Eduardo Gudiño Kieffer
El teléfono sonó una vez,
dos veces, tres veces. Descolgué el tubo y me quedé mirándolo. Hola, hola, conteste,
decía una voz del otro lado. Después un clic. Yo miraba el teléfono negro. Hay teléfonos
blancos y teléfonos colorados y algunos muy modernos. Pero el mío era negro. Yo
lo miraba. No iba a colgar el tubo. De pronto estaba cansado del teléfono, harto
del teléfono, podrido del teléfono. No sé por qué. Tal vez porque una voz del otro
lado no me bastaba, tal vez porque de pronto sentía la necesidad de ver y de tocar
a ese otro que había dicho nada más que hola, hola, conteste. Pero si yo contestaba
iba a tener que conformarme con la voz, la voz zumbándome en la oreja y metiéndoseme
adentro para decirme cosas que yo entendería. Pero nada más que la voz. Me levanté,
fui al lavadero, busqué un martillo, destrocé el teléfono a martillazos. Allí se
quedaron los pedacitos negros, algunas rueditas, tornillos, esas cosas. A martillazos.
Y me sentí más tranquilo, casi contento. Y me senté en el sillón de hamaca.
Estuve
hamacándome un rato largo, mirando los pedazos negros del teléfono negro, las rueditas,
los tornillos, esas cosas. Hamacándome, hamacándome, hamacándome. Hasta que en un
momento me di cuenta de que me estaba hamacando en mi sillón favorito. Mi sillón
estaba debajo de mi traste, yo lo impulsaba y el sillón me hamacaba, me hamacaba,
me hamacaba. ¿Por qué me estaba hamacando? Busqué el serrucho y en media hora reduje
mi sillón favorito a unas maderitas que eché al fuego. El fuego chisporroteó, se
puso contento. Como yo, que no tenía más mi sillón favorito, que estaba contento
porque ya no tenía mi sillón favorito.
¿Qué
iba a hacer ahora? ¿Qué se puede hacer en un domingo de lluvia?
Saqué,
al azar, un libro de la biblioteca y me puse a leer. Le conflit des interprétations,
esos ensayos sobre hermenéutica sobre Paul Ricoeur. Siempre me gustó la filosofía,
y este Ricouer me interesaba por su problemática del doble sentido que desemboca
de las discusiones contemporáneas sobre el estructuralismo y la muerte del sujeto.
Por un rato estuve de verdad metido en la cosa, hasta que leí esa frase que recuerdo
de memoria (La lecture de Freud est en même temps la crise de la philosophie
du sujet tel quil sapparait dabord à lui même à titre de conscience; elle fait de
la conscience, non une donée, mais un problème et une tâche. Le “Cogito” véritable
doit être conquis sur tous les faux “Cogito” qui le masquent). Tenía razón.
Pero justamente porque tenía razón ¿para qué seguir leyendo? Arrojé el libro al
fuego, el fuego se lo comió en un ratito. Era un lindo espectáculo. Busqué los otros
libros, y se los tiré uno a uno, el fuego tenía un hambre loca y yo, a medida que
quemaba los libros, me sentía más, más, cada vez más liviano.
Después,
también con el martillo, rompí el televisor.
Pensé
en quemar la casa pero me dio lástima, estoy en el piso seis, se incendiarían los
cinco de abajo y los cuatro de arriba, iba a ser una catástrofe, se moriría alguien
tal vez y no me gusta que la gente se muera. Menos aún que se muera por mi culpa.
Entonces
salí a la calle. Iba dando patadas a todos los autos estacionados a lo largo de
la vereda. Pensaba en el magnífico espectáculo que ofrecería una hoguera en la que
ardieran los cientos de miles de automóviles de Buenos Aires. Rojo, reflejos de
rojo, naranjas, amarillos violentos, azules y violetas y chapas retorcidas, hierros
retorcidos. Pero no, eran demasiados autos para mí solo, me hubieran devorado, aplastado,
hecho bolsa.
Estaba
solo y los objetos eran todopoderosos. Inmóviles, mudos, pero todopoderosos. Estaba
solo y las casas eran cada vez más altas, diez pisos, veinte pisos, treinta pisos,
cuarenta pisos. Pronto un edificio de sesenta y seis pisos sobre Leandro N. Alem.
Y después serán de cien pisos, de mil pisos, de diez mil pisos. No sé por qué, pero
empecé a sacarme la ropa, aunque hacía frío. Primero el impermeable, después el
saco, después el pulóver, después la camisa, después los zapatos, después los pantalones.
Todo mientras iba caminando. Al principio no me miraron mucho, después bastante,
cuando me quedé completamente desnudo la gente se había amontonado a mi alrededor,
unos se reían, otros estaban serios, una mujer estalló en carcajadas histéricas,
señalándome la ingle y sus alrededores; otra dijo algo así como “asqueroso exhibicionista”,
al fin un policía me cubrió con su capote y me llevó a la seccional. Me dolió no
sentir más las frescas gotas de lluvia sobre la piel.
Ahora
estoy en Vieytes. Cada vez que puedo me desnudo, pero no me dejan, me visten a la
fuerza. Les digo que estoy bien, que me siento bien; el médico se asombra porque
puedo mantener conversaciones razonables, hablar coherentemente de política, de
cine, de fútbol. Lo que no entiende es que no quiero saber nada con las cosas, que
insista en comer con las manos, en dormir en el piso y si es posible al aire libre
y sin la menor prenda encima, en romper todos los objetos que dejan a mi alcance,
esos símbolos de utilidad que a fuerza de ser útiles se me han hecho tan inútiles.
Trato de explicar que las cosas que sirven no sirven, pero es entonces cuando menean
la cabeza, los médicos y las enfermeras, y me palmean y me dicen “tranquilícese,
amigo”.
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