Silvina Ocampo
–¡Nunca te mires en un espejo: sería una
redundancia! –me dicen nuestros amigos–. Lo mirarás a Eduardo que es igual a ti,
para peinarte o anudarte la corbata.
Dicen que nos parecemos
como dos gotas de agua, pero conozco las diferencias que hay entre nosotros como
la diferencia que hay entre mi mano izquierda y mi mano derecha, o mi ojo derecho
y mi ojo izquierdo. Modestia aparte, mi cara de perfil es más perfecta que la de
Eduardo, el hoyuelo de las mejillas, que tanto éxito tiene, se me acentúa más cuando
nos reímos; por eso las chicas me miran tanto: sin embargo, nunca traté de enamorarme
de otras mujeres que las que enamoraban a mi hermano. A veces pensé que sería conveniente
independizarme un poco, lo confieso, pero no tuve valor. Soy feliz: para qué buscarle
tres pies al gato. Somos de una familia pudiente y distinguida. Por las mañanas
tomamos un desayuno copioso que hasta el Rey de Inglaterra envidiaría. Nos dedicamos
a algunos deportes: el lanzamiento de la jabalina, la natación o el golf. Por las
tardes nos ocupamos de nuestra tarea habitual que nos da tanta satisfacción. Creo
que no conocemos lo que es estar tristes ni deprimidos. Nos bastaría abrir el ropero
y contemplar nuestros zapatos lustrosos como espejos para borrar cualquier preocupación.
El ama de llaves que tenemos es un pan de Dios; ella contribuye a la felicidad de
nuestra vida. (Ama de llaves, ama de leche, ama de casa. Siempre nos fascinaron
esas mujeres ejemplares.) Un día nos enamoramos de ella, porque la teníamos a mano,
pero pronto tuvimos una desilusión tremenda: sus dientes, que nos parecían un collar
de perlas, eran postizos. Los descubrimos adentro de un vaso de agua, en su cuarto.
Sus pies, con los cuales tropezábamos, tenían un dedo encimado. Sus desayunos eran
natas sobre un trozo de pan y ajo picado.
–Sería mejor pensar
en otra cosa –dije a Eduardo, que inmediatamente me comprendió.
¡Pobre Bernarda! Cuántas
ilusiones se habrá hecho con nosotros. ¡No quiero pensar en las desventuras ajenas!
Para ella siempre seremos los niños mimados, los diablillos, los buenos mozos despreocupados.
Cuando nos enamoramos
de Leticia pensamos que el mundo iba a cambiar. La felicidad es ambiciosa: queríamos
más y más. La conocimos en el Club Náutico de San Isidro. Eduardo fue el que la
conquistó con no sé qué triquiñuelas. Yo me enardecí, pero ella no quería saber
nada conmigo.
–¿Por qué emplea siempre
el plural? –me dijo.
–¿La molesto? –le pregunté.
–Eduardo es mi novio,
¿no se da cuenta? –me contestó. Me alejé, desconsolado.
A veces me confundía
con Eduardo cuando me encontraba en la calle, y me saludaba efusivamente, o en el
teléfono cuando llamaba a casa para hablar con él y me decía frases amorosas que
me agradaban. Cuando Eduardo se casó fingí ausentarme por unos meses a la Patagonia,
lugar ideal para un misántropo.
Quedé de incógnito en
un hotel de Buenos Aires, haciéndome la ilusión de viajar por Europa. Eduardo venía
a visitarme por las tardes, con los bolsillos llenos de tabletas de chocolate suizo.
Desde el hotel llamaba a su mujer y me daba el tubo para que yo finalizara la conversación;
yo hacía esto de buena gana, pues Leticia me decía palabras encendidas con una voz
no menos encendida. ¡Cuánto nos divertíamos!
En el barrio donde vivía
Eduardo había como ahora frecuentes cortes de luz que se anunciaban con anterioridad
en los diarios. Esta circunstancia facilitaría las cosas. Eduardo, con muchos eufemismos,
me dio la idea:
–¿Por qué no pasas la
noche con Leticia? Yo te relevaré antes de las siete de la mañana.
Me dio las llaves. Con
el corazón en la boca acepté y fui al departamento que queda en la calle Junín.
Estaba convenido que llegaría a medianoche, hora en que Eduardo tenía que regresar
de una comida de hombres solos, en el Hotel Alvear. Tomé unas píldoras para los
nervios y llegué al departamento después de demorarme en el ascensor más de lo necesario.
Abrí la puerta con tranquilidad, oí unos pasos desnudos en la alfombra. Leticia
se echó en mis brazos. Eduardo me había dicho:
–Tienes que representarme.
Llámala mi corderito.
No me costaba imaginar
que yo era Eduardo: en la infancia había jugado muchas veces un juego similar; pero
llamarla Corderito no podía. La alcé en mis brazos y la llevé a la cama. El resto
casi no lo recuerdo. La emoción sexual es una suerte de hipnótico, que me roba la
memoria. Cuando llegó Eduardo a relevarme yo estaba profundamente dormido. Con mucha
precaución, tuvo que acercarse a la cama y despertarme, antes que Leticia se despertara.
Volví varias veces, en similares circunstancias, a dormir en los brazos de Leticia.
La vida se volvió agradable y no exenta de peligros y de variaciones.
Dos personas juntas
se atreven a hacer cualquier cosa: Eduardo y yo tenemos una fuerza mayor que el
común de las personas. ¿Qué otros mellizos se hubieran atrevido a semejante acción?
Bien se dice que el
amor es ciego. Comenzaba el otoño. Durante una semana Leticia convivió conmigo,
creyendo que yo era Eduardo. Yo mismo llegué a creer que era Eduardo a fuerza de
imitarlo. Pero una circunstancia desagradable rompió el encanto. Leticia oyó comentarios
malignos de personas que habían visto a Eduardo a la hora en que ella estaba en
mis brazos. Leticia comenzó a cavilar sobre posibles desdoblamientos, sobre circunstancias
mágicas, que permitían simultáneamente que ella estuviera en los brazos de Eduardo
mientras Eduardo estaba en otros sitios. Alguien, tal vez malignamente, sacó una
fotografía de Eduardo, sin que éste lo advirtiera, en una casa donde jugaban al
póker. La fotografía llevaba la fecha y la dirección en el dorso y alguien se la
mandó a Leticia.
Leticia comenzó a cavilar
fríamente, mientras yo la abrazaba. Me confió sus inquietudes. La tranquilicé. ¡Mi
vida ya no era una vida! Una mañana creí que Leticia estaba durmiendo, como lo estaba
habitualmente a la hora en que Eduardo me relevaba. Furtivamente me levanté cuando
oí entrar a Eduardo, que se asomó a la puerta. ¡Se nos heló la sangre! Como una
aparición, Leticia se levantó de la cama. Tanta tranquilidad no era humana. Se acercó
al teléfono y habló con una tapicería para que vinieran a colocarle las alfombras.
Pensé que iba a matar a uno de los dos o a delatarnos. Seguramente la vergüenza
le impidió hacerlo. Trató por todos los medios de que Eduardo se batiera conmigo.
Hicimos nuestro baúl
y con Eduardo nos fuimos de esa casa donde la vida ya nos parecía tediosa, por no
decir insoportable.
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