Philip K. Dick
Faltaba poco para terminar de cargar. El
optus, de pie, con los brazos cruzados, fruncía el ceño. El capitán Franco bajó
despacio por la pasarela y sonrió.
–¿Qué ocurre? –le preguntó–.
Te pagan por esto.
El optus no dijo nada.
Recogió sus túnicas y dio media vuelta. El capitán pisó el borde de la túnica.
–Espera un momento, no
te vayas; aún no he terminado.
–¿De veras? –el optus
se giró con dignidad–. Vuelvo a la aldea. –Contempló los animales y los pájaros
que eran conducidos hacia la nave–. Debo organizar nuevas cacerías.
Franco encendió un cigarrillo.
–¿Por qué no? A ustedes
les basta con salir a campo abierto y seguir pistas. Pero cuando estemos a mitad
de camino entre Marte y la Tierra…
El Optus se marchó sin
contestar. Franco se reunió con el primer piloto al pie de la pasarela.
–¿Cómo va todo? –consultó
el reloj–. Hicimos un buen negocio.
El piloto lo miró con
cara de pocos amigos.
–¿Cómo explica eso?
–¿Qué le pasa? Los necesitamos
más que ellos.
–Nos veremos después,
capitán.
El piloto subió por la
pasarela, y se abrió paso entre las aves zancudas marcianas. Franco lo vio desaparecer
en el interior de la nave. Iba a seguirle los pasos hacia la portilla cuando lo
vio.
–¡Dios mío!
Se quedó mirando con las
manos en las caderas. Peterson venía por el sendero, con la cara congestionada,
arrastrándolo con una cuerda.
–Lo siento, capitán –dijo,
manteniendo la cuerda tensa.
Franco avanzó hacia él.
–¿Qué es eso?
El wub desplomó su enorme
cuerpo lentamente. Se sentó con los ojos entornados. Algunas moscas zumbaban sobre
su flanco y las espantó con la cola.
Se hizo el silencio.
–Es un wub –explicó Peterson–.
Se lo compré a un nativo por cincuenta centavos. Dijo que era un animal muy raro.
Muy respetado.
–¿Esto? –Franco aguijoneó
el inmenso flanco del wub–. ¡Si es un cerdo! ¡Un inmundo cerdo grande!
–Sí, señor, es un cerdo.
Los nativos lo llaman wub.
–Un gran cerdo. Debe de
pesar unos doscientos kilos.
Franco agarró un mechón
del hirsuto pelo. El wub jadeó. Abrió sus ojos pequeños y húmedos, y su gran boca
tembló.
Una lágrima se deslizó
por la mejilla del animal y cayó al suelo.
–Tal vez sea comestible
–dijo Peterson, nervioso.
–Pronto lo averiguaremos
–respondió Franco.
El wub sobrevivió al despegue, profundamente
dormido en el casco de la nave. Cuando ya estaban en el espacio y todo funcionaba
con normalidad, el capitán Franco ordenó a sus hombres que subieran al wub para
dilucidar qué clase de animal era.
El wub gruñó y resopló
mientras ascendía a duras penas por el pasaje.
–Vamos –masculló Jones
tirando de la cuerda.
El wub se retorcía y rozaba
su piel contra las lisas paredes cromadas. Desembocó en la antecámara y cayó pesadamente
al suelo. Los hombres se levantaron de un salto.
–¡Santo cielo! –exclamó
French–. ¿Qué es eso?
–Peterson dice que es
un wub –respondió Jones–. Es suyo.
Le dio una patada al wub,
y el animal, jadeante, se puso en pie con grandes dificultades.
–¿Y ahora qué le pasa?
–dijo French acercándose–. ¿Se va a poner enfermo?
Todos lo contemplaban.
El wub puso los ojos en blanco y luego miró a los hombres que lo rodeaban.
–Quizá tenga sed –aventuró
Peterson.
Fue a buscar agua. French
meneó la cabeza.
–Ya entiendo por qué tuvimos
tantas dificultades para despegar. Me vi obligado a revisar todos mis cálculos de
lastre.
Peterson volvió con el
agua. El wub, agradecido, la lamió a grandes lengüetazos y salpicó a la tripulación.
El capitán Franco apareció
en la puerta.
–Echémosle un vistazo.
–Avanzó con mirada escrutadora–. ¿Lo compraste por cincuenta centavos?
–Sí, señor –dijo Peterson–.
Come de todo. Le di cereales y le gustaron, y después patatas, forraje y las sobras
de nuestra comida, y leche. Creo que le gusta comer. Una vez llena el estómago,
se echa a dormir.
–Entiendo. Bien, me gustaría
saber cuál es su sabor. Creo que no conviene alimentarlo tanto, ya está bastante
gordo. ¿Dónde está el cocinero? Que se presente al instante. Quiero averiguar…
El wub dejó de beber y
miró al capitán.
–Le sugiero, capitán,
que hablemos de otros asuntos –dijo el wub.
Un pesado silencio se
abatió sobre la habitación.
–¿Quién dijo eso? –preguntó
el capitán Franco.
–El wub, señor –dijo Peterson–.
Habla.
Todos miraron al wub.
–¿Qué dijo? ¿Qué dijo?
–Sugirió que habláramos
de otras cosas.
Franco se acercó al wub.
Dio vueltas a su alrededor y lo examinó desde todos los ángulos. Luego volvió a
reunirse con sus hombres.
–Tal vez haya un nativo
en su interior –reflexionó en voz alta–. Tal vez deberíamos abrirlo y confirmarlo.
–¡Dios mío! –exclamó el
wub–. ¿Sólo saben pensar en matar y trinchar?
–¡Salga de ahí! ¡Quienquiera
que sea, salga! –gritó Franco con los puños apretados.
No se produjo el menor
movimiento. Los hombres miraban al wub, pálidos y procurando mantenerse muy juntos.
El wub agitó la cola y eructó.
–Perdón –se disculpó.
–Creo que no hay nadie
dentro –susurró Jones.
Los hombres se miraron
entre sí.
El cocinero entró.
–¿Me mandó llamar, capitán?
¿Qué es esto?
–Es un wub –dijo Franco–.
Nos lo comeremos. ¿Por qué no lo mide y trata de…?
–Antes que nada, deberíamos
hablar –interrumpió el wub–. Con su permiso, me gustaría discutir este asunto. Veo
que no nos ponemos de acuerdo en algunos puntos fundamentales.
El capitán tardó un rato
en contestar. El wub esperó pacientemente y aprovechó para secarse el agua de las
mandíbulas.
–Vamos a mi despacho –dijo
el capitán por fin.
Se giró y salió de la
habitación. El wub se levantó y fue tras él. Los hombres lo siguieron con la mirada
y oyeron cómo subía la escalera.
–Me gustaría saber cómo
terminará todo esto –dijo el cocinero–. Bien, vuelvo a la cocina. Infórmenme de
cualquier novedad.
–Claro –dijo Jones–. Claro.
El wub se dejó caer en un rincón con un
suspiro.
–Le ruego me disculpe,
pero me encantan todas las formas de descansar. Cuando se es tan grande como yo…
El capitán asintió con
un gesto de impaciencia. Tomó asiento ante su escritorio y entrelazó las manos.
–Bien, empecemos de una
vez. Es usted un wub, si no me equivoco.
–Creo que sí. Quiero decir
que así es como nos llaman los nativos, aunque tenemos nuestra propia denominación.
–Habla nuestro idioma.
¿Estuvo en contacto con terrícolas anteriormente?
–No.
–Entonces. ¿cómo lo hace?
–¿Hablar su idioma? ¿Estoy
hablando en su idioma? No soy consciente de hablar ninguna lengua en particular.
Examiné su mente…
–¿Mi mente?
–Estudié los contenidos,
en especial el depósito semántico, como yo lo llamo…
–Entiendo. Telepatía,
claro.
–Somos una raza muy antigua.
Muy antigua y voluminosa. Nos cuesta mucho desplazarnos. Como comprenderá, algo
tan lento y pesado está a merced de formas más ágiles de vida. Consideramos que
sería inútil basar nuestra supervivencia en la fuerza física. Demasiado pesados
para correr, demasiado blandos para combatir, demasiado pacíficos para cazar por
diversión…
–¿Y de qué viven?
–Plantas, vegetales, comemos
casi de todo. Somos tolerantes, liberales y eclécticos. Vivimos y dejamos vivir.
Por eso hemos durado tanto. Y por eso me opuse con tanta vehemencia a ser introducido
en una olla. Vi la imagen en su mente: la mayor parte de mi cuerpo en el congelador,
otra en la olla, un pedacito para el gato…
–¿Así que lee la mente?
–interrumpió el capitán–. Muy interesante. ¿Qué más? Quiero decir, ¿posee alguna
otra capacidad semejante?
–Nada importante –respondió
el wub distraído, paseando la mirada por la habitación–. Un bonito despacho, capitán,
muy limpio. Respeto las formas de vida que aman la pulcritud. Algunas aves marcianas
son muy aseadas: sacan los desperdicios del nido y luego barren.
–Fascinante, pero volviendo
a lo que hablábamos…
–Desde luego. Usted habló
de cocinarme. Según he oído, el sabor es agradable. Un poco grasosos, pero tiernos.
Pero ¿cómo lograremos establecer una relación perdurable entre su pueblo y el mío
si persiste en actitudes tan bárbaras? ¿Comerme? Deberíamos discutir otras cuestiones:
filosofía, arte…
–¡Filosofía! –exclamó
el capitán poniéndose en pie–. Quizá le interese saber que el próximo mes apenas
tendremos nada para comer, algunas provisiones se han echado a perder…
–Lo sé –asintió con la
cabeza el wub–. Pero ¿no estaría más de acuerdo con sus principios democráticos
que lo sorteáramos? Después de todo, la democracia consiste en proteger a las minorías
de tales abusos. Si cada uno tiene derecho a votar…
El capitán caminó hacia
la puerta.
–Está loco –rezongó.
Abrió la puerta. Abrió
la boca.
Se quedó petrificado,
con la boca abierta, la mirada perdida, los dedos aún sujetos al tirador.
El wub le miró. Luego
salió de la habitación y pasó por delante del capitán. Se alejó por el corredor,
absorto en sus pensamientos.
La habitación estaba en silencio.
–Como verá –dijo el wub–
tenemos mitos comunes. Sus mentes albergan muchos símbolos mitológicos familiares:
Ishtar, Ulises…
Peterson estaba sentado
sin decir nada, con la vista fija en el suelo. Se removió en su silla.
–Siga –dijo–. Siga por
favor.
–Su Ulises es una figura
común a casi todas las razas autoconscientes. Desde mi punto de vista, Ulises vaga
como un individuo consciente de sí como tal. Es la idea de la separación, la separación
de la familia o del país. El proceso de individuación.
–Pero Ulises acaba por
volver a casa. –Peterson miró por el ojo de buey las estrellas, las incontables
estrellas que brillaban con intensidad en el universo vacío–. Al final, vuelve a
casa.
–Como lo hacen todas las
criaturas. El momento de la separación es un periodo transitorio, un breve viaje
del alma. Tiene un principio y un fin. El viajero errante regresa a su país y a
su raza…
La puerta se abrió. El
wub se calló y volvió su gran cabeza.
El capitán Franco entró
en la habitación seguido de sus hombres. Titubearon en el umbral.
–¿Te encuentras bien?
–preguntó French.
–¿Te refieres a mí? –replicó
Peterson, sorprendido–. ¿Por qué?
–Ven aquí –ordenó el capitán
Franco empuñando una pistola–. Levántate y acércate.
Hubo un silencio.
–Adelante –dijo el wub–.
No importa.
Peterson se puso en pie.
–¿Para qué?
–Es una orden.
Peterson se dirigió hacia
la puerta. French le cogió del brazo.
–¿Qué pasa? –Peterson
se soltó con un movimiento brusco–. ¿Qué les pasa a todos?
El capitán Franco avanzó
hacia el wub. El wub lo miró desde el rincón en donde estaba echado junto a la pared.
–Es interesante que siga
obsesionado con la idea de comerme. Me pregunto la razón.
–Levántese –ordenó Franco.
–Si insiste… –El wub se
levantó con un gruñido–. Tenga paciencia. Me cuesta mucho.
Logró ponerse en pie,
jadeando y con la lengua fuera.
–Mátelo ya –dijo French.
–¡Por el amor de Dios!
–exclamó Peterson.
Jones se giró hacia él
con los ojos llenos de miedo.
–Tú no lo viste… como
una estatua con la boca abierta. Aún seguiría allí si no hubiéramos bajado.
–¿Quién? ¿El capitán?
–preguntó Peterson– Pero si ya está bien.
Todos miraban al wub,
parado en mitad de la habitación. Respiraba entrecortadamente.
–Vamos –dijo Franco–.
Apártense.
Los hombres se apelotonaron
en la puerta.
–Tiene miedo, ¿verdad?
–habló el wub– ¿Qué le he hecho? Me repugna la idea de lastimar a alguien. Sólo
he intentado protegerme. ¿Esperaba que me precipitara alegremente hacia mi muerte?
Soy un ser tan sensible como ustedes. Tenía curiosidad por ver su nave, por saber
algo más sobre sus costumbres. Le sugerí al nativo…
La pistola osciló.
–¿Ven? –dijo Franco–.
Ya me lo pensaba.
El wub se tiró al suelo,
tembloroso. Estiró las patas y enrolló la cola.
–Hace mucho calor –dijo–.
Debemos estar cerca de los motores. Energía atómica. Desde un punto de vista técnico
han logrado cosas maravillosas, pero sus científicos no están preparados para resolver
problemas morales, éticos…
Franco se volvió hacia
los tripulantes, apiñados a su espalda, silenciosos y con los ojos abiertos de par
en par.
–Yo lo haré. Pueden mirar,
si quieren.
–Trate de darle en el
cerebro –aprobó French–. No es comestible. No tire al pecho. Si la caja torácica
revienta, tendremos que ir sacando los huesos.
–Escuchen –dijo Peterson
lamiéndose los labios–. ¿Qué ha hecho? ¿Ha causado algún mal? Les estoy haciendo
una pregunta. Y, además, es mío. No tienen derecho a matarlo. No es suyo.
Franco levantó la pistola.
–Yo me voy –dijo Jones,
pálido y descompuesto–. No quiero verlo.
–Yo también –le imitó
French.
Ambos salieron tropezando
y murmurando. Peterson permaneció junto a la puerta.
–Me hablaba de los mitos
–musitó–. Es incapaz de hacerle daño a nadie.
Se marchó.
Franco se acercó al wub.
Éste levantó los ojos y tragó saliva.
–Qué locura –dijo–. Lamento
que desee hacerlo. Recuerdo una parábola de su Salvador…
Se interrumpió y fijó
la vista en la pistola.
–¿Será capaz de mirarme
a los ojos cuando lo haga? ¿Será capaz?
–Desde luego. Allá en
la granja teníamos cerdos, apestosos jabalíes. Claro que seré capaz.
Sin apartar la mirada
de los ojos húmedos y brillantes del wub, apretó el gatillo.
El sabor era excelente.
Estaban sentados con semblante
de tristeza alrededor de la mesa; algunos apenas comían. El único que parecía disfrutar
del plato era el capitán Franco.
–¿Más? –preguntó–. ¿Más?
¿Un poco más de vino?
–Yo no –respondió French–.
Vuelvo a la sala de control.
–Yo tampoco. –Jones se
puso en pie y empujó la silla hacia atrás–. Nos veremos más tarde.
El capitán los vio marcharse.
Algunos de los que quedaban también se excusaron.
–¿Qué les ocurre a todos?
–preguntó el capitán a Peterson.
Éste permanecía sentado
con la vista fija en el plato, en las papas, en los guisantes y en el trozo de carne
humeante y tierna.
Abrió la boca, pero no
emitió ningún sonido.
El capitán apoyó la mano
en el hombro de Peterson.
–Ahora es tan sólo materia
orgánica. La esencia vital ha desaparecido. –Mojó un trozo de pan en la salsa–.
Me gusta comer. Es uno de los grandes placeres de la vida. Comer, descansar, meditar,
discutir de algunas cosas.
Peterson asintió con un
gesto. Otros dos hombres se levantaron y se marcharon. El capitán bebió agua y suspiró.
–Bien, he de admitir que
es una comida muy agradable. Todo lo que me habían dicho acerca del… sabor del wub
era cierto. Exquisito. Aunque me advirtieron, hace tiempo, que no lo hiciera nunca.
Se secó los labios con
la servilleta y se recostó en la silla. Peterson miraba la mesa con expresión de
tristeza.
El capitán le observó
atentamente. Luego se inclinó hacia adelante.
–Vamos, vamos, anímese.
Hablemos de cualquier cosa.
Sonrió.
–Como decía antes de que
me interrumpieran, el papel de Ulises en los mitos…
Peterson se levantó de
un salto con los ojos bien abiertos.
–Como iba diciendo, Ulises,
desde mi punto de vista…
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