Dashiell Hammett
La corbata del hombre era
tan naranja como una puesta de sol. Se trataba de un individuo robusto, alto y puro
músculo. El pelo oscuro con raya al medio y pegado al cuero cabelludo, las mejillas
firmes y carnosas, la ropa que ceñía su cuerpo con evidente comodidad, e incluso
las orejas, pequeñas y rosadas, adheridas a los lados de la cabeza: cada uno de
estos elementos parecía formar parte de los distintos colores de una misma superficie
uniforme. Tenía entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años.
Tomó
asiento junto al escritorio de Samuel Spade, se echó hacia adelante, ligeramente
apoyado en su bastón de caña, y dijo:
–No.
Solo quiero que averigüe qué le ocurrió. Espero que no lo encuentre –sus ojos verdes
saltones miraron solemnemente a Spade.
Spade
se balanceó en el sillón. Su rostro –al que las uves de la barbilla huesuda, la
boca, las fosas nasales y las cejas densamente pobladas otorgaban un aspecto satánico
que no resultaba del todo desagradable– mostraba una expresión tan amablemente interesada
como su tono de voz.
–¿Por
qué?
El
hombre de ojos verdes habló sereno y seguro:
–Spade,
con usted se puede hablar. Tiene la clase de reputación que debe tener un detective
privado. Por eso he acudido a usted.
El
gesto de asentimiento no comprometió en nada a Spade. El hombre de ojos verdes prosiguió:
–Y
estaré de acuerdo con un precio razonable.
Spade
volvió a asentir, y respondió:
–Y
yo, pero tiene que decirme qué servicio quiere pagar. Quiere averiguar qué le pasó
a este… bueno, a Eli Haven, pero no le importa saber de qué se trata.
Aunque
el hombre de ojos verdes bajó la voz, su expresión no cambió.
–En
cierto sentido, me interesa. Por ejemplo, si lo encontrara y consiguiera mantenerlo
definitivamente alejado, estaría dispuesto a pagar más.
–¿Está
diciendo que lo mantenga alejado, aunque no quiera?
–Ni
más ni menos –replicó el hombre de ojos verdes.
Spade
sonrió y negó con la cabeza.
–Probablemente
esa cantidad mayor no sea suficiente… tal como lo ha planteado –apartó de los brazos
del sillón sus manos de dedos largos y gruesos y puso las palmas hacia arriba–.
Dígame, Colyer, ¿de qué se trata?
Aunque
Colyer se ruborizó, sostuvo su mirada fría e inexpresiva.
–Ese
hombre está casado con una mujer que me cae bien. La semana pasada se pelearon y
él se largó. Si logro convencerla de que se ha ido definitivamente, cabe la posibilidad
de que ella pida el divorcio.
–Me
gustaría hablar con ella –declaró Spade–. ¿Quién es Eli Haven? ¿A qué se dedica?
–Es
un mal tipo. No da golpe. Escribe poesía o algo por el estilo.
–¿Puede
darme más datos útiles?
–No
puedo decirle nada que Julia, su esposa, sea incapaz de transmitirle. Hable con
ella –Colyer se puso en pie–. Estoy bien relacionado. Es posible que más adelante
sepa algo más gracias a mis relaciones.
Una
mujer menuda, de veinticinco o veintiséis años, abrió la puerta del apartamento.
Su vestido azul pálido estaba adornado con botones plateados. Aunque pechugona,
era esbelta, de hombros rectos y caderas estrechas, y se movía con un aire orgulloso,
que en otra menos agraciada habría sido presuntuoso.
–¿Señora
Haven? –preguntó Spade.
–Sí
–la mujer vaciló antes de responder.
–Gene
Colyer me pidió que hablara con usted. Me llamo Spade, y soy detective privado.
Colyer quiere que busque a su marido.
–¿Lo
ha encontrado?
–Todavía
no. Primero tengo que hablar con usted.
La
sonrisa de la mujer se esfumó. Estudió seriamente el rostro de Spade, facción por
facción, retrocedió, abrió la puerta y replicó:
–Claro,
adelante.
Se
sentaron frente a frente en los sillones de una sala modestamente decorada. Tras
las ventanas se veía un campo de juego en el que unos chicos bulliciosos se divertían.
–¿Le
dijo Gene por qué quiere encontrar a Eli?
–Me
dijo que cabe la posibilidad de que usted reflexione, si llega a la conclusión de
que se ha ido definitivamente –la mujer guardó silencio–. ¿Se ha largado así en
otras ocasiones?
–Frecuentemente.
–¿Cómo
es Eli?
–Cuando
está sobrio es fantástico. Y cuando bebe también es agradable, salvo en lo que se
refiere a mujeres y dinero –replicó imparcialmente.
–Por
lo que parece, es interesante en muchos aspectos. ¿Cómo se gana la vida?
–Es
poeta y, como sabe, nadie se gana la vida escribiendo poesías.
–¿Cómo…?
–Bueno,
a veces aparece con algo de dinero. Dice que lo ha ganado al póquer o en las apuestas.
¡Yo qué sé!
–¿Hace
mucho que están casados?
–Casi
cuatro años…
Spade
sonrió burlón.
–¿Han
vivido siempre en San Francisco?
–No,
el primer año vivimos en Seattle, y luego nos trasladamos aquí.
–¿Su
marido es de Seattle?
La
señora Haven negó con la cabeza.
–Es
de un pueblo de Delaware.
–¿De
qué pueblo?
–No
tengo ni la menor idea.
Spade
frunció ligeramente sus pobladas cejas.
–¿De
dónde es usted?
–No
me está buscando a mí –sonrió ligeramente.
–Se
comporta como si así fuera –protestó–. Dígame, ¿quiénes son los amigos de su marido?
–¡A
mí no me lo pregunte!
Spade
hizo una mueca de impaciencia e insistió:
–Seguro
que conoce a algunos.
–Sí.
Hay un tal Minera, y un Louis James y alguien a quien llama Conny.
–¿Quiénes
son?
–Gente
corriente –respondió afablemente–. No sé nada de ellos. Telefonean, pasan a recoger
a Eli o los veo en la calle con él. No sé nada más.
–¿Cómo
se ganan la vida? Supongo que no serán todos poetas.
La
mujer rio.
–Podrían
intentarlo. Uno de ellos, Louis James, es… creo que forma parte del equipo de Gene.
Sinceramente, no sé más de lo que le he dicho.
–¿Cree
que saben dónde está su marido?
La
señora Haven se encogió de hombros.
–Si
lo saben, me están mintiendo. Aún llaman de vez en cuando para preguntar si ha dado
señales de vida.
–¿Y
las mujeres que mencionó?
–No
las conozco.
Sam
miró pensativo el suelo y preguntó:
–¿Qué
hacía su marido antes de que empezara a no ganarse la vida con la poesía?
–De
todo un poco: vendió aspiradoras, hizo de temporero, se echó a la mar, repartió
naipes en una mesa de blackjack, trabajó para el ferrocarril, en industrias conserveras,
en campamentos de leñadores, en ferias, en un periódico… hizo de todo.
–Cuando
se fue, ¿tenía dinero?
–Los
tres dólares que me pidió.
–¿Qué
le dijo?
La
mujer rio.
–Me
dijo que si mientras estaba afuera yo utilizaba mis influencias divinas para hacer
travesuras, regresaría puntualmente a la hora de la cena y me daría una sorpresa.
Spade
frunció el entrecejo.
–¿Estaban
peleados?
–Qué
va, no. Hacía un par de días que nos habíamos reconciliado de la última pelotera.
–¿Cuándo
se fue?
–El
jueves por la tarde, alrededor de las tres.
–¿Tiene
alguna foto de su marido?
–Sí.
La
señora Haven se acercó a la mesa que había junto a una de las ventanas, abrió un
cajón y se volvió hacia Spade con una foto en la mano. Spade observó la imagen de
un rostro delgado, de ojos hundidos, boca sensual y frente surcada de arrugas y
coronada por una desgreñada pelambrera rubia y gruesa. Guardó la foto de Haven en
un bolsillo y recogió su sombrero. Caminó hacia la puerta y se detuvo.
–¿Qué
tal poeta es? ¿Es de los buenos?
La
mujer se encogió de hombros.
–Eso
depende de a quién se lo pregunte.
–¿Tiene
alguno de sus libros?
–No
–la señora Haven sonrió–. ¿Cree que se ha escondido entre las páginas?
–Nunca
se sabe qué pista conduce a algo interesante. Volveré a visitarla. Piense y compruebe
si puede decirme algo más. Adiós.
Spade
bajó por la calle Post hasta la librería Mulford y pidió un ejemplar de los poemas
de Haven.
–Lo
siento, pero ya no quedan –dijo la empleada–. La semana pasada vendí el último –sonrió–
al mismísimo señor Haven. Si quiere, puedo pedirlo.
–¿Lo
conoce?
–Solo
por haberle vendido libros.
Spade
apretó los labios y preguntó:
–¿Cuándo
fue? –entregó su tarjeta a la empleada–. Por favor, es muy importante.
La
muchacha se acercó a un escritorio, volvió las hojas de un libro de contabilidad
encuadernado en rojo y regresó con éste abierto en las manos.
–Fue
el miércoles pasado –respondió– y se lo entregamos al señor Roger Ferris, del 1981
de la avenida Pacific.
–Muchísimas
gracias –dijo Spade.
Salió
de la librería, llamó un taxi y dio al chofer las señas del señor Roger Ferris.
La
casa de avenida Pacific era un edificio de piedra gris, de cuatro plantas, que se
alzaba detrás de un estrecho jardín. La estancia a la que una criada de cara regordeta
hizo pasar a Spade era amplia y de techo alto.
Aunque
Spade tomó asiento, en cuanto la criada se retiró, se levantó y recorrió la sala.
Se detuvo ante una mesa en la que había tres libros. Uno tenía en la sobrecubierta
de color salmón, impreso en rojo, el bosquejo de un rayo que caía a tierra, entre
un hombre y una mujer. En negro figuraba: Luces de colores, de Eli Haven.
Spade
cogió el libro y volvió a la silla.
En
la guarda había una dedicatoria escrita con tinta azul y con letras de trazos gruesos
e irregulares:
Al bueno de Buck, que conoció
las luces de colores, en recuerdo de aquellos tiempos.
Eli
Spade volvió
las páginas al azar y leyó tranquilamente un poema:
Demasiados han vivido tal como vivimos
para que nuestras vidas sean prueba de nuestra
vida.
Demasiados han muerto tal como morimos
para que sus muertes sean prueba de nuestra agonía.
Spade apartó
la vista del libro cuando en la sala entró un hombre en esmoquin. Aunque no era
alto, se mantenía tan erguido que incluso lo pareció cuando quedó frente al metro
ochenta y pico de Spade. Sus más de cincuenta años no empañaban aquellos ojos azules
y encendidos, su rostro bronceado, en el que no había ni un solo músculo fláccido,
la frente ancha y uniforme y unos cabellos gruesos, cortos y casi blancos. Su semblante
transmitía dignidad e, incluso, amabilidad.
Señaló
el libro que Spade aún tenía en la mano, y preguntó:
–¿Le
gusta?
Spade
sonrió.
–Parezco
muy descarado –dijo, y soltó el libro–. De todos modos, señor Ferris, ése es el
motivo por el que he venido a verle. ¿Conoce a Haven?
–Sí.
Señor Spade, siéntese, por favor –tomó asiento en un sillón próximo al del detective–.
Lo conocí de joven. ¿Se ha metido en líos?
–No
lo sé. Estoy tratando de dar con él –dijo Spade.
Ferris
preguntó vacilante:
–¿Puedo
preguntarle por qué?
–¿Conoce
a Gene Colyer?
–Sí
–Ferris volvió a titubear. Finalmente agregó–: Que esto quede entre nosotros. Poseo
una cadena de cines en el norte de California, y hace un par de años, cuando tuve
problemas con el personal, me dijeron que Colyer era el individuo con quien debía
ponerme en contacto para resolver la cuestión. Así le conocí.
–Claro
–comentó Spade secamente–. Muchas personas conocen así a Gene.
–¿Qué
tiene que ver con Eli?
–Me
ha pedido que lo busque. ¿Cuándo lo vio por última vez?
–El
jueves pasado estuvo en casa.
–¿A
qué hora se marchó?
–A
medianoche… quizás algo después. Se presentó por la tarde, alrededor de las tres
y media. Hacía años que no nos veíamos. Lo convencí de que se quedara a cenar… iba
bastante desastrado… y le presté dinero.
–¿Cuánto?
–Ciento
cincuenta, todo lo que tenía en casa.
–Antes
de irse, ¿dijo adónde pensaba dirigirse?
Ferris
negó con la cabeza.
–Me
dijo que me telefonearía al día siguiente.
–¿Y
le telefoneó?
–No.
–¿Lo
conoce de toda la vida?
–No
exactamente. Trabajó para mí hace quince o dieciséis años, cuando yo era propietario
de una empresa de feria, grandes espectáculos combinados del Este y el Oeste, primero
con un socio, y luego por mi cuenta. El chico siempre me cayó bien.
–¿Cuándo
lo vio por última vez antes del jueves?
–Solo
Dios lo sabe –replicó Ferris–. Le perdí la pista durante años. El miércoles llegó
el libro, como llovido del cielo, sin remitente ni nada que se le pareciera, salvo
la dedicatoria, y Eli me telefoneó a la mañana siguiente. Me encantó saber que seguía
vivo y tratando de superarse. Aquella tarde vino a verme y estuvimos cerca de nueve
horas hablando de los viejos tiempos.
–¿Le
habló de lo que hizo desde entonces?
–Solo
comentó que había rodado de aquí para allá, hecho esto y lo otro, aprovechando los
golpes de suerte que se le presentaron. No se quejó, tuve que obligarlo a aceptar
ciento cincuenta.
Spade
se puso en pie.
–Muchísimas
gracias, señor Ferris. Me he… –Ferris lo interrumpió:
–No
se merecen. Si puedo hacer algo por usted, cuente conmigo.
Spade
miró la hora.
–¿Me
permite telefonear a mi oficina para preguntar si hay alguna novedad?
–Naturalmente.
Hay un teléfono en la habitación de al lado, a la derecha.
Spade
le dio las gracias y salió. Regresó liando un cigarrillo y con expresión imperturbable.
–¿Alguna
novedad? –quiso saber Ferris.
–Sí.
Colyer me ha retirado el encargo. Dice que han encontrado el cadáver de Haven oculto
entre unos arbustos, al otro hado de San José, con tres balas –sonrió. Luego añadió
apaciblemente–: Me dijo que quizás se enterará de algo a través de sus relaciones…
El
sol matinal que se colaba por las cortinas que protegían las ventanas de la oficina
de Sam Spade dibujaba sobre el suelo dos amplios rectángulos amarillos y daba a
todo un tono dorado.
Spade
estaba sentado ante el escritorio y contemplaba meditabundo el periódico. No alzó
la mirada cuando Effie Perine entró desde la antesala.
–Ha
llegado la señora Haven –dijo la secretaria. Spade irguió la cabeza y replicó:
–¡Ajá!
Hazla pasar.
La
señora Haven entró deprisa. Estaba pálida y temblaba, pese al abrigo de piel y a
que el día era cálido. Fue directamente hacia Spade y preguntó:
–¿Lo
mató Gene?
–No
lo sé –respondió Spade.
–Tengo
que saberlo –gritó.
Spade
le tomó las manos.
–Venga,
siéntese –la acompañó hasta una silla. Luego preguntó–: ¿Le dijo Colyer que me ha
anulado el encargo?
La
señora Haven lo miró azorada.
–¿Cómo?
–Anoche
me dejó dicho que habían encontrado a su marido, y que ya no necesitaba mis servicios.
La
mujer hundió la cabeza y habló con voz apenas audible.
–Entonces
fue él.
Spade
se encogió de hombros.
–Tal
vez sólo un inocente podía permitirse el lujo de llamar para anular el encargo,
aunque quizá sea culpable y tuvo la astucia y el valor suficientes para…
La
mujer no lo escuchaba. Se inclinó hacia él y preguntó con toda seriedad:
–Dígame,
señor Spade, ¿está dispuesto a darse por vencido sin presentar batalla? ¿Dejará
que Gene lo asuste?
Sonó
el teléfono mientras la mujer aún estaba hablando. El detective se disculpó y cogió
el auricular.
–Diga…
Vaya, vaya… ¿seguro? –frunció los labios–. Se lo diré –apartó lentamente el teléfono
y volvió a mirar a la señora Haven–. Colyer está en la antesala.
–¿Sabe
que estoy aquí? –lo apremió.
–No
estoy seguro –Spade se puso en pie y fingió no observarla atentamente–. ¿Le preocupa
que sepa que está aquí?
La
señora Haven se mordió el labio inferior y replicó vacilante:
–No.
–Me
alegro. Diré que lo hagan pasar.
La
mujer levantó la mano para protestar pero, finalmente, la dejó caer. La palidez
de su rostro había desaparecido cuando dijo:
–Haga
lo que quiera.
Spade
abrió la puerta y saludó:
–Hola,
Colyer. Pase. Da la casualidad de que estábamos hablando, precisamente, de usted.
Colyer
asintió y entró en el despacho con el bastón en una mano y el sombrero en la otra.
–Hola,
Julia, ¿cómo estás? Tendrías que haberme telefoneado. Te habría llevado en coche
al centro.
–Yo…
no sabía lo que hacía.
Colyer
la observó unos segundos más, y luego concentró sus ojos verdes e inexpresivos en
la cara de Spade.
–Dígame,
¿ha podido convencerla de que no fui yo?
–Aún
no habíamos llegado a esa cuestión –respondió Spade–. Intentaba averiguar si existían
motivos para sospechar de usted. Siéntese.
Colyer
se sentó con cierta cautela y preguntó:
–¿Y?
–Y
en ese momento llegó.
Colyer
asintió con gravedad.
–De
acuerdo, Spade. Queda nuevamente contratado para demostrar a la señora Haven que
yo no he tenido nada que ver con este asunto.
–¡Gene!
–exclamó la mujer con voz quebrada y, suplicante, extendió las manos hacia él–.
No creo que lo hayas hecho… quiero creer que no lo has hecho… pero tengo mucho miedo
–se cubrió la cara con las manos y estalló en sollozos.
Colyer
se acercó a la mujer y le dijo:
–Cálmate.
Lo aclararemos juntos.
Spade
fue a la antesala y cerró la puerta. Effie Perime dejó de mecanografiar una carta.
El detective le sonrió y comentó:
–Alguna
vez alguien debería escribir un libro sobre la gente… es bastante rara –se acercó
a la botella de agua–. Supongo que tienes el número de WaIly Kehlogg. Llámalo y
pregúntale dónde puedo encontrar a Tom Minera.
Spade
regresó a su despacho.
La
señora Haven había dejado de llorar y murmuró:
–Lo
lamento.
–No
se preocupe –la tranquilizó Spade. Miró de soslayo a Colyer–. ¿Aún tengo el trabajo?
–Sí
–Colyer carraspeó–. Si en este momento no me necesita, acompañaré a la señora Haven
a su casa.
–De
acuerdo, pero me gustaría aclarar algo: según el Chronicle, fue usted quien
lo identificó. ¿Cómo es que estaba allí?
–Porque
fui en cuanto me enteré de que habían encontrado un cadáver –repuso Colyer serenamente–.
Ya le dije que estoy bien relacionado. Me enteré por mis contactos de la existencia
del cadáver.
–Está
bien. Nos veremos –dijo Spade, y abrió la puerta.
En
cuanto la señora Haven y Colyer salieron, Effie Penne dijo:
–Minera
está en el Buxton, de la calle Army.
–Gracias
–murmuró Spade. Entró en el despacho a buscar el sombrero. Cuando estaba a punto
de salir añadió–: Si no he vuelto en un par de meses, diles que busquen mi cadáver
en el hotel.
Spade
caminó por un sórdido pasillo hasta una gastada puerta pintada de verde, en la que
se leía “411”. Aunque por la puerta se colaba un murmullo de voces, no entendió
una sola palabra. Dejó de escuchar y llamó.
Una
voz masculina, toscamente deformada, preguntó:
–¿Qué
se le ofrece?
–Soy
Sam Spade, y quiero ver a Tom.
Tras
una pausa, la voz respondió:
–Tom
no está aquí.
Spade
sujetó el picaporte y sacudió la destartalada puerta.
–Vamos,
abra –gruñó.
Al
instante, un hombre moreno y delgado, de veinticinco o veintiséis años, que intentó
volver inocentes sus ojos oscuros, pequeños y brillantes, abrió la puerta, al tiempo
que decía:
–En
un primer momento me pareció que no era su voz.
La
flaccidez de su barbilla hacía que pareciera más pequeña de lo que en realidad era.
Su camisa de rayas verdes, desabrochada a la altura del cuello, no estaba limpia.
Sus pantalones grises estaban primorosamente planchados.
–Actualmente
hay que ser cuidadoso –declaró Spade solemnemente, y entró en una habitación en
la que dos hombres intentaban disimular el interés que experimentaban por su presencia.
Uno
de los individuos estaba apoyado en el alféizar y se limaba las uñas. El otro estaba
repantigado en una silla, con los pies en el borde de la mesa y un periódico abierto
entre las manos. Miraron simultáneamente a Spade y siguieron como si tal cosa.
–Siempre
me alegra conocer a los amigos de Tom Minera –comentó Spade jovialmente.
Minera
terminó de cerrar la puerta y dijo con torpeza:
–Bueno…
sí…. señor Spade, le presento al señor Conrad y al señor James.
Conrad,
que estaba en el alféizar, hizo un ademán ligeramente amable con la lima en ristre.
Tenía pocos años más que Minera, estatura media, figura robusta, rasgos marcados
y ojos tristones.
James
bajó unos segundos el periódico para mirar fría y calculadoramente a Spade y preguntar:
–¿Cómo
está, hermano?
Retornó
a la lectura. James era tan robusto como Conrad, pero más alto, y su rostro poseía
una sagacidad de la que carecía el de aquel.
–Ah,
y a los amigos del difunto Eli Haven –apostilló Spade.
El
hombre situado junto a la ventana se clavó la lima en un dedo y maldijo dolorido.
Minera se humedeció los labios y habló deprisa, con un fondo de protesta en la voz.
–Pero
en serio, Spade, ninguno de nosotros lo ha visto desde hace una semana.
Spade
pareció divertirse ligeramente con la actitud del hombre moreno.
–¿Por
qué supone que lo mataron? –preguntó Spade.
–Solo
sé lo que dice el diario: le habían registrado los bolsillos y no tenía encima ni
siquiera una cerilla –hundió las comisuras de los labios–. Por lo que yo sé, no
tenía un centavo. El martes por la noche estaba sin blanca.
–Me
he enterado de que el jueves por la noche recibió algo de pasta –comentó Spade en
voz baja.
Minera,
que se encontraba detrás del detective, contuvo notoriamente el aliento.
–Si
lo dice, así será. Yo no estoy enterado –intervino James.
–Muchachos,
¿trabajó alguna vez con ustedes?
James
cerró lentamente el periódico y apartó los pies de la mesa. Su interés por la pregunta
de Spade parecía grande, aunque casi impersonal.
–¿Y
eso qué quiere decir?
Spade
simuló sorprenderse.
–Muchachos,
supongo que alguna vez trabajan en algo.
Minera
se acercó a Spade y dijo:
–Venga,
Spade, escuche. El tal Haven no era más que un tipo que conocíamos. No tuvimos nada
que ver con su viaje al otro mundo. No sabemos nada de esta historia. Verá, nosotros…
En
la puerta sonaron tres golpes calculados.
Minera
y Conrad miraron a James, que asintió con la cabeza, pero Spade se movió deprisa,
caminó hasta la puerta y la abrió.
Allí
estaba Roger Ferris.
Spade
miró asombrado a Ferris, y este de igual modo al detective. Luego Ferris le estrechó
la mano y dijo:
–Me
alegro de verlo.
–Pase
–lo invitó Spade.
–Señor
Spade, quiero que vea esto –a Ferris le tembló la mano mientras sacaba del bolsillo
un sobre algo sucio.
En
el sobre estaban mecanografiados el nombre y las señas de Ferris. No llevaba sellos.
Spade sacó la carta, un trozo delgado de papel blanco y barato, y la desplegó. Leyó
las palabras escritas a máquina:
Será mejor que acuda a la
habitación 411 del hotel Buxton, de la calle Army, a las 5 de esta tarde, a causa
de lo ocurrido el jueves por la noche.
No había firma.
–Aún
falta mucho para las cinco –opinó Spade.
–Es
verdad –reconoció Ferris con energía–. Vine en cuanto la recibí. El jueves por la
noche Eli estuvo en mi casa.
Minera
codeó a Spade y preguntó:
–¿Qué
pasa?
Spade
alzó la nota para que el hombre moreno la leyera. Minera le echó un vistazo y gritó:
–Spade,
le aseguro que no sé nada de esta carta.
–¿Alguien
tiene la más remota idea? –preguntó Spade.
–No
–se apresuró a replicar Conrad.
–¿De
qué carta habla? –inquirió James.
Spade
miró a Ferris como si estuviera soñando, y luego comentó como si hablara para sus
adentros:
–Ya
entiendo. Haven intentaba sacudirle el bolsillo.
Ferris
se ruborizó.
–¿Cómo?
–Sacudirle
el bolsillo –repitió Spade con paciencia–. Sacarle dinero, chantajearlo.
–Oiga,
Spade –dijo Ferris severamente–, ¿está hablando en serio? ¿Por qué motivo querría
chantajearme?
–“Al bueno de Buck, que conoció las luces de colores,
en recuerdo de aquellos tiempos.” –Sam citó la dedicatoria del poeta muerto.
Miró severamente a Ferris y frunció el ceño–. ¿Qué significa luces de colores? En
la jerga del circo y de las ferias, ¿cómo se dice cuando se arroja a un tipo de
un tren en marcha? Ni más ni menos que luz roja. Claro, ahí está la madre del cordero:
las luces rojas, Ferris, ¿a quién tiró de un tren en marcha, y por qué Haven lo
sabía?
Minera
se acercó a una silla, se sentó, apoyó los codos sobre las rodillas, se cubrió la
cabeza con las manos y miró vacuamente hacia el suelo. Conrad respiraba entrecortadamente.
Spade
se dirigió a Ferris:
–¿Qué
dice?
Ferris
se secó el rostro con un pañuelo, lo guardó en el bolsillo y se limitó a responder:
–Fue
un chantaje.
–Y
por eso lo asesinó.
Los
ojos azules de Ferris, que miraban los grises amarillentos de Spade, estaban tan
límpidos y firmes como su voz.
–Yo
no fui –sostuvo–. Juro que no lo maté. Le contaré lo que ocurrió. Tal como le dije,
me envió el libro, y en seguida comprendí el significado de la dedicatoria. Cuando
al día siguiente telefoneó para decirme que quería hablar conmigo de los viejos
tiempos y para tratar de convencerme de que le prestara dinero en recuerdo del pasado,
volví a saber a qué se refería, fui al banco y retiré diez mil dólares. Puede comprobarlo,
tengo cuenta en el Seamen’s National.
–Lo
haré –aseguró Spade.
Tal
como ocurrieron las cosas, no hizo falta esa suma. No me exigió demasiado, y lo
convencí de que se llevara cinco mil. Al día siguiente ingresé en el banco los otros
cinco mil. Puede comprobarlo.
–Lo
haré –repitió Spade.
–Le
dije que no pensaba aceptar un solo sablazo más, que esos cinco mil eran los primeros
y los últimos que le daba. Lo obligué a firmar un documento que decía que había
colaborado en el… en lo que yo había hecho… y lo rubricó. Se fue a medianoche y
nunca más volví a verlo.
Spade
golpeó el sobre que Ferris le había entregado.
–¿Y
qué puede decirme de esta nota?
–Me
la entregó un mensajero a mediodía, y vine en seguida. Eli insistió en que no había
hablado con nadie, pero yo no estaba seguro. Tenía que enfrentarlo.
Spade
se volvió hacia los demás con expresión impasible e inquirió:
–¿Qué
opinan ustedes?
Minera
y Conrad miraron a James, que hizo un gesto de impaciencia y dijo:
–Claro
que sí, nosotros le enviamos la nota. ¿Por qué no? Éramos amigos de Eli y no habíamos
podido contactar con él desde que decidió apretarle las clavijas a este tipo. Entonces
apareció muerto y decidimos hacer venir al caballero para que nos diera una explicación.
–¿Sabían
que pensaba apretarle las clavijas?
–Claro.
Estábamos reunidos cuando Eli tuvo la idea.
–¿Cómo
se le ocurrió? –preguntó Spade.
James
estiró los dedos de la mano izquierda.
–Estuvimos
bebiendo y charlando, ya sabe lo que ocurre cuando un grupo de muchachos comenta
lo que ha visto y hecho… y Eli nos contó una historia acerca de que una vez había
visto a un individuo arrojar a otro a un cañón desde un tren, y se le escapó el
nombre del autor: Buck Ferris. Alguien preguntó: “¿Qué aspecto tiene Ferris?” Eli
explicó cómo era entonces, y añadió que hacía quince años que no lo veía. El que
hizo la pregunta soltó un silbido y añadió: “Apuesto a que es el mismo Ferris dueño
de la mitad de los cines de este estado.
¡Apuesto a que te daría algo con tal de que no levantaras la perdiz!” Así
fue como la idea prendió en Eli. Se notaba. Pensó un rato, y luego se mostró reservado.
Preguntó cuál era el nombre de pila del Ferris de los cines, y cuando el otro respondió
“Roger”, simuló decepcionarse y añadió: “No, no es él. Se llamaba Martin”. Todos
nos reímos y, finalmente, reconoció que pensaba visitar al caballero. Cuando el
jueves a mediodía me telefoneó para decir que esa noche daría una fiesta en el bar
de Pogey Hecker, deduje inmediatamente qué estaba pasando.
–¿Cuál
era el nombre del caballero que sufrió la luz roja?
–No
quiso decirlo. Se cerró a cal y canto. Es lógico.
–Supongo
que sí –coincidió Spade.
–Y
después, la nada. Jamás apareció por el bar de Pogey. A las dos de la madrugada
intentamos contactarlo por teléfono, pero su esposa dijo que no había aparecido
por casa. Nos quedamos hasta las cuatro o las cinco, llegamos a la conclusión de
que nos había dado el esquinazo, convencimos a Pogey de que anotara las consumiciones
en la cuenta de Eli y nos dimos el piro. Desde entonces no he vuelto a verlo… ni
vivo ni muerto.
Spade
comentó con tono mesurado:
–Es
posible. ¿Seguro que no encontró a Eli por la mañana, lo llevó a dar un paseo, le
cambió los cinco mil pavos de Ferris por las balas y lo arrojó entre los…?
Una
enérgica llamada doble estremeció la puerta.
El
rostro de Spade se iluminó, se dirigió hacia la puerta y la abrió.
Entró
un joven. Era apuesto y perfectamente proporcionado. Llevaba un abrigo ligero y
tenía las manos en los bolsillos. Nada más entrar, giró a la derecha y se detuvo
de espaldas a la pared. En ese momento franqueó la puerta otro joven, que torció
a la izquierda. Aunque no se parecían, la apostura compartida, la elegancia de sus
cuerpos y sus posiciones casi simétricas –espalda contra la pared, manos en los
bolsillos, miradas frías y brillantes que estudiaban a los que ocupaban la estancia–,
les concedían fugazmente la apariencia de gemelos.
Entonces
hizo su entrada Gene Colyer. Saludó a Spade, y no hizo el menor caso de los demás,
pese a que James dijo:
–Hola,
Gene.
–¿Alguna
novedad? –pregunté Gene Colyer al detective.
Spade
asintió.
–Al
parecer este caballero fue… –señaló a Ferris con el pulgar.
–¿Hay
un lugar donde podamos hablar tranquilos?
–En
el fondo está la cocina.
–Denle
a todo lo que se mueva –ordenó Colyer por encima del hombro a los dos jóvenes atildados,
y siguió a Spade hasta la cocina.
Colyer
ocupó la única silla, y miró a Spade sin pestañear, mientras este le contaba todo
lo que había averiguado.
Cuando
el detective privado concluyó, el hombre de ojos verdes preguntó:
–¿Cuál
es su opinión?
Spade
lo miró pensativo.
–Usted
ha averiguado algo. Me gustaría saber de qué se trata.
–Encontraron
el arma en el río, a cuatrocientos metros del sitio donde apareció el cadáver –dijo
Colyer–. Pertenece a James… tiene la marca de la vez que en Vallejo se la quitaron
de la mano de un tiro.
–Muy
interesante –comentó Spade.
–Escuche.
Un chico apellidado Thurber dice que el miércoles pasado James fue a verlo y le
encomendó que siguiera a Haven. El jueves por la tarde, Thurber lo encontró, comprobó
que estaba en casa de Ferris y telefoneó a James. Este le dijo que no se moviera
del lugar y que le dijera a dónde se dirigía Haven cuando saliera, pero una vecina
nerviosa denunció al merodeador y, alrededor de las diez de la noche, la policía
lo echó.
Spade
apretó los labios y, concentrado, miró el techo.
Pese
a que los ojos de Colyer no denotaban la menor expresión, el sudor daba brillo a
su cara redonda, y su voz sonaba ronca.
–Spade,
voy a entregarlo.
Spade
desvió la mirada del techo y la fijó en los saltones ojos verdes.
–Nunca
había entregado a uno de los míos, pero esto es el no va más –añadió Colyer–. Julia
tiene que creer que yo no tuve nada que ver con este asunto si ha sido uno de los
míos y lo denuncio, ¿no le parece?
–Supongo
que sí –Spade asintió lentamente.
De
pronto Colyer apartó la mirada y carraspeó. Cuando volvió a hablar fue lacónico:
–Bueno,
ya se puede despedir.
Minera,
James y Conrad estaban sentados cuando Spade y Colyer salieron de la cocina. Ferris
caminaba de un extremo a otro de la habitación. Los jóvenes apuestos no se habían
movido.
Colyer
se acercó a James y preguntó:
–Louis,
¿dónde está tu pistola?
James
deslizó la mano derecha hacia el lado izquierdo del pecho, se quedó quieto y dijo:
–No
la he traído.
Con
la mano enguantada, pero abierta, Colyer golpeó a James en la cara y lo hizo caer
de la silla.
James
se incorporó y masculló:
–No
pasa nada –se llevó la mano a la cara–. Jefe, no tendría que haberlo hecho, pero
cuando telefoneó y dijo que no quería plantarle cara a Ferris con las manos vacías
y que no tenía armas, le dije que no se preocupara, y le envié la mía.
–Y
también le enviaste a Thurber –apostilló Colyer.
–Nos
interesaba saber si lo había conseguido –murmuró James.
–¿No
podías ir personalmente o enviar a cualquier otro?
–¿Después
de que Thurber alertara a todo el barrio?
Colyer
se dirigió a Spade:
–¿Quiere
que le ayudemos a entregarlo o prefiere llamar a la policía?
–Lo
haremos bien –respondió Spade, y se dirigió al teléfono de la pared. Cuando terminó
de hablar tenía cara de palo y la mirada perdida. Lio un cigarrillo, lo encendió
y se volvió hacia Colyer–. Soy lo bastante tonto como para pensar que Louis ha dado
un montón de respuestas acertadas con la historia que ha contado.
James
apartó la mano de la mejilla irritada y miró desconcertado a Spade.
–¿Qué
le pasa? –protestó Colyer.
–Nada
–respondió Spade afablemente–. Salvo que me parece que usted está demasiado deseoso
de endilgarle el muerto a Louis –exhaló una bocanada de humo–. Por ejemplo, ¿por
qué abandonaría el arma sabiendo que tenía marcas que algunas personas podían reconocer?
–Me
parece que usted piensa que Louis tiene cerebro –comentó Colyer.
–Si
lo mataron estos muchachos, y si sabían que estaba muerto, ¿por qué esperaron a
que apareciera el cadáver y se removiera el avispero para perseguir nuevamente a
Ferris? ¿Para qué le habrían vaciado los bolsillos si lo habían secuestrado? Supone
tomarse muchas molestias, y solo lo hacen aquellos que matan por otros motivos y
quieren que parezca un robo –Spade meneó la cabeza–. Usted está demasiado deseoso
de endilgarles el muerto a los muchachos. ¿Por qué harían…?
–Ahora
esto no viene al caso –lo interrumpió Colyer–. La cuestión consiste en que explique
por qué dice que estoy demasiado deseoso de endilgarle el muerto a Louis.
Spade
se encogió de hombros.
–Quizá
para aclarar el asunto con Julia lo más rápida y limpiamente posible, incluso para
dejar las cuentas claras con la policía. Además, están sus clientes.
–¿Cómo?
–preguntó Colyer.
Distraído,
Spade hizo un gesto con el cigarrillo y respondió:
–Ferris.
Lo mató él, eso es obvio.
A
Colyer le temblaron los párpados, pero no llegó a abrir y cerrar los ojos. Spade
añadió:
–En
primer lugar, por lo que sabemos, es la última persona que vio vivo a Eli, y esta
es una apuesta ganadora. En segundo lugar, es la única persona con la que hablé
antes de que apareciera el cadáver de Eli y que se interesó por saber si yo pensaba
que estaba ocultando datos. Los demás solo pensaron que estaba buscando a un individuo
que se había largado. Como Ferris sabía que yo buscaba al hombre que había matado,
necesitaba quedar fuera de toda sospecha. Incluso tuvo miedo de tirar el libro,
porque lo enviaron de la librería, podía rastrearse y cabía la posibilidad de que
algún empleado hubiese leído la dedicatoria. En tercer lugar, era el único que consideraba
a Eli un muchacho encantador, limpio y adorable… por los mismos motivos. En cuarto
lugar, la historia del chantajista que se presenta a las tres de la tarde, solicita
amablemente cinco mil y se queda hasta medianoche es absurda, por muy buenas que
fueran las bebidas. En quinto lugar, la historia sobre el documento firmado por
Eli no tiene asidero, aunque sería bastante fácil falsificar un papel de este tipo.
En sexto lugar, tiene un motivo más sólido que el de cualquiera de las personas
implicadas para querer ver muerto a Eli.
Colyer
asintió lentamente y dijo:
–De
todas maneras…
–De
todas maneras, nada –lo interrumpió Spade–. Tal vez hizo el truco de los diez mil
y los cinco mil dólares con el banco, lo cual no supone ninguna dificultad. Luego
metió en su casa a este chantajista imbécil, le hizo perder tiempo hasta que los
criados se retiraron, le arrebató la pistola que le habían prestado, lo empujó escaleras
abajo, lo metió en el coche y lo llevó a dar un paseo… es posible que ya estuviera
muerto cuando se lo llevó, o que le disparara entre los arbustos… le vació los bolsillos
para obstruir la identificación y hacer que pareciera un robo, arrojó el arma al
río y volvió a casa…
Se
interrumpió al oír una sirena en la calle. Por primera vez desde que había empezado
a hablar, Spade miró a Ferris.
Aunque
Ferris estaba mortalmente pálido, mantuvo firme la mirada. Spade agregó:
–Ferris,
tengo la corazonada de que también nos enteraremos de aquel trabajo de la luz roja.
Me contó que, en la época en que Eli trabajó para usted, tenía un socio en la empresa
de feria. Después llevó solo el negocio. No nos será difícil averiguar si su socio
desapareció, murió de muerte natural o si está vivo.
Ferris
ya no estaba tan erguido. Se humedeció los labios y dijo:
–Quiero
ver a mi abogado. No hablaré hasta que haya consultado a mi abogado.
–Me
parece bien –opinó Spade–. Tendrá que enfrentarse con todo esto. Le diré que, personalmente,
los chantajistas me caen mal. Creo que Eli escribió un buen epitafio para ellos
en su libro: Demasiados han vivido.
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