Ryunosuke Akutagawa
Una
noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del insoportable
calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había entregado a hilvanar
fogosas fantasías cuando se percató de que había una pulga avanzando por el borde
de la cama. En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando
como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía
profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados
hacia su lado.
Observando el avance indolente de la pulga,
Yang reflexionó sobre la realidad de aquellas criaturas. “Una pulga necesita una
hora para llegar a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que
todo su espacio se reduce a una cama. Muy tediosa sería mi vida de haber nacido
pulga…”
Dominado por estos pensamientos, su conciencia
se empezó a oscurecer lentamente y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo
abismo de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad. Imperceptiblemente,
justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que su alma había penetrado el
cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama,
guiada por un acre olor a sudor. Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía,
pese a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.
En el camino se alzaba una encumbrada montaña
cuya forma más o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita,
alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se encontraba.
La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una
granada tan encendida que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno.
Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la
masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña
bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo
como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como una
nieve azulada bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó
la mirada atónita en aquella montaña de inusitada belleza. Pero cuál no sería su
asombro al comprobar que la montaña era uno de los pechos de su mujer. Poniendo
a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme
que parecía una montaña de marfil. En el colmo de la admiración permaneció un largo
rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo
al acre olor a sudor. No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza
aparente de su mujer. Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico
a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.
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