Leonid Andréiev
Un
corto silencio entre los comensales, y en medio del murmullo de las conversaciones,
alrededor de las mesas lejanas y del ruido ahogado de los pasos de los criados,
que traían y llevaban los platos, alguien declaró con voz dulce y tranquila:
–¡A mí me encantan las negras!
Antón Ivanich, el subjefe de la oficina, por poco deja caer
la copa de vodka que se llevaba a los labios; un criado dirigió al que había pronunciado
tales palabras una mirada de asombro; todos volvieron la cabeza para ver quién había
dicho aquella cosa extraña. Y todo el mundo vio la carita con bigotito rojo, los
ojillos opacos y la cabecita cuidadosamente peinada de Semen Vasilievich Kotelnikov.
Durante cinco años habían trabajado con él en la oficina, todos
los días le daban la mano al llegar y al marcharse, todos los días le hablaban,
todos los meses después de cobrar, comían con él, como aquel día, en un restaurante,
y, no obstante, se les antojaba que aquel día lo veían por primera vez. Lo vieron
y se llenaron de extrañeza. Observaron que no era feo del todo, a pesar de su absurdo
bigote y sus pecas, semejantes a las salpicaduras de barro lanzadas por un automóvil.
Observaron también que no vestía mal y que llevaba un cuello muy limpio.
El subjefe, después de fijar largamente su mirada de asombro
en Kotelnikov, dijo:
–Pero Semen…
–¡Semen Vasilievich! –pronunció, con cierta dignidad, Kotelnikov.
–Pero Semen Vasilievich, ¿le gustan a usted las negras?
–Sí, me gustan mucho.
El subjefe miró con ojos de pasmo a todos los empleados sentados
a la mesa, y soltó la carcajada:
–¡Ja, ja, ja! ¡Le gustan las negras! ¡Ja, ja, ja!
Y todos se echaron a reír. El mismo Kotelnikov se rio, un poco
confuso, y enrojeció de gusto; pero al mismo tiempo le asaltó un ligero temor: el
de que aquello le causase disgustos.
–¿Lo dice usted seriamente? –preguntó el subjefe cuando acabó
de reírse.
–¡Y tan seriamente! Hay en las mujeres negras un gran ardor
y algo… exótico.
–¿Exótico?
Se echaron de nuevo a reír; pero al mismo tiempo todos pensaron
que Kotelnikov era seguramente un hombre listo e instruido, cuando conocía una palabra
tan extraña: “exótico”. Luego empezaron a discutir, asegurando que no era posible
que le gustasen las negras; además de ser negras tenían la piel como cubierta de
barniz, y los labios gruesos y olían mal.
–¡Y, sin embargo, me gustan! –insistió modestamente Kotelnikov.
–¡Allá usted! –dijo el subjefe–. Yo, por mi parte, detesto a
esas bestias color de betún.
Todos sintieron una especie de satisfacción al pensar que había
entre ellos un hombre tan original que enloquecía por las negras. Con este motivo,
los comensales de Kotelnikov pidieron seis botellas más de cerveza. Miraban con
cierto desprecio a las otras mesas, en las que no había un hombre de tanta originalidad.
Las conversaciones terminaron. Kotelnikov estaba orgullosísimo
de su papel. Ya no encendía él sus cigarrillos sino que esperaba a que el criado
se los encendiese.
Cuando las botellas de cerveza estuvieron vacías, se pidieron
otras seis. El grueso Polsikov dijo a Kotelnikov en tono de reproche:
–¿Por qué no nos tuteamos? Ya que desde hace tanto años trabajamos
juntos…
–¡No tendría inconveniente! ¡Con mucho gusto! –aceptó Kotelnikov.
Tan pronto se entregaba de lleno a la alegría de verse, al fin,
comprendido y admirado, como sentía el vago temor de que le pegaran.
Después de beber Bruderschaft con Polsikov, bebió con Troitzky,
Novoselov y otros camaradas; cambiaba besos con todos y los miraba con ojos amorosos
y tiernos.
El subjefe no bebió Bruderschaft con él, pero le dijo amistosamente:
–Venga usted por casa alguna vez. Mis hijas verán con curiosidad
a un hombre a quien le gustan las negras.
Kotelnikov saludó, y aunque se tambaleaba un poco a causa de
la cerveza, todos convinieron en que era muy “chic”.
Después de irse el subjefe, bebieron más, y todos juntos salieron
a la calle, tropezando con los transeúntes.
Kotelnikov marchaba en medio de sus camaradas, sostenido por
Polsikov y Troitzky.
–No, muchachos –decía–; no pueden comprenderlo. En las negras
hay algo exótico.
–Tonterías –contestaba severamente Polsikov–. No sé lo que puede
encontrarse en ellas. Del color del betún…
–No, amigo, careces de gusto. La negra es una cosa…
Hasta entonces no había pensado nunca en las negras, y no acertaba
a dar con la definición justa.
–¡Tienen temperamento!
Pero Polsikov no se dejaba convencer y seguía discutiendo.
–¡Haces mal en discutir! –le dijo Troitzky–. Nuestro amigo Kotelnikov
tendrá sus razones. Además, sobre gustos no hay nada escrito.
Y dirigiéndose a Kotelnikov, añadió:
–¡No hagas caso, Semen! Sigue pirándote por tus negras. Estoy
tan contento, que tengo ganas de armar un escándalo.
–A pesar de todo, no lo comprendo –insistía Polsikov–. Del color
de betún… Para mí, ni siquiera son mujeres.
–¡No, amigo, te engañas! –insistía a su vez Kotelnikov–. Porque
mira, hay algo en las negras…
Iban tambaleándose un poco, ligeramente borrachos, hablando
en alta voz, tropezando con la gente y muy satisfechos de sí mismos.
Una semana después todo el departamento sabía que al empleado
público Kotelnikov le gustaban mucho las negras. Algunas semanas más tarde, este
hecho era ya conocido por los porteros de todo el barrio, por los solicitantes que
acudían a la oficina, hasta por el agente de policía de servicio en la esquina de
la calle. Las señoritas mecanógrafas de las secciones vecinas se asomaban un instante
a la puerta para ver al hombre original a quien le gustaban las negras. Kotelnikov
recibía estas muestras de atención con su modestia habitual.
Un día se decidió a hacer una visita a su jefe; mientras tomaba
té con confitura de cerezas, hablaba de las negras y de algo exótico que había en
ellas. Las muchachas menores parecían un poco confusas; pero la mayor, Nastenka,
que gustaba de leer novelas, estaba visiblemente intrigada e insistía en que Kotelnikov
le explicase las verdaderas razones de su afición a las negras.
–¿Por qué justamente las negras? –le preguntaba. Todos estaban
contentos, y cuando Kotelnikov se fue hablaron de él con afecto. Nastenka llegó
a declarar que era víctima de una pasión enfermiza. Lo cierto era que ella le había
caído en gracia. Nastenka también le causó cierta impresión a Kotelnikov; pero él,
como hombre a quien sólo le gustaban las negras, creyó su deber ocultar su inclinación
hacia la muchacha, y, sin dejar de ser cortés, se manifestó con ella un poco reservado.
Al volver a casa por la noche, se puso a pensar en las negras,
en su cuerpo color de betún, cubierto de sebo, y le parecieron repulsivas. Al imaginarse
que abrazaba a una, sintió náuseas y le dieron ganas de llorar y de escribirle a
su madre residente en provincia, que acudiera inmediatamente, como si un grave peligro
lo amenazara. Al cabo logró dominarse. Cuando, a la mañana siguiente, llegó a la
oficina, bien peinado y vestido, con una corbata encarnada y cierta cara de misterio,
no cabía duda de que a aquel hombre le encantaban las negras.
Poco tiempo después, el subjefe, que manifestaba un gran interés
por Kotelnikov, le presentó a un revistero de teatros.
Este, a su vez, lo condujo a un café cantante y le presentó
al director, el señor Jacobo Duclot.
–Este señor –dijo el revistero al director, haciendo avanzar
a Kotelnikov– adora a las negras. Nada más que a las negras; las demás mujeres le
repugnan. ¡Un original de primer orden! Me alegraría mucho si usted, Jacobo Ivanich,
pudiera serle útil: es muy interesante, y tales tendencias… ¿comprende usted?… hay
que alentarlas.
Dio unos golpecitos amistosos en la angosta espalda de Kotelnikov.
El director, un francés de bigote negro y belicoso, miró al cielo como buscando
una solución, y con un gesto decidido exclamó:
–¡Perfectamente! Ya que le gustan a usted las negras, quedará
satisfecho: tengo precisamente en mi troupe tres hermosas negras.
Kotelnikov palideció ligeramente, lo que no advirtió el director,
absorto en sus cavilaciones sobre el café cantante.
–Tiene usted que darle un billete gratuito para toda la temporada.
El director consintió.
A partir de aquella misma tarde, Kotelnikov empezó a hacerle
la corte a una negra, la señorita Korrayt, que tenía lo blanco de los ojos del tamaño
de un plato, y la pupila no más grande que una olivita. Cuando, poniendo tal máquina
en movimiento, jugaba ella los ojos con coquetería, Kotelnikov sentía recorrer su
cuerpo un frío mortal y flaquear sus piernas. En aquellos momentos experimentaba
un gran deseo de abandonar la capital e irse a ver a su pobre madre.
La señorita Korrayt no sabía palabra de ruso; pero, por fortuna,
no faltaron intérpretes voluntarios que se encargaron gustosísimos de la delicada
misión de traducir los cumplidos entusiastas que la negra le dirigía a Kotelnikov.
–Dice que no ha visto en su vida a un caballero tan guapo y
simpático. ¿No es eso, señorita Korrayt?
Ella agitaba la cabeza afirmativamente, enseñaba su dentadura,
parecida al teclado de un piano, y volvía a todos lados los platos de sus ojos.
Kotelnikov movía también la cabeza, saludaba, y balbuceaba:
–Hagan el favor de decirle que en las negras hay algo exótico.
Y todos estaban tan contentos.
Cuando Kotelnikov besó por primera vez la mano de la señorita
Korrayt, la emocionante escena tuvo por testigos a todos los artistas y a no pocos
espectadores. Un viejo comerciante incluso lloró de entusiasmo en un acceso de sentimientos
patrióticos. Después se bebió champaña. Kotelnikov tuvo palpitaciones, guardó cama
durante dos días y muchas veces empezó a escribirle a su madre:
“Querida mamá”, escribía, y su debilidad le impedía siempre
terminar la carta.
A los tres días, cuando llegó a la oficina, le dijeron que su
excelencia el director quería verle.
Se arregló con un cepillo el pelo y el bigote, y, lleno de terror,
entró en el gabinete de su excelencia.
–¿Es verdad que a usted… que a usted…?
El director buscaba palabras.
–…¿Qué a usted le gustan las negras?
–¡Sí, excelentísimo señor!
El director miró con ojos asombrados a Kotelnikov, y preguntó:
–Pero, vamos… ¿Por qué le gustan a usted?
–¡Ni yo mismo lo sé, excelentísimo señor!
Kotelnikov sintió de pronto que el valor le abandonaba.
–¿Cómo? ¿No lo sabe usted? ¿Quién va a saberlo, pues? Pero no
se turbe usted, joven. Sea franco. Me place ver en mis subordinados cierto espíritu
de independencia… naturalmente, si no traspasa ciertos límites definidos por la
ley. Bueno, dígame francamente, como si hablara con su padre, por qué le gustan
las negras.
–¡Hay en ellas algo exótico, excelentísimo señor!
Aquella noche, en el Club Inglés, jugando a la baraja con otras
personas importantes, su excelencia dijo entre dos bazas:
–Tengo en mi departamento un empleado a quien le gustan las
negras: pásmense ustedes. ¡Un simple escribiente!
Sus compañeros de juego eran también excelencias, directores
de departamento, y experimentaron al oírlo un poco de envidia; cada uno de ellos
tenía también a sus órdenes un ejército de empleados; pero eran todos hombres grises,
opacos, sin ninguna originalidad, vulgares.
–Y yo, pásmense ustedes –dijo una de las excelencias–, tengo
un empleado con un lado de la barba negro y el otro rojo.
Esperaba así tomar revancha; pero todos comprendieron que una
barba, no ya como aquélla, sino policroma, no tenía importancia comparada con una
pasión extravulgar por las negras.
–¡Afirma ese hombre original que hay en las negras algo exótico!
–añadió su excelencia.
Poco a poco la popularidad de Kotelnikov en los círculos burocráticos
de la capital llegó a ser muy grande. Como sucede siempre, quisieron imitarlo; pero
sus imitadores sufrieron fracasos lamentables. Uno de ellos, un viejo escribiente
que contaba veintiocho años de servicio y sostenía una numerosa familia, declaró
de repente que sabía ladrar como un perro, y no tuvo ningún éxito. Otro empleado,
muy joven aún, simuló estar perdidamente enamorado de la mujer del embajador chino;
durante algún tiempo logró atraer sobre él la atención y aun la compasión; pero
la gente experimentada no tardó en comprender que aquello no era sino una imitación
miserable de una auténtica originalidad, y todos volvieron con desprecio la espalda.
Hubo otras muchas tentativas de la misma índole.
En general, se notaba entre los empleados públicos cierta inquietud
de ánimo, que se traducía en esfuerzos por ser original.
Un joven de buena familia, no logrando encontrar medio de ser
original, acabó por decirle a su jefe una porción de groserías, y, naturalmente,
tuvo que abandonar al punto su empleo.
Kotelnikov se creó muchos enemigos. Afirmaba insidiosamente
que estaba en ayunas en lo que ataña a las negras. Sin embargo, no mucho después,
un periódico publicó una entrevista con él en la que Kotelnikov declaraba francamente
que le gustaban las negras porque había en ellas algo exótico.
A partir de aquel día su estrella comenzó a brillar con más
fulgor. A la sazón visitaba frecuentemente a la familia de su subjefe, que lo recibía
con los brazos abiertos. Nastenka lloraba a veces pensando en el terrible destino
reservado a aquel aficionado a las negras. Kotelnikov, sentado a la mesa, sentía
sobre él las miradas de piedad de toda la familia y se esforzaba en dar a su rostro
una expresión melancólica y al mismo tiempo exótica. Todos estaban muy satisfechos
de que un hombre original frecuentara la casa, en calidad de buen amigo; todos,
incluso la abuela sorda que lavaba los platos en la cocina.
El hombre original se retiraba tarde a casa y lloraba desconsolado,
porque amaba a Nastenka con toda su alma y no podía ver a la señorita Korrayt.
Hacia las Pascuas se corrió la voz de que Kotelnikov se casaba
con la señorita Korrayt, la cual, con tal motivo, se convertía a la religión ortodoxa
y abandonaba el café cantante del señor Jacobo Duclot. Según los mismos rumores,
el propio director había consentido en ser el padrino del joven esposo.
Los compañeros, los solicitantes y los porteros felicitaban
a Kotelnikov, que les daba las gracias y saludaba con la muerte en el alma.
La velada anterior a su boda la pasó en casa del subjefe. Lo
recibieron como a un héroe, y todos parecían muy contentos excepto Nastenka, que
se iba a su cuarto de vez en cuando a llorar a sus anchas, y que, para ocultar las
huellas del llanto, se ponía tantos polvos que se desprendían de su faz en tanta
abundancia como la harina de una piedra de molino.
Durante la cena todos felicitaban al novio y brindaban en honor
suyo. El propio subjefe, que se había excedido un poco en la bebida, le dirigió
una pregunta algo turbadora:
–¿Podría usted decirme de qué color serán los niños?
–¡Serán a rayas! –observó Polsikov.
–¿Cómo a rayas? –exclamaron, asombrados, lo asistentes.
–Muy sencillo: una raya blanca, otra negra; una raya blanca,
otra negra… Como las cebras –explicó Polsikov, a quien inspiraba gran lástima su
desgraciado amigo.
–¡No es posible! –exclamó Kotelnikov, poniéndose muy pálido.
Nastenka no podía contener las lágrimas; sollozando, huyó a
su cuarto, llenando de emoción a los asistentes.
Durante dos años, Kotelnikov pareció el hombre más feliz de
la tierra, y daba gusto verlo. Hasta fue recibido un día con su mujer por el propio
director. Cuando llegó a ser padre de un hijo se le dio, a modo de subsidio, una
suma bastante crecida, y se le ascendió.
El hijo no era a rayas. Tenía un tinte ligeramente gris, más
bien de color de oliva. Kotelnikov decía a todos que estaba encantado con su mujer
y con su hijo; pero nunca se daba prisa en volver a casa y, cuando volvía, se detenía
largo rato ante la puerta. Cuando su mujer salía a abrirle le enseñaba su dentadura,
semejante al teclado de un piano, y lo blanco de sus ojos, grande como un plato.
Cuando se estrechaba contra él, el pobre experimentaba una repulsión invencible
y pensaba, con dolor, en los seres dichosos que tenían mujeres blancas y niños blancos.
Y a instancias de su mujer se dirigía a la habitación donde
estaba su hijo. No podía ver a aquel niño de labios gruesos, gris como el asfalto;
pero lo cogía en brazos y procuraba simular que se la caía la baba, combatiendo
con gran trabajo la tentación de tirarlo al suelo.
Tras no pocas vacilaciones, escribió a su madre notificándole
su matrimonio, y, con gran asombro, recibió una respuesta alegre. También ella estaba
satisfecha de que su hijo fuera un hombre tan original y de que el propio director
hubiera sido su padrino.
A los dos años de su boda Kotelnikov murió de tifus. Momentos
antes de morir hizo llamar al sacerdote, el cual, al ver a su mujer, acarició su
espesa barba y lanzó un profundo suspiro. Él también sentía cierta admiración por
Kotelnikov, con motivo de su originalidad. Cuando se inclinó sobre el moribundo,
éste, haciendo acopio de todas sus fuerzas, exclamó.
–¡Aborrezco a ese diablo negro!
Sin embargo, un minuto después, como se acordara de su excelencia,
del subsidio que le habían dado, de su subjefe, de Nastenka, y viera a su mujer
llorar, añadió, con dulzura:
–Me encantan las negras… Hay en ellas algo exótico.
Procuró iluminar su rostro con una sonrisa feliz, y, con una
sonrisa en los labios se fue al otro mundo.
La tierra lo acogió indiferente, sin preguntarle si le gustaban
o no le gustaban las negras, y mezcló sus huesos con los otros muertos. Pero en
los círculos burocráticos se habló todavía mucho de aquel hombre original, a quien
volvían loco las negras y que encontraba en ellas algo exótico.
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