Víctor Cáceres Lara
La noche iba poniendo oscuros
toques de angustia en los ángulos de la habitación destartalada donde el aire penetraba
sometido a racionamiento riguroso y donde la luz, aun en la hora más soleada del
día, no alcanzaba a iluminar plenamente. Afuera, sonaba como temeroso de ser oído
el chorro imperceptible de una llave de agua mal cerrada. La única llave para la
sed de infinidad de personas que habitaban la misma cuartería. Un niño imploraba
pan a voz en cuello y la madre –posiblemente por la desesperación– le contestaba
su pedido con palabras groseras:
–¡Callate,
jodido… nadie ha comido aquí!
Ella,
la enferma del cuarto destartalado, veía cómo la poca luz iba terminándose; no disponía
de alumbrado eléctrico y el aceite de la humilde lámpara estaba casi agotado. Ella
no sentía ni un hilo de fuerza en sus músculos, ni una emanación tibia dentro de
sus venas vacías. Un frío torturante iba subiéndole por las carnes enflaquecidas;
ascendía por su cintura otrora flexible y delicada como los mimbres silvestres y
se apoderaba de su corazón que entonces parecía enroscarse de tristeza, estallando
en una plegaria muda, temblorosa de emoción reconcentrada.
La
luz del día terminaba lentamente. En la calle se oían pisadas de gentes que iban,
en derroche de vida, camino de la diversión barata: del estanco consumidor de energías
y centavos; del burdel lleno de carne pútrida vendida a alto precio; en fin, de
toda esa sarta de distracciones que el pobre puede proporcionarse en nuestro medio
y que, a la larga, lejos de ocasionar gozo o contento, acarrea desgaste, enfermedad,
miseria, desamparo, muerte…
Ella,
ahora, en la tarde que afuera tenía gorjeos alegres, se sentía morir. Sentía que
la “pálida” se enroscaba en su vida e iba asfixiándola lenta, implacable, seguramente,
mientras un frío terrible le destrozaba los huesos y le hacía tamborilear enloquecidamente
las sienes.
Abandono
total en torno de ella. Nadie llegaba con una palabra, con un mendrugo de cariño,
con un vaso de leche. Ella misma tenía que salir, entre uno y otro de los fríos
de la fiebre, a buscarse el pedazo de tortilla dura que comía, vacío en la imposibilidad
de comprarse un poco de con qué. En sus salidas pedía limosnas y las había estado
obteniendo de centavo en centavo, tras de sufrir horribles humillaciones.
Y
ella no podía explicarse el porqué del abandono que sufría… Fue ella siempre buena
con el prójimo. Fue siempre caritativa y dadivosa. Por sus vecinas hizo siempre
lo que pudo: a los niños los adoró siempre, quizá porque no pudo tenerlos. Pero
era posible que la vieran muy delgada, muy amarilla. Quizá la oían toser y pensaban
que estaba tísica. Ella sabía que la mataba el paludismo¹. Pero, ¿cómo hacer para
que los demás no creyeran otra cosa? Mientras tanto había que sufrir, que esperar
el momento definitivo en que cesaran sus negras penas, sus infructuosas peregrinaciones,
su terrible sangrar de plantas recorriendo los pedregales del mundo…
En
el techo empezaban a bailotear sombras extrañas; las sienes la martillaban más recio
y su vista se le iba hacia lejanías remotas, una lejanía casi imprecisa ya, casi
sin contornos, pero que al evocarla en lánguida reminiscencia, la hacía sentir una
voz de consuelo y resignación abriendo trocha de luz en lo más puro y en lo más
íntimo de su vida.
Vivía
entonces sus días de infancia en la aldea remota que atesoraba fragancia tonificante
de pinos; música de zorzales enamorados; olor de terneritos retozones; cadencia
de torrentes despeñados; frescura de sabanetas empapadas de rocío; pureza de sencilleces
campesinas impregnadas de salves y rosarios devotísimos.
En
la aldea lozana y cándida vio cómo se levantaban sus senos robustos y cómo le vibraban
las carnes a los impulsos primeros del amor, del amor sencillo, sin complicaciones
civilizadas, pero con las dulzuras agrestes de los idilios de Longo. Después, sus
anhelos por venirse hacia la costa soñada, insinuación de dichas y perspectiva en
brazos de promesa cuando desde la lejanía se sueña.
Las
ilusiones prendían grandes fogatas en su mente sencilla y buena y los llamados del
instinto empezaban a quemar sus carnes morenas, turgentes, con un fuego distinto
al del generoso sol de los trópicos. Empezó a deleitarse en la propia contemplación
cuando, libre de la prisión del vestido, surgía a la luz la soberbia retadora de
su cuerpo y cuando crespos por la cosquilla de la brisa, como dos conos de fuego,
se le escapaban los pechos de la prisión delicada de la blusa.
Entonces
conoció al hombre que avivó su fuego interior y la predispuso a la aventura en tentativa
de dominar horizontes. Oyó la invitación de venirse a la costa como pudo haber oído
la de irse para el cielo. El hombre le gustaba por fuerte, por guapo, por chucano.
Porque le ofrecía aquello que ella quería conocer: el amor y, además del amor, la
Costa Norte.
–Allá
–le decía él– los bananos crecen frondosos, se ganan grandes salarios y pronto haremos
dinero. Tú me ayudarás en lo que puedas y saldremos adelante.
–¿Y
si alguna mujer te conquista y me das viaje?
–¡De
ninguna manera, mi negra, yo te quiero solo a ti y juntos andaremos siempre!… Andaremos
en tren… En automóvil… Iremos al cine, a las verbenas, en fin, a todas partes…
–¿Y
son bonitos los trenes?
–¡Como
gusanones negros que echaran humo por la cabeza, sabes! Allí va un gentío, de campo
en campo, de La Lima al Puerto. Un hombre va diciendo los nombres de las estaciones:
“¡Indiana!… ¡ Mopala!… ¡Tibombo!… ¡Kele-Kele!…” ¡Es arrechito! ¡Lo vas a ver!
Ella
deliraba con salir del viejo pueblo de sus mayores. Amar y correr mundo. Para ella
su pueblo estaba aletargado en una noche sin amanecer y de nada servía su belleza,
acodada junto al riachuelo murmurante de encrespado lecho de riscos y de guijas.
Quería dejar el pueblito risueño donde pasó sus años de infancia y donde el campo
virgen y la tierra olorosa pusieron en su cuerpo fragancias y urgencias vitales.
Así fue como emprendió el camino, cerca de su hombre, bajando estribaciones, cruzando
bulliciosos torrentes, pasando valles calcinados por un sol de fuego entre el concierto
monótono de los chiquirines que introducía menudas astillitas en la monorritmia
desesperante de los días.
¡Y
qué hombre era su hombre! Por las noches de jornada, durmiendo bajo las estrellas,
sabía recompensarle todas sus esperanzas, todos sus sueños y todos sus deseos. A
la hora en que las tinieblas empezaban a descender sobre los campos, cuando la noche
era más prieta y más espesa, cuando la aurora empezaba a regar sus arreboles por
la lámina lejana del Oriente… Ella sentía la impetuosidad, el fuego, la valentía,
el coraje indomeñable de su hombre y sentía que su entraña se le encrespaba en divinos
palpitos de esperanza y de orgullo.
Llegaron,
por fin, a La Lima y empezó la búsqueda de trabajo. Demetrio lo obtenía siempre
porque por sus chucanadas era amigo de capitanes, taimkípers y
mandadores, pero lo perdía luego porque en el fondo tenía mal carácter
y por su propensión marcada a los vicios. Montevista, Omonita, Mopala, Indiana,
Tibombo, los campos del otro lado… en fin, cuanto sitio tiene abierto la Frutera
conoció la peregrinación de ellos en la búsqueda de la vida. Unas veces era en las
tareas de chapia, otras como cortero o juntero de bananos;
después como irrigador de veneno, cubierto de verde desde la cabeza hasta los pies.
Siempre de sol a sol, asándose bajo el calor desesperante que a la hora del mediodía
hacía rechinar de fatiga las hojas de las matas de banano. Por las noches el hombre
regresaba cansado, agobiado, mudo de la fatiga que mordía los músculos otrora elásticos
como de fiera en las selvas.
En
varias oportunidades enfermó él de paludismo, y, para curarse, acudía con más frecuencia
al aguardiente. Todo en vano: la enfermedad seguía, y suspender el trabajo era morirse
de hambre. Trabajaban por ese tiempo en Kele-Kele. Ella vendía de comer y él tenía
una pequeña contrata. Una noche de octubre los hombres levantaban el bordo
poniéndole montañas de sacos de arena. Las embestidas del Ulúa eran salvajes. Las
aguas sobrepasaban el nivel del dique y Demetrio desapareció entre las tumultuosas
aguas que minuto a minuto aumentaba el temporal.
Quedó
sola y enferma. Enferma también de paludismo. Con un nudo en el alma dejó los campos
y se fue al puerto. Anduvo buscando qué hacer y solo en Los Marinos pudo colocarse
en trabajos que en nada la enorgullecían sino que ahora, al evocarlos, le hacían
venir a la cara los colores de la vergüenza. Miles de hombres de diferente catadura
se refocilaban en su cuerpo. Enferma y extenuada, con el alma envenenada para siempre,
dejó el garito y vino a caer a San Pedro Sula. El paludismo no la soltaba, cada
día las fiebres fueron más intensas y ahora se encontraba postrada en aquel pobre
catre, abandonada de todos, mientras la luz se iba y sombras atemorizadas le hacían
extrañas piruetas cabalgando en las vigas del techo.
Sus
ojos que supieron amar, son ahora dos lagos resecos donde solo perdura el sufrimiento;
sus manos descarnadas, no son promesa de caricia ni de tibieza embrujadora; sus
senos flácidos casi ni se insinúan bajo la zaraza humilde de la blusa; pasó sobre
ella el vendaval de la miseria, y se insinúa, como seguridad única, la certeza escalofriante
de la muerte.
En
la calle, varios chiquillos juegan enloquecidos de júbilo. Una pareja conversa acerca
del antiguo y nuevo tema del amor. Un carro hiere el silencio con la arrogancia
asesina de su claxon. A la distancia, el mixto deja oír la estridencia de su pito,
y la vida sigue porque tiene que seguir…
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