Nelson S. Bond
Era la cosa más estupenda. Habíamos platicado
durante una hora de asuntos sin importancia, como la temperatura, el nuevo Papa
y la situación china, cuando repentinamente este tipo, Guimple, se inclinó hacia
mí, diciendo con vehemencia:
–¡Mire! ¡Quiero mostrarle
algo!
–¿Algo? –pregunté con
un aire de estúpido, según creo. Guthrie Guimple no era la clase de persona aficionada
a andar asombrando a sus amigos con juegos de salón. Parecía simplemente una persona
vulgar, de tipo medio. De maneras sencillas. El tipo de hombre que se encuentra
uno en el cine, en la calle, en el café. Nuestro encuentro en ese club había sido
accidental. Estando yo de visita en la ciudad, solo y aburrido, tuve gusto en encontrar
compañía.
–¡Algo extraordinario!
–Dijo– ¡Mire!
Vació las últimas gotas
de cerveza de su vaso, y luego, con sumo cuidado, se quitó de la mano derecha un
anillo de oro. Después, sin esfuerzo alguno, como la cosa más natural del mundo,
introdujo su mano a través del vaso.
Yo me le quedé mirando
con los ojos muy abiertos.
–¡Bueno! –Dije yo– Tres
cervezas no bastan ordinariamente para que yo…
–¡Pero si es cierto lo
que usted está viendo!
Una vez más meció su mano
a través del vaso, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. En esta ocasión,
la detuvo en medio del vaso, descansándola ahí. Podía uno ver el sitio donde, bruscamente,
la carne se internaba en el vidrio; donde salía, por el otro lado. Se podía ver
una ligera distorsión en la mano, como cuando se ven objetos debajo del agua. Estiré
la mía, tocando la suya, hasta palpar la pared del vidrio del vaso. No pude seguir
más allá, y la retiré asustado.
–No entiendo –dije yo–,
¿qué es lo que hace usted? ¿Cómo lo hace?
Lentamente devolvió a
su dedo el anillo.
–¡No sé! –confesó– Simplemente
comenzó a ocurrirme el otro día. No he podido explicármelo ni yo mismo.
–¡Pero Guimple –exclamé–,
esto es imposible! ¡No hay nadie que pueda hacer eso!
–Yo puedo –respondió.
Y tomó nuevamente el vaso en la mano. Esta vez su mano se detuvo normalmente en
la superficie del vaso. Sonrió un poco avergonzado–. ¿Ve usted? En cuanto me pongo
en la mano el anillo, ya no ocurre nada. Parece que cualquier sustancia extraña
a mi cuerpo actúa como obstáculo para que el fenómeno se realice.
–¿Y cómo se siente?
Dudó un momento.
–Bueno, pues es difícil
decirlo. Casi no hay sensación alguna… excepto quizá por algo así como… bueno, como
meter la mano en agua helada.
–¿Y no le duele?
–Nada. Al contrario… –se
detuvo un momento, mirándome de manera peculiar– al contrario, no es sólo mi mano…
soy todo yo.
–¿Quiere decir todo su
cuerpo?
–Sí –se sonrojó ligeramente–.
Yo, pues, claro, tengo que quitarme la ropa.
–¡Claro! –dije. Mi sorpresa
inicial había amainado y comencé a sospechar que, de un modo u otro, había sido
hábilmente engañado. Me sentía un poco enojado con Guimple. En primer lugar a mí
no me hacen gracia las burlas, y pensé que era un abuso de su parte bromear de esa
forma con una persona casi extraña para él.
–Bueno –dije–, si no le
importa, me voy. Me basta una exhibición al día.
Brincó de su asiento repentinamente,
con mirada atemorizada.
–¡Qué! ¿Está enojado?
–¿Enojado? ¿Por qué habría
de estar enojado?
–¡Pero lo está! –gritó
como llorando– Todo mundo está enojado. Nadie quiere creer que esto no es un acto
de ilusionismo. Hasta el médico que fui a ver me mandó echar de su consultorio.
¡Pero tengo que convencer a alguien! Me tiene muy preocupado. No es natural y no
sé qué hacer. ¡Mire! ¡Deme oportunidad de mostrarle que esto es real! ¿Quiere ir
mañana a mi departamento, para hacerle una demostración? Quizá usted me pueda ayudar
a descubrir por qué… por qué…
Había una ansiedad evidente
en el tono de su voz. Después de todo, mi curiosidad era más grande que mi enojo.
Asentí.
–Muy bien –le dije–, iré
mañana a eso de las tres, ¿sí?
–¡De veras quisiera que
usted fuera a verme! –Escribió rápidamente su dirección en una tarjeta y me la dio–
¿A las tres, verdad?
–A las tres –le prometí–.
¡Buenas noches!
Nos dimos la mano y me
retiré. Cerca de la puerta me volví a ver a Guimple. Estaba ante su mesa, se había
quitado el anillo y lentamente mecía su mano a través del vaso, con una mirada medio
de ansiedad y sufrimiento, y medio de placer…
***
Su departamento era sencillo, como su dueño.
Toqué el timbre en la puerta marcada “Guthrie Guimple”, y entré cuando el pasador
automático se abrió. Guimple me esperaba en la puerta de su recámara, vestido con
una vieja y amplia piyama y calzado con zapatillas turcas.
–¡detsu ertne, lat éuQ!
–me dijo.
–¿Qué dice? ¡Lo siento,
no entiendo ese idioma!
–¡detsu enodrep hO!
Y corrió violentamente
hacia dentro. Pronto estaba de regreso, atando el cinturón de su bata. Su voz era
humilde y pesarosa.
–¡De veras lo siento –me
dijo–. Debo haber perdido la cuenta. A veces se me olvida. Antes de que usted llegara,
estaba pasando por el espejo, y…
–¡Estaba usted qué!
–¡Oh, no se vaya, por
favor! –me gritó– Deme usted su sombrero. No haré nada que lo ahuyente. Esto es,
a menos que usted quiera verme. Sí, estaba pasando por el espejo. Es fácil cuando
no tengo nada de ropa puesta, ¿sabe?
Esta vez sí lo había pescado
en mentira, o al menos eso pensé.
Le dije:
–Muy bien, Guimple, pero
no me convence. Si hubiera entrado al espejo, tendría que salir de nuevo. Eso cualquiera
lo ve. Y aunque su lenguaje se hubiera torcido al revés, retornaría a lo normal.
Ahora, dígame, ¿cómo lo hace? ¿Dónde está el truco?
–¡Conque sigue creyendo
que es un truco! ¡No lo es, no lo es! ¡Mire, aquí está mi espejo!
Y tomándome de la mano
me introdujo a su recámara. Su espejo era uno de esos antiguos modelos enormes,
con un marco ovalado. Bastante grande como para permitir que un hombre pasara por
él, si podía. Un montón de ropa yacía a un lado. Me quedé mirando el espejo, luego
a Guimple.
–¿Quiere decirme que realmente
puede atravesar el espejo?
–¡Mire! –exclamó. Con
rapidez se despojó de su piyama, dejándola caer al suelo. Con movimiento felino
se dirigió al espejo, los brazos extendidos ante sí. Su cuerpo pareció derretirse,
centímetro a centímetro, en el vidrio. Donde su carne tocaba la superficie clara
del espejo, aparecía un leve temblor; nada más. Ante mis propios ojos, Guimple se
hundió en el espejo. Un talón color de rosa fue lo último que vi de él. Luego, estaba
yo solo, mirando, con la boca abierta, el propio reflejo de mi imagen. Guimple salió
caminando de detrás del espejo, mirándome con orgullo:
–¡oiV! –dijo.
Sentí el impulso de recoger
mi sombrero y salir disparado del departamento.
Pero más fuerte que mi
espanto era mi curiosidad por conocer la explicación del curioso fenómeno de Guimple.
Lo vi cuidadosamente. Algo había en él que no estaba precisamente bien. De repente
me di cuenta de lo que era: ¡su cabello, que estaba peinado con la raya en el lado
opuesto al que debía ser!
–¡Por Dios, hombre –exclamé–,
está usted al revés!
–¿séver lA? –preguntó
lleno de curiosidad.
–Su cabello… –le dije–,
¡y su corazón! ¡Sí, su corazón está al revés!
Podía yo ver el leve palpitar
de su corazón en el lado derecho de su cuerpo.
–¡osoiruc éuQ– exclamó
Guimple.
–Óigame –le dije–, si
va a hablar, métase de nuevo al espejo. Así, hablando al revés, no le entiendo.
Rápidamente volvió a meterse
al espejo, esta vez entrando por detrás. En esta ocasión pude verlo de perfil, observando
cómo entraba por un lado y salía por otro. Igualmente vi cómo su carne parecía abrazar
la frescura del vidrio, brincando hacia la pulida superficie con una especie de
insensible ansiedad, alejándose del vidrio como besándolo por última vez. Había
algo tenuemente obsceno en la curiosa afinidad entre su carne y la plana superficie
de cristal. Algo que yo sentía, sin poderlo explicar. Sentí que un escalofrío me
recorría la espalda.
–¿Qué piensa? –preguntó
Guimple al emerger– ¿Cree que yo…?
–No sé qué pensar –dije
yo, dudoso–. Me parece que hay algo raro. Mire, si el anillo en la mano le evita
penetrar el vidrio, ¿por qué la plata detrás del espejo no obra en la misma forma?
–Yo no sé. No sé nada
ni entiendo nada –se quejó Guimple–. Ojalá lo supiera. Me preocupa mucho.
–¡Le preocupa! ¡Pero si
es estupendo!
Hundió su cara en las
manos. Es una forma vulgar de describir lo que hizo, pero no sé otro modo de decirlo.
–Lo sé –murmuró desesperado–,
soy un fenómeno. Nadie en el mundo antes que yo ha atravesado el vidrio. Ahora yo
lo puedo hacer, aunque no quiera. ¿Qué haré?
–Si yo fuera usted –le
aconsejé–, vería a un médico. Vería a un montón de médicos. Iría al Colegio de Medicina.
Guimple, usted tiene algo notable. ¡Pero que me lleve el diablo si sé qué es!
–Me picarán –dijo Guimple
con voz gris–. Me picotearán y me examinarán. Me pondrán bajo rayos equis y bajo
el fluoroscopio. Me pondrán dietas especiales, examinarán mi sangre. Discutirán,
se pelearán y yo seré el motivo de una exhibición mundial. Querrán internarme en
un museo. ¡No. No quiero ver a los médicos! Uno fue bastante. No quiero ser un fenómeno,
¡no quiero ser!
–Bueno, entonces olvídese
de lo que sucede. No haga nada que se lo recuerde. Dice usted que la idea le vino
de repente, ¿no?
–De la noche a la mañana.
–Bueno, entonces quizá
desaparezca de la misma forma. Porque tiene que desaparecer, sabe, es contrario
a las leyes físicas. Sí, eso haría yo. Trataría de olvidarlo por completo.
Guimple me miró con trágica
mirada.
–Es más que sólo una idea…
¡es un hábito! Despierto a media noche y pienso: ¿será verdad? ¿Será cierto que
realmente puedo atravesar el vidrio? ¿O será todo un sueño? Y luego me levanto y
comienzo a caminar a través de las puertas de cristal, de los espejos, de las ventanas…
¡a través de cualquier cosa hecha de vidrio! ¡No puedo resistir la tentación de…!
Se estremeció y miró a
lo lejos. Luego:
–Mentía al decirle que
no sentía nada –confesó–. Porque sí siento algo. Siento una maravillosa sensación
de calma, de infinita paz, de contento y tranquilidad. Es como si el vidrio fuera
mi amor, y yo un enamorado. Pero nunca he podido conocer completamente a mi amor,
porque sólo me he encontrado láminas delgadas para atravesar… A veces pienso que
si algún día me encontrara un gran trozo de vidrio donde cupiera yo entero, en lugar
de esas delgadas hojas que sólo tocan una parte de mi cuerpo, me iría a vivir allí
para siempre…
Aparté la vista de Guimple,
un poco avergonzado por el secreto deseo que le brillaba en los ojos. Luego continuó:
–¿Cree que el vidrio no
es nada? –Hablaba excitadamente– ¿Cree que sólo hay un gran vacío gris en la hondura
del vidrio? ¡Pues se equivoca! Hay todo un mundo dentro de su frescura inefable.
Un mundo que ningún hombre ha visto, más que yo. He visto fragmentos de ese mundo,
vistazos rápidos y fugaces, maravillosos, atrayentes, tentadores, en las delgadas
láminas que he atravesado. Un mundo hermoso, con brillantes ciudades, ríos luminosos,
gente…
–¡Guimple! –exclamé bruscamente.
La luz en sus ojos se extinguió de repente. Me miró con ojos apagados.
–Lo siento. Perdone lo
que he dicho. Posiblemente logre yo resolver mi problema. ¿Se va?
–Sí, me voy.
Me acompañó a la puerta.
Me despidió con aire de haber terminado todo entre nosotros. Yo sabía que nunca
iba a volver, y lo mismo sabía Guimple. No obstante, sentí el impulso de decir algo
antes de irme:
–¡Abandónelo todo, Guimple!
¡Nunca se quite el anillo de la mano!
Sonrió tristemente.
–Adiós –dijo–, y gracias
por haber creído.
Luego cerró la puerta…
***
Nunca volví a ver a Guimple. Pero sí volví
a oír de él una vez. Algunos meses después, cuando yo estaba trabajando nuevamente
como director de un pequeño diario de provincia, estaba sumido en la tarea de media
noche cuando Browne, nuestro responsable del telégrafo, tiró sobre mi mesa las últimas
noticias recibidas.
–Mire, este es un cuento
interesante. ¡El tipo estaba loco, sin duda!
El mensaje estaba fechado
en el Observatorio del Monte Wilson, en California. Ese donde están montando el
gigantesco lente de doscientas pulgadas. Decía:
“Gracias a la rápida vigilancia
de los guardianes del observatorio, se frustró hoy un intento de destruir el nuevo
lente gigantesco para el telescopio que se está construyendo. Los oficiales Kelly
y Monohan, dándose cuenta de que uno de los visitantes se había quedado atrás, retornaron
al laboratorio, llegando a tiempo de evitar que se hiciera daño al gigantesco y
delicado lente. Aunque el culpable no fue detenido, se encontró un montón de ropa
abandonada, con el nombre de G. Guimple, de la ciudad de Nueva York. La policía
de California busca activamente al loco desnudo que debe estar oculto en la vecindad
del observatorio, y se espera de un momento a otro su captura…”
***
–¡Qué dice usted! –exclamó Browne cuando
terminé de leer el mensaje– ¿Qué le parece? ¿Para qué querría ese tipo destruir
el lente? ¡Imagínese lo que los científicos descubrirán con él, nuevos soles, nuevas
estrellas, quizá hasta nuevos mundos…!
–¡Nuevos mundos! –Exclamé,
sintiendo una especie de terror– Quizá un nuevo mundo con ciudades, ríos luminosos,
gente…
–¿Qué? –gruñó Browne–
¿Qué dijo?
–Nada, nada –respondí.
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