José María Eça de Queirós
Érase una vez un rey, joven
y valiente, señor de un reino abundante en ciudades y cosechas, que partía a batallar
por tierras distantes, dejando solitaria y triste a su reina y a un hijo chiquitín,
que todavía vivía en su cuna, envuelto en sus fajas. La luna llena que lo viera
marchar, llevado en su sueño de conquista y de fama, empezaba a menguar, cuando
uno de sus caballeros apareció, con las armas rotas, negro de la sangre seca y del
polvo de los caminos, trayendo la amarga nueva de una batalla perdida y de la muerte
del rey, traspasado por siete lanzas entre la flor de su nobleza, a la orilla de
un gran río. La reina lloró magníficamente al rey. Lloró, además, desoladamente
al esposo, que era hermoso y alegre. Pero, sobre todo, lloró ansiosamente al padre
que así deja al hijito desamparado, en medio de tantos enemigos de su frágil vida
y del reino que sería suyo, sin un brazo que lo defendiese, fuerte por la fuerza
y fuerte por el amor.
De
esos enemigos, el más temeroso era su tío, hermano bastardo del rey, hombre depravado
y bravío, consumido por groseras codicias, deseando la realeza tan solo por sus
tesoros, y que hacía años que vivía en un castillo en los montes, con una horda
de rebeldes, como lobo que, desde su atalaya, en su foso, espera la presa. ¡Ay,
la presa ahora era aquella criaturita, rey que aún mamaba, señor de tantas provincias,
y que dormía en su cuna con un sonajero de oro en la mano cerrada!
A
su lado, otro niño dormía en otra cuna. Pero este era un esclavito, hijo de la bella
y robusta esclava que amamantaba al príncipe. Ambos habían nacido en la misma noche
de verano. El mismo pecho los criaba. Cuando la reina, antes de adormecerse, se
acercaba a besar al principito, que tenía el cabello rubio y fino, besaba también
por amor suyo al esclavito, que tenía el cabello negro y crespo. Los ojos de ambos
relucían como piedras preciosas. Solo que la cuna de uno era magnifica y de marfil
entre brocados, y la cuna del otro, pobre y de mimbre. La leal esclava, sin embargo,
a ambos dedicaba igual cariño, porque si uno era su hijo, el otro seria su rey.
Nacida
en aquella casa real, tenía por pasión, por religión, a sus señores. Ningún llanto
correría más sentidamente que el suyo por el rey muerto a la orilla del gran río.
Pertenecía, por lo demás, a una raza que cree que la vida de la Tierra se continúa
en el Cielo. El rey, su amo, seguramente ya estaría ahora reinando en otro reino,
más allá de las nubes, abundante también en cosechas y ciudades. Su caballo de batalla,
sus armas, sus pajes, habían subido con él a las alturas. Sus vasallos, según fuesen
muriendo, prontamente irían en ese reino celeste a retomar en torno a él su vasallaje.
Y ella, un día, a su vez, remontaría en un rayo de luz para habitar el palacio de
su señor, e hilar de nuevo el lino de sus túnicas, y encender de nuevo la cazoleta
de sus perfumes; sería en el Cielo como había sido en la Tierra, y feliz en su servidumbre.
¡Pero,
además, también ella temblaba por su principito! ¡Cuántas veces, con él colgado
al pecho, pensaba en su fragilidad, en su larga infancia, en los años lentos que
correrían antes de que él fuese al menos del tamaño de una espada, y en aquel tío,
cruel, de rostro más oscuro que la noche y corazón más oscuro que el rostro, hambriento
del trono y acechando desde la cima de su roquedo entre los alfanjes de su horda!
¡Pobre principito de su alma! Con una ternura mayor lo apretaba entonces en los
brazos. Pero si su hijo parloteaba al lado, sus brazos corrían hacia él con un ardor
más feliz. Ese, en su indigencia, nada tenía que temer de la vida. Desgracias, asaltos
de la suerte mala, nunca lo podrían dejar más desnudo de las glorias y bienes del
mundo de lo que ya estaba allí, en su cuna, bajo el pedazo de lino blanco que resguardaba
su desnudez. La existencia, en verdad, era para él más preciosa y digna de ser conservada
que la de su príncipe, porque ninguno de los duros cuidados que ennegrecen el alma
de los señores rozaría siquiera su alma libre y sencilla de esclavo. Y, como si
lo amase más por aquella humildad dichosa, cubría su cuerpecito gordo de besos pesados
y devoradores: de los besos que se hacían leves sobre las manos de su príncipe.
Sin
embargo, un gran temor llenaba el palacio, en donde ahora reinaba una mujer entre
mujeres. El bastardo, el hombre de rapiña que erraba en la cima de las sierras,
había bajado a la llanura con su horda, y ya a través de caseríos y aldeas felices
iba dejando un surco de matanza y de ruinas. Las puertas de la ciudad se habían
asegurado con cadenas más fuertes. En las atalayas, ardían fuegos más altos. Pero
a la defensa le faltaba la disciplina viril. Una roca no gobierna como una espada.
Toda la nobleza fiel había perecido en la gran batalla. Y la desventurada reina
tan solo sabía correr a cada instante a la cuna de su pequeño y llorar sobre él
su flaqueza de viuda. Solamente el ama leal parecía segura: como si los brazos en
que estrechaba a su príncipe fuesen murallas de una ciudadela que ninguna audacia
puede transponer.
Pero
una noche, noche de silencio y oscuridad, cuando se iba a dormir, habiéndose desvestido,
ya en su catre, entre sus dos niños, adivinó, más que sintió, un corto rumor de
hierro y de pendencia, lejos, a la entrada de los jardines reales. Envuelta a toda
prisa en un manto, echándose los cabellos hacia atrás, escuchó ansiosamente. En
la tierra enarenada, entre los jazmines, corrían pasos pesados y rudos. Hubo después
un gemido, un cuerpo cayendo indolente, sobre losas, como un fardo. Corrió con violencia
la cortina. Y allá, al fondo de la galería, avistó hombres, un resplandor de linternas,
brillos de armas… En un momento lo comprendió todo: ¡el palacio sorprendido, el
bastardo cruel que venía a robar, a matar a su príncipe! Entonces, rápidamente,
sin una vacilación, sin una duda, arrebató al príncipe de su cuna de marfil, lo
lanzó a la pobre cuna de mimbre, y sacando a su hijo de la cuna servil, entre besos
desesperados, lo acostó en la cuna real, que cubrió con un brocado.
Bruscamente,
un hombre enorme, de rostro llameante, con un manto negro sobre la cota de malla,
surgió en la puerta de la cámara, entre otros, que levantaban linternas. Miró, corrió
a la cuna de marfil en la que lucían los brocados, arrancó al niño, y, ahogando
sus gritos en el manto, partió apresurada y furiosamente.
El
príncipe dormía en su nueva cuna. El ama se había quedado inmóvil en el silencio
y la tiniebla.
Pero
bramidos de alarma, de repente, atronaron el palacio. Por las cristaleras se percibió
el luengo llamear de las antorchas. Los patios resonaban con el golpe de las armas.
Y desgreñada, casi desnuda, la reina invadió la cámara, entre las ayas, clamando
por su hijo. Al ver la cuna de marfil, con las ropas en desorden, vacía, cayó sobre
las losas, en un llanto, destrozada. Entonces, callada, muy lenta, muy pálida, el
ama descubrió la pobre cuna de mimbre… Allí estaba el príncipe, quieto, adormecido,
en un sueño que le hacía sonreír y le iluminaba todo el rostro entre sus cabellos
de oro. La madre cayó sobre la cuna, con un suspiro, como cae un cuerpo muerto.
En
ese instante, un nuevo clamor estremeció la galería de mármol. Era el capitán de
la guardia y su gente fiel. En sus clamores había, sin embargo, más tristeza que
triunfo. ¡El bastardo había muerto! Capturado entre el palacio y la ciudadela al
escapar, aplastado por la fuerte legión de arqueros, había sucumbido y con él veinte
de su horda. Su cuerpo allí había quedado, con flechas en el costado, en un charco
de sangre. ¡Pero, ay, dolor sin nombre! ¡El cuerpecito tierno del príncipe allí
había quedado también, envuelto en un manto, ya frío, lívido aún de las manos feroces
que lo habían estrangulado! Así, tumultuosamente, lanzaban la nueva cruel los hombres
de armas, cuando la reina, deslumbrada, con lágrimas entre risas, levantó en sus
brazos, para enseñárselo, al príncipe, que había despertado.
Fue
un asombro, una aclamación. ¿Quién lo había salvado? ¿Quién? ¡Allí estaba junto
a la cuna de marfil vacía, muda y yerta, la que lo había salvado! ¡Sierva sublimemente
leal! Fue ella la que, para conservar la vida a su príncipe, mandó a la muerte a
su hijo… Entonces, solo entonces, la madre dichosa, emergiendo de su alegría extática,
abrazó apasionadamente a la madre dolorosa, y la besó, y la llamó hermana de su
corazón… Y de entre aquella multitud que se apretaba en la galería vino una nueva,
ardiente aclamación, con súplicas de que fuese recompensada, magníficamente, la
sierva admirable que había salvado al rey y al reino.
¿Pero
cómo? ¿Qué bolsas de oro podrían pagar un hijo? Entonces un viejo de casta noble
sugirió que la llevasen al tesoro real, y que escogiese de entre esas riquezas,
que eran las mayores de la India, todas cuantas su deseo apeteciese…
La
reina tomó la mano de la sierva. Y sin que su rostro de mármol perdiese la rigidez,
con andares de muerta, como en un sueño, así fue conducida a la cámara de los tesoros.
Señores, ayas, hombres de armas, seguían con un respeto tan conmovido que apenas
se oía el rozar de las sandalias en las losas. Las macizas puertas del tesoro rodaron
lentamente. Y cuando un siervo desatrancó las ventanas, la luz de la madrugada,
ya clara y rosácea, entrando por las rejas de hierro, prendió un maravilloso y chispeante
incendio de oro y pedrerías. Del suelo de roca hasta las sombrías bóvedas, por toda
la cámara, relucían, centelleaban, refulgían los escudos de oro, las armas taraceadas,
los montones de diamantes, las pilas de monedas, los largos hilos de perlas, todas
las riquezas de aquel reino, acumuladas por cien reyes durante veinte siglos. Un
largo «¡Ah!», lento y maravillado, pasó sobre la turba y enmudeció. Después se hizo
un silencio ansioso. Y en medio de la cámara, envuelta en un precioso fulgor, el
ama no se movía… Apenas sus ojos, brillantes y secos, se habían levantado hacia
aquel cielo que, más allá de las rejas, se teñía de rosa y de oro. Era allí, en
ese cielo fresco y de madrugada, donde estaba ahora su niño. ¡Estaba allí, y ya
el sol se levantaba, y era tarde, y su niño seguramente lloraba, y buscaba su pecho!…
Entonces, el ama sonrió y alargó la mano. Todos seguían, sin respirar, aquel lento
mover de su mano abierta. ¿Qué joya maravillosa, qué hilo de diamantes, que puñado
de rubíes iba a escoger?
El
ama extendió la mano, y sobre un escabel cercano, de un manojo de armas, asió un
puñal. Era el puñal de un viejo rey, todo tachonado de esmeraldas, y que valía una
provincia.
Había
agarrado el puñal y con él apretado fuertemente en la mano, apuntando hacia el cielo,
donde subían los primeros rayos de sol, miró a la reina y a la multitud, y gritó:
–¡He
salvado a mi príncipe, y ahora voy a dar de mamar a mi hijo!
Y
se clavó el puñal en el corazón.
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