Manuel Gutiérrez Nájera
Cuando Berta puso en el
mármol de la mesa sus horquillas de plata y sus pendientes de rubíes, el reloj de
bronce, superado por la imagen de Galatea dormida entre las rosas, dio con su agudo
timbre doce campanadas. Berta dejó que sus trenzas de rubio veneciano le besaran,
temblando, la cintura, y apagó con su aliento la bujía, para no verse desvestida
en el espejo. Después, pisando con sus pies desnudos los nomeolvides de la alfombra,
se dirigió al angosto lecho de madera color de rosa, y, tras una brevísima oración,
se recostó sobre las blancas colchas que olían a holanda nueva y a violeta. En la
caliente alcoba se escuchaban, nada más, los pasos sigilosos de los duendes que
querían ver a Berta adormecida y el tic tac de la péndola incansable, enamorada
eternamente de las horas. Berta cerró los ojos, pero no dormía. Por su imaginación
cruzaban a escape los caballos del hipódromo. ¡Qué hermosa es la vida! Una casa
cubierta de tapices y rodeada por un cinturón de camelias blancas en los corredores;
abajo, los coches cuyo barniz luciente hiere el sol, y cuyo interior, acolchonado
y tibio, trasciende a piel de Rusia y cabritilla; los caballos que piafan en las
amplias caballerizas y las hermosas hojas de los plátanos, erguidos en tibores japoneses;
arriba, un cielo azul de raso nuevo, mucha luz, y las notas de los pájaros subiendo,
como almas de cristal por el ámbar fluido de la atmósfera; adentro, el padre de
cabellos blancos que no encuentra jamás bastantes perlas ni bastantes blondas para
el armario de su hija; la madre que vela a su cabecera cuando enferma, y que quisiera
rodearla de algodones, como si fuese de porcelana quebradiza; los niños que travesean
desnudos en su cuna, y el espejo claro que sonríe sobre el mármol del tocador. Afuera,
el movimiento de la vida, el ir y venir de los carruajes, el bullicio; y por la
noche, cuando termina el baile o el teatro, la figura del pobre enamorado que la
aguarda y que se aleja satisfecho cuando la ha visto apearse de su coche o cerrar
los maderos del balcón. Mucha luz, muchas flores y un traje de seda nuevo: ¡esa
es la vida!
Berta
piensa en las carreras. Caracole debía ganar. En Chantilly, no hace mucho,
ganó un premio. Pablo Escandón no hubiera dado once mil pesos por una yegua y un
caballo malos. Además, quien hizo en París la compra de esa yegua fue Manuel Villamil,
el mexicano más perito en estas cosas de “sport”. Berta va a hacer el próximo domingo
una apuesta formal con su papá: apuesta a Aigle; si pierde, tendrá que
bordar unas pantuflas; y si gana, le comprarán el espejo que tiene madame Drouot
en su aparador. El marco está forrado de terciopelo azul y recortando la luna oblicuamente,
bajo una guirnalda de flores. ¡Qué bonito es! Su cara reflejada en ese espejo, parecerá
la de una hurí, que, entreabriendo las rosas del paraíso, mira el mundo.
Berta
entorna los ojos, pero vuelve a cerrarlos en seguida, porque está la alcoba a oscuras.
Los duendes, que ansían verla dormida para besarla en la boca, sin que lo sienta,
comienzan a rodearla de adormideras y a quemar en pequeñas cazoletas granos de opio.
Las imágenes se van esfumando y desvaneciendo en la imaginación de Berta. Sus pensamientos
pavesean. Ya no ve el hipódromo, bañado por la resplandeciente luz del sol, ni ve
a los jueces encaramados en su pretorio, ni oye el chasquido de los látigos. Dos
figuras quedan solamente en el cristal de su memoria empañada por el aliento de
los sueños: Caracole y su novio.
Ya todo yace en el reposo inerme;
El lirio azul dormita en la ventana;
¿Oyes? Desde su torre la campana
La medianoche anuncia: duerme, duerme.
El genio retozón
que abrió para mí la alcoba de Berta, como se abre una caja de golosinas el día
de Año Nuevo, puso un dedo en mis labios, y tomándome de la mano, me condujo a través
de los salones. Yo temía tropezar contra algún mueble, despertando a la servidumbre
y a los dueños. Pasé, pues, con cautela, conteniendo el aliento y casi deslizándome
sobre la alfombra. A poco andar, di contra el piano, que se quejó en si bemol; pero
mi acompañante sopló, como si hubiera de apagar la luz de una bujía, y las notas
cayeron mudas sobre la alfombra: el aliento del genio había roto esas pompas de
jabón. En esta guisa atravesamos varias salas, el comedor, de cuyos muros, revestidos
de nogal, salían gruesos candelabros con las velas de esperma apagadas; los corredores,
llenos de tiestos y de afiligranadas pajareras; un pasadizo estrecho y largo como
un cañuto, que llevaba a las habitaciones de la servidumbre; el retorcido caracol
por donde se subía a las azoteas y un laberinto de pequeños cuartos, llenos de muebles
y de trastos inservibles.
Por
fin, llegamos a una puertecita por cuya cerradura se filtraba un rayo de luz tenue.
La puerta estaba atrancada por dentro, pero nada resiste al dedo de los genios,
y mi acompañante, entrándose por el ojo de la llave, quitó el morillo que atrancaba
la mampara. Entramos: allí estaba Manón, la costurera. Un libro abierto extendía
sus blancas páginas en el suelo, cubierto apenas con esteras rotas, y la vela moría
lamiendo con su lengua de salamandra los bordes del candelero. Manón leía seguramente
cuando el sueño la sorprendió. Decíalo esa imprudente luz que habría podido causar
un incendio, ese volumen maltratado que yacía junto al catre de fierro, y ese brazo
desnudo que, con el frío del mármol, pendía, saliendo fuera del colchón y por entre
las ropas descompuestas. Manón es bella como un lirio enfermo. Tiene veinte años,
y quisiera leer la vida, como quería de niña hojear los tomos de grabados que su
padre guardaba en el estante, con llave, de la biblioteca. Pero Manón es huérfana
y es pobre: ya no verá, como antes, a su alrededor, obedientes camareras y sumisos
domésticos; la han dejado sola, pobre y enferma, en medio de la vida. De aquella
vida anterior que en ocasiones, se le antoja un sueño, nada más le queda un cutis
que trasciende aún a almendra, y un cabello que todavía no vuelven áspero el hambre,
la miseria y el trabajo. Sus pensamientos son como esos rapazuelos encantados que
figuran en los cuentos: andan de día con la planta descalza y en camisa; pero dejad
que la noche llegue, y miraréis cómo esos pobrecitos limosneros visten jubones de
crujiente seda y se adornan con plumas de faisanes.
Aquella
tarde, Manón había asistido a las carreras. En la casa de Berta todos la quieren
y la miman, como se quiere y mima a un falderillo, vistiéndole de lana en el invierno
y dándole en la boca mamones empapados en leche. Todos sabían la condición que había
tenido antes esa humilde costurera, y la trataban con mayor regalo. Berta le daba
sus vestidos viejos, y solía llevarla consigo cuando iba de paseo o a tiendas. La
huérfana recibía esas muestras de cariño como recibe el pobre que mendiga la moneda
que una mano piadosa le arroja desde un balcón. A veces esas monedas descalabran.
Aquella
tarde Manón había asistido a las carreras. La dejaron adentro del carruaje, porque
no sienta bien a una familia aristocrática andarse de paseo con las criadas; la
dejaron allí, por si el vestido de la niña se desgarraba o si las cintas de su “capota”
se rompían. Manón, pegada a los cristales del carruaje, espiaba por allí la pista
y las tribunas, tal como ve una pobrecita enferma, a través de los vidrios del balcón,
la vida y movimiento de los transeúntes. Los caballos cruzaban como exhalaciones
por la árida pista, tendiendo al aire sus crines erizadas. ¡Los caballos! Ella también
había conocido ese placer, mitad espiritual y mitad físico, que se experimenta al
atravesar a galope una avenida enarenada. La sangre corre más aprisa y el aire azota
como si estuviera enojado. El cuerpo siente la juventud y el alma cree que ha recobrado
sus alas.
Y
las tribunas, entrevistas desde lejos, le parecían enormes ramilletes hechos de
hojas de raso y claveles de carne. La seda acaricia como la mano de una amante y
ella tenía un deseo infinito de volver a sentir ese contacto. Cuando anda la mujer,
su falda va cantando un himno en loor suyo. ¿Cuándo podría escuchar esas estrofas?
Y veía sus manos, y la extremidad de los dedos maltratada por la aguja, y se fijaba
tercamente en ese cuadro de esplendores y de fiestas, como en la noche de san Silvestre
ven los niños pobres esos pasteles, esas golosinas, esas pirámides de caramelo que
no gustarán ellos y que adornan los escaparates de las dulcerías. ¿Por qué estaba
ella desterrada de ese paraíso? Su espejo le decía: “Eres joven y bella”. ¿Por qué
padecía tanto? Luego, una voz se levantaba en su interior diciendo: “No envidies
esas cosas. La seda se desgarra, el terciopelo se chafa, la epidermis se arruga
con los años. Bajo la azul superficie de ese lago hay mucho lodo. Todas las cosas
tienen su lado luminoso y su lado sombrío. ¿Recuerdas a tu amiga Rosa Thé? Pues
vive en ese cielo de teatro tan lleno de talco y de oropeles y de lienzos pintados.
Y el marido que escogió la engaña y huye de su lado para correr en pos de mujeres
que valen menos que ella. Hay mortajas de seda y ataúdes de palo surto, pero en
todos hormiguean y muerden los gusanos.”
Manón,
sin embargo, anhelaba esos triunfos y esas galas. Por eso dormía soñando con regocijos
y con fiestas. Un galán, parecido a los errantes caballeros que figuran en las leyendas
alemanas, se detenía bajo sus ventanas, y, trepando por una escala de seda azul,
llegaba hasta ella, la ceñía fuertemente con sus brazos y bajaban después, cimbreándose
en el aire, hasta la sombra del olivar tendido abajo. Allí esperaba un caballo tan
ágil, tan nervioso como Caracole. Y el caballero, llevándola en brazos,
como se lleva a un niño dormido, montaba en el brioso potro que corría a todo escape
por el bosque. Los mastines del caserío ladraban y hasta abríanse las ventanas y
en ellas aparecían rostros medrosos; los árboles corrían, corrían en dirección contraria,
como un ejército en derrota, y el caballero la apretaba contra el pecho, rizando
con su aliento abrasador los delgados cabellos de su nuca.
En
ese instante, el alba salía fresca y perfumada de su tina de mármol llena de rocío.
¡No entres –¡oh fría luz!–, no entres a la alcoba en donde Manón sueña con el amor
y la riqueza! Deja que duerma, con su brazo blanco pendiente fuera del colchón,
como una virgen que se ha embriagado con el agua de las rosas. Deja que las estrellas
bajen del cielo azul, y que se prendan en sus orejas diminutas de porcelana transparente.
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