Julio Torri
Creer que todas las especies animales
sobrevivieron al diluvio es una tesis que ningún naturalista serio sostiene ya.
Muchas perecieron; la de los unicornios entre otras. Poseían un hermoso cuerno de
marfil en la frente y se humillaban ante las doncellas.
Ahora bien, en el arca,
triste es decirlo, no había una sola doncella. Las mujeres de Noé y de sus tres
hijos estaban lejos de serlo. Así que el arca no debió de seducir grandemente al
unicornio.
Además Noé era un genio,
y como tal, limitado y lleno de prejuicios. En lo mínimo se desveló por hacer llevadera
la estancia de una especie elegante. Hay que imaginárnoslo como fue realmente: como
un hombre de negocios de nuestros días: enérgico, grosero, con excelentes cualidades
de carácter en detrimento de la sensibilidad y la inteligencia. ¿Qué significaban
para él los unicornios?, ¿qué valen a los ojos del gerente de una factoría yanqui
los amores de un poeta vagabundo? No poseía siquiera el patriarca esa curiosidad
científica pura que sustituye a veces al sentido de la belleza.
Y el arca era bastante
pequeña y encerraba un número crecidísimo de animales limpios e inmundos. El mal
olor fue intolerable. Con su silencio a este respecto el Génesis revela una
delicadeza que no se prodiga por cierto en otros pasajes del Pentateuco.
Los unicornios, antes
que consentir en una turbia promiscuidad indispensable a la perpetuación de su especie,
optaron por morir. Al igual que las sirenas, los grifos, y una variedad de dragones
de cuya existencia nos conserva irrecusable testimonio la cerámica china, se negaron
a entrar en el arca. Con gallardía prefirieron extinguirse. Sin aspavientos perecieron
noblemente. Consagrémosles un minuto de silencio, ya que los modernos de nada respetable
disponemos fuera de nuestro silencio.
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