Álvaro Cepeda Samudio
Cuando
a fray Bartolomé de las Casas y Pujol
se le ocurrió lo de la charada como un medio moral, pero divertido –porque, como
les dice la Negra Eufemia a sus académicas suspirando, “lo bueno siempre jode: lo
que no, lleva derecho al cielo”–, para colectar fondos con que celebrar debidamente
las fiestas de San Juan del Córdoba, nadie pensó, ni siquiera Juana, en las proporciones
del éxito ni en lo que habría de desencadenar tan increíble idea. Aunque si se mira
bien, y con algo de imparcialidad, dejando a un lado el entusiasmo casi frenético
con que la población de Ciénaga acogió la charada, la idea de fray Bartolomé lo
único que tiene de original es la escogencia de los animales y el lado poético,
que es innegable, porque de lo que se trata básicamente es de una lotería de animales:
igual a las que venden en la librería Danón. Pero, la verdad es, por más anticlerical
que sea uno, que tanto la complejidad del sistema de premios, como el sistema de
metáforas para desorientar a los participantes, son de un gongorismo tan avanzado
que no sería justo asimilar la charada del imaginativo franciscano a una simple
lotería de cartoncitos. Basta decir, por ejemplo, que en la charada no tienen cabida
los animales domésticos e inofensivos que pueblan las litografías de los juegos
que vende Danón. Pero como ahora no interesa la parte filosófica de la charada sino
la pragmática, lo cierto es que Juana se dedicó, bajo la constante dirección y asesoría
zoológica y pictórica del fray Bartolomé, a dibujar, en seis inmensos bastidores
de cuatro por siete metros, los ciento sesenta y ocho animales necesarios para la
charada. Cada animal era primero esbozado al carboncillo y coloreado luego con zapolín,
que el señor Anitúa suministraba por galones, hasta que quedaban muy brillantes
y muy parecidos a lo que debía ser el original. (Hay una cosa que Juana nunca pudo
explicarse al principio, pero que luego asoció con los animales, y era qué hacía
el indio verdoso, agachado junto a una especie de lago, que sacaba agua –¿o pintura?–,
con una concha, y que aparecía en todas las etiquetas de los potes de zapolín “Davoe”,
no importa cuál fuera su color). La tarea de dibujar la réplica de cada animal en
cuadrados de tela burda de diagonal que debían medir exactamente veinte por veinte
centímetros, fue menos heroica pero no menos minuciosa. Estas réplicas serían colocadas
en la cajita forrada de anjeo muy tupido que se colgaba desde las primeras horas
de la tarde debajo de la cúpula del templete. El anjeo dejaba ver rasgos del animal
encerrado y esta era la otra forma –más perversa y nada moral, pensó Juana– de desorientar
a los compradores de la charada, porque dejaba ver rasgos sí, pero no lo suficientemente
claros para saber sin equivocarse de qué animal se trataba y sí lo suficientemente
insinuantes para que cada uno pensara que estaba ya, después de mirar fijamente
hacia arriba durante horas, hasta que se les entumecía la nuca, en el secreto de
la charada de esa noche.
El lado poético
corrió enteramente y sin interferencias de nadie, menos que nadie de Juana que a
duras penas si entendía el más elemental español, a cargo de fray Bartolomé. Podría
pensarse, y se equivoca muy seguramente quien lo imagine, que éste hizo como Juana:
escribió de una sola sentada las ciento sesenta y ocho estrofas para los ciento
sesenta y ocho animales.
No. Porque, como
ya se dijo, la complejidad de las metáforas, de la métrica misma, del número de
versos que compone cada estrofa, hace posible que las variaciones poéticas para
describir, sin nombrarlo, a cada animal sean infinitas. Y este es precisamente el
régimen sobre el cual se basa la charada, que rebasa cualquier cálculo matemático
de las posibilidades hasta ahora conocido: un régimen poético. “Las letras son veintiocho
y los números diez”, era la sencilla explicación que daba fray Bartolomé a Juana
cuando las apuestas, cualquier noche, favorecían muy marcadamente a un animal y
Juana tenía miedo que fallara el sistema y los recaudos no llegaran a ser suficientes
para pagar los premios. “Son más letras que números, no te preocupes Juana”. (Aunque
sí llegó un día en que todo falló: el sistema, la moral, el entretenimiento, pero
por otras causas, y esto es el final de la historia que no es para ser dicho ahora).
Y fray Bartolomé
de las Casas y Pujol estaba en lo cierto.
Juana debió haberlo
sabido desde la mañana misma en que se abrió la charada y el primer versito, impreso
en la Tipografía El Quijote, que después no daba abasto, tanta era la demanda de
hojitas, comenzó a circular por todo Ciénaga. Como la forma de jugar a la charada,
sus reglas, sus premios, su modalidad de compra y de cobro, había sido explicada
exhaustivamente en un bando redactado por el propio fray Bartolomé y que se leyó
en todos los barrios de Ciénaga durante una semana, no hubo, el día de la inauguración,
los tropiezos y desórdenes que siempre se registran en toda inauguración.
La primera charada
fue, como todas las subsiguientes, aparentemente fácil: tan inteligible como para
hacer que todo Ciénaga saliera a comprar su cuota de animales y tan elusiva como
para que ante el desencanto de no haber acertado se pensara, guardando intacta la
esperanza para la próxima noche, “pero si yo lo sabía, estaba pintado el maldito
celacanto”.
Aireado el cuello de cuarteado
luto
a las alturas famélica levanta
centurias de subterránea espera
y sacia, por fin, como cualquiera
en un mismo ademán la sed y las pupilas.
La primera impresión fue realmente desconcertante. Charada
en mano, paradas frente a los bastidores que habían sido colocados cada uno entre
los seis tramos de columnas que forman el templete, las gentes trataban, serias
y estudiosas de escudriñar el oculto aunque aparente significado de los versos.
Hacer coincidir las imágenes pictóricas de Juana con la clave poética que sin consideración
alguna al lenguaje y conocimientos retóricos suministraba fray Bartolomé, no era
cosa fácil. Por otra parte, la experiencia visual de la réplica encerrada en la
cajita translúcida, ayuda a complicar las cosas. Los menos eruditos, quiere decir
la gran mayoría, los que no habían estudiado en Bruselas, se apresuraban a comprar
sus diez centavos de rinoceronte; sus veinticinco centavos de toche; sus cuarenta
de mapaná; según la primera impresión, guiados más por la intuición que por el análisis.
No así el grupo
de amigos del médico, que se reunían todas las noches detrás de la Casa Cural a
discutir en francés las claves implícitas y esotéricas que como anatema contra herejes
les lanzaba diariamente fray Bartolomé en gongorinas estrofas. Jirafa por el cuello:
seiscientos pesos. Ave por la alusión aérea: ciento cuarenta pesos de baharí. Subterránea
espera: clave decisiva: quinientos pesos de topo.
Y salió, al abrir
la cajita, con gran ceremonia, el morrocoyo.
De modo que la cosa
era por ahí: no había trampa como se temía. En los versos estaba el secreto de la
identidad de la charada.
Empero la diversidad
de las apuestas desanimó un poco a fray Bartolomé, pues la concentración en un solo
animal era la mejor manera de garantizar un recaudo considerable.
Las cuatro patas
para no terrestres
menesteres,
contra-antípodas
proponen
selénicas soluciones,
y en perenne
gravitativo desafío
los desastrosos servicios
a la ambiciosa humanidad
desasosiega.
Se cambia la métrica; se descartan de plano y en un
atrevido gambito las aves y engañosamente se limita la charada a los cuadrúpedos,
pero se conserva la ilusoria ambigüedad misteriosa al quitarle calidad terrestre
a las patas.
Se compró fuertemente
por los lados de la salamanquesa, los roedores, los saurios, las iguanas y hasta
las culebras marinas. Gran recaudación y ningún premio: salió el comején.
La charada siguió
por largo tiempo. Pasaron las fiestas de San Juan del Córdoba, vinieron otras y
siempre había un pretexto para continuar el juego. Además, las gentes ya se habían
aficionado al diario batallar con la ilimitada imaginación de fray Bartolomé, su
envidiable habilidad para versificar y su dominio de la metáfora, del idioma y de
la zoología. Pero se presentaron dos problemas muy serios: el primero, y más difícil,
ya Don Luis de Góngora se había popularizado mucho en Ciénaga y sus alrededores
y cada vez se hacía más difícil para fray Bartolomé derrotar a los compradores:
hubo noches en que sucedió, no lo que Juana temía, pero sí que los recaudos no correspondieran
al esfuerzo literario de fray Bartolomé. El otro, aunque tenía apelación pues la
charada era, sin lugar a dudas muy educativa, lo creó el obispo de Santa Marta.
Eudista él, enemigo de los franciscanos, quien desde que se dio cuenta del filón
descubierto por fray Bartolomé y no habiendo en la diócesis quien pudiera montarle
una aceptable imitación, resolvió elevar queja formal al Papa contra la amoralidad
de la charada instaurada en Ciénaga por el franciscano libertino y hereje. Pero,
como ya se dijo, este no preocupó mucho a fray Bartolomé: era cosa de negociar en
Santa Marta, o en Roma. Fueron los constantes pedidos que recibía Danón de las obras
completas de Góngora, venero inagotable de charadas, lo que realmente se había vuelto
preocupante. “Semanalmente se venden más de cien ejemplares”, le había comunicado
conspiratorialmente el librero.
“Mientras sea la
edición de lujo”, había respondido el cura. Pero cuando Callejas tuvo la desgraciada
idea, tal vez alentado por las ventas para Colombia, de editar las obras completas
de Góngora en rústica y en cuadernillos, como si fueran las aventuras de Sandokan,
o Rocambole, o las Fábulas de Iriarte y Samaniego, que también se vendían mucho
pues allí se pensó encontrar, en un comienzo, una buena clave; cuando Danón le anunció
la llegada de la primera serie que, por fortuna y por desconocimiento del editor,
correspondió a los romances, fray Bartolomé comenzó a tomar medidas muy serias.
Ahora seguirán los
sonetos, que es grave, pensó, pero cuando lleguen a las composiciones de arte mayor,
y sobre todo a los poemas largos y, lo más peligroso, a los atribuibles, sí hay
que solucionar definitivamente el problema.
Una mañana, once
años después de la primera charada, y precisamente el día de San Juan del Córdoba,
un 24 de junio, como de costumbre circuló el verso de ese día:
Baste el tiempo mal gastado
que he seguido a mi pesar
tus inquietas banderas,
forajido capitán.
Perdóname señor, aquí
pues yo te perdono allá
cuatro escudos de paciencia,
diez de ventaja en el mar.
Diez años desperdicié
los mejores de mi edad
en ser labrador de aquí
a costa de mi caudal.
Como aré y sembré, cogí;
aré un alterado mar,
sembré una estéril arena,
cogí vergüenza y afán.
Si no hubiera sido día de fiesta, el alcalde y el concejo
en pleno lo hubieran decretado. Lo que esperaba toda Ciénaga y sus alrededores;
lo que esperaban los librepensadores que habían estudiado en Bruselas, y habían
vuelto graduados y homosexuales, y que odiaban al franciscano; lo que esperaba el
obispo de Santa Marta: y sobre todo, lo que esperaba el mismo Papa Pío XII, aunque
nunca lo reconoció así, había sucedido: fray Bartolomé había cometido la primera
y última pifia de su vida y la charada: ahí estaba, Luis de Góngora y Argote, un
poco mutilado y deformadas algunas palabras, es cierto, pero ahí estaba. No cabía
duda: llegó el día de la gran derrota de fray Bartolomé de las Casas y Pujol.
Todo se organizó
muy bien: la idea puesta en práctica fue la de comprar grandes sumas, digamos dos
mil pesos, en cada uno de los animales de cada tablero, de manera que, se pensó,
no habría forma de pagar el premio. Esto, en principio y por su matemática elemental,
era una estupidez. Pero, era una estupidez mayor, comentaba Juana después, porque
el sistema decimal que ellos usaron para derrotar al franciscano no era el que éste
empleaba, sino el alfabético. Pero cada quien con sus ideas, había dicho Bartolomé
cuando Danón le fue con el chisme de lo que se había planeado y que ya se estaba
poniendo en práctica pues los sacristanes habían tenido que hacer varios viajes
a depositar la plata en manos de “Su Señoría”, y todavía no eran las seis de la
tarde.
A las ocho de la
noche el gentío no cabía alrededor del templete. La misma afluencia de público hizo
que no se notara la ausencia de fray Bartolomé y de Juana, que nunca faltaron, aunque
fuera un poco retirados, al ritual descendimiento de la cajita forrada de anjeo.
La cosa fue rápida:
el obispo de Santa Marta apareció como de improviso, aunque se sabe que había llegado
en el Especial y estaba en casa de los Correa, esperando la hora, y él mismo quitó
la cuerda que se amarraba a un gancho en una columna del templete y a cuyo extremo
estaba asida la caja misteriosa que se deslizaba lentamente sobre la garrucha colgada
del techo cóncavo del templete.
Bajó la caja, el
obispo la abrió: todavía se habla en Ciénaga del aspaviento; “en el coge-culo que
se armó”, como lo recuerda a sus académicas la Negra Eufemia, “se malograron muchos
virgos de la sociedad; al menos dijeron que había sido ese día”. La réplica que
encontró el señor obispo no correspondía a ningún animal, era la imagen, muy bien
pintada, rediviva se llegó a decir, de San Juan del Córdoba.
Aun, hoy, la Gran
Inquisición busca a fray Bartolomé de las Casas y Pujol. De la CIA y de Juana, no
se ha sabido nada, hasta ahora.
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