martes, 9 de abril de 2024

Accidentes

Javier Santos Rodríguez

 

¿Para qué medir las consecuencias ahora?, se preguntó Pablo. Otra sí habría sido la cosa si antes del accidente alguien se hubiera dignado a hacer prevención, estudios de riesgo, obras viales, estadísticas y proyecciones. ¿Pero ahora cuál era verdaderamente el sentido de todo eso?

El policía sin embargo seguía ahí, enfrentando a toda la prensa, tratando de dar explicaciones innecesarias.

Que las rutas no estaban del todo bien era cosa sabida. Que faltaba asfalto que poner en muchos de los tramos era tan obvio como el sol. Todos sabían que había poca señalización y controles. La gente volaba irresponsablemente como si sus automóviles fueran de otro mundo, como si estuvieran en otro mundo. Pero la Policía insistía en contar y dar “explicaciones”, ¡ja!

Pablo escuchaba con fastidio la conferencia desde el sillón del living. Las imágenes del televisor se plasmaban en su cara de noche haciéndole cambiar la expresión y los colores.

Cuando su hijo bajó las escaleras, apagó el televisor.

–¿Dónde van? –quiso saber preocupado.

–Vamos a bailar con las chicas de quinto, hoy es el cumpleaños de Mariana.

–¿Quién los lleva? Ojo, cuidado con tomar mucho.

–Nos pasa a buscar por el club 25 de Mayo el tío de Raquel, creo.

–¿Y a la vuelta?

–A la vuelta ya arreglamos, Nacho se encarga, dijo que no va a tomar.

Estadísticamente los boliches traían varios tipos de eventualidades no queridas. Borracheras, peleas y accidentes en las calles. Pablo sabía a lo que se estaba exponiendo su hijo, por eso antes de cerrar la puerta de calle le pidió que lo llamara por teléfono ante cualquier eventualidad. Él atendería el teléfono a la hora que fuere.

Antes de acostarse Pablo volvió a leer el diario, un sábado de junio, frío, con lluvias intermitentes. Miró por la ventana la calle. El asfalto mojado le hizo subir una leve angustia desde el estómago. Volvió sobre la noticia del día. Un micro de egresados había colisionado en la ruta de la muerte. Pensó en su hijo, en la inseguridad, en los accidentes de todos los días en la capital, en las estadísticas anuales de muertes por accidentes de tránsito. Tomó una pastilla para dormir.

Hace diez años Pablo y su hijo habían plantado un ciprés en el patio. Plantar un árbol era una de las cosas fundamentales en la vida según la tradición familiar. Cada padre con su hijo generación tras generación lo había hecho. En realidad, siempre había sido un Cedro del Líbano, así era el mandato del patriarca, aquel bisabuelo sirio que había llegado de inmigrante.

Pero Pablo no sabía mucho de especies y plantó entonces el ciprés. Él recordaba aquel episodio con mucha ternura. Con su padre lo había hecho también en su vieja casa de infancia. Un árbol era todo un símbolo y un testimonio de algo solemne y sacro. Un rito importante para la familia.

Esa noche sopló mucho viento. La lluvia se intensificó. Pablo gracias al rivotril estaba bien dormido y no escuchó nada. El teléfono sonó a las tres y media de la madrugada. Pero Pablo no se despertó sino hasta las ocho y media.

Cuando lo hizo apenas pudo levantarse de la cama. El techo había cedido. Tenía las vigas en el suelo, por un milagro no había sido aplastado por el árbol. Dicen que los cipreses no son muy nobles en terrenos blandos y se caen con facilidad.

Cuando su hijo volvió a las diez encontró media casa venida abajo.

Pablo en estado de shock no lograba salir del asombro.

 

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