Alan Nelson
–No sé realmente
cómo explicárselo, doctor –empezó a decir el joven McFarlane.
Se pasó la mano por los sedosos cabellos negros, que brillaban como un disco de
fonógrafo, y parpadeó mirando al médico con unos azules ojos de bebé–. Parece
ser lo contrario de un complejo de persecución.
El doctor Manly J. Departure era un hombre bajo y severo que tenía como norma
no mostrarse nunca sorprendido.
–¿Lo contrario de un complejo
de persecución? –dijo, permitiéndose elevar
una ceja–. ¿Qué quiere decir exactamente,
señor McFarlane?
McFarlane se acomodó plácidamente en el sillón, con las manos cruzadas, las
mejillas rosadas y brillantes: una verdadera imagen de la salud y la tranquilidad.
–Bueno, tengo siempre la impresión
de que sigo a alguien.
El doctor Departure se movió incómodo en su asiento.
–De que alguien lo sigue a
usted, querrá decir –corrigió.
–No, no, de ningún modo. Ocurre
simplemente que ando por la calle y tengo de pronto esta impresión de que alguien
marcha delante de mí, alguien a quien yo sigo. A veces hasta corro para alcanzarlo.
Por supuesto, no hay nadie. Es muy molesto. Terriblemente molesto. Y no me gusta
nada correr.
El doctor Departure jugueteó con su lápiz.
–Ajá. ¿Algún otro síntoma?
–Bueno, sí. Pienso también
que la gente… la gente… Bueno, es algo realmente estúpido.
–No se preocupe –ronroneó el doctor Departure–. Hable sin ningún temor.
–Bueno, tengo la rara impresión
de que la gente trata de hacerme bien. Que quiere ser buena y amable conmigo. No
sé exactamente quiénes son, o por qué quieren favorecerme, pero… Todo es muy fantástico,
¿no?
Había sido un duro día de trabajo para el doctor Departure. De algún modo
no se sentía con fuerzas para oír la descripción de otros síntomas. Se pasó el resto
de la hora anotando la historia de su cliente: McFarlane, 32 años; matrimonio feliz;
infancia sana y normal; trabajo satisfactorio, reparación de radios; ningún mal
físico; no había habido conflictos entre los padres; no tenía preocupaciones de
dinero. Nada, en una palabra.
Sonriendo, acompañó a McFarlane hasta la puerta.
–¿El martes a las diez?
A
las diez menos diez del martes, el doctor Departure consultó su libro de citas y
frunció el ceño. Bueno, quizá no apareciera. Había ocurrido muy a menudo, y ojalá
ocurriera esta vez. ¡Lo contrario de un complejo de persecución! ¡Sicosis de beneficencia!
¡Qué ideal El hombre tenía que ser… Se detuvo a tiempo. Iba a decir “loco”. En ese
momento llamaron a la puerta. McFarlane entró sonriendo y le estrechó la mano.
–Bien, bien –dijo el médico con una cordialidad
un poco tiesa–. ¿Qué hay de nuevo?
–Me parece que estoy peor –dijo McFarlane, radiante–. Hablo de esa impresión de
seguir a alguien. Sí, señor. ¡Ayer caminé diez kilómetros!
El doctor Departure puso las manos en los brazos del sillón, del otro lado
del escritorio.
–Bien, qué le parece si me
dice algo más. Todo. Lo que se le ocurra.
McFarlane frunció el ceño.
–¿Lo que se me ocurra? ¿Cómo,
doctor?
–Hable simplemente. De cualquier
cosa. Lo que le pase por la cabeza.
–No entiendo muy bien, doctor.
¿No me podría dar un ejemplo?
El médico se permitió una risita.
–Por supuesto, es muy simple
… En este preciso momento estoy pensando en un día de mi infancia, cuando robé un
dinero del bolso de mi madre… y pienso ahora en mi mujer, y me pregunto qué podría
regalarle para el aniversario de bodas… –el doctor alzó los ojos, animado– ¿Entiende?
Cosas así.
–¿Cosas así? No me doy cuenta
del todo –pero McFarlane no parecía estupefacto, sino ansioso–. ¿No me
podría dar otro par de ejemplos? Son muy interesantes.
El doctor se puso a describir imágenes inconexas, en parte olvidadas. McFarlane
se recostó en el sillón, curiosamente satisfecho. Al fin de la hora, el doctor Departure,
completamente agotado, con el cuello de la camisa abierto y la corbata suelta, decía
roncamente:
–… y bueno, mi mujer… hace conmigo
lo que quiere… bizqueo un poco, y siempre me he sentido un poco molesto…
Se interrumpió de mala gana, se frotó los ojos, y miró el reloj. En seguida
oyó que McFarlane decía:
–Me siento mucho mejor. ¿El
martes a las diez?
El
martes siguiente a las diez el doctor Departure se puso firme. Las tonterías de
la otra sesión no se repetirán, se dijo. Pero no tenía por qué sentirse inquieto.
McFarlane entró en silencio, con aire preocupado. Traía una enorme caja de cartón
que puso cuidadosamente en el piso antes de sentarse en el sillón de cuero. El médico
lo sondeó con unas pocas preguntas preliminares.
–Temo haber comenzado a sufrir
de alucinaciones, doctor –dijo al fin McFarlane.
El doctor Departure se frotó mentalmente las manos. Estaban otra vez en terreno
conocido. Se sintió más cómodo.
–¡Ah, alucinaciones!
–Sí, aunque no son realmente
alucinaciones, doctor. Yo diría que son lo contrario de una alucinación.
El doctor Departure se quedó mirando un rato a McFarlane. Dejó de sonreír.
–Anoche, por ejemplo, doctor
–continuó McFarlane–. Tuve una pesadilla. Soñé
que un pajarraco se había posado en el aparato de radio de onda corta esperando
a que yo despertara. Era horrible, con un cuerpo bulboso y un pico vuelto hacia
arriba, y bolsas bajo los ojos inyectados de sangre. Y orejas, doctor. ¡Orejas!
¿Ha oído hablar de un pájaro con orejas? Orejas menudas, caídas, como de perro de
aguas. Bueno, me desperté, con el corazón en la boca, ¿y qué cree usted que vi?
Había realmente un pajarraco orejudo posado en mi aparato de radio.
El doctor Departure se animó otra vez. Un caso tradicional, casi clásico,
de confusión de lo irreal con lo real.
–¿Un pájaro real en el aparato
de onda corta? –preguntó suavemente–. ¿Con ojos inyectados de
sangre?
–Sí –respondió McFarlane–. Sé que parece tonto. Es
difícil de creer.
–De ningún modo. De ningún
modo. Ese tipo de aberración visual es un fenómeno bastante común –el médico mostró una sonrisa
tranquilizadora–. Nada que…
McFarlane lo interrumpió agachándose y poniendo la caja de cartón sobre el
escritorio.
–Usted no entiende, doctor
–dijo–. Abra la caja. Adelante.
El doctor miró a McFarlane un momento, y luego volvió los ojos hacia la caja
agujereada, de color castaño. Desconcertado, cortó al fin el cordel y apartó las
alas de la tapa. Se inclinó, miró… y se quedó sin aliento. Unos ojos sanguinolentos
y bolsudos lo miraban ferozmente. El pájaro tenía un par de orejas caídas. Un pico
vuelto hacia arriba. Era un animal obsceno.
–Se llama Lafayette –dijo Me Farlane, mientras
echaba dentro de la caja unos mendrugos que fueron rápidamente devorados con un
cloqueo repulsivo–. Pasado el primer momento,
uno le toma cariño, ¿no le parece?
Cuando
McFarlane se fue con su alucinación, el médico se quedó un rato meditando. Se sentía
un poco aturdido, como si acabara de salir del Túnel de Horrores de alguna feria.
Quizá, se dijo, he tropezado con una sicosis desconocida. Hoy pasan tantas
cosas raras en el mundo. Se imaginó presentando una monografía en el Congreso de
Siquiatría: La aparición de una psicosis. Este nuevo desorden parecía tener
síntomas opuestos a los de la paranoia; lo llamaría narapoia. Pero no había por
qué renunciar a la esperanza de que algunos de sus colegas insistiesen en darle
el nombre de su descubridor: departureomanía. Sería famoso. Lo compararían con Freud.
De pronto se estremeció. ¿Y si este McFarlane era un impostor, un simulador?
Cielos, tenía que investigar.
Llamó rápidamente a su secretaria, la señorita Armstrong, y le dijo que cancelara
todas las citas del resto del día. Se puso el sombrero y salió precipitadamente.
Tres días más tarde, la señora Departure llamó por teléfono al consultorio.
–No, no está aquí –le dijo la señorita Armstrong–. En realidad en estos últimos
tres días no ha venido más que a retirar la correspondencia.
–No entiendo –la voz exasperada de la señora
Departure chilló en el receptor–. Se pasa la mitad de la noche fuera
de casa. Regresa agotado. ¿No sabe usted qué andará escribiendo en esa libretita?
–Francamente, señora, estoy
un poco preocupada –dijo la señorita Armstrong–. Está tan irritable. Parece
como si estuviese corriendo detrás de alguien.
–No tiene usted muy buen aspecto,
doctor –dijo McFarlane en la sesión
del martes siguiente.
Era la primera vez que el médico se sentaba al escritorio desde hacía varios
días. Le dolían las piernas y se le habían ampollado los pies. Se sacó disimuladamente
los zapatos detrás del escritorio.
–No se preocupe por mí –dijo bruscamente–. ¿Cómo está usted?
Le temblaban los dedos. Estaba mucho más delgado y tenía una cara pálida
y consumida.
–Me parece que estoy mejor
–anunció McFarlane–. Últimamente tengo la impresión
de que alguien me sigue a mí.
–¡Tonterías! –exclamó irritado el doctor
Departure–. Son imaginaciones suyas.
Entornó los ojos y observó a McFarlane. Si por lo menos pudiera saber que
este hombre no estaba simulando. Nada parecía indicar otra cosa. Al fin y al cabo
la conducta de McFarlane en la calle parecía enteramente genuina. McFarlane alzaba
de pronto la cabeza, apresuraba el paso, y allá iba. Bueno, tendré que observarlo
un poco más, se dijo el médico. Cerró un momento los ojos, recapitulando las actividades
de la semana: sus interminables caminatas por la ciudad, durante las que casi había
perdido a McFarlane una docena de veces; las larguísimas esperas en las puertas
de los bares y restaurantes. Tengo que seguir hasta tener todos los datos, pensó.
Pero estaba un poco preocupado por los kilos que había perdido, y ese campanilleo
que sentía en la cabeza desde hacía un tiempo…
Al cabo de la hora McFarlane salió en puntillas del consultorio. El doctor
Departure roncaba ruidosamente.
Cuando
McFarlane se presentó para la sesión siguiente, se encontró en la puerta con la
señorita Armstrong.
–El doctor no está –le informó la mujer–. Y no volverá hasta dentro
de tres meses, un año quizá.
–Oh –dijo McFarlane–. Parecía realmente agotado.
¿Dónde pasará esas vacaciones?
–Bueno, descansará en una casa
de reposo.
McFarlane se quedó mirando el aire un momento, con una rara expresión de
perplejidad. Al fin le sonrió a la secretaria.
–Qué sensación extraña –dijo–. De pronto me sentí completamente
curado. En el momento en que usted me hablaba del doctor Departure.
Los
médicos del sanatorio estaban realmente ocupados con el doctor Departure.
–Díganos todo. Lo que se le
pase por la cabeza –le pidieron.
–Tengo que seguirlo, ya lo
expliqué. No puedo perderlo de vista. Ni por un instante. Tiene un pájaro con ojos
bolsudos y orejas caídas.
Los doctores se hablaban en voz baja, sacudiendo científicamente las cabezas.
–Muy interesante. Todo muy
interesante.
–Algo totalmente nuevo.
–Parece un complejo de persecución,
¿no es cierto? Sólo que al revés.
–Tiene la ilusión de que sigue
a alguien. Asombroso, ¿no es cierto?
–Asistimos sin duda a la aparición
de una nueva sicosis. Sugiero que lo observemos muy de cerca.
Y uno de los médicos hasta llegó a proponer que dejaran que el doctor Departure
caminara libremente por la ciudad, vigilado de cerca, naturalmente, por miembros
escogidos del cuerpo médico, que anotarían cuidadosamente todas sus idas y venidas…
No hay comentarios:
Publicar un comentario