ahora esas palabras y tener también una mujer.
Luego pasó otro largo rato, y
cuando Cordice alzó de nuevo los ojos, la máquina voladora estaba allí. Willa y
Allie esperaban junto a la máquina, a la luz del fuego.
Krebs se acercó.
–Venga, Cordice. Le vendaré esa
mano –dijo.
–Esperaré junto al fuego, Walter
–dijo Martha.
Cordice fue con Krebs hacia los
bosques. Sentía que la fuerza nerviosa que lo mantenía en pie estaba dejándolo,
y que se le doblaban las piernas. Le dolía el cuerpo y estaba sediento, pero
aun así se sentía bien. Llegaron a una choza de ramas donde brillaba una luz.
Leo y Jim estaban ya adentro, vestidos, junto a una mesa tosca y una cómoda. La
venda plástica alivió casi en seguida las heridas y ampollas de Cordice. Se vistió
y bebió unos sorbos de la copa de agua que le tendió Jim.
–Bueno, hombres… –dijo.
Todos se rieron.
Krebs estaba sacándose las ramas
y plumas de la máscara. Tenía el mismo rostro prognato de los sacerdotes
robadurianos. No era un rostro feo.
–Cordice, ya sabe usted que
pueden regenerarle ese dedo, en la Tierra –dijo, peinándose la barba con tres
dedos–. La terapéutica biológica hace hoy maravillas.
–No me importa –dijo Cordice–.
¿Cuándo juramos? Yo puedo jurar ahora.
–No es necesario –dijo Krebs–.
Usted ya es parte de Robadur. Guardará el secreto.
–Yo lo hubiera guardado de
cualquier modo –dijo Jim.
Krebs asintió con un movimiento
de cabeza.
–Sí. Usted fue siempre un
hombre.
Se dieron la mano y se
despidieron. Cordice fue adelante, hacia la máquina voladora. Caminaba apoyando
con fuerza el talón izquierdo para sentir el dolor, diciéndose que no era poca
cosa ser hombre.
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