Efrén Hernández
Lo barato cuesta caro –no
de pronto, sino andando el tiempo. Y la puerta es de palo barato. Con las
lluvias se hinchaba, y cuando pasó el tiempo de aguas, al día siguiente de la
postrera lluvia, el calor, cortés, estuvo a despedirse de nosotros. La temperatura,
semejante al amigo que parte, y que al partir, con un abrazo nos quiebra una
costilla, apretó mucho y quebró nuestro espíritu, rajó la puerta y reventó el
termómetro.
Otrosí
dejó encargado al gallo que nos desease buenas noches. Este se trepó a la barda
y con una voz clara nos lo dio a conocer.
Luego
enfriaron los aires –ya de noche– y corroborose nuestro espíritu; mas la puerta
quedó con su rendija y va ser necesario comprar otro termómetro.
Lo
barato, Severo mío, lo barato cuesta caro. Piénsalo detenidamente. ¿Me oyes?,
detenidamente.
No
se trata de una paradoja bizantina, de una discusión santotomista, de aquellas
que para desarrollar nuestras incipientes vocaciones dialécticas solían
proponemos en el seminario:
Lo barato es raro
Lo raro es caro
luego lo barato es caro.
Tampoco es
este capítulo, uno hecho a semejanza de aquel famoso, que fray Antonio Gerónimo
Benito Feijoo y Montenegro llamó: “Capitulo
donde se trata de poner escuras algunas cosas que son de suyo claras”,
Todo lo contrario, Severiano, todo lo contrario.
Desde
luego, no habrá cosa de la cual no se hable por orden riguroso, siguiendo en el
curso de las aguas el ejemplo que nos ponen en la naturalidad con que siempre
resbalan hacia abajo, hasta llegar al mar a resolverse. Y que Dios me libre de
acudir a los sentidos figurados y a las significaciones cambiadas. El ala de
una mosca no me gusta hacer diversión la santidad de las palabras, tiritas de
ropa con que vestimos nuestros pensamientos invisibles, para conseguir la
bienaventuranza de que nos lo vean. El arte es como una sastrería de un sastre
cuya única virtud ha de consistir en dar a cada pensamiento su vestido propio.
Lo demás es torcido. El hambriento diga pan, vino el sediento, y el desdichado
avaro, cuando lo escarmiente, exclame: ¡Ay de mí! Lo barato cuesta caro y, para
bien de todos, voy a demostrar hasta qué punto, con lo de la puerta.
Desde
hace tiempo quería yo sorprender al mundo con escribir un cuento tan
extraordinario como no se escribió nunca ninguno; pero todo el tiempo mi
atención está fija, tirante como un resorte atirantado, de un clavito que a
manera de estrella veo flotar en el aire. Porque, aunque me gustan los días –lo
suavecito que vienen, llegan y rompen en mañanas, y que las mañanas se pasen a
mediodías, y los mediodías a medias tardes, y que después se abra el cielo
hasta su más honda vista–, quisiera no encontrar en mí la media semejanza con
que me les parezco en tener yo pies y manos y ellos nomás pies. En ser de más o
menos manos no encuentro ningún verdadero inconveniente; pero de pies, en
cuanto menos, mejor. De modo que se me ocurrió tomar el hilo del tiempo y
amarrarlo de un clavo muy macizo que estaba clavado en la pared. Se me ocurrió
dos veces, mas encontré tan fácil la realización de mi ocurrencia, que,
considerándola sin dificultades, despreciativamente, las dos veces la dejé por
la paz. De aquí resulta que el dicho hilo del tiempo está sin amarrar hasta la
fecha. Y ay de mí, y ay también –uno por uno– de todos cuantos son dichosos:
porque esta operación no parece posible sino entonces, pues cuando con la edad
va obturándosenos el cuentahilos de la inteligencia, ya vemos que el del tiempo
no es hilo de carrete ni se puede amarrar.
Y
tanto me divierte la tristeza venida de este clavo, que si no hago mi cuento,
él es la causa. Porque, ¿cuál otra puede haber? Yo soy el hombre más
inteligente que se haya podido imaginar. Cuando mi padre vio que a los seis
meses de nacido yo podía improvisar historias para que por las noches mi madre
fuera quedándose dormida, no pudo contenerse, y brincando de la cama dijo que
yo sería, sin género de dudas, el asombro del mundo.
Ya
ahora llevo escritos y platicados tantos cuentos, que no pueden contarse; pero
la gente dice que versan sobre naderías, y que si bien no puede negarse que soy
eminentemente fecundo, mis producciones no son serias, sino que les falta la
profundidad. Yo aseguro que están en un error, y no me quieren creer, y para
que me crean, he venido meditando a sombra de tejados, una historia sin
límites, que no puedo expresar hasta la fecha sin que atine la causa. Y tengo
mucho miedo de morir sin haber llegado a desengañar al mundo de que mi genio
es, en realidad, de una profundidad extraordinaria.
Tú
mismo lo verás.
A
veces siento dentro de mi cerebro el capullo de una idea en que se encierra la
definición del tiempo; pero el clavo de todas mis desdichas me divierte hacia
su lado la atención, Y se me va la idea.
Estoy
seguro de que cuando logre definir el tiempo, podre escribir en una sola
jornada la historia susodicha y alejar para siempre de mi vida mi temor de
pasar incomprendido. Y esta noche, es decir, hace unas cuantas horas, hubiera
definido el tiempo… lo hubiera definido; pero la puerta es de palo de oyamel.
Sucedió
de la manera que a continuación se cuenta. El terrible calorón de hoy cometió.
como se ha visto, varios estropicios, y entre ellos, como también se ha visto,
el de quebrar mi espíritu, A lo largo de la jornada que hace diariamente el sol
en el cielo. doblegado lo tuve, como una plantita jorobada, sin aliento de
cosa, pero, al mismo tiempo, sin intentar esfuerzo ni resentir pesadumbre.
Fue
una cosa seria que no hay necesidad de encarecer, visto que se ha encarecido
por sí misma, y en muchos años no se nos quitará de la memoria. Según todos los
indicios, con la lluvia de ayer se despidió, por este año, la época de lluvias.
También llovió anteayer, y el miércoles, el martes, el lunes y casi todas las
horas sin sol del domingo. Consecuentemente, la tierra amaneció llena de agua.
Pues para que la tierra se secara de toda esta humedad, ha bastado una sola
exposición de sol.
Los
que se levantaron temprano, dicen que desde el amanecer ni una sola nube pasó
por todo esto. Para nada sirvieron los techos ni los árboles. Se calentó la
tierra, se calentaron las casas, se calentó el aire. No hubo más remedio que
dormir y esperar.
El
día bajó por fin. La realidad sobrepasó mil veces nuestras esperanzas, y, con
la frescura de la noche, dejó mi espíritu, no nada más de estar quebrado, sino
que tocó el otro extremo, rehaciéndose y despertando, hasta tal punto, que no
guardo recuerdo de haber sentido nunca nada semejante –hablo del espíritu en sí–
y tenía una visión tan clara de las cosas, que en la conciencia sentía, lo que
en los ojos de la cara, cuando me puse antiparras por primera vez. Yo nací
miope. Pero hay que dejar de lado esta comparación porque únicamente los miopes
están capacitados para comprenderla.
Y
sucedió que cuando me encerré en mi alcoba, no me consideré encerrado, más bien
me pareció que las dos ventanas y la puerta carecían de maderas, y que los
muros eran cuatro calles públicas, el techo, la intemperie, mis vestidos, la
untuosidad de las miradas de los espectadores, y mi cuerpo, la atracción
mundial del día.
Así,
cerré los ojos, como para cubrirme con una alcoba más reservada, y entonces
sentí que el espacio me apretaba, y otra cosa todavía más profunda: que el
tiempo iba pasando. E inmediatamente, a modo de relámpago, se me aclaró que he
sido lamentable, inmensamente tonto, echando la culpa de no poder definir el
tiempo, a ese clavito que a manera de ensueño veo flotar en el aire.
Y
dije, nadie puede fijarse en lo que pasa, al menos con la misma precisión con
que se observa lo que está detenido. Para ver bien las cosas es necesario que
estén quietas, no volando. He aquí la razón de que no puedan y de que ni yo
mismo haya podido definir el tiempo. No podía yo conocerlo, no debido al
clavito, sino porque el tiempo vuela y nunca deja de volar.
De
este modo era como yo casi tenía resuelto mi problema.
Y
pensé en las dos maneras como se mira un caminante, según que el que lo mira
esté sentado o que también camine.
En
el primer caso el caminante pasa y en el segundo no. Es decir, yo podría
investigar el tiempo, nada más con ponerme en movimiento, e ir, mientras fuera
necesario, un poquito, un poquito tras él.
“Santo
Dios, exclamé, Te doy rendidas gracias porque me has iluminado. Ahora ya podré
morir y la gente no dirá que yo no era profundo”.
Con
la palmada que me di en la frente me tumbé el sombrero.
Hace
frío esta noche. Sobre las escasas superficies de agua que sobrevivieron a la
temperatura de que tanto hablé, se han formado unas placas de hielo como
vidrios de vidriera. Además, anteayer estuve en la peluquería y todavía siento
rara la nuca.
El
lugar en que estaba es un a modo de tapanco, algo más de un metro de alto del
suelo, se me planteó un dilema: perdía por esta vez la idea más profunda que se
haya podido imaginar, o iba por mi sombrero.
Y
el diablo que no se duerme nunca, por no perder una ocasión de hacer el mal o
de robar el bien al género humano, trajo el puño de aire más helado que
encontró en la comarca, y en un soplo de viento me lo envió por la rendija que
el calor y la humanidad hicieron en la puerta, me lo atinó en la parte posterior
de la cabeza y, sin ser yo más el dueño de mis actos, con la velocidad del
tiempo bajé por mi sombrero, me lo puse, y traté de volver a ensimismarme. Pero
en esto vino otro más diablo, vio que el sombrero tenía un agujero, trajo más
aire y, por la rendija de la puerta de mi corazón y el agujero del sombrero, lo
introdujo. Y ahí ando yo, hecho lo que se llama un loco, hasta que no encontré,
para el agujero del sombrero, un tapón a la medida.
De
esta manera, Severiano mío, se ha perdido la idea más profunda que se haya
podido imaginar.
La
puerta, ¿no se te ha olvidado?, la puerta es de palo barato. Es decir, lo
barato cuesta caro.
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