Silvina Ocampo
Alguien regaló a Camila Ersky,
el día que cumplió veinte años, una pulsera de oro con una rosa de rubí. Era una
reliquia de familia. La pulsera le gustaba y sólo la usaba en ciertas ocasiones,
cuando iba a alguna reunión o al teatro, a una función de gala. Sin embargo, cuando
la perdió, no compartió con el resto de la familia el duelo de su pérdida. Por valiosos
que fueran, los objetos le parecían reemplazables. Sólo apreciaba a las personas,
a los canarios que adornaban su casa y a los perros. A lo largo de su vida, creo
que lloró por la desaparición de una cadena de plata, con una medalla de la virgen
de Luján, engarzada en oro, que uno de sus novios le había regalado. La idea de
ir perdiendo las cosas, esas cosas que fatalmente perdemos, no la apenaba como al
resto de su familia o a sus amigas, que eran todas tan vanidosas. Sin lágrimas había
visto su casa natal despojarse, una vez por un incendio, otra vez por un empobrecimiento,
ardiente como un incendio, de sus más preciados adornos (cuadros, mesas, consolas,
biombos, jarrones, estatuas de bronce, abanicos, niños de mármol, bailarines de
porcelana, perfumeros en forma de rábanos, vitrinas enteras con miniaturas, llenas
de rulos y de barbas), horribles a veces pero valiosos. Sospecho que su conformidad
no era un signo de indiferencia y que presentía con cierto malestar que los objetos
la despojarían un día de algo muy precioso de su juventud. Le agradaban tal vez
más a ella que a las demás personas que lloraban al perderlos. A veces los veía.
Llegaban a visitarla como personas, en procesiones, especialmente de noche, cuando
estaba por dormirse, cuando viajaba en tren o en automóvil, o simplemente cuando
hacía el recorrido diario para ir a su trabajo. Muchas veces le molestaban como
insectos: quería espantarlos, pensar en otras cosas. Muchas veces por falta de imaginación
se los describía a sus hijos, en los cuentos que les contaba para entretenerlos,
mientras comían. No les agregaba ni brillo, ni belleza, ni misterio: no hacía falta.
Una tarde de
invierno volvía de cumplir unas diligencias en las calles de la ciudad y al cruzar
una plaza se detuvo a descansar en un banco. ¡Para qué imaginar Buenos Aires! Hay
otras ciudades con plazas. Una luz crepuscular bañaba las ramas, los caminos, las
casas que la rodeaban; esa luz que aumenta a veces la sagacidad de la dicha. Durante
un largo rato miró el cielo, acariciando sus guantes de cabritilla manchados; luego,
atraída por algo que brillaba en el suelo, bajó los ojos y vio, después de unos
instantes, la pulsera que había perdido hacía más de quince años. Con la emoción
que produciría a los santos el primer milagro, recogió el objeto. Cayó la noche
antes que resolviera colocar como antaño en la muñeca de su brazo izquierdo la pulsera.
Cuando llegó
a su casa, después de haber mirado su brazo, para asegurarse de que la pulsera no
se había desvanecido, dio la noticia a sus hijos, que no interrumpieron sus juegos,
y a su marido, que la miró con recelo, sin interrumpir la lectura del diario. Durante
muchos días, a pesar de la indiferencia de los hijos y de la desconfianza del marido,
la despertaba la alegría de haber encontrado la pulsera. Las únicas personas que
se hubieran asombrado debidamente habían muerto.
Comenzó a recordar
con más precisión los objetos que habían poblado su vida; los recordó con nostalgia,
con ansiedad desconocida. Como en un inventario, siguiendo un orden cronológico
invertido, aparecieron en su memoria la paloma de cristal de roca, con el pico y
el ala rotos; la bombonera en forma de piano; la estatua de bronce, que sostenía
una antorcha con bombitas de luz; el reloj de bronce; el almohadón de mármol, a
rayas celestes, con borlas; el anteojo de larga vista, con empuñadura de nácar;
la taza con inscripciones y los monos de marfil, con canastitas llenas de monitos.
Del modo más
natural para ella y más increíble para nosotros, fue recuperando paulatinamente
los objetos que durante tanto tiempo habían morado en su memoria.
Simultáneamente
advirtió que la felicidad que había sentido al principio se transformaba en malestar,
en un temor, en una preocupación.
Apenas miraba
las cosas, de miedo de descubrir un objeto perdido.
Desde la estatua
de bronce con la antorcha que iluminaba la entrada de la casa, hasta el dije con
el corazón atravesado con una flecha, mientras Camila se inquietaba, tratando de
pensar en otras cosas, en los mercados, en las tiendas, en los hoteles, en cualquier
parte, los objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el calidoscopio fueron los últimos.
¿Dónde encontró estos juguetes, que pertenecían a su infancia? Me da vergüenza decirlo,
porque ustedes, lectores, pensarán que sólo busco el asombro y que no digo la verdad.
Pensarán que los juguetes eran otros parecidos a aquéllos y no los mismos, que forzosamente
no existirá una sola muñeca cíngara en el mundo ni un solo calidoscopio. El capricho
quiso que el brazo de la muñeca estuviera tatuado con una mariposa en tinta china
y que el calidoscopio tuviera, grabado sobre el tubo de cobre, el nombre de Camila
Ersky.
Si no fuera
tan patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética, lectores,
por lo menos es breve, y contarla me servirá de ejercicio. En los camarines de los
teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que pertenecían, por
una serie de coincidencias, a la hija de una bailarina que insistió en canjeárselos
por un oso mecánico y un circo de material plástico. Volvió a su casa con los viejos
juguetes envueltos en un papel de diario. Varias veces quiso depositar el paquete,
durante el trayecto, en el descanso de una escalera o en el umbral de alguna puerta.
No había nadie
en su casa. Abrió la ventana de par en par, aspiró el aire de la tarde. Entonces
vio los objetos alineados contra la pared de su cuarto, como había soñado que los
vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche. Vio que los objetos
tenían caras, esas horribles caras que se les forman cuando los hemos mirado durante
mucho tiempo.
A través de
una suma de felicidades Camila Ersky había entrado, por fin, en el infierno.
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