Onelio Jorge Cardoso
Las violetas de venas azules
sobre que reposamos nunca delatarán
ni podrán concebir lo que apetecemos.
Shakespeare
El hombre iba descalzo sobre
su canoa. Una vuelta de soga le anudaba la cintura y abajo, terminaba el pantalón
como cortado a cuchillo. De la soga de arriba ascendía el torso desnudo y corpulento,
inclinándose a uno y otro lado según de la parte que buscara apoyo en el fondo con
la palanca que apretaba en sus manos terrosas.
Era
en la Laguna de Ariguanabo y el sol de agosto abrumaba ese año más espigas de bledo
silvestres que nunca.
Ya
lo habían asegurado con tiempo los hombres de la Laguna:
“Para
fines de la primavera todo Ariguanabo será como un potrero. Un caballo mismo podrá
engañarse y querrá pastar la hierba sobre el agua, pero tendrá que nadar”.
Era
que las lluvias habían roto todos los cálculos y estuvieron cayendo hasta que les
dio la gana.
Había
ahora que empezar por aprender los caminos del agua. Las plantas estaban enviciadas
de ella. Rendía por entonces su mayor estatura. Los largos cuellos de los bledos
desafiaban la altura del macío. Las redondas hojas de las malangas podían contener
ahora, a ras del agua, una decena de ranas bulliciosas, sin litigio entre ellas
por ganar espacio en espera de las moscas. La hierba bruja le regateaba el sol al
agua y se quedaba con él, mientras abajo el pedúnculo de un tallo submarino pugnaba
por ganar la superficie llevando arriba, cerrado y verde todavía, el capullo redondo
de un loto silvestre.
Así
estaba el agua y por allí andaba el hombre y su canoa cuando una red de canutillos
sumergidos hizo presa de la quilla deteniendo la embarcación. El hombre se preparó
entonces con cuidado, reafirmó bien los píes desnudos y empuñó la palanca a fondo.
Durante unos segundos permaneció tenso e inmóvil, y al fin, cuando parecían reventarle
del codo a la muñeca todos los músculos del antebrazo, hubo un largo crujido bajo
el agua y la canoa cabeceó hacia delante deslizándose sobre los canutillos partidos.
Sin restarle impulso el hombre tiró de la palanca desencajándola y se dejó llevar
sin perder el equilibrio.
Navegaba
ahora en un milagro de aguas sin hierbas. Un monte de macío espigado rodeaba la
poceta y el hombre respiró con descanso. Era todo lo que necesitaba: un claro de
agua donde las truchas y las biajacas pudieran morder en firme el anzuelo.
Vio
entonces la lata de las lombrices, y mientras dos hilos de sudor bajaban a unírseles
en la hoyita, sonrió. No era para menos la fiesta de las lombrices. Todas habían
brotado de los cuatro dedos de tierra fresca del recipiente asadas por el calor.
Pugnaban por ganar ahora el borde de la lata y se contorsionaban en una desesperada
lucha que daba gusto a los ojos del hombre.
Juntó
las manos entonces y cogió agua de la laguna para arrojarla de un golpe a la lata.
Fue peor acaso, las más gordas alcanzaron el borde de la vasija y retrocedieron
como quemadas por el metal. Esto dio más gusto al hombre y volvió a sonreír mientras
buscaba el anzuelo con una mano y con la otra tomaba del borde de la lata, la única
lombriz que insistía en resistir y liberarse.
Pero
fue en ese momento que oyó el disparo. Un pato verde y amarillo dejó de volar sobre
su cabeza. Vino a caer a unos metros de la canoa. El hombre frunció entonces el
ceño y miró por el lado de los macíos, mientras oía venir el chapoteo primero y
después el perro. Era un animal de orejas tan grandes que acaso podía escuchar los
secretos de las hormigas sin bajar el hocico al suelo. Nadaba sin reparo del hombre
como mordiendo el agua a cada golpe de su mandíbula.
El
hombre lo miró hacer por un momento y luego empezó sin darse cuenta a imitar sus
movimientos. Quizás llegó a temer que el pato pudiera escaparse, pero el animal
llegó certero sobre su presa y cerró las mandíbulas. Él también tiró al aire la
mordida y sonrió complacido.
Luego
un pensamiento molesto vino a su cabeza: otra bala más baja podía cogerlo a él.
Tomó, pues, la palanca de nuevo y calculando por dónde salir con menos hierbas fue
dejando a su espalda el montecito de macío en el cual sonaron dos tiros más, sin
pato alguno esta vez.
Había
sólo un lugar donde las semillas de las hierbas tenían que seguir el viaje. Era
más abajo, pegado al manantial que vertía sus aguas en la laguna. Allí la corriente
se encargaba de alejar las semillas, permitiendo tan solo el cruce de las pomarrosas
y las huevas naufragadas de rana, que iban a morir en la boca implacable de las
truchas.
Allí
resultaba la pesca, y hacia el lugar encaminó, pues, la estrecha embarcación, pensando
de antemano en la sarta de pescado fresco que había de ofrecer más tarde en la carretera,
a la velocidad de los autos.
Era
la tercera lucha cerrada contra las hierbas en un tiempo duro y lento que no permitía
levantar los ojos del agua ni detener la palanca. Y eso fue quizás lo fatal del
hecho, porque cuando estaba llegando, cuando sudaba a chorros y el cuerpo entero
le ardía como una brasa, lo primero que vio en la orilla fue a una mujer.
Toda
su persona pareció inmovilizarse entonces. Sólo el pecho subía y bajaba respirando
el aire caliente de la laguna. Ella lo había advertido desde antes. Tenía los ojos
puestos en él y estaba sentada en una piedra de la orilla con los pies desnudos
metidos en el agua. La falda recogida le subía a dos dedos de la rodilla.
Él
se apartó el sudor primero y luego fue subiendo la mirada desde donde estaban juntos
y transparentados los pies, hasta el reborde de la falda. De allí saltó súbitamente
a mirarle los ojos, y ella comprendió entonces hasta dónde aquella mirada quería
o no, encontrarse con la protesta de una mujer. Pero ella no dijo nada, ni se movió
siquiera. El hombre por su parte estuvo unos segundos esperando sin saber lo que
esperaba, y cuando por fin su mano fue a tocar los anzuelos la voz de ella lo hizo
detenerse.
–¿Se
pesca mucho, señor?
–A
veces. No siempre, hay días buenos y días de mala suerte…
Su
voz sonó mejor que la del viento entre los atejes mientras volvía a mirar la falda,
pero la mujer inclinó la cabeza mirándose el contorno del pelo revuelto, reflejado
en el agua ondulante.
–¿Le
vino huyendo a los tiros, no?
–No.
Vine buscando el pesquero que es este.
–¡Ah!…
¿Sabe quién está cazando patos allá? –y esta vez una disimulada sonrisa de burla
ganó en tanto las mejillas de la mujer–: Mi esposo.
–Sentí
los tiros, pero no ví el hombre.
–Sabe
matar y dispara como nadie… –y en tono más bajo, sin que el hombre pudiera advertir
la conclusión de su pensamiento, añadió–: Es casi todo lo que sabe.
–Cualquiera
sabe cuando le llega el caso –repuso el hombre y ella se volvió presurosa, como
si tuviera algo que arreglar a la carrera.
–¡Yo
digo patos, patos de la laguna! –y estalló en una risa alta y nerviosa en la que
ahora había más gusto por las últimas palabras del hombre que por las suyas mismas.
Él
no dijo nada esta vez. La mujer calló al fin y estiró las piernas sacándolas del
agua. Por la punta de los pies, reunidos y desnudos, caía ahora un hilo de agua
que el hombre quería inútilmente oír.
El
viento vino desde los macíos con un golpe caliente de aire y ella se sujetó el vestido,
pero con el movimiento dejó fuera el hombro desnudo contra el que golpeó, deshilachándose,
el manojo de cabellos.
Levantó
entonces la cabeza y miró a la cara del hombre. El sol le bajó por el cuello redondo
y se hizo una cuchilla de luz que se hundió entre el nacimiento de los senos. Sintió
entonces un miedo complacido que le hizo hundir los pies y chapotear furiosamente
el agua. Sabía que los ojos del pescador estaban pendientes de todo esto y al cabo
volvió a detenerse para hablar sin mirarlo:
–¿Usted
viene por el gusto de pescar o vive de la pesca?
–No
tengo la suerte de meter los pies en la laguna sólo para refrescarlos. Meto el cuerpo
y hasta el alma a veces, pero no por diversión.
–Entonces…
Y se detuvo un momento al decirlo, mientras un golpe de sangre le subía a las mejillas
para terminar, ¿por qué no se le ocurre, por qué no se tira al agua ahora?… Me gustaría
verlo caer…
Todo
lo que vino más allá de sus palabras vino claro entonces al corazón del hombre,
fue en ese momento que comprendió que podía conseguirla toda o perderla con una
sola pregunta, y no se demoró en hacerla:
–¿Cree
que debo hacer lo que a usted se le ocurra pedirme?
–Tal
vez, ¿por qué no?
–Seguro
que casi no.
–No
soy tan poca cosa.
–Pero
tiene que darme el ejemplo… A mí también me gustaría verla dentro, y hay agua, mucho
agua para los dos…
La
miró ahora fijo, obstinadamente, y esperó. Ella no pudo decir más.
Miró
hacia los macíos distantes queriendo no ver más que hierbas altas. Un disparo lejano
la hizo estremecerse, pero ya había apoyado las manos sobre la piedra y se dejaba
correr hacia abajo, mientras lentamente el nivel del agua le subía por los muslos
en dos anillos.
El
pescador no dijo más tampoco. Dio un paso hacia el borde de la embarcación y el
pie volcó sin querer la lata de las lombrices, pero no se enteró siquiera. Su cuerpo
entero cayó de un chapuzón en el agua, y al momento, cuando sacó la cabeza chorreante,
vio que la mujer se había vuelto atrás y ganaba la piedra de nuevo…
–¡No,
ahora no te vayas!
Y
calló sólo para esperar la respuesta, pero el viento le trajo la risa alta, aguda,
nerviosa, perdiéndose con el rumor de la carrera por entre los romerillos de la
tierra firme.
Entonces
el hombre dio cuatro brazadas hasta que sus pies tocaron el fondo. Escaló la orilla
con dos saltos de fiera y corrió hacia el ateje. Por unos segundos dejó de oír la
risa y pensó que ella prefería las hojas amontonadas del suelo, pero de pronto,
al pasar el tronco del ateje lo asaltó el llanto de la mujer y le vio los brazos
cruzados sobre el pecho, plegada sobre si misma:
–¡Váyase!…
No… ¡Váyase!
En
el primer instante el hombre no pudo moverse. Había oído claramente las palabras
y el llanto, y estaba como clavado en el suelo, pero lo malo fue que ella dio temerosamente
un paso hacia atrás y tropezó para caer.
Él
bajó los ojos a todo lo largo de su caída. Fue un segundo nada más…
Ella
logró incorporarse, enseguida cruzar los brazos de nuevo sobre el pecho. Más ahora
el hombre la había visto acostada por primera vez.
–Lárguese,
váyase, váyase o llamo a mi marido…
Pero
él no era él, sino un grupo de fuerzas reunidas. Tenía en los ojos ahora el mismo
color de las lombrices, en el cuello estirado la intención de las espigas del macío,
en las manos la presión de las mandíbulas del perro y en las entrañas todo el sol
y la trabazón de los canutillos bajo el agua.
No
quiso oír más, la tumbó bajo la sombra del ajete. Otro golpe de viento vino desde
los macíos y se volvió un remolino caliente que levantó las hojas del suelo. Dos
cayeron sobre la espalda mojada del hombre y allí se pegaron, subiendo y bajando,
mientras cesaba el llanto de ella sobre la tierra cubierta de romerillos.
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