Javier Santos Rodríguez
¿Para
qué medir las consecuencias ahora?, se preguntó Pablo. Otra sí habría sido la cosa
si antes del accidente alguien se hubiera dignado a hacer prevención, estudios de
riesgo, obras viales, estadísticas y proyecciones. ¿Pero ahora cuál era verdaderamente
el sentido de todo eso?
El policía sin embargo seguía ahí, enfrentando a toda
la prensa, tratando de dar explicaciones innecesarias.
Que las rutas no estaban del todo bien era cosa sabida.
Que faltaba asfalto que poner en muchos de los tramos era tan obvio como el sol.
Todos sabían que había poca señalización y controles. La gente volaba irresponsablemente
como si sus automóviles fueran de otro mundo, como si estuvieran en otro mundo.
Pero la Policía insistía en contar y dar “explicaciones”, ¡ja!
Pablo escuchaba con fastidio la conferencia desde el
sillón del living. Las imágenes del televisor se plasmaban en su cara de noche haciéndole
cambiar la expresión y los colores.
Cuando su hijo bajó las escaleras, apagó el televisor.
–¿Dónde van? –quiso saber preocupado.
–Vamos a bailar con las chicas de quinto, hoy es el
cumpleaños de Mariana.
–¿Quién los lleva? Ojo, cuidado con tomar mucho.
–Nos pasa a buscar por el club 25 de Mayo el tío de
Raquel, creo.
–¿Y a la vuelta?
–A la vuelta ya arreglamos, Nacho se encarga, dijo que
no va a tomar.
Estadísticamente los boliches traían varios tipos de
eventualidades no queridas. Borracheras, peleas y accidentes en las calles. Pablo
sabía a lo que se estaba exponiendo su hijo, por eso antes de cerrar la puerta de
calle le pidió que lo llamara por teléfono ante cualquier eventualidad. Él atendería
el teléfono a la hora que fuere.
Antes de acostarse Pablo volvió a leer el diario, un
sábado de junio, frío, con lluvias intermitentes. Miró por la ventana la calle.
El asfalto mojado le hizo subir una leve angustia desde el estómago. Volvió sobre
la noticia del día. Un micro de egresados había colisionado en la ruta de la muerte.
Pensó en su hijo, en la inseguridad, en los accidentes de todos los días en la capital,
en las estadísticas anuales de muertes por accidentes de tránsito. Tomó una pastilla
para dormir.
Hace diez años Pablo y su hijo habían plantado un ciprés
en el patio. Plantar un árbol era una de las cosas fundamentales en la vida según
la tradición familiar. Cada padre con su hijo generación tras generación lo había
hecho. En realidad, siempre había sido un Cedro del Líbano, así era el mandato del
patriarca, aquel bisabuelo sirio que había llegado de inmigrante.
Pero Pablo no sabía mucho de especies y plantó entonces
el ciprés. Él recordaba aquel episodio con mucha ternura. Con su padre lo había
hecho también en su vieja casa de infancia. Un árbol era todo un símbolo y un testimonio
de algo solemne y sacro. Un rito importante para la familia.
Esa noche sopló mucho viento. La lluvia se intensificó.
Pablo gracias al rivotril estaba bien dormido y no escuchó nada. El teléfono sonó
a las tres y media de la madrugada. Pero Pablo no se despertó sino hasta las ocho
y media.
Cuando lo hizo apenas pudo levantarse de la cama. El
techo había cedido. Tenía las vigas en el suelo, por un milagro no había sido aplastado
por el árbol. Dicen que los cipreses no son muy nobles en terrenos blandos y se
caen con facilidad.
Cuando su hijo volvió a las diez encontró media casa
venida abajo.
Pablo en estado de shock no lograba salir del asombro.
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