Vicente Blasco Ibáñez
Siempre que los nietos del tío Rabosa
se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta
o en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían
mirado!… ¡Se insultaban con el gesto!… Aquello acabaría mal, y el día menos pensado
el pueblo sufriría un nuevo disgusto.
El alcalde con los vecinos
más notables predicaban paz a los mocetones de las dos familias enemigas, y allá
iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra recomendando el olvido de las
ofensas.
Treinta años que los
odios de los Rabosas y Casporras traían alborotado a Campanar. Casi en las puertas
de Valencia, en el risueño pueblecito que desde la orilla del río miraba a la ciudad
con los redondos ventanales de su agudo campanario, repetían aquellos bárbaros,
con un rencor africano, la historia de luchas y violencias de las grandes familias
italianas en la Edad Media. Habían sido grandes amigos en otro tiempo; sus casas,
aunque situadas en distintas calles, lindaban por los corrales, separados únicamente
por una tapia baja. Una noche, por cuestiones de riego, un Casporra tendió en la
huerta de un escopetazo a un hijo del tío Rabosa, y el hijo menor de este, porque
no se dijera que en la familia no quedaban hombres, consiguió, después de un mes
de acecho, colocarle una bala entre las cejas al matador. Desde entonces las dos
familias vivieron para exterminarse, pensando más en aprovechar los descuidos del
vecino que en el cultivo de las tierras. Escopetazos en medio de la calle; tiros
que al anochecer relampagueaban desde el fondo de una acequia o tras los cañares
o ribazos cuando el odiado enemigo regresaba del campo; alguna vez un Rabosa o un
Casporra camino del cementerio con una onza de plomo dentro del pellejo, y la sed
de venganza sin extinguirse, antes bien, extremándose con las nuevas generaciones,
pues parecía que en las dos casas los chiquitines salían ya del vientre de sus madres
tendiendo las manos a la escopeta para matar a los vecinos.
Después de treinta años
de lucha, en casa de los Casporras solo quedaba una viuda con tres hijos mocetones
que parecían torres de músculos. En la otra estaba el tío Rabosa, con sus ochenta
años, inmóvil en un sillón de esparto, con las piernas muertas por la parálisis,
como un arrugado ídolo de la venganza, ante el cual juraban sus dos nietos defender
el prestigio de la familia.
Pero los tiempos eran
otros. Ya no era posible ir a tiros como sus padres en plena plaza a la salida de
misa mayor. La Guardia Civil no les perdía de vista; los vecinos les vigilaban,
y bastaba que uno de ellos se detuviera algunos minutos en una senda o en una esquina
para verse al momento rodeado de gente que le aconsejaba la paz. Cansados de esta
vigilancia que degeneraba en persecución y se interponía entre ellos como infranqueable
obstáculo, Casporras y Rabosas acabaron por no buscarse, y hasta se huían cuando
la casualidad les ponía frente a frente.
Tal fue su deseo de
aislarse y no verse, que les pareció baja la pared que separaba sus corrales. Las
gallinas de unos y otros, escalando los montones de leña, fraternizaban en lo alto
de las bardas; las mujeres de las dos casas cambiaban desde las ventanas gestos
de desprecio. Aquello no podía resistirse; era como vivir en familia, y la viuda
de Casporra hizo que sus hijos levantaran la pared una vara. Los vecinos se apresuraron
a manifestar su desprecio con piedra y argamasa, y añadieron algunos palmos más
a la pared. Y así, en esta muda y repetida manifestación de odio, la pared fue subiendo
y subiendo. Ya no se veían las ventanas; poco después no se veían los tejados; las
pobres aves del corral estremecíanse en la lúgubre sombra de aquel paredón que les
ocultaba parte del cielo, y sus cacareos sonaban tristes y apagados a través de
aquel muro, monumento del odio, que parecía amasado con los huesos y la sangre de
las víctimas.
Así transcurrió el tiempo
para las dos familias, sin agredirse como en otra época, pero sin aproximarse: inmóviles
y cristalizadas en su odio.
Una tarde sonaron a
rebato las campanas del pueblo. Ardía la casa del tío Rabosa. Los nietos estaban
en la huerta; la mujer de uno de estos en el lavadero, y por las rendijas de puertas
y ventanas salía un humo denso de paja quemada. Dentro, en aquel infierno que rugía
buscando expansión, estaba el abuelo, el pobre tío Rabosa, inmóvil en su sillón.
La nieta se mesaba los cabellos, acusándose como autora de todo por su descuido;
la gente arremolinábase en la calle, asustada por la fuerza del incendio. Algunos,
más valientes, abrieron la puerta, pero fue para retroceder ante la bocanada de
denso humo cargada de chispas que se esparció por la calle.
–¡El agüelo! ¡El pobre
agüelo! –gritaba la de los Rabosas volviendo en vano la mirada en busca de un salvador.
Los asustados vecinos
experimentaron el mismo asombro que si hubieran visto el campanario marchando hacia
ellos. Tres mocetones entraban corriendo en la casa incendiada. Eran los Casporras.
Se habían mirado cambiando un guiño de inteligencia, y sin más palabras se arrojaron
como salamandras en el enorme brasero. La multitud les aplaudió al verles reaparecer
llevando en alto como a un santo en sus andas al tío Rabosa en su sillón de esparto.
Abandonaron al viejo sin mirarle siquiera, y otra vez adentro.
–¡No, no! –gritaba la
gente.
Pero ellos sonreían
siguiendo adelante. Iban a salvar algo de los intereses de sus enemigos. Si los
nietos del tío Rabosa estuvieran allí, ni se habrían movido ellos de casa. Pero
solo se trataba de un pobre viejo, al que debían proteger como hombres de corazón.
Y la gente les veía tan pronto en la calle como dentro de la casa, buceando en el
humo, sacudiéndose las chispas como inquietos demonios, arrojando muebles y sacos
para volver a meterse entre las llamas.
Lanzó un grito la multitud
al ver a los dos hermanos mayores sacando al menor en brazos. Un madero, al caer,
le había roto una pierna.
–¡Pronto una silla!
La gente, en su precipitación,
arrancó al viejo Rabosa de su sillón de esparto para sentar al herido.
El muchacho, con el
pelo chamuscado y la cara ahumada, sonreía ocultando los agudos dolores que le hacían
fruncir los labios. Sintió que unas manos trémulas, ásperas, con las escamas de
la vejez, oprimían las suyas.
–¡Fill meu! ¡Fill meu!
–gemía la voz del tío Rabosa, quien se arrastraba hacia él.
Y antes de que el pobre
muchacho pudiera evitarlo, el paralítico buscó con su boca desdentada y profunda
las manos que tenía agarradas, y las besó, las besó un sinnúmero de veces, bañándolas
con lágrimas.
Ardió toda la casa.
Y cuando los albañiles fueron llamados para construir otra, los nietos del tío Rabosa
no les dejaron comenzar por la limpia del terreno, cubierto de negros escombros.
Antes tenían que hacer un trabajo más urgente: derribar la pared maldita. Y empuñando
el pico, ellos dieron los primeros golpes.
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