Mario Benedetti
Era la última hormiga de la caravana,
y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado
desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el
paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego,
sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando
sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí
misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo.
Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero
fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado
para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo,
alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego
reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras
ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente
en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis
patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó
por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló
sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó
una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y
avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La
bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se
había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga
tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera
soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga
cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció
tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte
del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la
ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro
obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande
que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos
segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al
final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el
área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo,
no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo
o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma.
Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros
estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo
cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las
patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez
centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones
del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga,
semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un
rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio
minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una
posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha,
sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos
víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga
avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla,
significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero
un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros
más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las
otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del
cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo
siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga
se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aun así se precipitó
en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar
el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón.
Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento
que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta
operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto
al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó
mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua
dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el
paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos
centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo
alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y
hormiga.
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