Clarice Lispector
Era
una de aquellas mañanas que parecen suspendidas en el aire. Y qué otra cosa se
asemejaba a la idea que nos hacemos del tiempo.
El balcón estaba abierto pero el fresco se
había congelado allá afuera y no entraba en el jardín, como si cualquier
transbordo fuese una quiebra de la armonía. Solo algunas moscas brillantes
habían penetrado en el comedor y sobrevolaban la azucarera. A esa hora, Tijuca
no había despertado del todo. “Si yo tuviera dinero…”, pensaba Arturo, y un
deseo de atesorar, de poseer con tranquilidad, daba a su rostro un aire
desprendido y contemplativo.
–No soy un jugador.
–Déjate de tonterías –respondió la madre–.
No empieces otra vez con historias de dinero.
En realidad él no tenía deseos de iniciar
ninguna conversación apremiante que terminase en soluciones. Un poco de la
mortificación de la cena de la víspera del día de paga, con el padre mezclando
autoridad y comprensión, y la madre mezclando comprensión y principios básicos,
un poco de la mortificación de la víspera pedía, sin embargo, continuación.
Solo que era inútil buscar en sí la urgencia de ayer. Cada noche el sueño
parecía responder a todas sus necesidades. Y por la mañana, al contrario de los
adultos que despiertan oscuros y barbudos, él despertaba cada vez más imberbe.
Despeinado, pero con un desorden diferente del de su padre, a quien parecía
haberle sucedido cosas durante la noche. También su madre salía del dormitorio
un poco deshecha y todavía soñadora, como si la amargura del sueño le hubiese
dado satisfacción. Hasta tomar el desayuno, todos estaban irritados o
pensativos, inclusive la empleada. Ése no era el momento de pedir cosas. Pero
para él era una necesidad pacífica de establecer dominios de mañana: cada vez
que despertaba era como si necesitase recuperar los días anteriores.
–No soy un jugador ni un gastador.
–¡Arturo –dijo la madre, irritadísima–, ya
me basta con mis preocupaciones!
–¿Qué preocupaciones? –preguntó él,
interesado.
La madre lo miró, seca, como a un extraño.
Sin embargo, él era mucho más pariente de ella que su propio padre, quien, por
así decir, se había incorporado a la familia. Apretó los labios.
–Todo el mundo tiene preocupaciones, hijo
mío –corrigió ella entrando en una nueva modalidad de relaciones, entre
maternal y educadora.
Y de ahí en adelante su madre había
asumido el día. Se había disipado la especie de individualidad con que se
despertaba y Arturo ya podía contar con ella. Desde siempre, o lo aceptaban o
lo reducían a ser él mismo. De pequeño, jugaban con él, lo levantaban en el
aire, lo llenaban de besos, y, de repente, pasaban a ser “individuales”, lo
dejaban, le decían gentilmente pero ya intangibles “Ahora se acabó”, y él
quedaba todo vibrante de caricias, con tantas carcajadas aún para dar. Se ponía
caprichoso, empujaba a unos y otros con el pie, lleno de cólera que, sin
embargo, en el mismo instante se transformaría en delicia, apenas ellos
quisieran.
–Come, Arturo –concluyó la madre y de
nuevo él ya podía contar con ella. Así, inmediatamente se volvió más pequeño y
más malcriado: –Yo también tengo mis preocupaciones pero nadie repara en ellas.
¡Cuando digo que necesito dinero parece como si lo estuviera pidiendo para
jugar o para beber!
–¿Desde cuándo el señor admite que podría
ser para jugar o para beber? –dijo el padre entrando en la sala y encaminándose
a la cabecera de la mesa–. ¡Vaya con ésa! ¡Qué pretensión!
Él no había contado con la llegada del
padre. Desorientado, pero acostumbrado, comenzó: –¡Pero, papá! –su voz desafinó
en una rebelión que no llegaba a ser indignada. Como contrapeso la madre ya
estaba dominada, revolviendo tranquilamente el café con leche, indiferente a la
conversación que parecía no pasar de algunas moscas más. Las alejaba de la
azucarera con mano blanda.
–Vete ya, que es tu hora –cortó el padre.
Arturo se volvió hacia su madre. Pero ésta estaba poniéndole mantequilla al
pan, absorta y placentera. De nuevo había huido. A todo diría que sí, sin
concederle ninguna importancia.
Cerrando la puerta, él tenía nuevamente la
impresión de que a cada momento entregaba su vida. Por eso la calle parecía que
lo recibiera. “Cuando yo tenga mi mujer y mis hijos tocaré el timbre de aquí,
haré visitas, y todo será diferente”, pensó.
La vida fuera de casa era totalmente otra.
Además de la diferencia de luz –como si solamente saliendo él viese qué tiempo
hacía realmente y qué disposiciones habían tomado las circunstancias durante la
noche–, además de la diferencia de luz, estaba la diferencia del modo de ser.
Cuando era pequeño, la madre decía: “Fuera de casa él es una dulzura; en casa,
un demonio”. Aun ahora, cruzando el pequeño portón, él se había vuelto
visiblemente más joven y al mismo tiempo menos niño, más sensible y sobre todo
sin saber de qué hablar. Pero con un dócil interés. No era una persona que
buscase conversación, pero si alguien le preguntaba como ahora: “Niño, ¿en qué
parte está la iglesia?”, él se animaba suavemente, inclinaba el largo cuello,
pues todos eran más bajos que él; y daba la información pedida, atraído, como
si en eso hubiese un intercambio de cordialidades y un campo abierto a la
curiosidad. Quedó atento mirando a la señora doblar la esquina camino a la
iglesia, pacientemente responsable de su itinerario.
–El dinero está hecho para gastar y ya
sabes en qué –dudó intensamente Carlitos.
–Lo quiero para comprar cosas –respondió
un poco vagamente.
–¿Una bicicleta? –rio Carlitos, ofensivo,
animoso en la intriga.
Arturo rio con desagrado, sin placer.
Sentado en el banco, esperó que el
profesor se irguiese. La carraspera de éste, prologando el comienzo de la
clase, fue la señal habitual para que los alumnos se sentaran más atrás,
abrieran los ojos con atención y no pensaran en nada. “En nada”, fue la
perturbada respuesta de Arturo al profesor que lo interpelaba irritado. “En
nada” era vagamente en conversaciones anteriores, en decisiones poco
definitivas sobre una ida al cine, en dinero. Él necesitaba dinero. Pero
durante la clase, obligado a estar inmóvil y sin ninguna responsabilidad,
cualquier deseo tenía como base el reposo.
–¿Entonces no te diste cuenta en seguida
de que Gloria quería que la invitaran al cine? –dijo Carlitos, y ambos miraron
con curiosidad a la chica que allí estaba, sujetando su portafolio. Pensativo,
Arturo continuó caminando al lado del amigo, mirando las piedras del suelo.
–Si no tienes dinero para dos entradas, yo
te presto, y me pagas después.
Por lo visto, desde el momento en que
tuviera dinero estaría obligado a emplearlo en mil cosas.
–Pero después tengo que devolverte ese
dinero, y ya le debo al hermano de Antonio –respondió evasivo.
–¿Y entonces?, ¿qué tiene eso de malo? –explicó
el otro, práctico y vehemente.
“Y entonces”, pensó con una pequeña dosis
de cólera, “y entonces, por lo visto, en seguida que alguien tiene dinero
aparecen los otros queriendo utilizarlo, explicando cómo hay que hacer para
perder dinero”.
–Por lo visto –dijo desviando la rabia del
amigo–, por lo visto basta que uno tenga unos cruceritos para que de inmediato
una mujer los huela y caiga encima.
Los dos rieron. Después de eso él estuvo
más alegre, más confiado. Sobre todo menos oprimido por las circunstancias.
Pero después ya fue mediodía y cualquier
deseo se tornaba más árido y más duro de soportar. Durante todo el almuerzo él
pensó con desagrado en contraer o no deudas, y se sentía un hombre aniquilado.
–¡O él estudia demasiado o no come
bastante por la mañana! –dijo la madre–. El hecho es que despierta bien
dispuesto, pero luego aparece para el almuerzo con esa cara pálida. En seguida
se le endurecen las facciones, y es la primera señal.
–No es nada, es el desgaste natural del
día –dijo el padre con buen humor. Mirándose en el espejo del corredor antes de
salir, vio que realmente era la cara de uno de esos muchachos que trabajan,
cansados y jóvenes. Sonrió sin mover los labios, satisfecho en el fondo de los
ojos. Pero en la puerta del cine no pudo dejar de pedirle prestado el dinero a
Carlitos, porque allá estaba Gloria con una amiga.
–¿Ustedes prefieren sentarse adelante o en
medio? –preguntaba Gloria.
–Por lo visto, el cine se fue al traste –dijo
al pasar Carlitos. En seguida se arrepintió de haber hablado, pues el compañero
ni lo había escuchado, ocupado con la muchacha. No era necesario disminuirse a
los ojos del otro, para quien una sesión de cine solo servía para ganar a una
chica.
En realidad el cine solo se había ido al
traste al comienzo. De inmediato él relajó el cuerpo, se olvidó de la otra
presencia, a su lado, y se puso a ver la película. Solamente a la mitad de la
función tuvo conciencia de la presencia de Gloria y sobresaltado la miró con
disimulo. Con un poco de sorpresa comprobó que ella no era precisamente la
explotadora que él supusiera: allá estaba Gloria inclinada hacia delante, la
boca abierta por la atención. Aliviado, se recostó otra vez en la butaca.
Más tarde, sin embargo, se interrogó sobre
si había sido explotado o no. Y su angustia fue tan inmensa que él se detuvo ante
una vitrina, con terror en la cara. El corazón le golpeaba como un puño. Además
del rostro espantado, suelto en el vidrio de la vitrina, había cacerolas y
utensilios de cocina que miró con cierta familiaridad. “Por lo visto, fui”,
concluyó sin conseguir sobreponer su cólera al perfil sin culpa de Gloria. Poco
a poco, la propia inocencia de la muchacha se tomó su culpa mayor: “¿Entonces
ella me explotaba, me explotaba, y después quedaba satisfecha viendo la
película?”. Y sus ojos se llenaron de lágrimas. “Ingrata”, pensó eligiendo mal
una palabra de acusación. Como la palabra era un símbolo de queja más que de
rabia, él se confundió un poco y su rabia se calmó. Ahora le parecía, de fuera
para dentro y sin ningún deseo, que ella debería haber pagado de aquella manera
la entrada al cine.
Pero frente a los libros y cuadernos
cerrados, su rostro se fue serenando.
Dejó de escuchar las puertas que se
golpeaban, el piano de la vecina, la voz de la madre en el teléfono. Había un
gran silencio en su habitación, como en un cofre. Y el final de la tarde
parecía una mañana. Estaba lejos, lejos, como un gigante que pudiese estar
afuera manteniendo en el aposento apenas los dedos absortos que daban vueltas y
vueltas a un lápiz. Había momentos en que respiraba pesadamente como un viejo.
La mayor parte del tiempo, sin embargo, su rostro apenas tocaba el aire de la
habitación.
–¡Ya he estudiado! –gritó a la madre que
lo interrogaba sobre el ruido del agua. Lavándose cuidadosamente los pies en la
tina, él pensó que la amiga de Gloria era mejor que Gloria. Ni siquiera había
intentado reparar en si Carlitos se había “aprovechado” o no de la otra. A esa
idea salió apresuradamente de la tina y se detuvo frente al espejo del lavabo.
Hasta que el azulejo enfrió sus pies mojados.
¡No!, no quería explicarse con Carlitos y
nadie le iba a decir cómo debería usar el dinero que iba a tener, y Carlitos
era dueño de pensar que sería en bicicletas, y si así fuera, ¿qué había con
eso?, ¿y si nunca, pero nunca, quisiera gastar su dinero?, ¿y si cada vez se
hiciera más rico?… ¿qué hay con eso, tienes ganas de pelear?, piensas que…
–… puede ser que estés muy ocupado con tus
pensamientos –lo interrumpió la madre–, pero por lo menos cena y de vez en
cuando di una palabra.
Entonces él, en súbito retorno a la casa
paterna:
–Dices que en la mesa no se habla, y ahora
quieres que hable, dices que no se habla con la boca llena, y ahora…
–Mira cómo hablas con tu madre –dijo el
padre severamente.
–Papá –dijo Arturo dócilmente, con las
cejas fruncidas–, papá, ¿qué es eso de las notas de crédito?
–Por lo visto, el colegio no sirve para
nada –dijo el padre, con placer.
–Come más papas, Arturo –la madre intentó
inútilmente arrastrar a los dos hombres hacia sí.
–Bueno –dijo el padre alejando el plato–,
es esto: digamos que tú tienes una deuda.
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