Adolfo Bioy Casares
Esa noche de junio de 1540, en la cámara de la torre, el doctor Fausto recorría
los anaqueles de su numerosa biblioteca. Se detenía aquí y allá; tomaba un volumen,
lo hojeaba nerviosamente, volvía a dejarlo. Por fin escogió los Memorabilia
de Jenofonte. Colocó el libro en el atril y se dispuso a leer. Miró hacia la ventana.
Algo se había estremecido afuera. Fausto dijo en voz baja: Un golpe de viento en
el bosque. Se levantó, apartó bruscamente la cortina. Vio la noche, que los árboles
agrandaban.
Debajo de la mesa dormía Señor. La inocente respiración
del perro afirmaba, tranquila y persuasiva como un amanecer, la realidad del mundo.
Fausto pensó en el infierno.
Veinticuatro años antes, a cambio de un invencible poder
mágico, había vendido su alma al Diablo. Los años habían corrido con celeridad.
El plazo expiraba a media noche. No eran, todavía, las once.
Fausto oyó unos pasos en la escalera; después, tres
golpes en la puerta. Preguntó: “¿Quién llama?”. “Yo”, contestó una voz que el monosílabo
no descubría, “yo”. El doctor la había reconocido, pero sintió alguna irritación
y repitió la pregunta. En tono de asombro y de reproche contestó su criado: “Yo,
Wagner”. Fausto abrió la puerta.
El criado entró con la bandeja, la copa de vino del
Rin y las tajadas de pan y comentó con aprobación risueña lo adicto que era su amo
a ese refrigerio. Mientras Wagner explicaba, como tantas veces, que el lugar era
muy solitario y que esas breves pláticas lo ayudaban a pasar la noche, Fausto pensó
en la complaciente costumbre, que endulza y apresura la vida, tomó unos sorbos de
vino, comió unos bocados de pan y, por un instante, se creyó seguro. Reflexionó:
Si no me alejo de Wagner y del perro no hay peligro.
Resolvió confiar a Wagner sus terrores. Luego recapacitó:
Quién sabe los comentarios que haría. Era una persona supersticiosa (creía en la
magia), con una plebeya afición por lo macabro, por lo truculento y por lo sentimental.
El instinto le permitía ser vivido; la necedad, atroz. Fausto juzgó que no debía
exponerse a nada que pudiera turbar su ánimo o su inteligencia.
El reloj dio las once y media. Fausto pensó: No podrán
defenderme. Nada me salvará. Después hubo como un cambio de tono en su pensamiento;
Fausto levantó la mirada y continuó: Más vale estar solo cuando llegue Mefistófeles.
Sin testigos, me defenderé mejor. Además, el incidente podía causar en la imaginación
de Wagner (y acaso también en la indefensa irracionalidad del perro) una impresión
demasiado espantosa.
–Ya es tarde, Wagner. Vete a dormir.
Cuando el criado iba a llamar a Señor, Fausto lo detuvo
y, con mucha ternura, despertó a su perro. Wagner recogió en la bandeja el plato
del pan y la copa y se acercó a la puerta. El perro miró a su amo con ojos en que
parecía arder, como una débil y oscura llama, todo el amor, toda la esperanza y
toda la tristeza del mundo.
Fausto hizo un ademán en dirección de Wagner, y el criado
y el perro salieron. Cerró la puerta y miró a su alrededor. Vio la habitación, la
mesa de trabajo, los íntimos volúmenes. Se dijo que no estaba tan solo. El reloj
dio las doce menos cuarto. Con alguna vivacidad, Fausto se acercó a la ventana y
entreabrió la cortina. En el camino a Finsterwalde vacilaba, remota, la luz de un
coche.
¡Huir en ese coche!, murmuró Fausto y le pareció que
agonizaba de esperanza. Alejarse, he ahí lo imposible. No había corcel bastante
rápido ni camino bastante largo. Entonces, como si en vez de la noche encontrara
el día en la ventana, concibió una huida hacia el pasado; refugiarse en el año 1440;
o más atrás aún: postergar por doscientos años la ineluctable medianoche. Se imaginó
al pasado como a una tenebrosa región desconocida; pero, se preguntó, si
antes no estuve allí ¿cómo puedo llegar ahora? ¿Cómo podía él introducir en
el pasado un hecho nuevo? Vagamente recordó un verso de Agatón, citado por Aristóteles:
Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió. Si nada podía modificar el pasado,
esa infinita llanura que se prolongaba del otro lado de su nacimiento era inalcanzable
para él. Quedaba, todavía, una escapatoria: Volver a nacer, llegar de nuevo a la
hora terrible en que vendió el alma a Mefistófeles, venderla otra vez y cuando llegara,
por fin, a esta noche, correrse una vez más al día del nacimiento.
Miró el reloj. Faltaba poco para la medianoche. Quién
sabe desde cuándo, se dijo, representaba su vida de soberbia, de perdición y de
terrores; quién sabe desde cuándo engañaba a Mefistófeles. ¿Lo engañaba? ¿Esa interminable
repetición de vidas ciegas no era su infierno?
Fausto se sintió muy viejo y muy cansado. Su última
reflexión fue, sin embargo, de fidelidad hacia la vida; pensó que en ella, no en
la muerte, se deslizaba, como un agua oculta, el descanso. Con valerosa indiferencia
postergó hasta el último instante la resolución de huir o de quedar. La campana
del reloj sonó…
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