Emilio Carrere
En
vida, Gil Balduquín había sido un pobre de espíritu. Pero, a pesar de esta cualidad,
fue un deplorable funcionario público. Tenía en su alma un granito de soñador que,
por lo visto, es incompatible con el tipo del perfecto fósil chupatintas vulgaris,
especie muy extendida en este reino de moluscos adheridos a la roca del Estado.
Gil fue oficial tercero de la Dirección de Cuentas Incobrables, covachuela de gran
utilidad nacional, como su título expresa. Gozaba de cuarenta y tres duros al mes,
con los que tenía que dar de comer –¡oh, qué ficción alimenticia!– a varios rapazuelos
esqueléticos y a una esposa gruñona, cuyo vientre habíase inflamado mucho con los
abundantes y excesivos alumbramientos. Pero Gil no era anarquista, como parece lógico
después de conocer su paraíso familiar. Gil era hombre de orden y tenía miedo a
la venida del bolcheviquismo. Esta majadería se le contagió al oírsela a su jefe,
que era una especie de ballenato con anteojos y gorrito, propietario y un poco prestamista
y miembro de la Liga Antipornográfica, cosa razonable a su edad, ya que, como hemos
dicho en otra parte, la moral es el sarampión de los viejos. A todos les da…
El pobre Gil, intoxicado por el estilo de las minutas,
era infeliz, y un día tuvo la mala ocurrencia de suicidarse.
Fue
a primero de mes. Después de cobrar en la oficina, al tornar a su casa se halló
sorprendido con el lechero, el panadero, el tendero y el carnicero y otros más minúsculos
proveedores de la familia Balduquín, que habían decidido celebrar junta general
de acreedores en el rellano de su piso. El pobre Gil sintió, al verlos, la desagradable
emoción de un conejo en una asamblea cinegética. Como le era imposible pagar a todos,
concibió el igualatorio propósito de no pagar a nadie. Pero los honrados comerciantes
le gritaron ciertas palabras que, pronunciadas en la calle, justificarían una multa
de cincuenta pesetas; le agitaron por las solapas del gabán y le rompieron un ala
de su hongo. Los enemigos eran gente bien alimentada y de una musculatura muy superior
a la de Gil Balduquín, que sólo se nutría con chocolate crudo los más días del mes.
El pobre Gil recibió una regular somanta; pero conservó
para lo que él había oído llamar el sagrado del hogar sus cuarenta y tres duros
intangibles. Todas las vecindonas habían salido a sus puertas, en chanclas y con
el moño al trote, a gozar del bellaco espectáculo. Gil ni siquiera intentó defenderse
de los agresores. Recibió la paliza heroicamente, aunque toda la gentualla, al observar
su pasividad, opinó que Gil era un cobarde. La defensa de sus cuarenta y tres duros
fue magnífica y conmovedora, aunque incomprendida. Pero es que él sabía que era
preciso comprar zapatos a todos los chicos…
Y no intentó pegar porque lo consideró un alarde ridículo.
Tenía las manos débiles y el resuello metido dentro del cuerpo por las cotidianas
griterías de su jefe. En este caso, lo heroico fue dejarse zurrar como un saco de
paja y sonreír como un estoico ante las patadas en los riñones y los puñetazos en
el maxilar.
Pero he aquí que en medio de la tremolina, salió su
esposa. Le vio y le metió para dentro como una cosa derrumbada. A Gil le dio vergüenza
que su esposa le viese así de tundido y de humillado. Fue un resabio romántico de
la juventud, en la que gustamos de aparecer como Amadises ante nuestras amadas.
Ella tampoco reconoció el valor heroico de su actitud, y exclamó, mirándole con
desdén:
–Has debido tirarlos a todos por las escaleras. ¡Eres
un pobre diablo!
Gil sorbió una lágrima. Dejó casi todo el dinero sobre
la camilla –se quedó con una peseta– y se fue otra vez a la calle, recomendando
al salir a su incomprensiva cónyuge, con su humildosa voz de pobre hombre:
–No dejes de comprar eso a los pequeños…
Verdaderamente,
los infelices andaban desde hacía muchos días con los pies en el suelo, por haber
tenido la inoportunidad de caer, al venir a esta bola, en el hogar de un burocratilla
español, animal entre molusco y camaleón, mártir de la administración pública y
última ruedecilla de la maquinaria social. Se fue de su casa y vagabundeó por la
ciudad. El pobre de espíritu pesó el dolor oscuro de toda su vida, y con la fugaz
irascibilidad de los débiles, quiso rectificar su eterna mansedumbre con un acto
de valor. Y pensó en suicidarse, que es la resolución que se ofrece en primer término
a los pobres de espíritu como él.
La vida había sido un legado desagradable de su progenitor,
otro Balduquín también de la clase de fósiles chupatintas. Había heredado juntamente
la anemia por mala alimentación, y un cólico de gerundios de carácter crónico.
Desde niño hasta sus cuarenta años, la Necesidad, la
flaca y parda compañera, le atenazó cruel. Siempre el hambre en el umbral de su
hogar, siempre los nudillos descarnados de la pobreza llamando a su puerta. Es difícil
detallar el dolor tragicómico de esas vidas de Balduquines. Es el frío –tienen tan
pocas mantas en el lecho, y su sistema de calefacción se retrotrae al arcaico brasero
que atufa, en el que se caen los Balduquines párvulos y cuya eficacia se reduce
a quemar la suela de los zapatos–; es el aburrimiento, la pena, el fracaso, la falta
de esperanza. ¿Qué mejoramiento obtiene cada Balduquín cuando asciende, cada diez
años? Un poquito más de calderilla, disputada rabiosamente por sus cofrades de covachuela.
En torno a cada ascenso, luchan los chupatintas como perros sarnosos por un hueso.
¡Pobres gentes sin fuerza ni dignidad colectiva, llenas de minúsculas malignidades
y pobreza de espíritu, que, como no han sabido ser una entidad social respetable,
aguantan en su trasero remendado todas las patadas más o menos directoriales! ¿Qué
Balduquín no está lleno de deudas? ¡Gil había sufrido mucho con el acoso de los
acreedores, y, sobre todo, aquel día, que habían llegado a tundirle, a humillarle,
a arrastrarle por el suelo, como si fuese un pingo! Y todo esto delante de las vecindonas,
delante de ella –la que fue ella en unos versitos absurdos de cuando eran novios–,
a la que seguía amando a pesar de aquella inflación antiestética del vientre. Ella
no había comprendido su heroísmo, le había tratado con desdén. ¡Era preciso morir!
¡Estaba tan harto!
Pensó en sus niños, y una lágrima se le deslizó por
la nariz, quedándosele colgando en la punta. A ella le quedaría viudedad, el donativo
de Montepío de Balduquines y el importe de un seguro de vida que el previsor Gil
había ido pagando con la calderilla reunida que se hubiera gastado en fumar. ¡Eran
tres mil pesetas lo que su familia reuniría a su fallecimiento! ¡Pobre gente, la
que para tener tres mil pesetas juntas era preciso que estirase la pata el cabeza
de familia!
Después de escoger minuciosamente la manera de quitarse
de en medio, pensó en cierto estanque que hay en la Moncloa, que ya ha servido para
el baño final de algunos desgraciados. Casualmente Balduquín se había traído de
la oficina un voluminoso expediente para despacharlo en casa. ¡Había tanto trabajo
en el Negociado, trabajo inútil, naturalmente, pero que servía para justificar los
cuarenta y tres duros del día primero! A pesar de la refriega, Balduquín no abandonó
su expediente, como un militar no hubiera abandonado su bandera. Ahora le serviría
para realizar su siniestro propósito. Se ataría al cuello el expediente, y al estanque…
¡No había miedo de que saliese a la superficie con tantos kilos de sintaxis burocrática
colgando del pescuezo!
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