Slawomir Mrozek
Está nevando este invierno cuanto
se quiera y más, y los niños hicieron en la plaza del mercado un muñeco de nieve.
Es una plaza
grande, por la que pasa multitud de gente todos los días. Dan a ella las ventanas
de muchas oficinas de la administración pública, pero a la plaza no le preocupa
eso; está sencillamente ahí. Con gran alboroto y gritando de entusiasmo, los niños
levantaron el estrafalario muñeco justamente en su centro.
Hicieron rodar
nieve hasta obtener una bola muy grande: eso era la barriga. Luego, otra más pequeña:
era el pecho y los hombros. Por fin formaron otra aún más pequeña: la cabeza. Con
unos tizos de carbón fingieron los botones del hombre de nieve, de tal modo que
estuviera abrochado desde arriba hasta abajo, y le colocaron una zanahoria por nariz.
En fin, un muñeco de nieve normal y corriente, como cualquiera de los que cada invierno
hacen los niños a millares por todo el país, si es que las nevadas lo permiten.
A los niños les hizo ilusión y estaban felices.
Varias personas
que pasaron por allí ojearon al hombre de nieve y luego siguieron su camino, y la
administración pública siguió administrando como si tal cosa.
El padre se
alegró de que sus hijos retozaran al aire libre, de que se les pusieran encarnados
los cachetes y de que luego volvieran con hambre a casa.
Pero en la noche,
cuando todos estaban ya recogidos, alguien llamó a la puerta. Era el vendedor de
periódicos que tenía su quiosco en la plaza del mercado. Se excusó por venir tan
tarde a dar la lata, pero dijo que consideraba un deber hablar cuatro palabras sinceras
con el padre. Claro que los niños eran todavía muy chicos, admitió. Pero ya había
que andar con cuidado con ellos, o de lo contrario no acabarían bien. Sólo por eso
había venido, por otra cosa no lo hubiera hecho; lo único que le importaba era el
bien de todos los niños, dijo; la educación infantil era una cosa que le preocupaba
mucho. Y detalló que el motivo concreto de su visita era la nariz de zanahoria que
estos niños le habían puesto al hombre de nieve; era una nariz colorada, y él, el
vendedor, también tenía la nariz de ese color, y no porque bebiera más aguardiente
de la cuenta, sino porque una vez se le heló. Una desgracia, no algo como para burlarse
de él a la vista de todo el mundo. Aclaró por fin que había ido a pedir que no volviera
a ocurrir, claro que, como ya había dicho antes, sólo en bien de su educación.
Tales observaciones
impresionaron bastante al padre. Como es natural, los niños no deben meterse con
nadie, por colorada que tenga la nariz y por mucho que eso les llame la atención.
De modo que reunió a los chicos y, poniéndose serio, les dijo señalando al hombre
del quiosco:
–¿De verdad
que le han puesto esa nariz al muñeco para burlarse de este señor?
Los niños se
asombraron sinceramente y, de momento, no entendieron de qué les estaban hablando.
Cuando por fin cayeron en la cuenta, aseguraron muy formalmente que jamás les había
pasado eso por la cabeza. Pero, por si las moscas, el padre los castigó y los dejó
sin cenar.
El vendedor
de periódicos le dio las gracias y se fue. Al llegar a la puerta del piso, se cruzó
con el presidente del Sindicato Comunal, quien saludó en seguida al dueño de la
casa, satisfechísimo de recibir bajo su techo a tan importante personaje. Mas cuando
el señor presidente vio a los niños, frunció el ceño y dijo malhumoradamente:
–Caramba, me
alegra ver a estos pillastres. Tendrían ustedes que atarlos más cortos, ¡tan chicos
y ya tan descarados! ¿Pues no miro hoy a la plaza por una ventana de nuestras oficinas
y veo...? Pues estaban haciendo tranquilamente un hombre de nieve.
–Ah, sí, la
nariz y el ven... –le interrumpió el padre.
–¡A mí qué me
importa la nariz! Figúrese: primero hacen una bola, luego otra y luego una tercera.
Ponen la segunda encima de la primera, y la tercera encima de la segunda. ¿No es
para indignarse?
Como el padre
no entendía qué quería decir, el señor presidente se enfadó todavía más.
–¡Pero si está
clarísimo! Quieren dar a entender que en nuestro Sindicato Comunal se sienta un
ladrón encima de otro. ¡Y eso es una calumnia! Hasta cuando se pretende publicar
en los periódicos una cosa así, hay que presentar pruebas, y no digamos ya si se
toca el asunto públicamente, nada menos que en la plaza del mercado.
Agregó, sin
embargo, que, dadas la poca edad y la inexperiencia de los niños, estaba dispuesto
esa vez a dejarlo pasar; no iba a exigir explicaciones. Pero, eso sí, la cosa no
podía repetirse.
Cuando se preguntó
a los niños si al poner una bola de nieve sobre otra habían querido dar a entender
que en el Sindicato Comunal estaba sentado un ladrón sobre otro, sacudieron las
cabezas y se echaron a llorar. Pero el padre, no hubiera un tío, páseme usté
el río, los puso castigados de cara a la pared.
El día no terminó
con eso. Se oyeron en la calle los cascabeles de un trineo que se paró, de pronto,
ante la casa. Dos hombres llamaron a la puerta simultáneamente: un gordo desconocido
embutido en un abrigo de piel de oveja y el presidente del Consejo Nacional.
–Ciudadano,
vengo por causa de sus hijos –dijeron al mismo tiempo desde el umbral.
El padre, que
ya estaba acostumbrándose a la cosa, acercó unas sillas para que los recién llegados
se sentaran. El presidente miraba de reojo al otro, el gordo desconocido, y se preguntaba
quién podría ser. Luego habló primero:
–Me asombra
que permita usted que se haga en su casa propaganda enemiga. Mucho me temo que no
tenga usted conciencia política. Mejor será que me lo confiese todo ahora mismo.
El padre no
entendía por qué se le decía aquello.
–Se ve en sus
hijos inmediatamente. ¿No sabe que se están burlando de los organismos de nuestro
Estado de obreros y campesinos? Sus hijos, sus hijos, sí. Han levantado ese muñeco
de nieve justamente frente a la ventana de mi cancillería.
–Ahora comprendo
–suspiró el padre tímidamente–. Se trata de eso de querer representar el robo...
–¡Qué robo ni
qué diablos! ¿Pero es que no entiende usted lo que significa levantar un hombre
de nieve al pie de la ventana del presidente del Consejo Nacional? Sé muy bien lo
que las malas lenguas van hablando de mí. ¿Por qué no van sus hijos y colocan un
hombre de nieve al pie de la ventana de Adenauer? ¡Ah! No contesta, ¿eh? Un silencio
que lo dice todo, señor mío. Yo sabré sacar de él mis consecuencias.
En el momento
de oírse la palabra “consecuencias”, se levantó el gordo desconocido, miró a un
lado y a otro y se alejó de puntillas, sigilosamente, como dándose ya por satisfecho;
volvieron a oírse los cascabeles del trineo, al pie de la casa, y el tintineo se
fue perdiendo a lo lejos.
–Sí, amigo mío,
le aconsejo que reflexione sobre lo que acabo de decirle –agregó el presidente–.
¡Ah, y otra cosa! Si por distracción salgo a veces de casa con los pantalones desabrochados,
eso es cosa mía y sus niños no tienen ningún derecho a tomarme el pelo. Sepa que,
si me da la gana, saldré de casa incluso sin pantalones y que a sus hijos no les
importa un pimiento. Procure acordarse bien.
El acusado hizo
comparecer a los niños, que estaban de cara a la pared, y les conminó a que confesasen
inmediatamente que al hacer el muñeco de nieve habían pensado en el señor presidente
y que además los botones eran un puyazo de mal gusto al hecho de que, a veces, el
señor presidente llevaba por distracción desabrochados los pantalones. Entre lágrimas
y pucheros, los niños afirmaron que habían hecho su hombre de nieve nada más que
para divertirse y sin la menor mala intención. Pero, por si sí o por si no, el padre
no sólo los dejó sin cenar y los puso de cara a la pared, sino que les mandó hincarse
de rodillas sobre el santo suelo.
Aquella noche
aún volvieron a llamar a la puerta varias veces, pero el padre ya no abrió más.
Y, al día siguiente,
pasé junto a un jardincillo donde los niños estaban jugando. Se les había prohibido
ir por la plaza del mercado y los niños estaban discutiendo a qué iban a jugar esa
mañana.
–Vamos a hacer
un hombre de nieve –dijo el primero.
–¡Bah, un hombre
de nieve corriente es muy aburrido! –contestó el segundo.
–Bueno, vamos
a hacer un hombre que venda periódicos. Y le ponemos una nariz bien colorada. Porque
la tiene así de colorada de tanto aguardiente, ¿no? Él mismo lo dijo anoche –dijo
el tercero.
–¡Qué tonto
eres! Yo voy a hacer el sindicato.
–Y yo al señor
presidente, eso sí que es un hombre de nieve. Y además le voy a poner botones porque
siempre lleva los pantalones sin abrochar.
Los niños se
pelearon un poco, pero por fin se pusieron de acuerdo para realizar todos esos proyectos,
uno detrás de otro. Y se pusieron a trabajar con mucho interés.
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