Carlos Fuentes
A Julio Cortázar
El
suboficial vestido de blanco le tendió los brazos. Isabel enrojeció al tocar el
vello del inglés joven y serio que le dio la bienvenida. La lancha de motor arrancó,
ronroneando; Isabel tomó asiento sobre la húmeda banca de lona y vio alejarse las
luces del centro de Acapulco y sintió que, al fin, el viaje había comenzado. Una
bahía sin ruidos rodeaba al blanco vapor. El viento abatido de la medianoche agitó
la pañoleta que la mujer amarraba bajo la barbilla. Durante el corto trayecto del
muelle al barco anclado en el espejo sin luz de la noche tropical, Isabel se imaginó
a sí misma abandonada en el embarcadero con los vendedores de nieves insalubres,
peines de carey y ceniceros de concha nácar. Pero sus facciones permanecieron indiferentes
y apenas rozadas por las orillas de sal desprendidas de la espuma. Abrió la bolsa
de mano y sacó los anteojos y revisó apresuradamente los documentos de viaje, con
el temor repentino de haberlos perdido para siempre, pero con la intención desconocida,
también, de desterrar, con esa preocupación, el recuerdo que quedaba en la costa
ya lejana y parpadeante. Pasaporte. Isabel Valles. Color blanco. Nacida el 14 de
febrero de 1926. Señas particulares ninguna. Dado en México, D. F. Lo cerró y buscó
el pasaje. MS Rhodesia. Sailing
on the 27th. July 1963 from Acapulco to Balboa, Colón, Trinidad, Barbados, Miami
and Southampton.
Era necesario ese suspiro hondo y libre. Sus
ojos miraron por última vez la costa. La lancha se detuvo, bamboleando, junto a
la escalerilla de estribor y el suboficial volvió a ofrecerle los brazos. Isabel
se quitó los anteojos, los dejó caer dentro de la bolsa y se frotó con los dedos
el caballete de la nariz, antes de poner pie en la escalerilla y evitando resueltamente
el contacto con el joven oficial.
–Cuarentona, no muy guapa, ¿cuál sería la palabra?
–Dowdy, I guess.
–No, no es eso. Tiene una como elegancia pasada
de moda, ¿eh?
–En fin, puesto que no la vas a sentar a mi
mesa.
–Claro que no, Jack. Ya te conozco. Not a chance.
–Está bien; me imagino que ser jefe de camareros
lo hace a uno sospechoso.
–No tiene nada que ver con sospechas, Jack.
Tiene que ver con hechos bien sabidos.
–Sigue sonriendo, bobo; acabaré por darte una
buena propina.
–¿Eh? Fuera de aquí, ¿quieres? Yo sé cuál es
mi lugar y tú debías conocer el tuyo.
–Sólo quiero portarme democráticamente, Billy.
Piensa que por primera vez, después de ocho viajes en el Rhodesia como camarero,
puedo pagarme mi pasaje en primera clase y hacerlos sufrir a ustedes como los pasajeros
me hicieron sufrir a mí antes.
–Pues quédate en tu lugar y yo en el mío.
–¿Dónde la vas a colocar?
–Déjame ver. En una mesa con gente de su edad.
No sé si habla inglés. En fin. Puede que la deje en una mesa para dos, con esta
solterona. Puede que se diviertan juntas. Sí. La mesa 23. Con Mrs. Jenkins.
–Me rompes el corazón, Billy.
–Fuera de aquí, payaso.
–Y regaña a Lovejoy. Dile que cuando pido mi
té en la mañana, quiero té de verdad, té caliente, no esa agua con la que lavan
los platos allá abajo.
–¡Eh! Ya te veré en la cubierta de la tripulación
otra vez, Jack.
–You jolly well won’t.
Lovejoy el camarero le dejó las llaves e Isabel
empezó a desempacar. Se detuvo con una sensación de tristeza: el apartamento, la
tienda, Marilú, la tía Adelaida, los almuerzos en Sanborns. La melancolía la obligó
a sentarse sobre la cama y observar con desidia las dos maletas abiertas. Se incorporó
y salió del camarote. Casi todo el pasaje había descendido a conocer Acapulco y
no regresaría antes de las tres de la mañana. El Rhodesia zarparía a las cuatro.
Isabel aprovechó el momento para recorrer los salones solitarios sin percatarse
aún de la novedad que la rodeaba, o quizá, sintiéndola, pero deseosa de no reflexionar
sobre el clima exótico que le ofrecía este mundo a flote, autónomo, sometido a reglas
completamente ajenas a las que normaban la conducta en las ciudades inmóviles. Las
salas no eran, en verdad, sino transposiciones de la idea británica de la comodidad,
a home away from home, pero para Isabel las cortinas de zaraza, los hondos sillones
y los cuadros de escenas marinas, los sofás dé holanda estampada y el recubrimiento
de maderas rubias, empezaron a ser signos de algo ajeno y deslumbrante. Abrió una
puerta de cristales y pasó al Promenade Deck y por primera vez se dio cuenta del
olor de un barco, de la suma original de brea y pintura, sogas mojadas y goznes
aceitados que revelan, en el olfato, la novedad agresiva de la vida marina. La alberca
estaba cubierta por una red de cuerdas fibrosas, semejante a un inmenso dogal iluminado
por las lámparas de los azulejos y un fondo olvidado de agua de mar permanecía estancado
e inmóvil, con un poderoso olor salino que Isabel aspiró, aún insegura de que el
primer asalto de esta nueva vida ensanchaba las aletas de su nariz y la forzaba,
contra su voluntad, a reconocer con miedo que estaba sola.
Un rumor rítmico la atrajo hacia la proa. Allí,
como desde una terraza bardeada por tubos blancos, vio a los jóvenes de la tripulación
de guardia tocando la concertina y bebiendo cerveza: desnudos hasta la cintura,
descalzos, vestidos con angostos pantalones de dril, tarareaban una vieja canción
escocesa, exagerando los suspiros y los ojos entornados de la melodía romántica
que, insensiblemente, se fue transformando en una parodia cortada y veloz, sin brújula,
acompañada de rostros alegres y miradas pícaras, por fin de contorsiones y de onomatopeyas
provocadas por los pies, las manos, los labios.
Isabel sonrió y dio la espalda al grupo bullicioso.
Dudó al acercarse al bar contiguo a la piscina.
Entró y tomó asiento junto a una mesa cubierta
de franela. Los ojos le brillaron y se alisó los pliegues de la falda cuando el
cantinero pelirrojo surgió detrás de la barra, le guiñó un ojo y le preguntó:
–What is your
ladyship’s pleasure?
Isabel unió las manos. Las sintió húmedas.
Las pasó discretamente sobre la franela. Su sonrisa forzada ocultaba un esfuerzo
nervioso y desorientado por ubicarse, por saberse en un lugar conocido y rodeada
de gente conocida. Quería evitar el contacto con ese hombre que avanzaba hacia ella
con una felpa de zanahorias en la cabeza y una asombrosa, cómica y espantable ausencia
de cejas, de manera que sólo las pestañas detenían el larguísimo muro de su frente
picoteada de pecas azules. La lentitud con que el cantinero se acercaba a ella,
como si quisiera subrayar de ese modo su presencia, impedía a Isabel pensar en el
nombre de una bebida y la obligaba a pensar, al mismo tiempo, en que nunca había
pedido una copa en un bar. Y el hombre-zanahoria se acercaba, implacable, sin duda
en el cumplimiento de un deber reiterado, pero también –los ojos sin marco, las
dos yemas inyectadas de bilis– husmeando la debilidad, la confusión, el sudor acorralado
de la dama, vestida con un suéter de mangas cortas y una falda de cuadros escoceses,
que frotaba una mano contra la franela de la mesa y otra contra la lana del regazo,
antes de unir otra vez las palmas húmedas y gritar, sin dominio de su voz nerviosa:
–Whisky soda… Without glass…
El cantinero la miró con asombro: un asombro
de profesional herido. Se detuvo en la postura en que la orden de Isabel lo sorprendió
y dejó caer los hombros, derrotado en su oficio por el grito agudo de esa cabeza
inclinada. Cerró los ojos, despeñado de su antigua seguridad por la solicitud sin
antecedentes:
–P’raps her ladyship
would like a silver goblet… Glass is so common, after all…
La cabeza en llamas se desbarató en una carcajada
arrugada y pecosa. El cantinero se llevó la servilleta al rostro y detrás de ella
sofocó su risa triturada.
–Sans glace, s’il vous plaît… –repitió Isabel
sin mirar al cantinero–. El hielo… el hielo me hace daño a la garganta.
El hombre colorado asomó detrás de la servilleta.
–Ah, madame est française?
–No, no… mexicana.
–Me llamo Lancelot y espero servirla como se
merece. Le sugiero un Southerly Buster: es lo mejor para las anginas y permite un
dominio absoluto del paso del alcohol a la sangre, dada la espesura del menjurje.
Lancelot, ¿sabe? Los caballeros de la mesa redonda.
Se inclinó ante Isabel, ejecutó una rápida
media vuelta con las rodillas dobladas y pasó en cuatro patas bajo el bar, canturreando.
El corazón le latía velozmente a Isabel. Permaneció
con la mirada baja, fija en un punto neutro del mantel.
–¿Desea que le ponga un disco? –preguntó Lancelot.
Isabel escuchó el goteo de un líquido espeso,
el chisguete de un limón pellizcado, el jeringazo de una botella de sifón, el batido
profesional, casi virtuoso, de la mezcla. Asintió con la cabeza. Él suspiró de Lancelot:
–Mala suerte. No me tocó bajar aquí. ¿Usted
es de aquí?
Isabel negó con la cabeza. Lancelot colocó
un disco viejo y rayado. Doing the Lambeth Walk. Isabel sonrió, levantó la mirada
y la dirigió al cantinero: gritó, se cubrió los ojos con las manos, se llevó las
manos al pecho al ver el nuevo rostro de Lancelot, enmascarado, las facciones deformes
y alargadas en una masa cruda, de dientes afilados y ojos de ostión… Se levantó,
derrumbó la silla y corrió fuera del bar, sin atender las voces:
–Milady! Look
here! Milady! Shall I have it sent to your cabin?
La zanahoria alcohólica se arrancó, como si
fuese la capucha de un inquisidor, la media transparente que le cubría el rostro.
Se encogió de hombros y sorbió los popotes de la bebida violácea.
Isabel se detuvo en el pasillo, sin aliento,
sin saber a dónde dirigirse, confundida por la numeración de las cubiertas y los
pasillos, y sólo al sentir la frescura de la almohada y el rumor de la ventilación
en su cabina empezó a llorar y a repetir en voz baja los nombres que la tranquilizarían,
los nombres de las cosas familiares, de las personas conocidas que no le habían
advertido, que no le habían impedido embarcarse en esta aventura. Y el cansancio
y el miedo y la nostalgia la arrullaron, la durmieron y la hicieron desistir de
tomar sus maletas y regresar a tierra esa misma noche.
–¿Qué se siente dejar la cubierta de la tripulación,
Jackie boy?
–Más respeto, pobre y humilde Lovejoy. Puedo
quejarme con el capitán.
–Trata de humillarnos. Ya sabes el castigo.
–¿Qué? ¿Me van a esperar en un callejón oscuro
de Panamá para golpearme hasta que pida misericordia? ¿Y luego creen que me voy
a quedar callado por pura hombría?
–Eso, más o menos. Si es que no decidimos raparte
tus rubios bucles de Mandy Rice-Davies.
–Te olvidas de algo muy sencillo, pobre, idiota
Lovejoy.
–¿Ah, sí?
–¡Ah, sí! Yo no tengo códigos de honor. Los
delataré y los despacharán a todos a la cárcel.
–Sentimientos, eso es lo que te falta. No sólo
a ti, a todos estos muñequitos de ahora, teddy boys, holgazanes, gente sin principios.
Antes un buen marinero valía la sal del mar. Ojalá venga una nueva guerra para que
se hagan hombres.
–¿A quién engañas, mi amado Lovejoy?
–Está bien, Jackie; todo sea por los viejos
tiempos. Es que me enternece no tenerte entre nosotros.
–¿Ternura? Te da una rabia de perro tener que
servirme.
–No, Jackie boy, no; tú sabes que siempre te
he querido. Hemos pasado demasiados buenos ratos juntos. Te conocí pajarito. De
veras, me haces falta. ¿No me digas que no recuerdas…?
–Silencio, loro sin plumas. El chantaje es
un crimen muy sucio y se paga bien caro.
–No, Jack, no me entiendes. Es que me da miedo
hacer ciertas cosas solo. Juntos, como antes, me siento protegido. La gente es tan
descuidada. ¿Recuerdas a Mrs. Baldwin con sus joyas falsas que…?
–Adiós, Lovejoy. Mañana llévame el té caliente.
Es una orden.
–Espera, espera. Es que la recién llegada,
sabes, la sudamericana que embarcó en Acapulco…
–No quiero saber nada. Eres la sirena más repulsiva
de los siete mares, horrendo, viejo, calvo, miserable Lovejoy.
–Es que es tan descuidada, Jackie boy. Está
pidiendo a gritos nuestra intervención. Oye: 9 mil dólares en cheques de viajero,
¿has oído algo igual? Allí, puestos en la cómoda de la cabina como si fueran lechugas.
Verdes y frescas. Listas para hacer la ensalada.
–Mi inocente Lovejoy. Un cheque de viajero
tiene que llevar la misma firma abajo y arriba. ¿No lo dicen los avisos? Safer than
money.
–Jackie, Jackie, recuerda cuando falsificamos
la…
–¡Basta! Si vuelvo a oír tu graznido maloliente
te acuso, te juro que llevo la queja hasta el capitán. Estás tratando con un caballero.
Y un caballero siempre salva las apariencias, demonio, vampiro sin dientes, inmundo
zopilote calvo…
–¿Ah? ¡Ah! ¡Jackie boy! Ya te entiendo. Oh,
Jack, sí, qué contento me pones. Siempre me han dado tanta alegría tus insultos,
eso lo sabes bien, ¿verdad? Pero ahora no importa, Jack, recuérdame en tu reino,
como dijo Barrabás, ¿sí, Jackie, sí?
–Té caliente, Lovejoy. Lo ordeno. Buenas noches.
Dormida, no se dio cuenta del momento en que
el barco zarpó de Acapulco, y la mañana siguiente, que no pasó de ser una ordinaria
mañana en el vapor que venía repitiendo sus diarias ceremonias desde Sydney, para
Isabel fue quietamente extraordinaria. El vaivén del Rhodesia hacía que los pequeños
pomos y artículos de tocador resbalasen y chocasen entre sí. El camarero entró sin
tocar cuando ella aún estaba en la cama, le dijo “Good morning; I’m Mr. Lovejoy,
your cabin steward” y le depositó en las rodillas una bandeja con té humeante mientras
ella se cubría los pechos con la cobija y se pasaba una mano por el cabello y balanceaba
la bandeja sobre las rodillas y pensaba que, definitivamente, para los extranjeros
no contaba el respeto a la intimidad de una mujer. Después de beber el té tomó un
baño de tina con agua caliente de mar y al verse desnuda en ese líquido verdoso
y sedante recordó cómo era el baño en el internado del Sagrado Corazón. En fin,
al bajar al comedor de la cubierta C el jefe de camareros se inclinó, dijo llamarse
Higgins y estar a sus órdenes, la condujo a una mesa para dos personas y la sentó
frente a una señora cincuentona que comía huevos revueltos.
Se presentó como Mrs. Jenkins y agitando la
papada le contó que era maestra de escuela en Los Ángeles, que cada tres años podía
hacer un crucero con sus ahorros pero que como las vacaciones escolares eran en
el verano, nunca le tocaba la temporada elegante en los vapores y en las islas del
sol, que era en invierno, e Isabel se vio obligada a contarle que era dueña de una
tienda en la calle de Niza, en la Ciudad de México, de la cual se alejaba por primera
vez en su vida pues éste era su primer viaje al extranjero, aunque tenía una dependiente
muy trabajadora que se llamaba Marilú y que cuidaría del establecimiento con gran
competencia; la tienda merecía los mayores cuidados, pues había costado trabajo
crearle una reputación y asegurar una clientela que no sólo incluía, como era natural,
a los viejos amigos, parientes y conocidos de las familias honorables que habían
sido dañadas por la revolución, sino a las señoras de fortuna reciente que en esta
boutique tenían asegurado el buen gusto en todos sus detalles, y sí, era un trabajo
bonito, escoger ese pisapapeles, ofrecer esos guantes de cabritilla, envolver esa
mascada de seda…
La señora Jenkins la interrumpió para aconsejarle
que nunca pidiese un desayuno inglés, pues la avena seca y el arenque acecinado
que servían los isleños sólo podían ser considerados como un vomitivo para los excesos
alcohólicos de la noche anterior: –No creerá usted que un ser humano pueda beber
tanto aguardiente hasta verlo con sus propios ojos. ¿A usted no le gusta beber?
–Isabel rio y dijo que su vida era muy sencilla. Y que a pesar de la novedad y excitación
del viaje, extrañaba sus costumbres. Después de todo, era bonito despertar y caminar
del apartamento que compartía con su tía Adelaida a la tienda, entrar a ella y ocuparse
en silencio con Marilú, tan joven y competente, cruzar la calle y almorzar en Sanborns,
todos los días. La tía Adelaida la esperaba a las siete y se contaban viejas historias
de la familia y se decían lo que había pasado durante el día y a las ocho tomaban
su merienda. Iban a misa los domingos, a confesión los jueves, a comunión los viernes.
Y el bonito Cine Latino estaba a la vuelta del apartamento. Era bonito.
Isabel ordenó un desayuno de jugo de naranja,
huevos poché y café. Mrs. Jenkins le dio una patadita debajo de la mesa y le dijo
que se fijara en la juventud y belleza de los mozos.
–Ninguno tendrá más de 24 años y uno se pregunta
qué clase de país es éste que dedica a su juventud a servir mesas en vez de mandarla
a la universidad; con razón perdieron todas sus colonias.
Isabel estuvo a punto de reanudar su historia;
sólo pudo llevarse la servilleta a los labios y mirar fríamente a la norteamericana.
–No acostumbro hablar de la servidumbre. Si se les muestra interés, lueguito se
igualan.
La señora Jenkins frunció el ceño y se levantó
diciendo que iba a tomar su “diario constitucional”: –Seis veces alrededor del Promenade
Deck hacen una milla. Hay que caminar diariamente o se indigesta uno con seguridad.
Good-bye, deary; te veré a la hora del almuerzo.
A pesar de todo, Isabel se sintió otra vez
protegida en la compañía de la inmensa señora envuelta con un estampado que describía
la llegada de los colonizadores puritanos a la roca de Plymouth y que ahora se ondulaba
hacia la salida del comedor, despidiéndose de todos los comensales como si tecleara
el aire y repitiendo varias veces “deary”.
Sonrió y bebió lentamente el café, casi con
los ojos cerrados. Los ruidos menudos del comedor –el tintín de cucharas dentro
de tazas, el choque de vasos, el cálido verter de té humeante– la envolvieron y,
al cabo, la convencieron de la tranquilidad, la decencia y el buen gusto que la
rodeaban, sentimiento que la mañana larga y plácida, contemplando el Pacífico desde
la cubierta, bebiendo una taza de consomé recostada sobre una silla de lona, escuchando
al cuarteto de cuerdas que tocaba valses de Lehar en el salón principal y observando
a los viejos pasajeros, no hizo sino subrayar.
A la una de la tarde pasó un adolescente tocando
una marimba de mano para anunciar el almuerzo. Isabel bajó al comedor, desdobló
la servilleta y jugueteó con el collar de perlas mientras leía la minuta. Escogió
el salmón de Escocia, el rosbif y el queso Cheddar, sin mirar al apuesto mozo y
esperando con cierta tensión la llegada, necesaria, puntual, de la señora Jenkins.
–Hello. My name’s
Harrison Beatle.
Isabel dejó de exprimir el limón sobre la rebanada
color de rosa y encontró a ese hombre tostado por el sol, con el pelo dorado, dividido
por una raya y aplastado sobre el cráneo; encontró ese perfil delgado, esos labios
finos, esos ojos grises y sonrientes que despojaban de ceremonias la inclinación
un poco rígida del cuerpo: el joven rubio había apartado la silla y esperaba una
indicación de Isabel para tomar asiento.
–Creo que hay una equivocación –logró balbucear
Isabel–. Aquí se sienta la señora Jenkins.
Mr. Harrison Beatle ocupó el lugar, desplegó
la servilleta sobre los muslos y con un movimiento veloz mostró los puños de su
camisa a rayas azules y se desabotonó el saco de lino blanco.
–Nueva disposición. Sucede todo el tiempo –dijo
sonriendo, mientras consultaba la carta–. El jefe de camareros es el Jehová de este
comedor. Descubre afinidades. Destierra incompatibilidades. Tómelo a broma: quizá
su compañera se quejó de usted, pidió un cambio…
–Oh, no –dijo con seriedad Isabel en su inglés
trabajoso–. Si nos entendimos de lo más bien.
–Entonces atribúyalo a la omnisciencia del
jefe de camareros. Don’t know what’s
becoming of these ships. Rotten service nowadays. Boy! ¿Gustaría un
poco de vino? ¿No? Lo mismo que la señora y media botella de Chateau Yquem.
Volvió a sonreírle. Isabel bajó la mirada y
comió de prisa el salmón.
–Suppose we ought
to be properly introduced. Pity you didn’t show up at the Captain’s gala the other
night.
–No, es que apenas me embarqué anoche, en Acapulco.
–¡Ah! ¿Latina?
–Sí, de México Distrito Federal.
–Harrison Beatle,
Philadelphia.
–Isabel Valles.
En
Hamburgo 211 tiene su casa. Señorita Isabel Valles.
–¡Ah! ¿Viaja sin chaperón? Creí que los latinos
eran muy puntillosos y siempre designaban a una dueña con mantilla para acompañar
a las señoritas. No se preocupe. Keep an eye on you.
Isabel sonrió y, por segunda vez en el mismo
día, contó la historia de su vida. Desde una mesa redonda para cuatro comensales,
la mano arrugada tecleó el aire y le gritó “Yoo-hoo, deary” e Isabel volvió a sonreír,
en seguida enrojeció y siguió contando cómo la tía Adelaida la había convencido
de que se tomase un descanso, después de 15 años al frente de la tienda de regalos;
pero extrañaba su bonita boutique, toda decorada en oro y blanco, y era curioso
cómo esas pequeñas preocupaciones, la contabilidad y el ahorro, encargar, exhibir
y vender pañoletas, prendedores y collares para el uso diario, bolsas de mano, estuches
de maquillaje, pequeños objetos de lujo, podían llenar la vida y hacerse indispensables.
La razón de ese cariño, quizás, era que al morir su padre y su madre –Isabel bajó
aún más la mirada– algunos buenos amigos de la familia le aconsejaron invertir todo
lo que dejaron –bueno, lo poco que dejaron– en la tienda. Mr. Harrison Beatle, dorado
por el sol, la escuchó con la cabeza apoyada en el puño y un velo de Benson &
Hedges en los ojos.
Fiel a la consigna que atribuye la victoria
en Waterloo al entrenamiento en los campos deportivos de Eton, un vapor inglés de
pasajeros semeja un enorme y flotante campo de competencias en el que todos los
poderes del establecimiento se hubiesen confabulado, a través de un ejército de
suboficiales, encargados de los juegos, señoritas de piernas largas y uniforme blanco,
marineros de pantalón ancho y camiseta a rayas, y otras personalidades más o menos
inconscientes de su similitud paródica con los personajes de Gilbert y Sullivan,
para hacer patente la tradición británica del fair play e inculcarla, con espíritu
de cruzada y aprovechando al máximo el corto tiempo de viaje acordado por la Providencia,
en los desafortunados nativos que por primera vez entraban en contacto con Albión.
Ciertamente, el espíritu deportivo implantado en las cubiertas del Rhodesia solicitaba
descripciones centradas en los más estrictos lugares comunes británicos; pero lejos
de considerarlo con ánimo peyorativo, ¿habría un solo oficial o pasajero que no
se sintiese, a la vez, consciente y orgulloso de ejemplificar actos y actitudes
contra los cuales, inútilmente, han gastado su filo 100 años de espadas satíricas?
El secreto es otro: el inglés establece su propia caricatura externa, y la vive
en público, a fin de gozar en privado, protegido por el lugar común, de una vida
diversificada, oculta, personal y excéntrica.
–Subamos al juego de cricket –diría en la tarde
Mr. Harrison Beatle, adecuadamente vestido con pantalones de franela blanca y una
sudadera de ribetes verdinegros.
–Veamos la competencia de los niños –diría
en la mañana Mr. Harrison Beatle, perfectamente ordenado dentro de una camisa blanca
de tela de toalla.
–¿Nunca ha visto bailar el Scottish Reel? –diría
después Mr. Harrison Beatle –blazer azul con el escudo de Trinity College bordado
sobre el pecho– al entrar al salón de baile.
–Hoy se disputa el campeonato de deck tennis
–anunciaría otra mañana Mr. Harrison Beatle, camisa de polo, pantalones cortos y
piernas rubias.
–Esta noche tendrán lugar las carreras de caballos
en el lounge. Estoy apoyando a Oliver’s Twist y le ordeno que por solidaridad le
apueste una libra–: smoking de solapas opacas, zapatillas de charol.
Isabel, sin pensarlo mucho, se convenció de
que asistir a las diversas competencias, ya que no participar en ellas, era su deber
natural de pasajero en un barco protegido por los colores del Union Jack. Con el
señor Beatle a su lado, y ella vestida siempre con la combinación acostumbrada (blusa
o suéter en colores pastel, collar de perlas, falda plisada de tergal, medias nylon,
zapatos de tacón bajo –ésta es la única concesión al espíritu de vacaciones–), recorrió
todas las cubiertas, subió y bajó por todas las escalerillas, calentó todos los
asientos, asistió a todos los encuentros de los onces de cricket, adquirió una leve
tortícolis viendo torneos de tenis, acabó lanzando vivas al equipo de la clase turista
en su sudorosa lucha de la cuerda con el equipo de la tripulación que, previamente
aconsejado, siempre se dejaba arrastrar más allá de la raya blanca del límite.
–Chin up!
–Knuckle down!
–Character will
carry the day!
–Shame! Measure
those twenty-two yards between wickets again!
–Mr. Beatle plays
bowler for the Sherwood Forest Greens!
–Come now, miss
Valles, hold youd partner by the waist and keep your left arm up!
–Good sport!
–Good sport! –le dijo al oído Mr. Harrison
Beatle, apretándola contra el pecho, al terminar la sesión de danzas escocesas y
media hora antes de que se iniciara el concierto con discos estereofónicos en el
mismo salón de baile.
No enrojeció. Isabel se llevó la mano a la
mejilla como para conservar el aliento de Mr. Harrison Beatle: el joven norteamericano
mostraba su pulida dentadura y revisaba el programa del concierto: oberturas de
Massenet, Verdi y Rossini.
–¿Tomamos té antes del concierto? –sugirió
el hombre.
Isabel asintió. –Es usted muy inglés… digo,
para ser americano –murmuró mientras Harrison recogía las galletas y las colocaba
sobre un platillo.
–Philadelphia. Main Line. Scranton en 64 –sonrió
Harrison al tomar un lugar en la cola para recibir el té.
Miró a Isabel con humor en los ojos. Se dio
cuenta de que la señorita no entendía ninguna de sus alusiones. –Y buena parte de
la niñez en Londres con mis padres. Vi a Gielgud en Hamlet. A Eduardo renunciar
al trono. A Chamberlain regresar de Munich con su paraguas y su papel mojado. A
Anna Neagle en mil películas sobre los 60 gloriosos años de Victoria. A Beatrice
Lillie cantar canciones pícaras. Y a Jack Hobbs ganar el campeonato de cricket en
Lord’s.
–Señor: Grace fue y siempre será el más grande
jugador de cricket que ha producido Inglaterra –dijo, dándole la cara, un robusto
caballero de bigotes blancos peinados en dirección de las fosas nasales.
–Hobbs fue la gloria de Surrey –intervino,
rascándose la barbilla blanca, otro caballero, pequeñín, mal encarado y con un enorme
radio transistor bajo el brazo.
–Las glorias locales de Surrey no nos interesan
a los vecinos de Gloucester –pronunció, imperialmente, el caballero de los bigotes
peinados.
–¿Bristol? –inquirió el hombre de la barbilla.
–Blakeney –el de los bigotes levantó la cabeza
con indignación–. Forest of Deam.
On the Severn! Tierra, no ladrillos, señor.
–Eso no debe impedir un buen trago –tosió el
hombre pequeño y abrió su radio portátil para revelar media botella de coñac incrustada
en el lugar de las pilas; la extrajo, la abrió y la ofreció al caballero de Gloucester
con parejas rapidez y destreza; éste aceptó con una inclinación de cabeza el chorro
de licor en el té y los dos estallaron en carcajadas.
–Nos vemos esta noche en el Pool Bar, Tommy
–gruñó el de Gloucester.
–Sin falta, Charlie –dijo el de Surrey y volvió
a empacar su botella, guiñando un ojo en dirección de Isabel: –Si no apeteces mis
peras, no vayas a sacudir mi peral.
–Creí que estaban enojados –dijo Isabel con
una risilla–. ¡Qué simpáticos!
–¡Prohibida la amistad! –dijo con el rostro
muy serio Harrison–. La mitad de la población inglesa es lo más decente del mundo
y la otra mitad lo más decadente.
Tomaron asiento en el saloncito de escribir
y hablaron en voz muy baja.
–¡Cómo conoce usted el mundo, señor Beatle!
–Llámeme Harry. Como mis amigos, Isabel.
Isabel se detuvo y escuchó una pluma que raspaba
el papel tieso y azul.
–Sí… Sí, Harry…
Y otros tosían, corrían las hojas de los libros,
rotulaban sobres.
–Harry… La he pasado tan bien en su compañía…
Perdón… Debo parecerle muy… muy confianzuda, como decimos en México… Pero… Pero
al principio pensé que iba a estar muy sola… o que no hablaría con nadie… usted
sabe…
–No, no entiendo. También para mí su compañía
ha sido preciosa. Creo que usted se rebaja a sí misma sin razón.
–¿Cree? ¿De veras… cree?
–La mujer más agradable del barco, para mí.
Distinción…
–¿Yo?
–Sí, distinción y decencia. Muy feliz a su
lado, Isabel.
–¿Usted?
Sin darse cuenta, Isabel se arrancó el pañuelo
de encaje guardado entre la muñeca y la cinta de terciopelo del reloj pulsera, se
secó las palmas húmedas y caminó de prisa fuera del salón.
Ese rimel azul; no, no, no, si siempre le han
dicho que lo mejor que tiene son los ojos; no necesita abrillantarlos; pero quizás
un toque de lápiz negro en los párpados, ¿dónde está?; oh, por dios, no pudo haber
perdido el lápiz de las cejas: ¿por qué olvidar eso y traer ese ridículo pomo de
rimel que jamás usa? Mr. Lovejoy, Mr. Lovejoy, el timbre, no sabe qué hacer, por
qué toca el timbre y espera la llegada de Mr. Lovejoy, calvo y narizón: para pedirle
que suba a la tienda y le compre por favor un lápiz de cejas, halfcrown, quédese
con el cambio; y los bigudíes, ¿le tendrán el cabello listo a tiempo?, no, el pelo
está húmedo, qué idiota, lavarse el pelo dos horas antes de la cena, el salón de
belleza siempre ocupado, necesario aviso previo de 24 horas, ay, ay, por lo menos
el perfume sí es de calidad, Ma Griffe, muy buena venta en la tienda, pero el vestido
de noche, ¿le gustaría a Harrison; a Harry, perdón?, ¿no le faltaría un poco de
escote?, quién sabe, los trajes de corte griego siempre son elegantes, eso lo sabe,
lo dicen todas las señoras que pasan por la tienda: corte griego; gracias señor
Lovejoy, sí, era exactamente ése, gracias quédese con el cambio; puede retirarse;
¿no es demasiada base de maquillaje?; le dijeron que el pancake no le sentaba, que
su cutis era primoroso, natural; oh, oh, los dedos embarrados de maquillaje rosa
oscuro, ay, ay, nunca estará lista, los pomos ruedan con el ritmo del barco, nada
se está quieto, la caja de kleenex cae al piso, el agua en la tapa para humedecer
el lápiz se riega sobre el regazo, mancha las medias y hay que levantarse casi gritando,
llevándose las manos a los muslos y manchándose ahora con esa pasta pegajosa de
los dedos, gritando sin poder dominarse y arañando el cristal con las manos sucias,
llenándolo de huellas digitales color rosa, color de carne, hasta poner las dos
manos sobre el espejo y embarrarlo todo, llorando, arrancarse los bigudíes, sollozado,
barrer de un manotazo con todo lo que hay en la incómoda y estrecha mesita, oler
las mezclas derramadas y vaciadas y embarradas de lápiz labial, perfume, rimel,
polvo, colorete, colgar la cabeza, rehacerse, verse en el espejo nublado con los
surcos del llanto sobre el maquillaje, abrir el pomo de crema, limpiarse con una
servilleta de papel esas huellas, sonrojarse al tomar el rastrillo diminuto, levantar
el brazo y pasarse un poco de jabón por la axila, rasurar los vellos cortos, secarse
con una toalla húmeda y aplicar el desodorante –¿dónde está?–. Y buscarlo, primero
desde el taburete frente al espejo, en seguida de rodillas en el camarote estrecho,
recogiendo todas las cosas, Harry, Harry, no estará a tiempo, no se verá bien, oh,
Harry, Harry…
–El tiempo pasa rápidamente. Zarpamos de Acapulco
hace cuatro días y mañana llegaremos a Panamá. ¿Dónde desembarcas?
–En Miami. De allí debo volar a México. Es
lo previsto, es…
–Y quizá no nos volveremos a encontrar nunca.
–Harry, Harry…
–Cada cual volverá a su país. Obligaciones.
Deberes. Olvidaremos este viaje. Es más. No le daremos importancia. Nos parecerá
un sueño.
–No, Harry, eso no.
–¿Entonces?
–Pero es que sé tan poco de usted… de ti…
–Harrison Beatle. Treinta y siete años. Lo
juro, aunque parezca más joven. Vecino de Filadelfia, Pennsylvania, U.S.A. Católico.
Republicano. Groton, Harvard y Cambridge. Casa con 14 habitaciones en la ciudad.
Un pabellón en la comarca de la caza de zorros. Objetos valiosos. Oleos de Sargent,
Whistler y Winslow Homer. Un MG de la vieja línea. Modesto: trajes hechos de Brooks
Brothers. Costumbres ordenadas. Ama los perros y los caballos. Dedicado a su madre,
una deliciosa viuda de 60 años, recio carácter y detestable memoria. Y ahora la
parte oscura: 10 horas diarias en la oficina. Corredor de bolsa. ¿Satisfecha?
–Yo… yo no… Digo, su vida ha sido más agradable.
Mi tía Adelaida dice que en sus tiempos pues todo era muy brillante, las fiestas,
la gente, todo. A mí eso ya no me tocó. Fui a la escuela del Sagrado Corazón y luego,
pues… los jóvenes nunca me visitaron, aunque, de veras, yo nunca los había esperado.
Las muchachas hablaban de eso y yo creía que eran puras invenciones. Pero todo ha
sido bonito, ¿no es cierto? Digo, no creo que mi vida haya sido muy distinta de
las de otras gentes, ¿usted me entiende?… Harry… Harry…
Nunca la duda anunció una certeza más cálida,
jamás con esos nombres, nunca con el nombre de temor o el de delicia, igualmente
aplicables a la espina dorsal débil, helada, receptiva a las yemas exactas de los
dedos que le acariciaban la espalda: la espalda desnuda, se diría, si era tal el
contacto eléctrico de los dedos de Harry con la tela azul pálida, abotonada por
detrás, tachonada con mil estrellitas perdidas, del traje de noche de Isabel; duda
y certeza, temor y delicia, era ese sudor frío inofensivo, sentido como algo separado
del cuerpo risueña y tenazmente ajeno al orden y la precaución; era ese temblor
caliente que destruía, haciéndola perceptible, la organización de las venas pulsantes
y tibias que ascendían con un pálpito hasta tocar la piel; era ese sabor seco y
pastoso de la lengua apretada contra el paladar tierno y burbujeante. Era la lasitud
de los brazos sobre los hombros de Harry. El peso muerto de las piernas al desplazarse
sin saberlo por el salón de baile apenas iluminado por las lucecillas azules, diseminadas,
del cielo raso. El latir lejano de la música. La ausencia de los rostros que giraban
frente a ella, tímidamente entregada en brazos de Harry; ella que adelantaba el
mentón para rozar la solapa de Harry, ella que acurrucaba la cabeza cerca del cuello
de Harry y su aroma de lavanda. Isabel buscó inútilmente al caballero de los bigotes
blancos, al hombrecillo malencarado con la piocha canosa, a la maestra californiana
drapeada en satines rojos que se deslizaba moviendo los dedos y susurrando “yoo-hoo”
al joven rubio que pasó tantas veces cerca de ellos, mirándola intensamente, guiñándole
el ojo de vez en cuando mientras ella y Harry giraban, dejando que la música fuese
y viniese, pulsando con un corazón propio.
–Ven, Isabel. Vamos a la cubierta.
–Harry, no debo. Yo nunca…
–No hay nadie a esta hora.
Y la estela fosforescente, la espuma calurosa
de la noche inmóvil, arrastró en su agitación perdida, de mercurio blanco, los recuerdos
de la tía Adelaida y de Marilú, de la tienda de Niza y el apartamento de Hamburgo,
hacia la hélice silenciosa, los rasgó y convirtió en listones del mar antes de desprenderlos,
abandonarlos a la oscuridad y dejar a Isabel, perdida, débil, húmeda, con los ojos
cerrados, los labios entreabiertos y las lágrimas calurosas, en brazos de Harrison
Beatle.
–¿Cómo estuvo la boda, Jack?
–Romántica, Billy, romántica como una vieja
película de Phyllis Calvert.
–¿Pero no invitaron a nadie?
–No, ellos dos solos en una iglesia cerca del
Hilton. Y yo de mirón detrás de una columna. Esas cosas me emocionan.
–Corta el merengue y dame el pastel.
–Pides mucho a cambio de nada. Recuerda que
ya no somos iguales.
–¿Cuándo lo hemos sido? Ya te lo dije: volveré
a verte lavando excusados.
–¿Y mientras tanto?
–Está bien. Le diré a Lancelot que te separe
una botella de Gordon’s.
–Ahora estás hablando Billy.
–Aunque la mona se vista de seda…
–¿Cómo lo supiste? Sí, iba vestida de seda
blanca, con un velito de organdí.
–Me refería a ti, estúpido.
–Billy, you’re
a bloody bastard.
–Bueno, ¿quieres esa botella o no?
–Una botella de ginebra. El viejo Scrooge era
la Hermanita Blanca a tu lado. Sólo puedo invitarle ginebra a mis amigos hasta que
se acabe la botella. ¿Crees que eso conviene a mi prestigio de caballero?
–Me importa un cuerno. Habla.
–Pues ella estaba muy colorada todo el tiempo
y lloraba. Mr. Beatle era el retrato mismo de la dignidad, con saco azul y su pantalón
blanco, como para deslumbrar a todas las faldas de Brighton.
–¡Eh! Mr. Beatle es todo un caballero. Casi
parece inglés. Buen mozo, si me lo preguntas y no me avergüenza decirlo. Ahora que
se ve mucho más joven que ella.
–Te digo que no tienes corazón. ¿Qué sabe un
viejo lagarto seco como tú del amor?
–¡Eh! Yo te podría enseñar una o dos cosas
sobre el amor, pero tendría que limpiarte los mocos de la nariz primero. En mis
tiempos…
–Corta la prehistoria y déjame merecer mi botella.
Te digo que hubo una escenita a la salida de la iglesia. Ella no quería quitarse
el velo y él se puso firme y se lo arrebató sin muchos preámbulos. Ella lloró y
tomó el velo entre las manos y lo besó y él tieso como un condenado guardia de palacio.
Vaya manera de empezar una luna de miel.
–¿No oíste lo que se dijeron?
–No, bobo, tenía que mantenerme lejos, ¿ves?
Y luego caminaron de la iglesia al hotel, en ese calor de Panamá que es como si
de una vez te hubieran mandado al infierno. La señora traía el vestido pegado a
la espalda como con cola, del sudor. Y él igualito, hecho un lord. Total que entraron
al hotel y ella se dedicó a mandar telegramas mientras él sorbía un Planter’s Punch
en la barra y todos esos micos vestidos de holanes bailaban el tamborito.
–¿Por qué no repiten la boda a bordo? Sería
muy divertido. Yo he visto varias bodas a bordo. El capitán tiene poderes y toda
la cosa.
–Ella es papista, ¿ves? Con la iglesia basta.
–¿Cómo lo sabes?
–Lovejoy vio su pasaporte y sus documentos.
Más papista que María Sangrienta. Una herejona forrada de libras, chelines y peniques.
–¿Y ahora tú esperas que otro te lo cocine
para que tú lo saborees, eh?
–¡Ay! ¡Billy! ¡Suéltame la oreja! ¡Ah! ¡Viejo
réprobo, te voy a cocinar a ti en aceite!
–No lo permitiré, ¿me oyes, Jack? Te tendré
vigilado; te conozco todas las mañas; tú dejas a esa pareja de gente buena, decente
y enamorada en paz, o vas a saber de lo que es capaz Billy Higgins y no se te olvide
que antes de llegar a jefe de camareros pasé 20 años en la tripulación y sé patear
debajo del cinturón. Así que vete con dios y camina derechito por la vereda estrecha
o sabrás de mí como que tengo el nombre de Gwendolyn Brophy tatuado en el pecho.
–¡La perra que te parió, bucanero!
El Rhodesia zarpó de Balboa a las cuatro de
la mañana con un cargamento de pasajeros ligeramente ebrios, posesionados de barajitas
y manteles de encaje adquiridos en las tiendas hindús de la Avenida Central, esquilmados
en los cabarets de humo azul y fichadoras mulatas, excitados por el girar rojinegro
sobre tapetes verdes, hipnotizados por los traganíqueles parpadeantes, atarantados
por la música tropical de órganos que se prolongaban en iridiscencias tubulares
frente a barras de cristal redondas, aliviados al dejar atrás las sombras amarillas
y moradas de las vecindades destartaladas de Calidonia, los raquíticos castillos
de madera tambaleante poblados por negras panzonas que hacían girar sus parasoles
azules en la noche, y pasar a los prados cepillados y las casas sólidas de la Zona
del Canal, aspirar con náuseas la brisa del Pacífico y ascender por la escalerilla
del vapor atracado.
–Thanks for the tip! –les gritó el que manejaba
el taxi y añadió en español: –¡Aquí no tenemos ni la plata ni la páis!
Y Harrison Beatle le ofreció el brazo a su
mujer. Y una hora después las compuertas de la esclusa de Miraflores, inundada del
agua verdegrís, se abrieron para admitir el paso solemne del vapor, tirado por las
dos mulas mecánicas que se arrastraban en la noche sobre los rieles negros y aceitados.
Y fatalmente, el Rhodesia iluminado avanzó hacia la madrugada, penetró las esclusas
de Pedro Miguel y, ya en la luz horizontal del trópico naciente, cumplió el ordenado
paso del Corte de la Culebra, semejante a una daga blanca que apartó la tupida y
lujosa selva de manglares y árboles de plátano que, al más leve descuido, volvería
a invadir el trazo de la ingeniería.
Por el astro de la claraboya penetraba la luz
aplomada cuando Mr. Lovejoy, el camarero, se inclinó para separar los cobertores
de las sábanas y escudriñar éstas con un olfato de mastín y dos ojos angostados.
Desde la puerta de la cabina, Jack, cruzado de brazos, rio. Mr. Lovejoy se incorporó
nerviosamente y continuó haciendo la cama.
–¿Se van a cambiar de camarote? –preguntó Jack.
–Sí. El propio capitán les ha ofrecido la cabina
matrimonial –Mr. Lovejoy tosió y sacudió la frazada–. Tuvieron suerte. La pareja
que la ocupaba desembarca en Colón.
–Sí, pura suerte –Jack sonrió y disparó con
los dedos la colilla del cigarro contra la cabeza calva de Lovejoy.
Sonriente, Isabel: con los brazos abiertos,
danzó alrededor de la cabina matrimonial, ligera, impulsada por una música que sus
labios silenciosos intentaban recuperar. Los pies descalzos sentían el cosquilleo
del tapete, las manos extendidas rozaban las cortinas. Se detuvo, mordiéndose un
dedo, sonrió y corrió sobre las puntas de los pies a la cómoda donde Harry ordenaba
sus camisas.
–Harry, ¿se pueden recibir telegramas a bordo?
–Telegrafía sin hilos, querida –dijo Harry
con el ceño fruncido.
Isabel lo abrazó con una fuerza que no dejó
de sorprenderle.
–Harry, ¿te imaginas la cara que pondrá la
tía Adelaida cuando se entere? ¿Sabes? Cuando vi que tenía bastante ahorrado empecé
a pensar en el viaje, sentí miedo de venir sola y mi tía me dijo que me podía exponer
a que un caballero decente y cincuentón se enamorara de mí. Ya conocerás a mi tía
Adelaida. Usa un sofocante. ¿Cuánto tiempo tarda en llegar un telegrama a México?
–Pocas horas.
Harry iba acomodando las camisas en el primer
cajón: una torrecilla para las de vestir, otra para las de deporte.
–¡Y Marilú! Le va a dar gusto, sí, pero envidia
también. ¡Qué envidiota le va a dar!
La recién casada rio y bajó las manos a la
cintura de Harry.
–Querida. Si no ordenamos la ropa cuanto antes,
el camarote va a parecer una tienda de circo.
Harry hizo un leve intento de desprenderse
de los brazos de Isabel, se detuvo, le acarició una mano.
–Sí, sí, después –Isabel acomodó la cabeza
sobre el hombro de su marido–. Es que es una nueva vida… mi amor. –Se detuvo a considerar
esas dos palabras, las repitió sin decirlas, moviendo los labios.
Harry se inclinó y pasó las manos sobre las
camisas, como para asegurarles reposo y orden: –Puedes tomar los tableros del clóset
para tus cosas. No te tendrás que agachar. Dividamos el clóset a la mitad. Los buques
americanos tienen más espacio, pero debemos conformarnos.
–Sí sí sí –canturreó Isabel, soltó a Harry
y volvió a danzar.
–Ahora las cosas de toilette –murmuró Harry,
dirigiéndose a la puerta del baño, seguido por Isabel de puntillas, con las manos
cruzadas sobre el regazo, jugando a la sombra del joven esbelto y rubio que se desabotonaba
la camisa y miraba con sospecha hacia la redecilla del aire refrigerado.
–Puedes tomar el botiquín –añadió–; yo ocuparé
la mesita junto a la tina. Menos peligroso para sus frascos. –Abrió el botiquín
y afirmó con la cabeza.
Isabel introdujo la mano por la camisa abierta
de Harry, le acarició el pecho, tocó la humedad de la axila, quiso arañarle la espalda,
lo obligó a unir las cabezas frente al espejo y los dos se observaron reflejados,
unidos.
–Es que no sabía, no sabía, no sabía –dijo
Isabel y su vaho empañó el espejo–. Creí que las muchachas mentían. Me avergonzaba
escucharlas. Se burlaban de mí porque me ponía colorada. Por eso se callaban cuando
yo entraba a un lugar, se tapaban las bocas con las manos. Y ya no platicaban más.
¿Sabes? A veces veía las fotos de mi niñez y luego me miraba en el espejo y se me
ocurría que algo pasó, que no era la misma, que sólo me quedaban el pelo lustroso,
los ojos grandes, el cutis… Pero los labios como que se me habían hecho delgados
y la nariz estrecha… Acabé por alejarme. Olvidé. No supe. Harry, ¿me entiendes?
–Queridísima Isabel.
Isabel levantó la mirada y encontró que ella
y Harry, en el espejo, miraban a Harry. La mujer pasó la palma abierta por las mejillas
del hombre:
–Necesitas rasurarte para la cena. Te verías
bien con barba. Sería casi blanca, de tan güerita.
–Equivocación. Tiende a salirme rojiza. –Harry
adelantó la quijada.
–¿Quisiste a muchas mujeres antes? –Isabel
trazaba olas imaginarias sobre el pecho desnudo de Harry.
–Dosis adecuadas –sonrió el joven marido.
–A mí nadie me quiso antes, nadie… –Isabel
besó el pecho de vello rizado que Harry apartó con violencia.
–¡Basta, Isabel! Basta de autocompasión. Me
enferma la gente que se tiene lástima.
Harry salió del baño. Isabel se miró en el
espejo por primera vez y se quitó los anteojos, se tocó los labios.
–Será necesario educarte –dijo con voz firme
Mr. Beatle desde la cabina–. Ya sabía que en los trópicos el carácter degenera.
No habré leído bien mi Conrad.
–En los trópicos… –repitió Isabel sin poder
mirarse otra vez en el espejo–. No, la altura de la Ciudad de México… Harrison,
es la segunda vez que me regañas desde que nos casamos ayer…
Le contestó un ruido de cajones abiertos y
cerrados, de cortinas corridas y después un largo silencio.
Isabel esperó.
Harry tosió.
–Isabel.
–Sí.
–Perdóname si soy un poco brusco. Fui educado
severamente. Pero tú también lo fuiste. Por eso me sentí atraído hacia ti, en primer
lugar. Por tu decencia y circunspección. Sólo te falta un poco de carácter. Ahora
eres mi mujer y nunca más debes compadecerte a ti misma. ¿Está claro? No lo toleraré.
Lo siento, pero no lo toleraré. La esposa de Harrison Beatle debe ver el mundo con
la cabeza alta y la mirada orgullosa. Isabel. Te digo todo esto porque te amo. Isabel.
Adorable Isabel.
Con los anteojos entre las manos humedecidas,
Isabel corrió fuera del baño, se arrojó en brazos de Harry y lloró con una gratitud
que confundía, en cada sollozo ahogado, las caricias físicas dentro del camarote
oscurecido y las caricias morales que, como la primera noche, libraban del signo
del pecado ese temblor incontrolable, esa humedad oscuramente deseada y rechazada
y, como las sábanas, sigilosamente apartadas por Harry en la penumbra, ofrecían
frescura y conservaban tibieza: las manos de Harry, imaginaba lejanamente Isabel,
tocaban al mismo tiempo un cuerpo y un espíritu. Esto era, entonces, el amor bendecido,
la unión moral, la carne protegida por el sacramento. Buscó inútilmente palabras
para decir gracias. Fraseó inútilmente un telegrama más a la tía Adelaida, explicando
esto, tranquilizándola, haciéndole saber que era querida –¿cómo decirlo?– como quizá
se quisieron sus padres, igual. Y pensarlo la confortaba dulcemente, la mantenía
envuelta en una luz clara a sabiendas de que otra fuerza, una resaca de sueños olvidados
en la adolescencia, la arrastraba bajo las olas negras y la ahogaba pero también
le permitía murmurar: –Soy feliz, soy feliz, soy feliz.
Isabel consultó su reloj pulsera cuando el
largo puente de pontones se abrió para dar paso al Rhodesia. Con lentitud, el buque
penetró la rada del puerto de Willemstad. Isabel se dio cuenta de que el indicador
del paso de los días se había detenido. Harry, a su lado, apoyaba los codos en el
barandal de madera despintada y veía pasar los remates holandeses de la capital
de Curasao, los altos techos casi verticales, de dos aguas, transplantados de Haarlem,
Gouda y Utrecht a esta isla caribeña, plana y calurosa, por cuyo firmamento asoleado
pasaban las ráfagas penetrantes del humo de refinerías. Isabel le preguntó la fecha
y Harry, con una mirada distraída, le contestó que era domingo. Ella rio: también
ayer le había dicho que era domingo y por eso ella no había consultado el reloj
y sólo ahora se daba cuenta de que todos los días le parecían de fiesta y que, desde
Panamá, no se había preocupado por ese reloj-calendario que indicaba la hora, el
día y el mes con una exactitud probada por los horarios comerciales de la tienda
de Niza. Antes, la impuntualidad podría haber provocado una multa: a punto de explicárselo
a Harry, se contuvo con una sonrisa: el pobre tenía una idea tan pintoresca de la
vida en México, la falta de carácter de la gente tropical, las señoritas solteras
acompañadas por dueñas con mantilla, la impuntualidad, la tierra de mañana, la inocencia…
Le acarició la mano y los dos continuaron viendo el paso lento de los edificios,
estrechos, con sus altas techumbres de pizarra y sus fachadas de colores pastel,
a menudo coronadas con viejos emblemas heráldicos. Dentro de la rada Isabel miró
hacia la popa, para ver cómo se volvía a desplazar, totalmente, de extremo a extremo,
el viejo puente de pontones firmes, mientras el tránsito de automóviles, autobuses,
bicicletas y peatones se amontonaba en las dos orillas. Sonó un agudo pitazo cuando
el puente volvió a encontrar la piel caliente del pavimento y el ruido de motores,
claxons, voces y campanillas se reanudó, como si el paso solemne del Rhodesia hubiese
impuesto una tregua a la vida de Curasao, como si la nave blanca, deslizándose sobre
las aguas mansas de la bahía, cortándolas en silencio, casi sin turbarlas, hubiese
provocado, una vez más, la admiración mágica que los hechos cotidianos terminan
por disipar. Sin pensar esto, Isabel sí se sintió admirada de lejos por la multitud
de negras desdentadas y negros nerviosamente esbeltos, venezolanos sudorosos, holandeses
fríamente pulcros, españoles mal afeitados y mujeres de raza mezclada y cinturas
libres, senos sueltos y caderas apretadas que veían la lenta y suave carrera del
vapor y que, al fin, en las calles ardientes del puerto, la envolvieron con su vocinglería
de idiomas, canturreos y ofrecimientos insistentes de plátanos y papayas, camotes
y cocos, tomates y naranjas, mangos y mangas, pargos y corvinas dispuestos a lo
largo de los muelles y vendidos desde las lanchas atracadas, cubiertas por techos
de lona. Los negros, recostados entre las sombras hundidas de las embarcaciones,
utilizaban los cajones repletos de fruta olorosa como almohadas de sus largas siestas
y murmuraban órdenes a las negras lejanas y lentamente activas, con movimientos
de imagen retardada, que gritaban los nombres de los productos a los posibles clientes
y se turnaban en el caluroso quehacer, descansando a veces para trenzarse con dificultad
los cortos cabellos crespos o atarse a las cabezas pañuelos negros y húmedos de
sudor. Pero la vibración del mercado flotante, así como la serenidad nórdica del
Helfirichplein con sus casas de gobierno y su estatua de la joven reina Guillermina
sobre un pedestal rococó, no establecían para Isabel, al recorrerlos junto a Harry,
un contraste entre sí y con su vida pasada, sino que prolongaban esa sensación del
tiempo detenido en su reloj pulsera: el tiempo a la vez inmóvil y apresurado de
una vida naciente, descubierta, que parecía borrar para siempre la realidad de toda
su existencia previa. La espalda recta y el paso juvenil de Harry frente a ella,
cuando penetraron por la Keukenstraat y aspiraron el aroma de café tropical, eran
las pruebas de esta nueva vida en la que, sorpresivamente, los valores de lo aprendido
y aceptado durante todos sus años se fundían con las delicias de lo previamente
prohibido y rechazado. Siguió con la mirada los movimientos de su marido, lo vio
detenerse frente a un café al aire libre, escoger una mesa, apartar una silla y
esperar a que ella se acercara: Isabel se detuvo con la mirada húmeda y un temblor
involuntario en la garganta. Ese hombre hermoso, de ojos grises en los que la alegría
era dominada por la dignidad, ese joven de rubia cabellera y labios firmes, su hombre
de brazos largos y manos hábiles…
Isabel le contó a Harry, mientras bebían los
capuchinos, que este viaje le hacía recordar los juegos de su infancia, antes de
que murieran sus padres, cuando todos vivían en una casa grande cerca del Tívoli
del Elíseo. Esa casa conservaba, desde los tiempos de la niñez de su padre, una
especie de gimnasio en el sótano, y los sábados en la tarde los primos se reunían.
Los muchachos utilizaban las barras y las argollas, las pasarelas y un gran caballo
decapitado, de cuero, para saltar. Las niñas se dedicaban a los juegos mexicanos,
tan distintos, siempre ilustrados por palabras poéticas. Doña Blanca está cubierta
por pilares de oro y plata. Romperemos un pilar para ver a doña Blanca. Isabel repitió
con un sonsonete sus recuerdos. Una mexicana que frutas vendía, ciruela o chabacano,
melón o sandía. A la víbora, víbora de la mar, de la mar, por aquí pueden pasar.
Harry ladeó la cabeza y le pidió que repitiera el último cántico. Isabel lo hizo
mientras él traducía, con los brazos cruzados y la mirada puesta en el gran cielo
vertical de la isla.
–The snakes of
the sea. Quite. The sea-snakes. Oh God.
Y rio sin ruido. Pagó el consumo. Isabel señaló
una tienda que, con el letrero de Mocky Job, anunciaba la reparación de relojes
y trabajos de joyería. Se llevó la mano izquierda a la muñeca derecha y recordó
la descompostura de su reloj. Entraron a la tienda. El joyero, un viejo holandés
rubicundo, de mejillas colgantes, examinó el reloj, lo desmontó y jugó un segundo
con los engranajes antes de devolverlo a Isabel. La mujer se puso los anteojos y
hurgó en la bolsa de mano.
–¿Cuánto es? –preguntó–. ¿Puedo pagarle en
dólares? Creo que sólo traigo cheques de viajero.
–Un dólar –asintió el joyero.
Harry adelantó un billete y lo colocó sobre
el mostrador. Isabel permaneció con la chequera abierta en la mano, confusa, sonrojada,
al fin sonriente.
–Gracias. Vuelvan.
–Perdón –murmuró Isabel–. Es que como siempre
he pagado yo mis cosas. Se me olvidó, Harry.
–No te preocupes, querida. Ya te acostumbrarás
al matrimonio. Dime, ¿cómo sigue tu ronda infantil?
–A la víbora, víbora de la mar, de la mar,
por aquí pueden pasar; los de adelante corren mucho, los de atrás se quedarán.
–Oh God.
–Sí, me siento como si volviera a jugar, de
niña. Todo es tan alegre y tan bueno. No había vuelto a ser feliz desde entonces,
Harry.
–Te confieso que la primera noche el barco
me asustó –dijo Isabel mientras redoblaba cuidadosamente su camisón, guardado bajo
la almohada.
Harry, acostado, dejó caer el ejemplar de Fortune
sobre las rodillas cubiertas por la sábana: –Pero si este buen barco inglés es la
decencia a flote.
–Sí, ahora sé. Pero entonces me engenté. ¡Mira!
Ya se ven lejos las luces de Curasao.
–¿No te da confianza el capitán tan bien afeitado?
¿El reverendo anglicano? ¿La distinguida senectud del pasaje?
–Ay, los curas protestantes me espantan más
que ese cantinero loco…
Isabel rio. Harry bostezó. Ella consultó su
reloj recién arreglado; él volvió a hojear la revista con desidia. Ella le recordó
que se acercaba la hora de la cena. Él se excusó y dijo estar agotado. Ella bajó
la mirada modosamente:
–Pero la gente va a comentar tu ausencia…
Harry extendió los brazos y acarició la mano
de su esposa:
–Ordena que me traigan un consomé y un sándwich.
That’s a nice girl.
–Si quieres, te acompaño.
Harry la miró con la cabeza ladeada y una sorna
fingida en los ojos:
–Sabes tan bien como yo que no quieres perderte
una sola noche.
–Sí, pero contigo, ¡de veras!
–Muy bien. Mejor que mejor. Ve a cenar, extráñame
mucho, conversa con la gente, toma una copa, piensa en lo que sería la vida sin
mí y cuando ya no soportes más la lejanía, ven corriendo al camarote y dime que
me amas.
Isabel se sentó junto a Harry y le abrazó el
cuello, suspirando:
–Todo es tan distinto contigo. A todo le encuentras
el lado alegre. Y al mismo tiempo, eres tan serio… Estoy tan contenta y al mismo
tiempo tan asustada…
–¿Asustada? –Harry levantó la cabeza y apoyó
la mejilla contra la de Isabel. La revista cayó al piso–. Ya salimos de la bahía.
–Nunca hemos hablado del futuro.
–Error imperdonable. Vendrás conmigo a Filadelfia,
por supuesto.
–¿Y mi tía Adelaida?
–Puede vivir con nosotros. Hará buena amistad
con mi madre. ¿Sabe jugar bridge?
–Sería una carga. Es tan vieja. Y le gusta
hacer su santa voluntad. Si ella no da órdenes, no está contenta.
–Pobrecita Isabel. ¿Te ha tiranizado mucho?
No, no me entiendes. Ella es feliz a su manera
y yo también de que me hagan las cosas. Nunca me preocupo. Digo, la tienda es mi
responsabilidad y la casa le toca a mi tía. Además, sabe lidiar con las criadas.
Eso es lo que yo nunca podría hacer. Puedo tratar con comerciantes, con los de los
impuestos, todo eso. Pero no con las gatas. Las criadas me enferman, Harry. Marilú
es distinta. Es de familia humilde pero es respetuosa y, bueno, ya se viste de otra
manera y no se sale de su lugar. Una vez me puse mala y la criada que teníamos se
atrevió a acariciarme la frente para ver si tenía fiebre. Sentí un asco horrible.
Además tienen hijos sin saber quién fue el papá. Cosas así. Me enferman, de veras.
–Isabel: te prometo que la servidumbre de nuestra
casa se moverá con la discreción de las nubes en verano.
–Perdón. Ya sé que no te gusta oír quejas.
¿Y cómo voy a quejarme? –Miró fijamente a Harrison, con una sonrisa torcida–. Cuando
pienso cómo fui educada. Las monjas la vestían a una con un uniforme verde de mangas
largas y cuello cerrado. Nos bañaban envueltas en camisones largos. Había que apagar
la luz para desvestirse antes de dormir…
–Darling, ya dieron las ocho y no te has arreglado.
Te lo aseguro. Me pondré al día en mi lectura, tú me extrañarás y regresarás queriéndome
más. Y otra cosa, Isabel. Tienes que superar ese miedo. Ve sola y trata a los pasajeros.
Recuerda que en Filadelfia tendremos que hacer vida social.
–Sí, Harry. Tienes razón. Gracias, Harry.
–Hurry on now.
That’s a nice girl.
–Asunto urgente, Mr. Jack. –Lovejoy se inclinó
respetuosamente para acercarse a la oreja del joven que masticaba el lenguado en
la mesa redonda de cuatro pasajeros; el murmullo del camarero calvo se perdió en
el rumor de voces, risas bien educadas y cubiertos sobre porcelana.
–Puedes hablar, Lovejoy.
–El marido no bajó a cenar.
–¿Cuál marido, hombre? ¿Crees que soy el registro
civil del barco?
–El marido de la sudamericana.
–¡Ah, ése! ¿Se enfermó? ¿Ha llamado al médico?
Agotamiento prematuro, me imagino.
–No, no, Mr. Jack. Pidió un consomé y un sándwich
de paté. Acabo de llevárselos.
–Bien, Lovejoy. Puedes retirarte.
–A las órdenes del señor, seguramente.
Jack sonrió a sus compañeros de mesa, se limpió
los labios con la servilleta y levantó un dedo:
–Somelier! –Le dijo en voz baja al joven con
anteojos que acariciaba el medallón que le colgaba sobre el pecho–: Dom Pérignon
a la señora de la mesa 23.
Firmó el vale y volvió a sonreír.
–Ajá –le dijo a Jack la señora Jenkins cuando
el joven rubio al fin se cercioró, con el cuello alargado, de que la botella, dentro
de una cubeta de plata abrigada con servilletas húmedas, había sido colocada en
la mesa de Isabel.
–¿Ajá qué? –le preguntó brutalmente Jack.
–Mr. Jack, ¿cómo puede ser usted tan grosero?
–rio Mrs. Jenkins–. Caballeros ¿por qué toleramos a este rebelde sin causa en nuestra
mesa?
El inglés de Gloucester esponjó las solapas
de su smoking blanco y se acarició con un dedo los bigotes peinados hacia arriba.
–Democracia, eso es. Ustedes la quisieron, pues aquí la tienen. Nunca pensé que
cenaría con un ex camarero en mi vida.
Rio robustamente, pero Jack ya no lo escuchaba;
con las manos cruzadas bajo el mentón, perseguía las reacciones de Isabel al recibir
la champaña.
–Oh you wicked boy –ronroneó Mrs. Jenkins,
cada vez más parecida a un injerto de elefante con gato–. Si quieres te digo. Se
ha puesto colorada. Dice que jamás ha pedido champaña para la cena. El mozo le explica
que se la envía con sus respetos ese joven de la mesa redonda. Ella vuelve a sonrojarse.
Creerá que es un homenaje por su reciente boda. Mr. Charlie, ¿ha visto usted una
pareja más dispareja que la de esa mexicana y mi compatriota de Filadelfia?
El viejo de los bigotes blancos gruñó: –Rebeldes
sin causa, bloussons noirs, stiliagha, nezem, paparazzi, es el mal del siglo.
–No seas bruto, Charlie –el viejo de la barbilla
arrancó de un tirón magistral el espinazo del lenguado–. Los paparazzi no son jóvenes
enojados. Son una pasta italiana.
–Jo, jo –rio, ahora como elefante, Mrs. Jenkins–.
Ahí tienen para lo que sirve la prensa inglesa. Los paparazzi no son spaghetti,
Mr. Tommy, de la misma manera que los eunucos no son hombres, aunque la sustancia
aparente sea la misma…
–Oh, cállense la boca –escupió Jack, entre
las carcajadas de los tres viejos, y un instante después hizo brillar su sonrisa
hacia los rumbos de Isabel, que la recogió confundida, bajó la cabeza y siguió cenando.
–¿Entonces qué es un paparazzi? –dijo Mr. Tommy
el de Surrey, saboreando el filete de solé.
Charlie: –Un soldado italiano con plumas de
gallo en la cabeza.
Mrs. Jenkins: –Una gallina egipcia con plumas
de italiano en la cola.
Tommy: –Un tormento medieval que era introducido,
ardiente, por la cola.
Charlie: –¿La cola va a ser el tema de esta
noche? Bien: supongamos que la gente es identificada por su cola y no por su cara.
Tommy: –Buenos días, qué cola tan rozagante
se le ve a usted hoy.
Mrs. Jenkins: –Con un colorete Deleite en su
cola será usted irresistible como un sorbete.
Tommy: –¿Cómo te reconoceré en el carnaval
con esa mascarita en la cola?
Charlie: –Ahora, con la cirugía colar, puedes
convertirte en estrella de cine: te nombraremos Anus Cyclops.
Tommy: –Y te compraremos un monóculo para tu
astigmatismo del esfínter.
Mrs. Jenkins: –Y la hora de comer será indecente
y secreta, pero la hora de defecar se hará en la amable compañía de amigos selectos.
Charlie: –En los restaurants habrá bacinicas
en vez de platos.
Tommy: –Y los mozos en vez de ofrecer recibirán.
Charlie: –Oh what
a jolly world!
Jack pegó con el puño sobre la mesa: –Shut
your bloody mouths!
–¡Ese es el punto! –chilló Tommy–. Precisamente.
Cerrar las bocas y abrir las…
–Y los paparazzi son unos bastardos fornicadores
que le fotografían las tetas a Anita Ekberg –gritó Jack y soltó una carcajada que
todos le corearon.
–Nada como mezclarse con las clases inferiores
–rio Charlie tapándose la boca con la servilleta y poniéndose colorado de risa.
–La experiencia vicaria de mirar con rencor
al pasado sintiendo un sabor de miel en los labios y viviendo en el presente con
nuestro propio inglés enojado y Lucky Jim –suspiró sin interrupciones Tommy.
–Salve Brittania –Charlie levantó su copa y
eructó–. Tierra de elección de la locura estoica.
–Really, some people overdo it –comentó glacialmente
una dama, parte del último grupo en abandonar el comedor.
–¡Salve! –segundó Tommy, levantando la suya
y dirigiendo una mirada de desprecio a la dama–. ¡Este real trono de putas, esta
isla con centros nucleares prestados, esta tierra de majestad, este asiento de Stephen
Ward, este otro Edén Anthony y demi-tasse, this happy breed of nymphs and kinkys,
esta nodriza de macrós jamaiquinos, ese vientre preñado por Battenberg, esta tierra
bendita, este reino, esta Inglaterra!
Tommy cayó sentado y miró con ojos vidriosos
a la señora Jenkins: –A ver, ¿tienen los yanquis una poesía comparable?
Mrs. Jenkins se incorporó majestuosamente y
cantó, con las papadas fláccidas y entre las risas contenidas de los grupos de mozos
que presenciaban el espectáculo en el comedor vacío: –Oh diime, pueeedes ver, a
la luz de la aurora, lo que taaan orgullosos arriamos en el último esplendor del
crepúscuuuulo…!
La vieja extendió un brazo dramático y contrajo
los músculos faciales: –¡Bum! ¡Volaron los niñitos en la escuela de Alabama! ¡Zas!
¡Dickenliz se metieron a la cama! ¡Pam! ¡Adquieran sus refugios pronto, que Rocky
los vende y no es tonto! ¡Bang! ¡Jack Paar es nuestro Homero y Fulton Sheen nuestro
niñero! ¡Frrrp! ¡En la tevé lloramos con Nixon y su perrito! ¡Zing! ¡En San Quintín
asamos a Chessman todo enterito! ¡Tick tick tick tick mientras el tick de las cotizaciones
haga tick tick tick alzaremos oraciones! ¿Qué no tenemos, eh? ¿Quieres el cielo?
Te lo da Spellman. ¿Quieres sentimientos? Oye a Liberace tocar el piano. ¿Quieres
ganar amigos e influir sobre la gente? Regala millones a España y Vietnam. ¿Quieres
jugar a los piratas? Húndete en la Bahía de Cochinos. ¿Quieres cultura? Jackie decora
la Casa Blanca. ¡Oh, la inocencia de ayer, oh, las cabinas de madera, oh los pioneros
del lejano oeste, oh los asaltos de los indios sioux, oh el charco bucólico de Walden,
oh las cazas de brujas en Salem: Miller, thy name is Dimmesdale! ¡Viva Lincoln bien
polveado, viva Grant desodorado, viva Jefferson sentado en bidet desagregado! ¡Consumamos,
consumamos, en la tierra abundante, olfateemos nuestra caca con la nariz de Durante!
Gelatina, paquidermo o hacha, Mrs. Jenkins
se dejó caer, sofocada, en brazos de Charlie: su rostro rubicundo encontró la boca
abierta de Isabel, sentada al lado de Jack: –¿No bebe usted, ex virgen? –gimió Mrs.
Jenkins y se desmayó.
–¿Qué le pasa? –gritó Isabel–. ¡No entiendo
nada! Señor, usted ha sido muy fino, pero debo regresar a mi camarote…
Jack la detuvo suavemente del codo: –Debe ayudarnos
con la señora Jenkins.
–¿A dónde llevamos al zepelín rosado de la
libertad? –se contoneó Tommy al recoger su radio portátil.
–¡Por lo pronto quítenmela de encima! –gritó,
sofocado, Charlie, que soportaba los 98 kilos drapeados.
–¡Al Pool Bar! –urgió Tommy y extendió un brazo
agitando como sonaja la botella oculta dentro del aparato de radio.
Mrs. Jenkins abrió un ojo: –Pareces Jorge cruzando
el Delaware.
–¡Un río de whisky con témpanos de hielo! ¡Independencia
y revolución sobre las rocas! –chifló Charlie, tomó a Mrs. Jenkins de las axilas
mientras Tommy le recogía las piernas y la alegre tropa inició el desfile hacia
el Pool Bar, seguida de Jack e Isabel.
–Se puede uno divertir a bordo, Sra. Beatle.
–¿Señora? Ah, sí, sí, señora Beatle. Bueno,
él dijo… digo, mi marido, que me divirtiera… no sabía…
–¿Qué sabía usted, señora? Isabella. ¿Puedo
llamarla Isabella?
La puerta del elevador se abrió y todos entraron
como pudieron. El joven elevadorista se tapó la nariz con la mano para no reír.
Mrs. Jenkins fue detenida como una muralla sin cimientos por Tommy y Charlie, quienes
a su vez buscaban el apoyo de la silenciosa jaula de laca. Entre los apretujones,
Isabel y Jack quedaron en un rincón.
–Me llamo Isabel, no Isabella. ¿Cómo sabe usted?
Jack hizo un gesto con la mano: ese gesto de
inspiración o desidioso esplendor, o indiferente suficiencia: –Isabella es más romántico,
más latino. Hay una lista de pasajeros, ¿sabes?
–Además…
–¿Abuso de confianza? ¿Falta de respeto? ¡Mire
a su alrededor! ¡Todos estamos locos!
Isabel rio. La puerta se abrió y pasaron por
el salón donde los pasajeros, en eterna competencia, jugaban a las preguntas y respuestas.
El encargado de los juegos hacía preguntas por el micrófono y los equipos formados
en una veintena de mesas escribían las respuestas y el número de la mesa y un miembro
del grupo corrían a depositar el papelito en la mesa del jurado. El marinero de
pantalones anchos iba anotando los puntos de los equipos en un pizarrón y los dos
viejos, Charlie y Tommy, cargaban eficazmente a Mrs. Jenkins con Isabel y Jack detrás
de ellos y la mexicana ocultó medio rostro con su bolsa de mano y el director del
juego preguntó: –¿Quién inventó el psicoanálisis?
Charlie gritó: –¡Montgomery Clift! –y Tommy
gritó: –¡No es cierto! Fue un astuto fabricante de divanes– y Charlie añadió: –¿Qué
fue primero: el diván o el psicoanálisis?– y los dos soltaron a Mrs. Jenkins como
un saco de ladrillos en medio del salón, se tomaron de las cinturas, movieron las
piernas como bailarinas de can-can y aullaron con sus voces ebrias:
Edipo, Edipo, Edipo era un tipo
que celebró el Día de las Madres
con siestas todas las tardes.
Yocasta, Yocasta, Yocasta es la madrastra
que parió nietos de su hijo,
la incestuosa me lo dijo.
El organista del salón tocó música de Offenbach
y Charlie y Tommy recogieron a la desvanecida y salieron corriendo entre risas y
aplausos, fuera del salón iluminado y a la penumbra del Pool Bar donde Mrs. Jenkins,
por última vez, fue depositada en un alto banquillo frente a la barra y sostenida
por Lancelot el cantinero mientras Tommy tomaba por asalto el piano y modulaba las
teclas con ripios acuosos a la Debussy y Charlie ordenaba, con voz clara y los codos
sobre la barra: –¡Te he de confundir todavía, Lancelot! ¡Terciopelo de Medianoche!
El hombre con la cabeza de zanahoria sonrió
mostrando unos dientes negros de cartón: –Champagne and stout, M’Lord…
–Blast it! –Charlie golpeó sobre la barra–
Scarlett O’Hara!
El cantinero rio con la podredumbre ficticia
de su boca, se agachó, emergió con unos pince-nez dorados y mezcló velozmente whisky,
jugo de lima y el contenido de una lata de frambuesas molidas en una coctelera llena
de hielo en polvo: la agitó frente al rostro congestionado y feroz de Charlie.
–¡Por la borda, Lancelot, por la borda! ¡Decididamente
no se puede contigo! ¡Pierdes el tiempo en este barquichuelo de inmigrantes ucranianos!
Marly, Fontainebleau, Windsor, Peterhof, San Souci, Schönbrunn, Sardi’s, Robert
Batiré aux Halles, los palacios de mundo y los paladares principescos reclaman tus
servicios… ¡Un Grillo! Grasshopper!
Lancelot volvió a agacharse, emergió esta vez
con un sombrero de copa y un monóculo de listón negro y vació en otra coctelera
fría una onza de crema pura, otra de crema de cacao y una tercera de crema de menta:
ofreció la copa fría al caluroso Charlie. Frente a las tres mezclas, la negra, la
roja y la verde, el de Gloucester ya no habló: sorbió una tras otra sin tocar las
copas, manchándose los bigotes blancos hasta aparecer, ligeramente aturdido, con
los colores nacionales de alguna nación aún no liberada en los labios.
–Un Álamo… –logró suspirar antes de caer para
siempre– en honor de nuestra huésped mexicana…
Isabel, sentada junto a Jack al lado del piano,
recibió el alto vaso de jugo de toronja con whisky.
–Remember the Alamo? –preguntó, guiñando los
ojos sin cejas, el cantinero tocado con un gorro frigio.
–Es jugo de toronja –dijo Jack.
Isabel bebió con una mueca de repugnancia.
–Pero si yo nunca bebo.
–¿Despreciaste mi champaña, entonces?
–No, me la tomé. Pero ésa no es bebida de borrachos.
–Recuerdo mis años en California –decía con
una voz muy dulce y ojos de ensoñación Tommy mientras tecleaba el piano–. Un bar
de Oakland, en la época de la prohibición. Eramos jóvenes, irresponsables. Aún no
caían sobre nuestras espaldas las obligaciones de la edad madura. Sólo se es joven
una vez, señora –le guiñó el ojo a Isabel– y yo amaba a una extra de cine que decía
llamarse Laverne O’Malley. Era la que pasaba la reata a Douglas Fairbanks para que
trepara el muro del castillo. Eramos jóvenes y románticos y cantábamos.
Tommy pegó duro sobre las teclas y extrajo
un gruñido de su diafragma:
–How ya gonna
keep ’em down at the farm, now that they’ve seen Pareeeee…
Observó con ojos humedecidos a Isabel y Jack.
–No pierdan el tiempo, ositos koala. La cama
es el único lugar de la amistad y el amor, del conocimiento y la crueldad, del desengaño
y la enamoración. Al Jolson acabó con Laverne, San Francisco here I come, right
back where I started from, Swannee, how I lovya, my dear old Swannee, Sonny Boy,
If you don’t get a letter then you’ll know I’m in jail, Too-toot-tootsie dahn craay,
porque Laverne tenía una voz capaz de interceptar a un cohete dirigido intercontinental
y se hundió con John Gilbert y Ramón Novarro y ahora tiene una casa de huéspedes
para actores retirados en un callejón sin salida al final de Wilshire Boulevard…
La voz de Tommy se quebró y su cabeza cayó
llorando sobre las teclas. Jack apretó la mano de Isabel. La señora Beatle, mareada,
no la retiró del firme puño del joven. Recorrió con la mirada nebulosa los tres
bultos unánimes: Mrs. Jenkins roncando sobre la barra, apuntalada por el taburete;
Charlie acurrucado en el suelo con la cabeza sobre una escupidera de cobre; Tommy
lloriqueando junto a las teclas silenciosas. Y Jack, sin dejar de mirar fijamente
a Isabel, sin soltar la mano húmeda, chifló la primera barra de dios salve a la
Reina y Lancelot, en puntillas, caminó hasta el tocadiscos, lo hizo girar y dejó
escuchar la voz de Sara Vaughan. Jack levantó a Isabel tomándola de los brazos,
apoyó los dedos en la cintura de la recién casada y adoptó el ritmo más lento, casi
inmóvil, con el que la señora Beatle había sido arrullada jamás, y de pie por añadidura.
Por la cabeza confusa de Isabel pasaron insinuaciones de las rondas de su niñez,
la piel de Harry, las olas quebradas por la quilla del Rhodesia, el aroma de desinfectante
inglés y cocteles derramados. Y este segundo hombre no la apretaba, no abusaba de
ella, se mantenía alejado, mirándola fijamente, casi sin moverse, como lo dictaba
la canción lentísima: My little girl blue… Era otra, como otra había sido la mujer
abandonada en el muelle de Acapulco, tan lejano, tan irreal. Y el código aprendido
se derrumbaba y ella no sabía cómo responder a las palabras dichas y las situaciones
creadas por la banda de Charlie, Tommy, Mrs. Jenkins y Jack, Jack que no cesaba
de mirarla…
–No he dejado de mirarte desde que subiste
al vapor, Isabella…
–Doña Blanca está cubierta, por pilares de
oro y plata…
–¿Te sientes bien?
–Romperemos un pilar…
–Pero tú nunca me miraste a mí…
–Yo nunca te miré a ti…
Un oleaje caluroso le ascendió desde el vientre.
Acercó a Jack con los brazos y lo besó en la
boca. En seguida se apartó, con una mueca de horror, lo miró tan fijamente como
él. Ahora, la miraba sonriendo, con los ojos entreabiertos, y se tapó la cara con
las manos, se dobló sobre sí misma con esa vergüenza que disipaba el color de las
sienes pero no acababa de enfriar la tibieza del vientre y cayó hincada frente a
Jack, inmóvil, lleno de fuerza en las piernas duras como dos árboles.
–Oh Jack, Jack,
oh Jack…
–Ven. Levántate. Dame las manos. Vamos a tomar
aire.
–Perdón. Se me subió. Nunca bebo. Nunca… Nunca…
Otra vez las orillas de la sal, raspadas como
en un lago de hielo por el cuchillo del barco, en sus mejillas. Pero esta vez no
con el fresco vigor del principio, sino con una espantosa insinuación de náusea.
–Llévame a mi camarote, Jack, por favor. Me
siento mal.
–¿Quieres regresar a tu marido en este estado?
–No, no. ¿Qué hago?
–El aire acabará por serenarte. Apóyate en
mi hombro.
–Qué vas a pensar de mí.
–Lo mismo de siempre. Que eres la muchacha
más adorable del barco.
–No es cierto. No te burles.
Se dio cuenta de que, al gritar, el viento
despojaba de toda fuerza sus palabras, que gritar, ahora, allí, era como estar muda.
Los relámpagos sin ruido, mudos también, iluminaban la franja del horizonte. Jack
movía los labios y ella no lo escuchaba. El viento agitaba la cabellera de ambos:
el corte rubio de Jack, el pelo negro de Isabel que la cegaba y se le humedecía
en la boca. Jack le quitó los anteojos a Isabel y los arrojó al mar. Isabel extendió
una mano y sólo encontró el vacío del océano negro, sin más cuerpo que el ruido.
Jack, sonriente, tomó la bolsa de mano de Isabel, extrajo el lápiz de cejas y el
labial y comenzó a dibujar, veloz pero cuidadosamente; el nuevo rostro; arqueó las
cejas, colmó los labios, con las manos arregló la cabellera. Isabel sintió la caricia
de los dedos sobre sus sienes, sobre su frente, sobre su boca y por fin Jack le
mostró a Isabel reflejada en el pequeño espejo, con esos cambios mínimos pero absolutos:
las cejas querían expresarse, los labios plenos daban otra simetría al rostro y
el cabello un desarreglo provocado a todo el cuerpo. Y el viento cesó y las voces
pudieron escucharse de nuevo.
Cuando regresaron al salón, el trío de viejos
se había recompuesto. Estaban sentados en los sillones de cuero verde jugando un
juego de su invención: hacer una conversación con citas de Shakespeare. Lancelot,
acomedido, les había preparado cocteles, a base de jugo de naranja y amargos y Charlie
explicaba:
–¿Para qué gastar celdillas grises, como diría
mi detective favorito, inventando de nuevo lo que ya está dicho, dicho para siempre
y dicho soberbiamente? ¡A la salud del viejo Hill! ¿Maricón o Marlowe? Averigüelo
la CIA. Él lo dijo todo, de manera que, por el amor de dios, sentémonos sobre la
tierra y contemos tristes historias acerca de la muerte de los reyes. Ricardo II.
Mrs. Jenkins contuvo el hipo: –Me parece que
mi cabeza es demasiado débil para beber. Otelo.
Tommy tocó la marcha nupcial de Mendelsohn
en el piano; –muy trágica alegría. El sueño de una noche… –No pudo retener las lágrimas
de su mueca risueña–: …de verano.
–Pues a una esposa ligera corresponde un marido
pesado –Charlie suspiró–. Mercader de Venecia.
Mrs. Jenkins cacareó: –¿Cuándo volveremos a
encontramos los tres… truenos… relámpagos… lluvia…?
Charlie y Tommy se incorporaron, tensos y alegres,
con las copas en alto, y exclamaron al parejo: –When the hurlyburly’s done, when
the battle’s lost and won!
–Bloody fools –Jack se encogió de hombros y
les dio la espalda–. Luego los cuelga la chusma y todavía se preguntan por qué y
suben a la guillotina azorados, inocentes y llenos de su condenada dignidad. De
una vez les metería un cohete por el fundillo.
–Jack… ese lenguaje… –murmuró Isabel–. Creo
que ahora sí debo regresar.
Jack arqueó las cejas y mostró los dientes.
–Qué, ¿se acabó el romance porque terminó la cortesía? Vaya, falda, tú sí que estás
verde. ¿Con quién crees que tratas? ¿Se acabó la comedia? Entonces conoce al cabrón
de Jack Murphy, que durante ocho años ha trabajado como camarero de esta misma bañera
y ahora se ha gastado todos sus ahorros para convivir una sola vez con los gentiles
caballeros y las graciosas damas…
–Tú… usted… ¿un sirviente?… ¿yo… yo besé a
un criado…?
–Y de lo más bajo, preciosa. Con estas manitas
manicuradas he lavado retretes y recogido condones, ¿qué te parece?
–Déjeme ir…
–Tú te sientas. Todavía me falta conocer a
una señora encopetada a la que no le gusta que la ame su criado. Emociones, todas
quieren emociones. ¿Con cuántas damas respetables me habré acostado en cada viajecito
de éstos?
–¡Señora Jenkins! ¡Por favor! ¡Ayúdame!
–Y sin embargo temo a tu naturaleza –contestó
desde lejos la potente californiana con un graznido–. Estás demasiado llena de la
leche de la bondad humana. Macbeth.
Jack detuvo a Isabel de la muñeca: –Y hoy recibí
el telegrama, ¿qué te parece?
–No sé, no sé, ¿qué telegrama? Por dios… ay,
Marilú, o mi tía, ellas…
–La vieja, mi madre, toda una vida vendiendo
flores en las calles de Blackpool, a la salida de los teatros, ¿sabes?, como en
los melodramas de antes, bajo la nieve y la lluvia… y yo me gasté todo el dinero
en el pasaje. Las bebidas me las dan por lástima.
–Me lastima usted. Suélteme, por lo que más
quiera. Mi marido…
–¿No te interesa saber de mi madre? Eres bien
dura.
–Señor, yo no entiendo nada, déjeme ir, se
lo suplico…
–El corazón. Muerte segura en tres meses. Ni
siquiera un penique para pagar el condenado hospital. Y yo aquí flirteando contigo.
Y yo…
Jack cayó sobre el regazo de Isabel, sollozando.
Isabel mantuvo las manos en alto, como si quisiera
exorcizar a un demonio, y al fin las dejó caer sobre la cabeza rubia de Jack.
–Jack… señor… oh dios mío, qué se hace en estos
casos, yo nunca…
Abrió la bolsa y sacó un pañuelo. Se sonó ligeramente.
–Fair is foul
and foul is fair –dijo Charlie entre hipos.
Isabel sacó de la bolsa la carterita azul.
La desabrochó, encontró la pluma fuente y firmó con rapidez, al pie de cada cheque,
con la letra de telaraña que le enseñaron en el Sagrado Corazón. Habló con la voz
seca y amarga:
–¿Cuánto necesita? ¿Doscientos dólares, 500?
Dígame.
Jack no contestó. Su sollozo era un largo gemido
acompañado de varias negativas de cabeza.
Isabel metió los cheques de viajero en la bolsa
del saco de Jack, apartó la cabeza del hombre como si fuese un delicado globo de
cristal y salió lentamente del bar, seguida por la mirada biliosa de Lancelot y
entre la indiferencia del terceto de borrachos que, sin sentirlo, habían ido descendiendo
de citas:
–Merde –eructó Charlie.
–Te haría bien vomitar –dijo Mr. Harrison Beatle.
Vestía su combinación preferida: saco de lino
azul y pantalón de franela blanca. Se arreglaba frente al espejo e Isabel, recostada
bajo la estampa de la virgen de Guadalupe que había fijado con una tachuela proporcionada
por Lovejoy, también se miró en el suyo de mano. Hizo una mueca de desagrado ante
lo que vio reflejado: sacó la lengua y la examinó y olió la fragancia del agua de
colonia que Harry roció sobre el pañuelo.
–Ay Harry mira. Nunca me había visto la lengua
así. Ay qué vergüenza.
Harry pareció dudar al verse en el espejo.
–No lo puedo creer, Isabel. Juntarte con esa
punta de viciosos.
Deshizo el nudo de la corbata.
–Ay Harry mejor no te hubiera dicho nada.
Abrió el clóset frunciendo el ceño.
–Por favor. No debe haber secretos entre tú
y yo. Además te agradezco la sinceridad. Por lo menos, ahora sabes que con dos copas
de champaña y un coctel podrías caer al mar. También tendré que enseñarte a beber
en sociedad.
Suspiró y eligió una corbata azul de regimiento
con listas rojas.
–¿Ves? Me hubiera quedado contigo mejor. Tú
insististe en que fuera a divertirme…
Levantó el cuello de la camisa.
–Sí, pero pensé que lo harías con otra clase
de gente. Abundan las parejas respetables. Tuviste que ir a dar con la ralea.
Anudó la nueva corbata.
–A las tres atracamos en Trinidad. Are you up to it?
Se observó detenidamente, reflejado.
–No, Harry, no creo que pueda bajar. Siento
el estómago revuelto y la cabeza como si fuera de piedra. Harry…
Esbozó una sonrisa de satisfacción ante su
atuendo.
–Nunca pensé que a mi propia esposa la tendría
que curar de una borrachera. Nasty business. Isabel. ¿Si nosotros no mantenemos
una norma de conducta, quién…?
Isabel se levantó, despeinada, ojerosa, con
el rostro amarillento.
–Harry, Harry, ya no me hagas sentirme apenada…
Harry, hay algo peor, que no te he dicho… Oh, Harry…
La mujer se hincó, sollozada. Abrazó las piernas
de su marido.
–¿Qué? –Harry no la tocó–. Isabel. Uno trata
de ser flexible. Pero llega un límite que no es posible pasar. Isabel, ¿qué has
hecho de mi honor?
–No, no, no –balbuceó Isabel entre lágrimas–.
No es lo… ¡Harry! ¿Cómo puedes pensar? Oh Harry, Harry, mi amor, mi marido. Harry.
Es que creí que de ese modo lo injuriaba, le hacía pagar por las humillaciones,
lo…
–Speak up, woman.
Isabel levantó la mirada y vio a su esposo
alto y rubio como un trigal quemado por el sol. –Le di dinero, para humillarlo a
él, ¿ves?, sólo por eso…
–Qué irresponsabilidad –Harry se desprendió
violentamente del abrazo–. Sobre todo, no tenías por qué justificarte ante ese majadero.
Hoy mismo lo buscaré y le haré devolver el dinero, por más desagradable que me parezca
un encuentro con semejante vividor. ¿Cuánto le diste?
–No sé –Isabel quedó sentada sobre el piso–.
Creo que 500 dólares. Es cuestión de contar los cheques para saber… Harry… No lo
busques. Por favor, olvidemos todo esto –se levantó con dificultad. Primero se tuvo
que detener a gatas–. Ya sé. Harry. Han sido tantas cosas, que estoy trastornada.
Ya sé. Manéjame tú el dinero, por favorcito.
Harry le ofreció los brazos e Isabel se puso
de pie, tambaleando.
–No quiero saber nada de tu dinero. Si lo deseas,
regálaselo a tu tía. Olvidas con quién hablas. Ya me conocerás, con el tiempo. Entonces
sabrás que mi honra es…
Isabel le tapó la boca con una mano, caminó
con dificultad hasta la mesa de noche y recogió su bolsa. Se sentó y empezó a firmar
un cheque tras otro, rápidamente.
–Cuídamelo, por favor. Nada más de pensar que
pudiera repetirse lo de anoche, me da náuseas, Harry.
–Mi dinero y el tuyo deben permanecer aparte
siempre. Es la condición para que vivamos unidos.
–Me queman estos cheques… Toma, toma, toma.
Iba arrancando cada cheque y dándoselo a Harry.
–Muy bien. Si ése es tu deseo –Harry los tomó
con desagrado primero y decisión en seguida–. En Trinidad abriré una cuenta a tu
nombre en mi propio banco y cuando regresemos a los Estados Unidos podrás girar.
Espero que para entonces recuperes tus virtudes habituales.
–Sí, Harry, sí. Ahora quiero ser consentida,
quiero que tú me compres mis cosas, quiero pedirte hasta para ir al salón de belleza
–se pasó la mano por la cabellera–. Debo estar hecha una facha, ¿no?
Harry le tomó la mano y la besó. –Adorable
Isabel.
–Sí, Harry. Ahora prepárate para bajar, ya
no te preocupes. Descansaré toda la tarde.
El vapor disminuyó la marcha. Isabel arregló
el pañuelo y el nudo de la corbata de Harry. Corrió a la mesa de noche, abrió un
cajón y le tendió el pasaporte.
–Toma. Se te olvidaba esto.
–Ah. Gracias.
Harry salió del camarote. Isabel, en camisón,
se hincó en la cama frente a la claraboya y desde allí vio acercarse los muelles
de Puerto España. El vapor, al atracar, levantaba florones de lodo amarillo. Las
voces de los negros que recibían las sogas arrojadas desde el Rhodesia y el ruido
de la escalerilla al descender al muelle fueron detenidos del otro lado del cristal.
Detrás de la actividad de los estibadores, sólo almacenes viejos y largos, de muros
escarapelados y entrañas oscuras. Vio descender a Harry. Pegó con los nudillos sobre
el cristal. Harry no miró hacia la claraboya. Penetró por una de las puertas oscuras
de los almacenes. Otros nudillos golpearon sobre la puerta de la cabina. Isabel
se arropó y se recostó contra las almohadas.
–Come in.
Asomó la larga nariz de Lovejoy pidiendo permiso
y dando excusas. Entró, obsequioso, con una cajita de celofán bajo el brazo y un
sobre entre los dedos pálidos. Depositó ambas cosas en el regazo de Isabel y salió
sin darle la espalda, como un embajador japonés.
Isabel abrió la caja húmeda, perlada de sudor,
donde yacía una orquídea amarilla y rosa. Rasgó el sobre, lo agitó y dejó caer sobre
el regazo tres cheques de viajero, algunos billetes de cinco libras y una nota.
Cerró los ojos. Al fin se atrevió a leer:
Dear Isabella: I love you. Will you ever believe it? Jack.
PS: I bought the
flowers with your money.
Hope the change
is OK. Impudent, but adoring you, J.
La náusea ascendió otra vez y se anudó en la
garganta antes de disolverse en una dulzura empalagosa entre los dientes. Isabel
no se atrevió a tocar las orquídeas, o los cheques, o el dinero. Acercó la nota
a los pechos y murmuró, con los ojos cerrados:
–Te amo a ti. Subrayado. ¿Podrías creerlo algún
día? Querida Isabella. –Escondió el rostro en la almohada y al cabo de unos segundos
alargó la mano y a ciegas buscó la caja de celofán. Por fin pudo tocar el vello
aterciopelado de la flor y acariciar los pétalos carnosos.
–¡Ay, Jack! Me haces daño.
–¿Y qué cara puso?
–Va aprendiendo.
–¿Qué quieres decir? Gargajo, placenta, te
odio…
–¡Déjame hablar, Jackie boy!
–Soy todo orejas.
–No movió un músculo de la cara.
–¿Eso es todo lo que puedes decirme?
–Traté de oír del otro lado de la puerta. Sólo
suspiró.
–¡Toma por tus servicios!
–¡Ay! ¡Ya no, Jackie, por favor! ¡Ya no! ¡Sí!
¡Otra vez! ¡No escondas el cinturón! ¡Pégame, por lo que más quieras, por todo lo
que es divino!
–Culebra indecente, espermatozoide negro, moco
peludo, toma…
–Oh Jack, ya no, dime qué quieres que haga
por ti…
–De rodillas, miserable Lovejoy. ¿No escuchas
el pitazo de la chimenea? Adiós, Trinidad. ¿No te das cuenta de que el viaje prosigue
y pronto terminará? ¿Qué vas a hacer cuando el viaje termine?
–No sé, Jack, pero si una vez, una sola vez,
tú quisieras, además de todo esto…
–Jamás, Lovejoy. Nunca me verás así. De pie,
araña maldita. Corre a enredarte en tu tela.
–Oh Jackie, oh.
El vapor zarpó de Puerto España durante la
cena y, al terminar el postre, Harry invitó a Isabel a subir al salón para tomar
el café. Ocuparon lugares en un sofá hondo e inclinaron las cabezas cortésmente
ante cada pareja vestida de noche que, tomada del brazo, se paseaba esperando la
hora del cine. El capitán se detuvo a saludarlos. (“Ah, los recién casados. ¿Disfrutan
el viaje? ¿Cuándo quieren visitar el puente?”), así como el pastor anglicano (“Siento,
de verdad siento, que se me haya escapado la oportunidad de unirlos, pero al cabo
todos somos hijos del Señor, ¿no es cierto?, y lo importante es la fe, no las formas,
ah sí”), el segundo ingeniero (“El barco les ha de parecer chico para contener su
felicidad, ¿eh?, pero cuando gusten bajamos a ver las máquinas para que se den una
idea del tamaño”), el director de los juegos de a bordo (“Lo hemos extrañado en
las competencias de cricket, Mr. Beatle. Está usted casada con el mejor bateador
del buque, señora. Hasta parece inglés. No offense meant, I’m sure”), una pareja
de norteamericanos de edad media (“No habíamos tenido la oportunidad de felicitarlos.
Es lo más romántico que ha sucedido durante el viaje. Todos lo dicen”), otra de
ingleses de edad avanzada (“Nada como un viaje por mar para el reposo. Tristes de
regresar al país. Treinta y cuatro nietos”). Pero sólo una colombiana ojerosa y
vestida de negro obligó a Isabel a fijar la mirada en un interlocutor: a unos metros
de distancia, Jack jugaba a las cartas en una mesa. Barajaba, repartía, recogía
sus naipes, apostaba, perdía o ganaba sin dejar de ver a Isabel.
–Debíamos vernos, mire que somos las únicas
latinas del barco.
–Sí encantada. No faltaba más.
–Claro que yo comprendo. Usted acaba de casarse
con el mono.
–¿Cómo?
–El mono, el catire, el rucio, el rubio, ¿cómo
dicen ustedes pues?
–Ah, el güero. Sí.
–Entonces hasta pronto.
–Sí. Cómo no. A sus órdenes.
–¿Qué observas, Isabel querida? –dijo Harry
cuando la colombiana se alejó.
–Nada Harry. De veras. Veo el salón.
–¿Te das cuenta de que puede pasarse una noche
verdaderamente agradable a bordo?
–Sí, Harry.
–Entonces, ¿por qué te noto triste?
–No, si no estoy triste. Serena nada más, que
no es lo mismo.
–Cualquier mujer estaría feliz.
–Sí, eso quise decir. Estar serena es estar
feliz, ¿no?
–Claro. Con dos hombres. Me imagino que ninguna
otra mujer en este barco trae de cabeza a dos hombres.
–¿Qué quieres decir? Harry, por favorcito.
Te pedí que ya no habláramos de eso.
–Eres muy descuidada. Una billet-doux no se
esconde debajo de la almohada.
–Harry.
–Oh God. “Insolente, pero adorándote, J.” Eres
tan descuidada como promiscua, mi amor.
–Pero yo no…
–Sí, comprendo. No tienes por qué ser distinta
de las demás mujeres. Ahora sabes que siento celos y tratarás de atormentarme.
Harry rio nerviosamente y con el rostro adusto.
Isabel no supo qué contestar. Pero levantó los ojos con una sensación de fuerza
vanidosa.
–Hasta has cambiado de maquillaje y peinado,
ya veo. ¿De dónde sacaste esas cejas tan dibujadas y esos labios…? Isabel, te estoy
dirigiendo la palabra.
Y los fijó con descaro en la mirada intensa
de Jack. El joven rubio continuó barajando en silencio.
“Here, sir”, “Look here, daddy-o”, “Come, sir”,
“Penny, daddy”: los jóvenes negros nadaban furiosamente al lado del Rhodesia y se
clavaban gritando para recuperar las monedas arrojadas por los pasajeros desde las
cubiertas de babor. Dos o tres lanchas de remo eran mecidas por las olas cerca del
equipo de buceadores anhelantes, que emergían de las zambullidas sin aire en los
pulmones, con los ojos inyectados y una saliva gruesa en el mentón. Pero entre todos,
una sola mujer, una negra de 15 años, esbelta y sin pechos, gritaba más que nadie,
se clavaba mostrando las nalgas pequeñas, surgía del mar como una lanza, vestida
con un viejo traje de baño verde y aullaba con todas sus fuerzas:
–Look at me, daddy-o!
Silver
here, sir! Please!
Y esperaba la moneda con una fascinación brillante
en los grandes ojos blancos, como si esta tarea no fuese una manera de ganarse la
vida, sino un juego excitante y placentero:
–Gimme, sir, ooooh
Daddy-oooooh…
En el mediodía encapotado y tibio, de pura
resolana, las lanchas motor del Rhodesia iban transportando en tandas a los pasajeros
que deseaban descender a Bridgetown. La costa de Barbados, en la lejanía, contrastaba
los edificios de madera roja y los crecimientos negros del zacatón con la blancura
del agua asentada sobre una arena sin color.
“Mañana estaremos en Barbados –le había dicho
Harry a Isabel cuando regresaron al camarote y empezaron a desvestirse–. Es la última
escala antes de Miami.
De Miami volaremos a Nueva York y luego bajaremos
en tren a Filadelfia. Quiero ser civilizado y flexible contigo. Me doy cuenta de
tu excitación. En contra de tu voluntad, no lo dudo, ese pobre diablo se ha enamorado
de ti. Para ti es una situación excepcional. Tan excepcional, que no volverá a repetirse.
Jamás. Porque en mi casa te espera otra vida. Por lo demás, la misma que según entiendo
siempre has vivido y para la que fuiste educada. Entonces liquida este asunto, Isabel.
Baja sola a Bridgetown. Si quieres, toma una copa y paséate con tu insólito galán.
Quiero darte esta prueba de confianza. Sí, te lo aseguro. Quiero que veas a ese
hombre en frío, a la luz del día. Para que te convenzas de que es sólo un criado.
Es más: te lo exijo. Quiero que pierdas esa ilusión y volvamos a vivir en paz.”
En realidad, al bajar por la escalerilla a
la lancha y al cruzar el brazo de mar que separaba al vapor de los muelles, Isabel
sólo pensó en enviar una tarjeta a la tía Adelaida y otra a Marilú, hablándoles
de las maravillosas experiencias. Boda, amor, un rostro nuevo, Isabel entre el deseo
de dos hombres. Una y otra vez intentó redactar, en la cabeza, esas tarjetas que
producirían asombro, envidia, desilusión, sentimientos de autoridad perdida, de
vejez fatal frente a juventud recuperada, de tedio aprisionado frente a libre entusiasmo.
¿Qué caras pondrían?, se repitió Isabel con una sonrisa que no influía sobre el
incontrolable latir de la boca del estómago.
–Siempre que bajamos aquí, Jack va a la playa
de Accra –le había dicho Lovejoy con un guiño y el billete de cinco libras apretado
en el puño–. Ahí el agua parece pura ginebra, señora, y Jack se exhibe en bikini
y enloquece a todas las faldas.
Isabel había extendido el billete sin tocar
la mano de Lovejoy: estaba segura de que era húmeda, pegajosa y fría. Y la palabra
“alcahuete”, ese insulto lejano y sin comprobación, le hacía cosquillas, con su
actualidad, en el paladar.
Pero ahora, en el muelle, las bandas de acero
tocaban, con una intensa lasitud, los calipsos de las islas. Los negros de pantalones
blancos y blusas amarillas tamborileaban con destreza sobre los barriles huecos
y las tapas de metal y sus zonas dibujadas y numeradas con pintura blanca: Shut
your mouth, “Go away”, “Mamma”, “Look-a Bubu-Dad…”
Tomó mi taxi a la salida del embarcadero y
lo dirigió a la playa de Accra. El auto costeaba y se alejaba de la ciudad, dejando
atrás a las familias de negros endomingados que salían de misa, a los procuradores
tocados con carretes anacrónicos que asediaban a los turistas masculinos con ofrecimientos
para profanar el día del Señor, a los jóvenes barnizados que entraban y salían por
las cantinas del puerto: alejándose velozmente del horror Victoriano de los edificios
pintados de rojo, con altas mansardas, remates en veleta y falsa cúpula y largos
balcones de hierro forjado. El taxi se detuvo frente a un hotel color de rosa. Isabel
atravesó los salones y salió a la playa. Le resultaba difícil caminar con los tacones
altos y la brisa agitaba la falda. Se quitó los zapatos y sintió las brasas hondas
de la arena en las plantas de los pies. Con la otra mano, detuvo los pliegues de
la falda entre las rodillas y avanzó, un poco encorvada, hacia el jirón de arena.
Olvidó los zapatos y los pliegues para buscar sus anteojos de repuesto en la bolsa
y, guiñando contra la resolana, quiso localizar a Jack entre los hombres que reposaban
de cara al sol, o unían la frente y la nariz a las de sus compañeros recostados
boca abajo, o jugaban a la pelota o se zambullían en el mar. El sol del Caribe era
un limón lejano disuelto en brumas calientes: Isabel hizo una visera de la mano
y recorrió la franja de arena varias veces. Por fin se sentó bajo una sombrilla
a esperar. Acabó adormilándose y en el sueño se dio cuenta de su fatiga nerviosa,
del pago cobrado por la excitación fuera de lo común. Dormitó sin dejar de escuchar
las voces y los rumores de la playa. Mantuvo abierta una ventana en el sueño, como
si se atreviese a reconocer a ciegas la voz, el paso o el sudor de Jack. Abrió los
ojos con una sensación de hambre. Consultó el reloj pulsera. Las tres de la tarde.
Se levantó, recogió los zapatos y la bolsa de mano, se sacudió la arena de la falda
y caminó hacia el hotel. Pudo reconocer, saliendo del mar, dirigiéndose a las duchas,
sentados en sillas de lona, a varios pasajeros del Rhodesia. También Charlie y Tommy
pasaron chapoteando por las orillas del mar, mojando sus alpargatas y cantando alguna
letrilla obscena. Pensó que Jack podría estar en la barra.
Tomó asiento, sola y un poco atarantada por
la resolana, en una caballeriza. Había poca gente en el bar. Algunos hombres, obviamente
funcionarios de la isla, sentados sobre taburetes. Y dos o tres grupos en las caballerizas.
Isabel se sintió segura en su lugar: pudo ordenar un jerez sin bajar la mirada,
sin sudor en las manos, sin titubear. Y detrás de ella, separada por la altura de
cedro pulido de la caballeriza, escuchó la voz destemplada de la señora Jenkins,
sentada con un grupo de pasajeros.
–…como los ingleses. No he visto nada ni nadie
que beba más. Otro Tom Collins para acercarme a la marca olímpica. Oh boy, después
de esto tres años más en la Fremont High School…
El mozo colocó la copa de jerez frente a Isabel.
La mexicana sonrió y pensó en levantarse y saludar a Mrs. Jenkins. Quizá sabría
algo de Jack. Pero antes decidió beber un sorbo.
–…la mitad de los muchachos acaban de delincuentes
juveniles, ¡muy bien! Yo a su edad era una flapper descarada. Me vestía como Clara
Bow y andaba toda la noche gritando en un convertible…
El jerez descendió suavemente al estómago y
allí prendió un fuego leve y amistoso. Isabel sonrió. La voz de la señora Jenkins
dominaba las risas de sus acompañantes en la caballeriza vecina.
–Pero el peor rebelde sin causa en California
es un niño de teta al lado de estos ingleses. Borrachos, gigolos, pornógrafos, de
todo hay y siempre con las caras muy solemnes, como si la Reina estuviera a punto
de entrar y colgarles la Orden de la Jarretera… Aaaag.
Isabel contuvo la risa y escuchó el escupitajo
certero de la señora Jenkins sobre el filo de cobre.
–Charlie and Tommy
just don’t have any visible means of support. Yo no sé quién los
mantiene, de bar en bar y de mar en mar. Y ese grosero de Jack, ¿cómo se las arregla
para viajar en primera? Dizque los ahorros de cuando lavaba retretes. Ja. Ja. Very
fishy. ¿Y por qué andaba a escondidas en un parque de Trinidad ayer con ese tipo
que se viste como el Gran Chambelán de la Corte, el marido de la mexicanita? ¿Y
qué le ve ese señor Beatle tan guapo a una solterona sin gracia como esa mexi…?
Isabel detuvo el vaso de jerez con las dos
manos. Lo apretó, como si temiera que, por su propio impulso, la copa se estrellase
contra el piso de mármoles blancos y negros.
Entró al camarote con un temblor tenso, con
una lucidez de palabras estranguladas, gritando en silencio el nombre de su marido,
buscándolo, inverosímilmente, en el baño, en el clóset, debajo de la cama, como
si creyese que Harry ya estaba escondido para no hablarle. Se sentó frente al espejo,
sin mirarse. Metió los dedos en el pomo de crema y la untó sobre las cejas y la
boca. Despeinada, se colocó los anteojos y se soltó el pelo.
Esperó, inmóvil, frente al espejo.
Se levantó y salió al corredor.
Pasó entre los mozos que rociaban desinfectante
y lavaban los pisos de linóleo. Tropezó contra una cubeta de agua gris y jabonosa.
Lovejoy asomó desde la cabina de los criados.
–Lléveme al camarote del señor Jack…
–Con placer, señora, seguramente.
Lovejoy se inclinó con una mano extendida.
Del dedo alargado pendía un manojo de llaves.
–Usted perdonará, milady –musitó el criado
calvo y narizón, vestido con una camisa de mangas cortas rayada en blanco y gris–.
En las escalas aprovechamos para asear el barco sin molestar a nadie.
Los mozos arrojaban baldes de agua, cepillaban
los pisos, fregaban con estropajos los excusados. Isabel siguió a Lovejoy a la cubierta
B.
–No piense mal de Mr. Jack. Su cabina no es
a lo que usted está acostumbrada. Es interior, sin claraboya. El pobre ha ahorrado
tanto.
Penetraron por un corredor estrecho y silencioso,
cerrado al fondo por la puerta de un camarote.
Se detuvieron frente a ella y Lovejoy se llevó
un dedo a los labios al tiempo que escogía una llave del manojo.
Abrió lentamente la puerta, sonriendo. Isabel
se detuvo en el umbral. Lovejoy se hizo a un lado y en seguida se colocó detrás
de Isabel, mirando sobre el hombro de la mujer hacia la cabina apenas iluminada
por la lámpara de noche que dibujaba, y aun parecía subrayar, las siluetas desnudas,
recostadas en la cama, dormidas, abrazadas, fatigadas, rubias: Isabel miró el perfil
recortado de los dos hombres que dormían sin inquietud, el uno frente al otro. Lovejoy
se tapó la boca con la mano y su risilla no perturbó el sueño de los amantes. Cerró
la puerta con suavidad.
Alguien le había dicho que la proa era el lugar
más silencioso del barco. Pero para llegar a ella era preciso descender tres cubiertas
y salir a los compartimentos de la tripulación. La guiaron, quizá, los olores. Como
al principio, el buque volvía a ser esta sensualidad primaria del olfato: lejos
del desinfectante y el agua jabonosa, lejos de las cortinas de zaraza y los tapetes
hondos, lejos de la pintura blanca y la alberca salada, hacia estos aromas de cocina,
de quesos fermentados y carne empanizada, hacia estos cuartos abiertos que olían
a ropa usada, a bulbos quemados de tocadiscos viejos, a sábanas húmedas: los jóvenes
de la tripulación se asomaron al paso de Isabel, mostrando los rostros blanqueados
por la crema de rasurar, las axilas empapadas, los brazos tatuados. El Rhodesia,
en marcha, buscaba el aliento del Atlántico. Sin mirarlos, Isabel pasó junto a los
hindús color de ceniza, sentados sobre la cubierta agitada de viento, con los turbantes
deshebrados, los pies desnudos y los anchos pantalones de ribetes sedosos, que jugaban
a los dados y conversaban con voces tipludas. Algunos rostros barbados se levantaron
a mirarla; algunos ojos de carbón apagado guiñaron y esa tripulación secreta, jamás
vista en las cubiertas del pasaje, rio agudamente mostrando los dientes color de
nicotina. Isabel subió por la escalerilla que conducía a la proa, cabeza y extremo
del barco. El ruido y el olor quedaron detrás. Isabel se detuvo de un barrote oxidado
con ambas manos. La respiración del barco, así como la del mar que lo arrullaba,
era aquí más honda. La proa se levantaba y caía con un ritmo alto, lento y silencioso.
El escotillón del ancla dejaba ver, entre las macizas trenzas de hierro, una parcela
azul del mar del atardecer. No soltó el barrote. El océano era el corazón que latía
sin pausa, el espejo sin luz que Isabel se asomó a ver, vasta reproducción de los
falsos colores del cielo, azogue veloz y cambiante sobre el que ningún ojo humano
podría encontrar su gemelo. Soltó el barrote y observó las palmas manchadas de hollín
ferroso. Cayó de hinojos y terminó por abrazarse a sí misma con las rodillas unidas
al mentón, sintiendo los bordes de la sal, otra vez, en los labios despintados y
la caricia del viento en el cabello peinado al gusto de la brisa. El Atlántico se
abría frente a ella y la invitaba.
Billy Higgins la había visto pasar rumbo a
la proa. El viejo jefe de camareros estaba aprovechando estas horas del sol poniente
para tostarse, tendido sobre una silla de lona, con el torso desnudo, el nombre
de Gwendolyn Brophy tatuado entre las tetillas encanecidas y un puro corto adquirido
en Trinidad entre los dientes. La vio pasar y se preguntó qué hacía la señora Beatle
en el sector reservado a la tripulación. Notó el paso lento y lejano de Isabel y
la mirada triste. Pensó en Jack y recordó la amenaza que le había hecho. Suspiró
y levantó del vientre desnudo la novela de Max Brand. Se dijo que sería un buen
entrometido si se acercara a la señora y siguió leyendo y fumando tranquilamente.
Terminó un capítulo y miró hacia la proa. ¿Entonces quién, si no él, había aceptado
la propina de Mr. Harrison Beatle para sentarlo en la mesa numero 23? Se preocupó,
arrojó la novela a un lado y se levantó de la silla.
–Cálmate, Harry. Tres días más y estaremos
en Miami.
–Estoy aburrido de actuar.
–Quita eso. Las dificultades para vernos. Tuviste
una buena idea mandándola sola a Barbados.
–¿Te la imaginas, Jackie? Buscándote por la
playa, con los anteojitos, llena de ilusión…
–Sé más compasivo, amor. Da gracias por la
suerte que nos trajo y ya.
–Ocho mil 500 dólares. Se dice fácil. Podemos
vivir como príncipes durante tres o cuatro meses sin volver a trabajar. Tomaremos
un piso en Nueva York, saldremos todas las noches, recibiremos a los amigos.
–Seguro, Harry. En Miami abandonamos el barco
y en unas horas nos sonríen las luces de Broadway. ¿Y después?
–Cuando estemos descansados nos pondremos a
pensar. Estas cosas hay que planearlas a la perfección. Ya llevo cinco años en este
negocio. Aunque no siempre se tiene tanta suerte.
–It’s breeding
that does it, Harry. Con tu educación podías engañar al propio Lord
Astor. Y todo lo que me has enseñado: sommelier, Dom Pérignon, all those fancy things.
Nunca podré pagarte, de verdad, créeme, Harry. You’re real cool.
–Qué curioso. El único miedo que me daba era
que viese el pasaporte y se diera cuenta de que le había mentido en lo de la edad.
La única vez que me latió el corazón fue cuando ella me tendió el pasaporte al bajar
a Trinidad. Creí que allí se desplomaba el cuento. Qué risa, las cosas que lo asustan
a uno.
–¿Y la iglesia no?
–Soy Adventista del Séptimo Día y nunca me
caso con una dama de mi religión.
–¿Te gusta así?
–Nadie como tú. Desde que te vi en ese pub
la primavera pasada, ¿recuerdas?
–Desquítate, después de tantas noches de sacrificio.
–No sabía que las mexicanas eran tan desabridas.
De todas maneras, pobrecita. Empezaba a quererla, como a una tía vieja. Pensar que
tenemos que hacer la comedia tres días más, ¡oooooooh!
–Ahora olvida eso. Ven, Harry, ven.
–A la víbora, víbora de la mar, de la mar.
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