José Luis González
Muchos
en el lugar lo recordaban. Y eso que hacía diez años que nadie lo veía. Diez largos
años en los que doña Casiana había mantenido vivo, a fuerza de lágrimas, el recuerdo
del hijo ausente.
Siempre pareció que el muchacho iba a darse
bueno. A los once años dejó la escuela para ayudar al padre en las talas. El hombre
iba delante, tras el arado y los bueyes lentos, viejos ya. El muchacho lo seguía,
depositando la simiente en la húmeda desgarradura de los surcos.
Pero un día –“cosas que hace el diablo”– se
fue a pescar camarones a la quebrada y se olvidó del trabajo. El padre lo aguardó
con una soga doblada en tres. La zurra fue de las que no se olvidan.
Aquella misma noche, mientras los demás dormían,
los pies descalzos de Marcial hollaron con rencorosa determinación el polvo todavía
caliente del camino real. La madrugada lo sorprendió en la carretera.
Una tarde, meses después, al regresar sudoroso
de las talas, el padre “cogió un aire”. Duró dos días con sus noches, recriminando
al hijo ingrato en el delirio intermitente de la fiebre.
Casiana no quedó sola. Se fue a vivir, con
el menor de sus hijos, a casa de un hermano.
Y un mediodía, al cabo de los diez años, uno
de los muchachos de la casa llegó corriendo al batey:
–¡La procuran, tía!
Un hombre esperaba a la vera del camino. La
vieja –vejez prematura de cuarenta y cinco años– salió al encuentro del desconocido.
Los que estaban en la casa se alarmaron al oír el grito de la mujer. Desde la puerta
la vieron exangüe en brazos del extraño, que la abanicaba con su sombrero. Cuando
se allegaron y el hombre irguió la cabeza para saludar, un murmullo de admiración
se desprendió del grupo. Bajo la barba de varios días, los más viejos reconocieron
a Marcial.
El hombre –¡y qué hombre, membrudo y gallardo
como un toro!, apreció con codicia el joven mujerío del barrio– empezó a contar
sus andanzas un lunes a la prima noche y concluyó al amanecer del miércoles.
Cuando abandonó el hogar paterno, encontró
trabajo de aguador en un cañaveral. Crecido ya, entró en el corte. Allí aprendió
lo que es trabajar de seis a seis, con el sol o la lluvia sobre el cuerpo, las manos
atadas sin piedad por la hoja filosa de la caña y el estómago aguijoneado por el
hambre malamente satisfecha. Entonces no se conocía ese de “las ocho horas”. Se
levantaba con el último temblor de las estrellas y salía de las piezas cuando el
sol se dejaba contemplar sin lastimar los ojos. Se hastió de aquello.
Del cañaveral pasó a una cantera. Picar piedra
no era trabajo menos duro, pero ya el primer oficio le había fortalecido el ánimo
y los músculos. Y allí no se trabajaba como una bestia. A las cinco de la tarde
sonaba un silbatazo que ponía fin a la jornada. Cerca de la cantera había un río
y los hombres se bañaban al atardecer en una poza de agua transparente y mansa.
Dormían frescos, sin la molestia del sudor resecado sobre la piel. Y lo mejor de
todo: se comía caliente, con relativa abundancia.
Hizo amistad con un ingeniero que a veces,
cuando quedaban solos, le hablaba de cosas que nunca llegaba a explicar bien, pero
que sin duda le interesaban mucho, a juzgar por la pasión con que aludía a “las
inconsecuencias del gallego Iglesias” y otros asuntos que solían despertar en Marcial
una efímera curiosidad. Cuando el ingeniero se marchó a trabajar en una represa
que estaban construyendo por Comerío, le insistió en que se fuera con él.
Salió ganando con el cambio. Al cabo de dos
meses lo hicieron capataz. Comenzó a juntar plata. Conoció a una muchacha que vendía
frituras en las obras, le robó la virginidad y después, cuando se enteró de que
estaba embarazada, se casó con ella (no por obligación, sino porque descubrió que
la quería). El vástago fue un varón, muy parecido a él según la opinión de todos.
El ingeniero seguía protegiéndolo; las cosas no podían marchar mejor.
Pero aquella ventura fue solo un paréntesis.
Cierto día una carga de dinamita mal colocada hizo trizas al ingeniero. Para Marcial
fue como perder a un padre, un padre deparado por la vida en sustitución de aquel
cuyos azotes él no había sabido perdonar. Poco después, para remate de desgracias,
la mujer ser alzó con otro, llevándose al hijo que aún no aprendía a caminar.
Entonces a Marcial le dio por pensar en lo
que el paso de los años había ido convirtiendo en un recuerdo cada vez más débil:
el primer hogar y la madre y el hermano abandonados. Casi con sorpresa vino a darse
cuenta de que habían transcurrido diez años desde la noche en que el rencor y la
amargura lo empujaron a la fuga.
Al día siguiente de una noche igual que aquella,
no volvieron a verlo en la represa.
Ahora trabaja de nuevo en las talas, junto
al hermano adolescente y el tío que va haciéndose viejo. Por las noches, los parientes
y los vecinos se sientan en torno al fogón apagado que duerme su sueño de ceniza
fría y él relata una vez más algún episodio de su vida errante. La chiquillería
del lugar lo admira como a un héroe, y en más de una ocasión ha sido requerido como
árbitro en las disputas de los mayores. Su reputación de hombre que “ha visto mundo”
lo rodea de una aureola de prestigio y méritos con los que él no soñó jamás.
Pero se mentiría a sí mismo si afirmara que
es feliz aquí. El monótono trabajo de las talas lo aburre sin llegar a fatigarlo.
Le hace falta aquello otro: el ruidoso trajín de la maquinaria omnipotente, el horario
regular y el seguro tiempo libre, la cercanía de la ciudad, el salario infalible
cada sábado. Eso sobre todo. Aquí se trabaja para comer. Esta vida lo ahoga.
Una madrugada, el vecindario acudió a los gritos
desesperados de doña Casiana. La pobre mujer extendía su brazo endeble en dirección
del camino. Los que siguieron el ademán con la mirada, alcanzaron a columbrar la
corpulenta figura que se iba borrando en la distancia.
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