viernes, 29 de julio de 2022

Quimera del vidrio

Nelson S. Bond

 

Era la cosa más estupenda. Habíamos platicado durante una hora de asuntos sin importancia, como la temperatura, el nuevo Papa y la situación china, cuando repentinamente este tipo, Guimple, se inclinó hacia mí, diciendo con vehemencia:

–¡Mire! ¡Quiero mostrarle algo!

–¿Algo? –pregunté con un aire de estúpido, según creo. Guthrie Guimple no era la clase de persona aficionada a andar asombrando a sus amigos con juegos de salón. Parecía simplemente una persona vulgar, de tipo medio. De maneras sencillas. El tipo de hombre que se encuentra uno en el cine, en la calle, en el café. Nuestro encuentro en ese club había sido accidental. Estando yo de visita en la ciudad, solo y aburrido, tuve gusto en encontrar compañía.

–¡Algo extraordinario! –Dijo– ¡Mire!

Vació las últimas gotas de cerveza de su vaso, y luego, con sumo cuidado, se quitó de la mano derecha un anillo de oro. Después, sin esfuerzo alguno, como la cosa más natural del mundo, introdujo su mano a través del vaso.

Yo me le quedé mirando con los ojos muy abiertos.

–¡Bueno! –Dije yo– Tres cervezas no bastan ordinariamente para que yo…

–¡Pero si es cierto lo que usted está viendo!

Una vez más meció su mano a través del vaso, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. En esta ocasión, la detuvo en medio del vaso, descansándola ahí. Podía uno ver el sitio donde, bruscamente, la carne se internaba en el vidrio; donde salía, por el otro lado. Se podía ver una ligera distorsión en la mano, como cuando se ven objetos debajo del agua. Estiré la mía, tocando la suya, hasta palpar la pared del vidrio del vaso. No pude seguir más allá, y la retiré asustado.

–No entiendo –dije yo–, ¿qué es lo que hace usted? ¿Cómo lo hace?

Lentamente devolvió a su dedo el anillo.

–¡No sé! –confesó– Simplemente comenzó a ocurrirme el otro día. No he podido explicármelo ni yo mismo.

–¡Pero Guimple –exclamé–, esto es imposible! ¡No hay nadie que pueda hacer eso!

–Yo puedo –respondió. Y tomó nuevamente el vaso en la mano. Esta vez su mano se detuvo normalmente en la superficie del vaso. Sonrió un poco avergonzado–. ¿Ve usted? En cuanto me pongo en la mano el anillo, ya no ocurre nada. Parece que cualquier sustancia extraña a mi cuerpo actúa como obstáculo para que el fenómeno se realice.

–¿Y cómo se siente?

Dudó un momento.

–Bueno, pues es difícil decirlo. Casi no hay sensación alguna… excepto quizá por algo así como… bueno, como meter la mano en agua helada.

–¿Y no le duele?

–Nada. Al contrario… –se detuvo un momento, mirándome de manera peculiar– al contrario, no es sólo mi mano… soy todo yo.

–¿Quiere decir todo su cuerpo?

–Sí –se sonrojó ligeramente–. Yo, pues, claro, tengo que quitarme la ropa.

–¡Claro! –dije. Mi sorpresa inicial había amainado y comencé a sospechar que, de un modo u otro, había sido hábilmente engañado. Me sentía un poco enojado con Guimple. En primer lugar a mí no me hacen gracia las burlas, y pensé que era un abuso de su parte bromear de esa forma con una persona casi extraña para él.

–Bueno –dije–, si no le importa, me voy. Me basta una exhibición al día.

Brincó de su asiento repentinamente, con mirada atemorizada.

–¡Qué! ¿Está enojado?

–¿Enojado? ¿Por qué habría de estar enojado?

–¡Pero lo está! –gritó como llorando– Todo mundo está enojado. Nadie quiere creer que esto no es un acto de ilusionismo. Hasta el médico que fui a ver me mandó echar de su consultorio. ¡Pero tengo que convencer a alguien! Me tiene muy preocupado. No es natural y no sé qué hacer. ¡Mire! ¡Deme oportunidad de mostrarle que esto es real! ¿Quiere ir mañana a mi departamento, para hacerle una demostración? Quizá usted me pueda ayudar a descubrir por qué… por qué…

Había una ansiedad evidente en el tono de su voz. Después de todo, mi curiosidad era más grande que mi enojo. Asentí.

–Muy bien –le dije–, iré mañana a eso de las tres, ¿sí?

–¡De veras quisiera que usted fuera a verme! –Escribió rápidamente su dirección en una tarjeta y me la dio– ¿A las tres, verdad?

–A las tres –le prometí–. ¡Buenas noches!

Nos dimos la mano y me retiré. Cerca de la puerta me volví a ver a Guimple. Estaba ante su mesa, se había quitado el anillo y lentamente mecía su mano a través del vaso, con una mirada medio de ansiedad y sufrimiento, y medio de placer…

 

***

Su departamento era sencillo, como su dueño. Toqué el timbre en la puerta marcada “Guthrie Guimple”, y entré cuando el pasador automático se abrió. Guimple me esperaba en la puerta de su recámara, vestido con una vieja y amplia piyama y calzado con zapatillas turcas.

–¡detsu ertne, lat éuQ! –me dijo.

–¿Qué dice? ¡Lo siento, no entiendo ese idioma!

–¡detsu enodrep hO!

Y corrió violentamente hacia dentro. Pronto estaba de regreso, atando el cinturón de su bata. Su voz era humilde y pesarosa.

–¡De veras lo siento –me dijo–. Debo haber perdido la cuenta. A veces se me olvida. Antes de que usted llegara, estaba pasando por el espejo, y…

–¡Estaba usted qué!

–¡Oh, no se vaya, por favor! –me gritó– Deme usted su sombrero. No haré nada que lo ahuyente. Esto es, a menos que usted quiera verme. Sí, estaba pasando por el espejo. Es fácil cuando no tengo nada de ropa puesta, ¿sabe?

Esta vez sí lo había pescado en mentira, o al menos eso pensé.

Le dije:

–Muy bien, Guimple, pero no me convence. Si hubiera entrado al espejo, tendría que salir de nuevo. Eso cualquiera lo ve. Y aunque su lenguaje se hubiera torcido al revés, retornaría a lo normal. Ahora, dígame, ¿cómo lo hace? ¿Dónde está el truco?

–¡Conque sigue creyendo que es un truco! ¡No lo es, no lo es! ¡Mire, aquí está mi espejo!

Y tomándome de la mano me introdujo a su recámara. Su espejo era uno de esos antiguos modelos enormes, con un marco ovalado. Bastante grande como para permitir que un hombre pasara por él, si podía. Un montón de ropa yacía a un lado. Me quedé mirando el espejo, luego a Guimple.

–¿Quiere decirme que realmente puede atravesar el espejo?

–¡Mire! –exclamó. Con rapidez se despojó de su piyama, dejándola caer al suelo. Con movimiento felino se dirigió al espejo, los brazos extendidos ante sí. Su cuerpo pareció derretirse, centímetro a centímetro, en el vidrio. Donde su carne tocaba la superficie clara del espejo, aparecía un leve temblor; nada más. Ante mis propios ojos, Guimple se hundió en el espejo. Un talón color de rosa fue lo último que vi de él. Luego, estaba yo solo, mirando, con la boca abierta, el propio reflejo de mi imagen. Guimple salió caminando de detrás del espejo, mirándome con orgullo:

–¡oiV! –dijo.

Sentí el impulso de recoger mi sombrero y salir disparado del departamento.

Pero más fuerte que mi espanto era mi curiosidad por conocer la explicación del curioso fenómeno de Guimple. Lo vi cuidadosamente. Algo había en él que no estaba precisamente bien. De repente me di cuenta de lo que era: ¡su cabello, que estaba peinado con la raya en el lado opuesto al que debía ser!

–¡Por Dios, hombre –exclamé–, está usted al revés!

–¿séver lA? –preguntó lleno de curiosidad.

–Su cabello… –le dije–, ¡y su corazón! ¡Sí, su corazón está al revés!

Podía yo ver el leve palpitar de su corazón en el lado derecho de su cuerpo.

–¡osoiruc éuQ– exclamó Guimple.

–Óigame –le dije–, si va a hablar, métase de nuevo al espejo. Así, hablando al revés, no le entiendo.

Rápidamente volvió a meterse al espejo, esta vez entrando por detrás. En esta ocasión pude verlo de perfil, observando cómo entraba por un lado y salía por otro. Igualmente vi cómo su carne parecía abrazar la frescura del vidrio, brincando hacia la pulida superficie con una especie de insensible ansiedad, alejándose del vidrio como besándolo por última vez. Había algo tenuemente obsceno en la curiosa afinidad entre su carne y la plana superficie de cristal. Algo que yo sentía, sin poderlo explicar. Sentí que un escalofrío me recorría la espalda.

–¿Qué piensa? –preguntó Guimple al emerger– ¿Cree que yo…?

–No sé qué pensar –dije yo, dudoso–. Me parece que hay algo raro. Mire, si el anillo en la mano le evita penetrar el vidrio, ¿por qué la plata detrás del espejo no obra en la misma forma?

–Yo no sé. No sé nada ni entiendo nada –se quejó Guimple–. Ojalá lo supiera. Me preocupa mucho.

–¡Le preocupa! ¡Pero si es estupendo!

Hundió su cara en las manos. Es una forma vulgar de describir lo que hizo, pero no sé otro modo de decirlo.

–Lo sé –murmuró desesperado–, soy un fenómeno. Nadie en el mundo antes que yo ha atravesado el vidrio. Ahora yo lo puedo hacer, aunque no quiera. ¿Qué haré?

–Si yo fuera usted –le aconsejé–, vería a un médico. Vería a un montón de médicos. Iría al Colegio de Medicina. Guimple, usted tiene algo notable. ¡Pero que me lleve el diablo si sé qué es!

–Me picarán –dijo Guimple con voz gris–. Me picotearán y me examinarán. Me pondrán bajo rayos equis y bajo el fluoroscopio. Me pondrán dietas especiales, examinarán mi sangre. Discutirán, se pelearán y yo seré el motivo de una exhibición mundial. Querrán internarme en un museo. ¡No. No quiero ver a los médicos! Uno fue bastante. No quiero ser un fenómeno, ¡no quiero ser!

–Bueno, entonces olvídese de lo que sucede. No haga nada que se lo recuerde. Dice usted que la idea le vino de repente, ¿no?

–De la noche a la mañana.

–Bueno, entonces quizá desaparezca de la misma forma. Porque tiene que desaparecer, sabe, es contrario a las leyes físicas. Sí, eso haría yo. Trataría de olvidarlo por completo.

Guimple me miró con trágica mirada.

–Es más que sólo una idea… ¡es un hábito! Despierto a media noche y pienso: ¿será verdad? ¿Será cierto que realmente puedo atravesar el vidrio? ¿O será todo un sueño? Y luego me levanto y comienzo a caminar a través de las puertas de cristal, de los espejos, de las ventanas… ¡a través de cualquier cosa hecha de vidrio! ¡No puedo resistir la tentación de…!

Se estremeció y miró a lo lejos. Luego:

–Mentía al decirle que no sentía nada –confesó–. Porque sí siento algo. Siento una maravillosa sensación de calma, de infinita paz, de contento y tranquilidad. Es como si el vidrio fuera mi amor, y yo un enamorado. Pero nunca he podido conocer completamente a mi amor, porque sólo me he encontrado láminas delgadas para atravesar… A veces pienso que si algún día me encontrara un gran trozo de vidrio donde cupiera yo entero, en lugar de esas delgadas hojas que sólo tocan una parte de mi cuerpo, me iría a vivir allí para siempre…

Aparté la vista de Guimple, un poco avergonzado por el secreto deseo que le brillaba en los ojos. Luego continuó:

–¿Cree que el vidrio no es nada? –Hablaba excitadamente– ¿Cree que sólo hay un gran vacío gris en la hondura del vidrio? ¡Pues se equivoca! Hay todo un mundo dentro de su frescura inefable. Un mundo que ningún hombre ha visto, más que yo. He visto fragmentos de ese mundo, vistazos rápidos y fugaces, maravillosos, atrayentes, tentadores, en las delgadas láminas que he atravesado. Un mundo hermoso, con brillantes ciudades, ríos luminosos, gente…

–¡Guimple! –exclamé bruscamente. La luz en sus ojos se extinguió de repente. Me miró con ojos apagados.

–Lo siento. Perdone lo que he dicho. Posiblemente logre yo resolver mi problema. ¿Se va?

–Sí, me voy.

Me acompañó a la puerta. Me despidió con aire de haber terminado todo entre nosotros. Yo sabía que nunca iba a volver, y lo mismo sabía Guimple. No obstante, sentí el impulso de decir algo antes de irme:

–¡Abandónelo todo, Guimple! ¡Nunca se quite el anillo de la mano!

Sonrió tristemente.

–Adiós –dijo–, y gracias por haber creído.

Luego cerró la puerta…

 

***

Nunca volví a ver a Guimple. Pero sí volví a oír de él una vez. Algunos meses después, cuando yo estaba trabajando nuevamente como director de un pequeño diario de provincia, estaba sumido en la tarea de media noche cuando Browne, nuestro responsable del telégrafo, tiró sobre mi mesa las últimas noticias recibidas.

–Mire, este es un cuento interesante. ¡El tipo estaba loco, sin duda!

El mensaje estaba fechado en el Observatorio del Monte Wilson, en California. Ese donde están montando el gigantesco lente de doscientas pulgadas. Decía:

“Gracias a la rápida vigilancia de los guardianes del observatorio, se frustró hoy un intento de destruir el nuevo lente gigantesco para el telescopio que se está construyendo. Los oficiales Kelly y Monohan, dándose cuenta de que uno de los visitantes se había quedado atrás, retornaron al laboratorio, llegando a tiempo de evitar que se hiciera daño al gigantesco y delicado lente. Aunque el culpable no fue detenido, se encontró un montón de ropa abandonada, con el nombre de G. Guimple, de la ciudad de Nueva York. La policía de California busca activamente al loco desnudo que debe estar oculto en la vecindad del observatorio, y se espera de un momento a otro su captura…”

 

***

–¡Qué dice usted! –exclamó Browne cuando terminé de leer el mensaje– ¿Qué le parece? ¿Para qué querría ese tipo destruir el lente? ¡Imagínese lo que los científicos descubrirán con él, nuevos soles, nuevas estrellas, quizá hasta nuevos mundos…!

–¡Nuevos mundos! –Exclamé, sintiendo una especie de terror– Quizá un nuevo mundo con ciudades, ríos luminosos, gente…

–¿Qué? –gruñó Browne– ¿Qué dijo?

–Nada, nada –respondí.

 

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